“León Trotsky escribió una vez: ‘La locomotora de la historia es la verdad, no la mentira’. Es muy importante restablecer la verdad histórica en el mar de confusión, falsificaciones y alteraciones en el marco de la lucha de clases creada por los opresores y explotadores del mundo, en un intento de mantener el statu quo. La publicación de la autobiografía de mi abuelo, Mi vida, es un paso importante para establecer la verdad”. Esteban Volkov
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Esta obra ha sido tomada de la edición digital de Titivillus con agregados del Centro de Estudios Socialistas Carlos Marx.
Para ofrecer al lector garantías de autenticidad,
en una obra de la importancia de ésta,
hubo de hacerse la versión sobre el texto alemán,
revisado por el autor.Damos las gracias a Frau Alejandra Ramm,
traductora al alemán del original ruso,
que desinteresadamente puso su trabajo
a nuestra disposición.(Nota del Traductor)
Prefacio
León Trotsky escribió una vez que "La locomotora de la historia es la verdad, no la mentira". Es muy importante volver a establecer la verdad histórica en medio de la confusión, falsificaciones y alteraciones en el marco de la lucha de clases creada por los opresores y explotadores del mundo en un intento por mantener el status quo. La publicación de una nueva edición de la autobiografía de mi abuelo, Mi vida, es un paso importante para establecer la verdad.
Es completamente falso que estalinismo y bolchevismo sean lo mismo. Habiendo usurpado el poder, la casta privilegiada de funcionarios se dedicó de manera determinada a la tarea de aniquilar el Partido de Lenin. Stalin erigió su dictadura sobre los cadáveres de los líderes de la Revolución de Octubre. Pero quedaba un hombre para exponer los crímenes de Stalin y la burocracia.
Durante más de una década, Stalin dedicó recursos económicos y humanos ilimitados para eliminar a Trotsky. Uno por uno, los partidarios y la familia de Trotsky cayeron víctimas de la máquina asesina de la GPU. Finalmente, el 20 de agosto de 1940, el gran luchador, teórico y mártir revolucionario León Trotsky murió a causa de las heridas infligidas en un cobarde ataque de un agente estalinista.
El escritor de estas líneas, Sieva Volkov es el último superviviente que queda, el último testigo que queda del último capítulo de la vida de León Trotsky en México. Llegué a México en agosto de 1939 con los Rosmer, que eran cercanos a Trotsky, y Natalia, venidos de París, donde había vivido con la viuda de León Sedov. Fue un gran cambio. Tenía 13 años cuando llegué a la casa, Viena 19 en Coyoacán, México. Lo recuerdo como una pequeña comunidad y una gran familia.
En esta pequeña vanguardia del socialismo reinaba un tremendo clima de trabajo, solidaridad y valor humano. Así lo vi yo en ese momento. Pero ahora puedo ver que era mucho más: era el cuartel de la lucha política. Natalia y León Trotsky estaban rodeados de un grupo de jóvenes camaradas de diferentes naciones, pero principalmente de Estados Unidos. Eran voluntarios. Y participaban en las actividades de la casa: guardias, secretarias.
La casa siempre estaba llena de actividad. No hacía mucho que se habían mudado de la casa de Frida. La nueva casa estaba medio en ruinas y se necesitaban muchas reformas. Una de las cualidades que deben destacarse de Lev Davidovich es su gran admiración por el trabajo humano. No admitió privilegios ni distinciones de ningún tipo. Recuerdo un problema que tuvimos en casa una vez con un pozo séptico; el propio Trotsky tomó un pico y comenzó a limpiar las aguas residuales.
Todos participaron en este trabajo. Un camarada mexicano, Melquíades, construyó jaulas para las gallinas y las conejeras. Alex Buckman, que era fotógrafo profesional y experto en electricidad, instaló el sistema de seguridad. Los mejores archivos fotográficos, y los últimos que hubo, fueron tomados por Alex Buckman, fallecido recientemente.
En las descripciones de la casa que se han realizado en otros lugares ha habido muchos errores y falsificaciones. La casa se conoce con frecuencia como una fortaleza. Sin embargo, no era una fortaleza en absoluto. Sólo contábamos con paredes de cierta altura y en cuyo interior se instalaron algunos cables que, si se rompían, disparaban la alarma. La pena fue que había muchas palomas que no conocían este dato, por lo que estas palomas nos dieron muchos dolores de cabeza.
Trotsky era muy activo y animado. Sabía muy bien que sus días estaban contados y quería realizar el mayor trabajo posible en el poco tiempo que le quedaba. Nunca olvidó la educación política de los compañeros. Y con frecuencia había reuniones por la tarde o noche en su oficina, donde había polémicas y discusiones.
Uno de los rasgos sobresalientes de Lev Davidovich era su maravilloso sentido del humor, el interés que sentía por los camaradas, su calidez humana; pero al mismo tiempo también era muy estricto con las normas y el orden. En una ocasión, un joven guardia estadounidense, Sheldon Hart, dejó la puerta abierta. Trotsky, con un sentido premonitorio, dijo que este error no se puede perdonar y que el propio Hart podría ser la primera víctima. Esta advertencia resultó ser demasiado cierta.
La prensa estalinista en México siempre estaba atacando y calumniando a Trotsky. Se trajeron miles de rublos de Moscú y se distribuyeron de manera generosa entre los periodistas corruptos. A principios de 1940 vimos un aumento en el número de calumnias y ataques. El comentario de Trotsky fue: "Parece que estos periodistas están a punto de cambiar los bolígrafos por la ametralladora". Pronto se demostró que esta observación lacónica era correcta.
El 24 de mayo entró en la casa una banda de sicarios de la GPU encabezada por el pintor Álvaro Siqueiros. Tomaron el control de la casa. Un grupo se colocó detrás de un árbol frente a las casetas de vigilancia. Establecieron tal nivel de fuego que los guardias no pudieron moverse. Otro grupo fue tras L. D. y Natalia y dispararon desde tres ángulos diferentes con una Thompson en la oscuridad.
Uno de los asaltantes entró en la habitación donde yo dormía y abrió fuego. Trotsky seguía dormido debido a las pastillas para dormir que había tomado. Su primera impresión fue que se trataba de una celebración religiosa mexicana con fuegos artificiales. Pero el olor a pólvora y la cercanía del ataque lo convencieron de lo contrario. Fue un verdadero milagro que Trotsky sobreviviera. Esto se debió en parte a la rápida reacción de Natalia que lo empujó debajo de una mesa y lo protegió con su propio cuerpo.
Recuerdo que cuando los atacantes se marcharon escuchamos inmediatamente la voz de Trotsky, que logró disparar con su arma contra la sombra que se movía por el canal cerca de la casa. Justo después todos los miembros de la familia se reunieron con todos los presentes en la casa. Trotsky estaba realmente eufórico por haber escapado de este ataque a su vida. Recuerdo que poco después sonó el teléfono y Trotsky lo descolgó y empezó a maldecir. Obviamente, pensó que eran sus atacantes tratando de obtener información. Pero hubo un detalle que hizo que el ambiente fuera más sobrio, y fue el hecho de que Sheldon había sido secuestrado por los atacantes.
Después del ataque se hicieron modificaciones a la casa gracias a la ayuda del partido trotskista estadounidense: se instalaron puertas de hierro, nuevas ventanas, torres para los guardias… Trotsky era un poco escéptico sobre la utilidad de todo este trabajo. Estaba convencido de que el próximo ataque no sería del mismo tipo. Y tenía razón. Nadie podría haber imaginado que Jackson, que era pareja de Sylvia Ageloff, sin ningún interés político —un hombre de negocios generoso, amigable con los guardias, etc.— fuera un agente de la GPU. Finalmente logró cumplir los deseos de Stalin.
El 20 de agosto volvía de la escuela y caminaba por la calle Viena, que es una caminata bastante larga. Cuando estaba a tres cuadras de la casa noté que algo estaba pasando. Corrí a casa, lleno de ansiedad. Había varios agentes de policía junto a la puerta, que estaba abierta. Había un coche mal aparcado. Entré y vi a Harold Robbins, uno de los guardias, que llevaba una pistola y estaba muy agitado. Le pregunté: "¿Qué está pasando?" Y él respondió: "Jackson, Jackson ..."
Al principio no entendía y seguí caminando. Pero cuando entré a la casa me di cuenta de la terrible verdad. Natalia y los guardias atendían a mi abuelo. Cuando Trotsky se dio cuenta de que estaba allí, les dijo a los guardias que me llevaran. Incluso en esos momentos, no quería que su nieto tuviera que ver lo que había sucedido. Eso demuestra la humanidad de este hombre.
Más tarde, vi a un hombre con dos policías con sangre en la cara. Al principio, ni siquiera me di cuenta de que era Jackson. En su furia, los guardias habían golpeado a Jackson y Hansen le había roto la mano a golpes. A pesar de sus terribles heridas, el Viejo aún tuvo la presencia de ánimo para indicar que Jackson no debería ser asesinado. Era más útil vivo. Tiene que hablar.
Cuando vi a Jackson-Mercader estaba en muy mal estado, gritando y chillando histéricamente. Causó una impresión lamentable, más parecida a un trapo humano que a un hombre. Cuando pienso sobre la cobarde conducta de estos grandes "héroes" estalinistas, siempre comparo mentalmente su comportamiento con el de los trotskistas en los campos de Stalin, que lucharon y murieron bajo las balas de la GPU gritando "¡Viva Lenin y Trotsky!" y cantando la Internacional. Ésta es la diferencia entre los revolucionarios proletarios conscientes y los gánsteres contratados por la contrarrevolución estalinista.
Hasta el último momento, la construcción del partido revolucionario, de una nueva Internacional que defendiera la gran herencia del marxismo, el bolchevismo y la revolución de Octubre, fue lo más importante en la mente de Trotsky. Me vienen a la mente algunas frases que Trotsky hizo a los camaradas estadounidenses con motivo de la fundación de la IV Internacional:
“Nunca hubo una tarea más grande en la tierra, nuestro partido nos exige que nos entreguemos plenamente y como un todo. Pero a cambio nos da la máxima satisfacción. La conciencia de que se participa en la construcción de un futuro mejor. Y lleva sobre los hombros la raíz de las esperanzas de la humanidad. Y que nuestra vida no se habrá vivido en vano”.
Toda la vida del revolucionario León Trotsky confirma estas palabras. Una vida dedicada plenamente a la revolución, y finalmente sacrificada a la causa de la revolución. Una pregunta importante nos viene a la mente. ¿Valió la pena realizar la gran revolución de octubre de 1917? La revolución de Octubre terminó destruida por el estalinismo que a su vez supuso la muerte de decenas de millones, así como la aniquilación de la gran mayoría de los movimientos revolucionarios, contribuyendo a la supervivencia del capitalismo en su fase más destructiva y parasitaria.
La respuesta es clara: No hay duda de ello. Para sacar a la humanidad del infierno del capitalismo y del totalitarismo burocrático. Para llegar a una nueva civilización, donde la humanidad ya no será utilizada como valor y ocupará el lugar que le corresponde. Para lograr esto, ningún sacrificio será demasiado elevado o inutil.
No soy un experto en religión, pero creo que contiene una gran verdad. La existencia del infierno. El único pequeño error es sobre su ubicación. No está bajo tierra, sino aquí en la superficie, bajo el dominio del imperio de la producción y el capital privados. En este infierno viven las tres cuartas partes de la humanidad o quizás más. Todos los avances tecnológicos y científicos realizados se utilizan para explotar a los trabajadores y los recursos naturales de manera más eficiente. La gran elección es entre la muerte por hambre y la muerte por bombas inteligentes.
Lo que falló en Rusia no fue el socialismo, sino sólo una monstruosa caricatura totalitaria-burocrática del socialismo. Trotsky más que nadie entendió el papel de la burocracia como freno a la revolución. En la última parte de su vida, que consideraba la más importante, se dedicó a la tarea de construir una nueva vanguardia revolucionaria, así como a continuar la lucha contra el régimen burocrático de Stalin y a desenmascararlo. Su lucha hizo temblar al tirano del Kremlin por su coraje, su inquebrantable determinación de defender las auténticas tradiciones e ideales de Octubre. Esto hizo del asesinato de Lev Davidovich la principal tarea de Stalin.
Stalin y sus ejecutores se fueron hace mucho tiempo al lugar al que pertenecen: la cámara de los horrores de Nerón y Calígula. El monstruoso intento de los estalinistas de apagar la llama de la revolución mundial, asesinando a su mayor defensor, fracasó. Sus ideas han sido arrojadas al basurero de la historia. Pero las ideas de Trotsky y del genuino bolchevismo siguen vigentes y son más relevantes hoy que nunca.
Recuerdo un comentario que le hizo mi abuelo a André Malraux cuando el famoso escritor francés le preguntó qué sentía por la muerte. Tal vez Malreaux pretendía inquietar a mi abuelo con una pregunta así, y que se quedara sin respuesta, pero de ser así, no lo consiguió. Trotsky, con calma, dijo que la muerte no es un problema en absoluto cuando un hombre ha cumplido su propósito en la vida. En esta breve respuesta vemos la esencia de la perspectiva de Trotsky.
Creo que sería apropiado terminar este breve prólogo de Mi vida con las últimas frases del Testamento de Trotsky.
“Fui revolucionario durante mis cuarenta y tres años de vida consciente y durante cuarenta y dos luché bajo las banderas del marxismo. Si tuviera que comenzar todo de nuevo trataría, por supuesto, de evitar tal o cual error, pero en lo fundamental mi vida sería la misma. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y, en consecuencia, un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es hoy menos ardiente, aunque sí más firme, que en mi juventud.”
“Natasha se acerca a la ventana y la abre desde el patio para que entre más aire en mi habitación. Puedo ver la brillante franja de césped verde que se extiende tras el muro, arriba el cielo claro y azul y el sol que brilla en todas partes. La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente” (León Trotsky, Testamento, 27 de febrero de 1940).
Esteba Volkov, 20 de julio de 2005
Introducción
Mi Vida es uno de los documentos políticos y literarios más notables jamás escritos. Su autor, Lev Davidovich Trotsky, fue, junto a Lenin, uno de los dos más grandes marxistas del siglo XX. Toda su vida estuvo dedicada por completo a la causa de la clase trabajadora y el socialismo internacional. Y ¡Qué vida!
Desde su más tierna juventud, cuando trabajaba toda la noche produciendo folletos de huelga ilegal, lo que le valió su primer período en la cárcel y el exilio siberiano, hasta que finalmente fue abatido por uno de los agentes de Stalin en agosto de 1940, trabajó incansablemente por el movimiento revolucionario. En la primera Revolución Rusa de 1905, fue presidente del Soviet de Petersburgo. Condenado una vez más al exilio siberiano, nuevamente escapó y continuó su actividad revolucionaria desde el exilio. Durante la Primera Guerra Mundial, Trotsky adoptó una posición internacionalista consistente. Fue el autor del Manifiesto de Zimmerwald, que intentó unir a los opositores revolucionarios de la guerra.
En 1917, desempeñó un papel destacado como organizador de la insurrección en Petrogrado. Después de la Revolución de Octubre, Trotsky fue el primer Comisario de Relaciones Exteriores y estuvo a cargo de las negociaciones con los alemanes en Brest-Litovsk. Durante la sangrienta Guerra Civil, cuando la Rusia soviética fue invadida por 21 ejércitos extranjeros de intervención, y cuando la supervivencia de la Revolución estaba en juego, Trotsky organizó el Ejército Rojo y dirigió personalmente la lucha contra los ejércitos blancos contrarrevolucionarios, viajando miles de kilómetros en el famoso tren blindado. Trotsky se mantuvo como Comisario de Guerra hasta 1925.
"Mostradme otro hombre", dijo Lenin, golpeando la mesa "capaz de organizar en un año un ejército casi ejemplar y además de ganarse la estima de los especialistas militares".
Estas líneas reproducidas en las memorias de Gorki muestran con precisión la actitud de Lenin hacia Trotsky en ese momento.
El papel de Trotsky en la consolidación del primer Estado obrero del mundo no se limitó al Ejército Rojo: también jugó el papel principal, junto con Lenin, en la construcción de la Tercera Internacional, en los primeros cuatro congresos de los que Trotsky escribió los Manifiestos y muchas de las declaraciones políticas más importantes; el período de reconstrucción económica en el que Trotsky reorganizó los destrozados sistemas ferroviarios de la URSS; además, Trotsky, siempre un prolífico escritor, encontró tiempo para escribir estudios penetrantes, no sólo sobre cuestiones políticas sino sobre arte y literatura (Literatura y Revolución) e incluso sobre los problemas que enfrentaba la gente en el período de transición (Problemas de la vida cotidiana).
Después de la muerte de Lenin en 1924, Trotsky lideró la lucha contra la degeneración burocrática del estado soviético, una lucha que Lenin ya había comenzado desde su lecho de muerte. En el proceso de la lucha, Trotsky fue el primero en defender la idea de los planes quinquenales, a la que se opusieron Stalin y sus seguidores. A partir de entonces, Trotsky prácticamente solo, continuó defendiendo las tradiciones revolucionarias, democráticas e internacionales de Octubre.
Desafortunadamente, el relato de la vida de Trotsky escrito por él mismo se concluyó en 1930. Quedando los últimos diez años. Durante estos años, sólo él proporcionó un análisis marxista científico de la degeneración burocrática de la Revolución Rusa en obras como La Revolución Traicionada, En Defensa del Marxismo y Stalin. Sus escritos del período 1930-40 nos proporcionan un verdadero tesoro de la teoría marxista, que trata no sólo de los problemas inmediatos del movimiento obrero internacional (la revolución china, el ascenso de Hitler en Alemania, la Guerra Civil española), sino de todo tipo de cuestiones artísticas, filosóficas y culturales.
¡Esto es más que suficiente para varias vidas! Sin embargo, si uno examinara objetivamente la vida de Trotsky, estaría obligado a estar de acuerdo con la valoración que él mismo hizo de ella. Es decir, a pesar de todos los logros extraordinarios de Trotsky, el período más importante de su vida fueron los últimos diez años. Aquí se puede decir con absoluta certeza que cumplió una tarea, que nadie más podría haber cumplido, a saber, la lucha por defender las ideas del Bolchevismo y la tradición de Octubre contra la voracidad de la contrarrevolución estalinista.
Aquí estaba la contribución más grande e indispensable de Trotsky al marxismo y al movimiento obrero mundial. Es un logro sobre el que estamos construyendo hasta el día de hoy. La presente introducción no pretende ser un relato exhaustivo de la vida y obra de Trotsky. Para eso, no se necesitaría un artículo sino varios volúmenes. Pero si este ensayo tan insuficiente sirve para alentar a la nueva generación a leer los escritos de Trotsky por sí mismos, mi propósito se habrá logrado.
Los inicios
El 26 de agosto de 1879, pocos meses antes del nacimiento de Trotsky, un pequeño grupo de revolucionarios, miembros de la organización terrorista clandestina Narodnaya Volya, anunció la sentencia de muerte para el zar ruso Alejandro II. Comenzó así un período de luchas heroicas de un puñado de jóvenes contra todo el aparato estatal que culminaría el 1° de marzo de 1881 con el asesinato del zar. Estos estudiantes e intelectuales jóvenes odiaban la tiranía y estaban dispuestos a dar su vida por la emancipación de la clase trabajadora, pero creían que todo lo que se necesitaba para “provocar” movilizaciones masivas era la “propaganda del hecho consumado”. En realidad, intentaron sustituir el movimiento consciente de la clase trabajadora por la bomba y la ametralladora.
Los terroristas rusos consiguieron finalmente asesinar al zar. A pesar de todo esto, los esfuerzos de los terroristas no dieron el resultado esperado. Lejos de fortalecer el movimiento de masas, los actos de terrorismo tuvieron el efecto contrario: fortalecieron el aparato represivo del Estado, aislar y desmoralizar a los cuadros revolucionarios y, finalmente, conducir a la destrucción total de la organización Narodnaya Volya. El error de los “populistas” radica en la falta de comprensión de los procesos fundamentales de la revolución rusa. En ausencia de un proletariado fuerte, los terroristas buscaron otro estrato social sobre el que basar la revolución socialista. Se imaginaron que lo habían encontrado en el campesinado.
Marx y Engels explicaron que la única clase que puede llevar a cabo la transformación socialista de la sociedad es el proletariado. En una sociedad semifeudal atrasada como la Rusia zarista, el campesinado desempeñará un papel importante como auxiliar de la clase obrera, pero no podrá sustituirla.
Para comenzar, en la década de 1880, la mayoría de los jóvenes de Rusia no se sintieron atraídos por las ideas del marxismo. No tenían tiempo para la "teoría"; exigían acción. Sin comprender la necesidad de ganarse a la clase trabajadora con una explicación paciente, tomaron las armas para destruir el zarismo mediante la lucha individual.
El hermano mayor de Lenin era un terrorista. Trotsky inició su vida política en un grupo populista y probablemente Lenin también se involucró de la misma manera. Sin embargo, el populismo ya estaba en proceso de declive. En la década de 1890, lo que había sido una atmósfera impregnada de heroísmo se había convertido en una de depresión, descontento y pesimismo entre los círculos de intelectuales. Y mientras tanto, el movimiento obrero había entrado en la escena de la historia con la impresionante ola de huelgas de la década de 1890. En unos pocos años, la superioridad de los "teóricos" marxistas en comparación con los terroristas individuales "prácticos" había sido probada por la propia experiencia con el espectacular crecimiento de la influencia del marxismo en la clase trabajadora. Comenzando con pequeños círculos marxistas y grupos de discusión, el nuevo movimiento se hizo cada vez más popular entre los trabajadores.
Entre los jóvenes activistas de la nueva generación de revolucionarios se encontraba el joven Lev Davidovich Bronstein, quien inició su carrera revolucionaria en marzo de 1897 en Nikolayev, donde organizó la primera organización de trabajadores ilegales, el Sindicato de Trabajadores del Sur de Rusia. Lev Davidovich fue arrestado por primera vez cuando tenía solo 19 años y pasó dos años y medio en prisión, después de lo cual fue exiliado a Siberia. Pero pronto escapó y, utilizando un pasaporte falso, logró salir de Rusia y unirse a Lenin en Londres. En una de esas ironías en las que la historia es muy rica, el nombre en el pasaporte era Trotsky, el nombre de uno de los carceleros, que Lev Davidovich había elegido al azar y luego ganaría fama mundial.
Trotsky e Iskra
El joven movimiento socialdemócrata estaba todavía disperso y casi sin organización. La tarea de organizar y unir a los numerosos grupos socialdemócratas locales dentro de Rusia fue asumida por Lenin junto con el exiliado "Grupo de Emancipación del Trabajo" de Pléjanov. Con el respaldo de Pléjanov, Lenin lanzó un nuevo periódico, el Iskra, que jugó un papel clave en la organización y unión de la genuina tendencia marxista. Todo el trabajo de producir y distribuir el periódico y mantener una voluminosa correspondencia con Rusia fue realizado por Lenin y su infatigable compañera, Nadezhda Krupskaya.
A pesar de todos los obstáculos, lograron introducir clandestinamente Iskra en Rusia, donde tuvo un impacto enorme. Muy rápidamente, los marxistas genuinos se unieron en torno a Iskra, que en 1903 ya se había convertido en la tendencia mayoritaria en la socialdemocracia rusa.
En 1902, Trotsky apareció en la puerta de Lenin en Londres, donde se unió al personal de Iskra, trabajando en estrecha colaboración con Lenin. Aunque el joven revolucionario, que acababa de llegar de Rusia, no lo sabía, las relaciones en el Consejo de Redacción ya eran tensas. Hubo constantes enfrentamientos entre Lenin y Pléjanov por una serie de cuestiones políticas y organizativas.
La verdad del asunto es que los viejos activistas del “Grupo Emancipación del Trabajo”; se habían visto seriamente afectados por el largo período de exilio, cuando su trabajo se había limitado a la propaganda al margen del movimiento obrero ruso. Se trataba de un pequeño grupo de intelectuales, indudablemente sinceros en sus ideas revolucionarias, pero que padecían todos los vicios del exilio y la mentalidad de pequeño círculo. En ocasiones, sus métodos de trabajo eran más los de un club de discusión, o de un círculo de amigos personales, que los de un partido revolucionario cuyo objetivo era tomar el poder.
Lenin, que prácticamente hizo la parte más importante de este trabajo, con la ayuda de Krupskaya, luchó contra estas tendencias, pero con muy pocos resultados. Había depositado todas sus esperanzas en la convocatoria de un Congreso del Partido, en la que las bases de la clase obrera pusieran orden “en su propia casa”. Depositó muchas esperanzas en Trotsky, cuyas habilidades de escritura le habían valido el apodo de “Pero”, la pluma. En la primera edición de sus Memorias de Lenin, Krupskaya subraya la alta opinión que tenía Lenin del “Joven Águila”.
Lenin buscaba desesperadamente un joven camarada capaz de Rusia para cooptarlo en el Consejo de Redacción a fin de romper el estancamiento con los antiguos editores. La aparición de Trotsky, recientemente escapado de Siberia, fue aprovechada con entusiasmo por Lenin para hacer el cambio. Trotsky, que entonces sólo tenía 22 años, ya se había hecho un nombre como escritor marxista. En las primeras ediciones de sus Memorias de Lenin, Krupskaya ofrece una descripción honesta de la actitud entusiasta de Lenin hacia Trotsky. Dado que estas líneas se han eliminado de todas las ediciones posteriores, las citamos aquí en su totalidad:
“Tanto las cordiales recomendaciones del ‘joven águila’ como esta primera conversación hicieron que Vladímir Ilich prestara una atención particular al recién llegado. Habló con él largo y tendido y se fueron juntos a dar paseos.”
“Vladímir Ilich le preguntó por su visita a Yuzhny Rabochii [el Obrero del Sur, el cual adoptó una postura vacilante entre Iskra y sus oponentes]. Estaba muy complacido con la manera precisa en que Trotsky formuló la postura. Le gustó la forma en que Trotsky era capaz de entender inmediatamente el fondo de las diferencias y de percibir, debajo de las capas de declaraciones bien intencionadas, los deseos de mantener la autonomía de un pequeño grupito bajo la excusa de un periódico popular.”
“Mientras tanto, se recibía con mayor insistencia la llamada desde Rusia para que se mandase a Trotsky de vuelta. Vladímir Ilich quería que permaneciese en el extranjero para ayudar en el trabajo de Iskra.”
“Plejánov inmediatamente miró a Trotsky con sospechas: le vio como un seguidor del sector más joven del Comité de Redacción de Iskra (Lenin, Mártov y Potrésov) y como un discípulo de Lenin. Cuando Vladímir Ilich envió a Plejánov un artículo de Trotsky, respondió: ‘No me gusta la pluma de tu Pluma’. ‘El estilo es meramente un asunto que se adquiere’, respondió Vladímir Ilich, ‘pero el hombre es capaz de aprender y será muy útil” (Krúpskaya, O Vladimirye Ilyiche, Vol. 1, págs. 85-6).
En marzo de 1903, Lenin solicitó formalmente la inclusión de Trotsky como séptimo miembro del Comité Editorial. En una carta a Pléjanov, escribió:
“Estoy presentando a todos los miembros del Comité de Redacción la propuesta de cooptar a Pluma como un miembro de pleno derecho del Comité. (Tengo entendido que para cooptar no es suficiente una mayoría, sino que hace falta una decisión unánime).”
“Tenemos una gran necesidad de un séptimo miembro porque simplificaría las votaciones (al ser seis un número par) y también porque reforzaría el Comité.”
“Pluma ha estado escribiendo en todos los números durante varios meses. En general, está trabajando para el Iskra muy enérgicamente, dando discursos (y con tremendo éxito), etc. Para nuestra sección de artículos de actualidad y otras cosas será no sólo muy útil sino también bastante indispensable. Sin lugar a dudas, es un hombre de una habilidad mayor que el promedio, convencido, enérgico y prometedor. Y podría contribuir grandemente en el terreno de las traducciones y de la literatura popular.”
“Debemos de atraer fuerzas jóvenes: esto los animará y les alentará a considerarse escritores profesionales. Y que tenemos pocos de estos está claro como lo demuestra 1) la dificultad de encontrar editores de las traducciones; 2) la escasez de artículos que analizan la situación interna, y 3) la escasez de literatura popular. Es en el terreno de la literatura popular donde a Pluma le gustaría probar.”
“Adenda 1) Pluma es propuesto no para un puesto independiente sino para el Comité. En él, ganará experiencia. Indudablemente tiene la ‘intuición’ de un hombre de Partido, un hombre de nuestra tendencia; en lo que se refiere a conocimiento y experiencia, estos pueden adquirirse. Que trabaja duro es igualmente incuestionable. Es necesario cooptarle para finalmente involucrarle y animarle...” (Lenin, A G.V. Plejánov, 2 marzo 1903, Obras completas, Vol. 43, págs. 110-1. El énfasis es nuestro).
Sin embargo, Pléjanov, adivinando que Trotsky apoyaría a Lenin, colocándolo en minoría, vetó airadamente la propuesta.
“Poco después”, añade Krúpskaya, “Trotsky fue a París, donde empezó a avanzar con gran éxito”.
Estas líneas de la compañera de toda la vida de Lenin son incluso más interesantes por haber sido escritas en 1930, cuando Trotsky había sido expulsado del Partido, vivía en el exilio en Turquía y bajo prohibición total dentro de la Unión Soviética. Sólo el hecho de que Krúpskaya era la viuda de Lenin le salvó de la ira de Stalin, al menos por el momento. Más tarde, fue forzada mediante intolerable presión a bajar la cabeza y aceptar pasivamente la distorsión de los datos históricos, aunque al final rehusó resueltamente unirse al coro de glorificación de Stalin, que juega un papel mínimo en las páginas de su biografía —lo cual, en verdad, refleja la situación real—.
Desafortunadamente, esta temprana colaboración entre Lenin y Trotsky se detuvo abruptamente por la división en el Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso.
El Segundo Congreso
Se han escrito muchas tonterías sobre el famoso Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR) sin que ninguna de ellas explique las razones de la división. Todo partido revolucionario tiene que pasar por una etapa bastante larga de trabajo de propaganda y formación de cuadros. Este período trae inevitablemente una serie de hábitos y formas de pensar que, con el tiempo, pueden convertirse en un obstáculo para transformar el partido en un partido de masas. Si el partido demuestra ser incapaz de cambiar estos métodos, cuando la situación objetiva cambia, se convierte en una secta osificada.
En el Segundo Congreso la pugna entre las dos alas del grupo Iskra, que sorprendió a todos, incluidos los directamente involucrados, se debió a la incompatibilidad entre la posición de Lenin, que era la de consolidar un partido revolucionario de masas con algún grado de disciplina y eficiencia, y la de los miembros del antiguo Grupo de Emancipación del Trabajo, que se sentían cómodos en su rutina, no veían la necesidad de ningún cambio y achacaban la posición de Lenin a cuestiones de personalidad, al deseo de ser el centro de atención, a “tendencias bonapartistas”, “ultracentralismo” y a todo lo demás.
En general, es una ley de la historia que las tendencias pequeñoburguesas son orgánicamente incapaces de separar las cuestiones políticas de las personales. Así, cuando Lenin, por razones totalmente justificadas, propuso sacar a Axelrod, Zasulich y Potresov del Comité de Redacción de Iskra, lo tomaron como un insulto personal y provocaron un escándalo. Desafortunadamente, los viejos activistas lograron impresionar a Trotsky, quien, siendo joven e impresionable, no entendió la situación y aceptó al pie de la letra las acusaciones que estaban haciendo Zasulich, Axelrod y los demás.
La denominada tendencia “blanda” representada por Mártov emergió como minoría y luego de la Conferencia se negó a acatar sus decisiones, a participar en el Comité Central o en el Comité de Redacción. Todos los esfuerzos de Lenin por encontrar una solución de compromiso después del Congreso fracasaron debido a la oposición de la minoría. Pléjanov, que en el Congreso había apoyado a Lenin, demostró ser incapaz de hacer frente a las presiones de sus viejos camaradas y amigos. Al final, a principios de 1904, Lenin descubrió que tenía que organizar “comités de la mayoría” (bolcheviques) para salvar algo de los escombros del Congreso. La división del partido se había convertido en un hecho consumado.
Inicialmente, Trotsky había apoyado a la minoría contra Lenin. Esto ha llevado a la falsa explicación de que Trotsky era un “menchevique”. Sin embargo, en el Segundo Congreso, el bolchevismo y el menchevismo aún no habían emergido como tendencias políticas claramente definidas. Sólo un año después, en 1904, comenzaron a surgir diferencias políticas entre las dos tendencias, y estas diferencias no tenían nada que ver con la cuestión del “centralismo” o del “no centralismo”. Se trataba de la cuestión clave a la que se enfrenta la Revolución Rusa: la colaboración con la burguesía liberal o la independencia de clase. Tan pronto como surgieron las diferencias políticas, Trotsky rompió con los mencheviques y permaneció formalmente independiente de ambas facciones hasta 1917.
Trotsky en 1905
En vísperas de la guerra ruso-japonesa, todo el país estaba en un fermento prerrevolucionario. Una ola de huelgas fue seguida por manifestaciones estudiantiles. El fermento afectó a los liberales burgueses que lanzaron una campaña de banquetes, basada en los Zemstvos, comités locales en el campo, que sirvieron de plataforma para los liberales. Se planteó la cuestión de cuál debería ser la posición de los marxistas frente a la campaña de los liberales. Los mencheviques estaban a favor del apoyo total a los liberales.
Los bolcheviques se opusieron radicalmente a cualquier tipo de apoyo a los liberales y salieron con fuertes críticas a su prensa, exponiéndolos a los ojos de la clase trabajadora. Trotsky tenía la misma posición que los bolcheviques, lo que le llevó a romper con los mencheviques. A partir de ese momento, hasta 1917, Trotsky permaneció organizativamente separado de ambas tendencias, aunque en todas las cuestiones políticas siempre estuvo mucho más cerca de los bolcheviques que de los mencheviques.
La situación revolucionaria estaba madurando rápidamente. Las derrotas militares del ejército zarista se sumaron al creciente descontento que estalló durante la manifestación del 9 de enero de 1905 en San Petersburgo, que fue brutalmente reprimida. Así comenzó la revolución de 1905 en la que Trotsky jugó un papel destacado.
¿Qué papel jugó Trotsky en la Revolución de 1905 y en qué relación estaba con Lenin y los bolcheviques? Lunacharsky, quien en ese momento era una de las manos derechas de Lenin, escribe en sus memorias:
“Debo decir que, de todos los dirigentes socialdemócratas de 1905-06, Trotsky demostró sin duda, a pesar de su juventud, que era el mejor preparado. De todos, era el menos marcado por la emigración. Trotsky comprendió mejor que nadie lo que significaba dirigir la lucha política contra el Estado. Trotsky emergió de la revolución y consiguió un enorme grado de popularidad, del que ni Lenin ni Mártov disfrutaban. Plejánov perdió bastante por las tendencias casi cadetes [es decir, liberales] que en él se dejaban ver. Trotsky se mantuvo entonces en la primera línea del frente” (A.V. Lunacharsky, Revolutionary Silhouettes, p. 61).
Este no es el lugar para analizar en detalle la revolución de 1905. Uno de los mejores libros sobre esta cuestión es 1905 de Trotsky, una obra clásica del marxismo, cuyo valor se ve reforzado por el hecho de que fue escrito por uno de los líderes más destacados de esa revolución.
Con sólo 26 años, Trotsky era el presidente del Soviet de Diputados Obreros de Petersburgo, el principal de esos órganos, que Lenin describió como “órganos embrionarios del poder revolucionario”. La mayoría de los manifiestos y resoluciones del Soviet fueron obra de Trotsky, quien también editó su revista Izvestiya. En las principales ocasiones habló tanto por los bolcheviques y mencheviques como por el Soviet en su conjunto.
Los bolcheviques, en Petersburgo, no habían sabido apreciar la importancia del Soviet y estaban débilmente representados en él. Lenin, exiliado en Suecia, escribió al diario bolchevique Novaya Zhizn, instando a los bolcheviques a adoptar una actitud más positiva hacia el Soviet, pero la carta no se imprimió y sólo vio la luz treinta y cuatro años después. Esta situación se reproduciría en todas las coyunturas importantes de la historia de la Revolución Rusa; la confusión y vacilación de los líderes del Partido dentro de Rusia, ante la necesidad de una iniciativa audaz sin la mano guía de Lenin.
En 1905, Trotsky se hizo cargo de la revista Russkaya Gazeta y la transformó en el popular periódico revolucionario llamado Nachalo. Este periódico, con su circulación masiva, permitió a Trotsky exponer sus opiniones sobre la revolución, cercanas a las de los bolcheviques y en oposición directa al menchevismo. Era natural que, a pesar de la enconada disputa en el Segundo Congreso, coincidiera el trabajo de los bolcheviques y Trotsky en la revolución. Así, el Nachalo de Trotsky y la bolchevique Novaya Zhizn, editada por Lenin, trabajaron en solidaridad, apoyándose mutuamente contra los ataques de la reacción, sin librar polémicas entre sí.
El diario bolchevique saludó así al primer número de Nachalo:
“El primer número de Nachalo ha salido. Damos la bienvenida a un compañero de lucha. El primer número es notable por su brillante descripción de la huelga de octubre escrita por el camarada Trotsky”.
Lunacharsky recuerda que cuando alguien le contó a Lenin sobre el éxito de Trotsky en el Soviet, el rostro de Lenin se ensombreció por un momento. Luego dijo: “Bueno, el camarada Trotsky se lo ha ganado con su incansable e impresionante trabajo”. En años posteriores, Lenin escribió más de una vez positivamente sobre el Nachalo de Trotsky en 1905.
Como presidente del famoso Soviet de San Petersburgo, Trotsky fue arrestado junto con los demás miembros del Soviet y exiliado una vez más a Siberia después de la derrota de la revolución. Desde el banquillo de acusados, Trotsky pronunció un conmovedor discurso que se convirtió en una acusación contra el régimen zarista. Finalmente fue sentenciado a la “deportación perpetua” pero de hecho permaneció en Siberia durante sólo ocho días antes de escapar. En 1906 se exilió nuevamente, esta vez a Austria, donde continuó su actividad revolucionaria, lanzando un periódico desde Viena llamado Pravda. Con su estilo simple y atractivo, Pravda de Trotsky pronto alcanzó una popularidad que ninguna otra publicación socialdemócrata pudo igualar en ese momento.
Los años de reacción que siguieron a la derrota fueron probablemente el período más difícil en la historia del movimiento obrero ruso. Las masas estaban exhaustas después de la lucha. Los intelectuales estaban desmoralizados. Había un estado de ánimo generalizado de desánimo, pesimismo e incluso de desesperación. Hubo muchos casos de suicidio. Por otro lado, en esta situación reaccionaria generalizada, las ideas místicas y religiosas se esparcen como una nube negra sobre los círculos intelectuales, encontrando eco dentro del movimiento obrero en una serie de intentos de revisar las ideas filosóficas del marxismo. En estos años difíciles, Lenin se dedicó a una lucha implacable contra el revisionismo, por la defensa de la teoría y los principios marxistas. Pero fue Trotsky quien proporcionó la base teórica necesaria sobre la cual la Revolución Rusa pudo resucitar de la derrota de 1905 y avanzar hacia la victoria.
La revolución permanente
La experiencia de la Revolución de 1905 puso de manifiesto claramente las diferencias entre bolchevismo y menchevismo, es decir, la diferencia entre reformismo y revolución, entre colaboración de clases y marxismo. El quid del asunto era la actitud del movimiento revolucionario hacia la burguesía y los partidos llamados “liberales”. Fue en este tema que Trotsky rompió con los mencheviques en 1904. Como Lenin, Trotsky despreció el colaboracionismo de clases de Dan, Pléjanov y otros, y señaló al proletariado y al campesinado como las únicas fuerzas capaces de llevar la revolución hasta el final.
Incluso antes de 1905, durante las discusiones sobre la cuestión de las alianzas de clases, Trotsky había desarrollado las líneas generales de La Teoría de la Revolución Permanente, una de las contribuciones más brillantes a la teoría marxista. ¿En qué consistió esta teoría? Los mencheviques sostenían que la revolución rusa sería de naturaleza democrático-burguesa y por tanto la clase obrera no podría aspirar a tomar el poder, sino que tendría que apoyar a la burguesía liberal.
Con esta forma mecánica de pensar, los mencheviques estaban haciendo una parodia de las ideas de Marx sobre el desarrollo de la sociedad. La teoría menchevique de las “etapas” aplazaba la revolución socialista para un futuro lejano. Mientras tanto, la clase obrera debía comportarse como un apéndice de la burguesía “liberal”. Esta es la misma teoría reformista que muchos años después conduciría a la derrota de la clase trabajadora en China en 1927, en España en 1936-39, en Indonesia en 1965 y en Chile en 1973.
Ya en 1848, Marx notó que la “democracia revolucionaria” burguesa alemana era incapaz de jugar un papel revolucionario en la lucha contra el feudalismo, con el que prefería hacer un trato por temor al movimiento revolucionario de los trabajadores. Fue en este punto cuando el propio Marx propuso por primera vez la consigna de la “revolución permanente”. Siguiendo los pasos de Marx, quien había descrito al “partido democrático” burgués como “mucho más peligroso para los trabajadores que los liberales de antaño”, Lenin explicó que la burguesía rusa, lejos de ser un aliado de los trabajadores, inevitablemente se pondría del lado de la contrarrevolución. Escribió en 1905 que:
“La burguesía en su mayoría se volverá inevitablemente del lado de la contrarrevolución, del lado de la autocracia contra la revolución, contra el pueblo, en cuanto sean satisfechos sus intereses estrechos y egoístas, en cuanto ‘dé la espalda’ a la democracia consecuente (y ahora ya comienza a darle la espalda)” (Obras Escogidas, vol. 1, p. 549. Ed. Progreso. Moscú, 1961).
¿Qué clase encabezaría la revolución democrático-burguesa, en opinión de Lenin?:
“Queda ‘el pueblo’, es decir, el proletariado y los campesinos: sólo el proletariado es capaz de ir seguro hasta eso, el proletariado lucha en vanguardia por la república, rechazando con desprecio los consejos, necios e indignos de él, de quienes le dicen que tenga cuidado de no asustar a la burguesía” (Ibíd.).
¿A quién se referían estas palabras? ¿A Trotsky y a la revolución permanente? Veamos lo que escribía Trotsky en aquel entonces:
“Esto conduce a que la ‘lucha por los intereses de toda Rusia corresponda a la única clase fuerte actualmente existente, al proletariado industrial. ‘Como consecuencia de esto al proletariado industrial le corresponde una gran importancia política; por lo tanto, la lucha en Rusia por la liberación del pulpo asfixiante del absolutismo ha llegado a ser un duelo entre éste y la clase de obreros industriales, un duelo en el cual el campesinado otorga un apoyo importante pero sin que pueda desempeñar un papel dirigente” (1905. Resultados y perspectivas, vol. 2, p. 174. Ruedo Ibérico. París, 1971).
Y continuaba:
“Armar la revolución significa en Rusia, antes que nada, armar a los obreros. Como los liberales lo sabían y lo temían, preferían desistir de crear las milicias. Sin combate, pues, abandonaron estas posiciones al absolutismo igual que el burgués Thiers abandonó París y Francia a Bismarck con el único objeto de no tener que armar a los obreros” (Ibíd., p. 168).
Sobre la cuestión de la actitud hacia los partidos burgueses, las ideas de Lenin y Trotsky estaban en completa solidaridad frente a los mencheviques, que se escondían detrás del carácter burgués de la revolución como manto de la subordinación del partido obrero a la burguesía. Al argumentar en contra de la colaboración de clases, tanto Lenin como Trotsky explicaron que sólo la clase trabajadora, en alianza con las masas campesinas, podía llevar a cabo las tareas de la revolución democrático-burguesa.
Pero, ¿cómo es posible que los trabajadores llegaran al poder en un país atrasado y semifeudal como la Rusia zarista? Trotsky respondió a este argumento de la siguiente manera en 1905:
“Es posible que el proletariado de un país económicamente atrasado llegue antes al poder que en un país capitalista evolucionado (...) En nuestra opinión la revolución rusa creará las condiciones bajo las cuales el poder puede pasar a manos del proletariado (y, en el caso de una victoria de la revolución, así tiene que ser) antes de que los políticos del liberalismo burgués tengan la oportunidad de hacer un despliegue completo de su genio político” (Ibíd, subrayado en el original).
¿Esto quiere decir, como afirmaron más tarde los estalinistas, que Trotsky negaba la naturaleza burguesa de la revolución? El propio Trotsky lo explica:
“En la revolución de comienzos del siglo XX, pese a ser igualmente burguesa en virtud de sus tareas objetivas inmediatas, se bosquejó como perspectiva próxima la inevitabilidad o, por lo menos, la probabilidad del dominio político del proletariado. El propio proletariado se ocupará, con toda seguridad, de que este dominio no llegue a ser un ‘episodio’ meramente pasajero tal como lo pretenden algunos filisteos realistas. Pero ahora podemos ya formular la pregunta: ¿tiene qué fracasar forzosamente la dictadura del proletariado entre los límites que determina la revolución burguesa o puede percibir, en las condiciones dadas de la historia universal, la perspectiva de una victoria después de haber reventado este marco limitado? Aquí nos urgen algunas cuestiones tácticas: ¿Debemos dirigir la acción conscientemente hacia un gobierno obrero, en la medida en que el desarrollo revolucionario nos acerque a esta etapa, o bien tenemos que considerar, en dicho momento, el poder político como una desgracia que la revolución quiere cargar sobre los obreros, siendo preferible evitarla?” (Ibíd., vol. 2, p. 175. El subrayado es nuestro).
En 1905 Trotsky era el único dispuesto a defender la idea de que era posible que la revolución socialista triunfara en Rusia antes que en Europa occidental. Lenin todavía tenía una posición poco clara. En general, la posición de Trotsky era muy cercana a la de los bolcheviques, como admitiría más tarde el propio Lenin. Sin embargo, en 1905 sólo Trotsky estaba preparado para plantear la necesidad de la revolución socialista en Rusia de una manera tan clara y audaz. Doce años después, la historia probaría que tenía razón.
Unión política
En el período de auge revolucionario, las dos alas del movimiento se habían unido una vez más. Pero la unidad había sido más formal que real. Y con una nueva pausa en el movimiento, la tendencia de los mencheviques hacia el oportunismo resurgió una vez más, encontrando un claro eco en la famosa declaración de Pléjanov: “Los trabajadores no deberían haber tomado las armas”. Las diferencias entre las dos tendencias surgieron una vez más de manera aguda. Y nuevamente Trotsky se encontró en una posición política muy similar a la de los bolcheviques.
La verdadera diferencia entre Lenin y Trotsky en este período no fue por la política sino por la tendencia “conciliadora” de Trotsky. Para usar una expresión poco amable, Trotsky era un “traficante de la unidad”. Sin embargo, de ninguna manera estaba sólo en esto. Trotsky había abogado constantemente por la reunificación en su diario Nachalo, y había intentado permanecer al margen de la lucha entre facciones, pero fue arrestado y encarcelado por su papel en el Soviet antes de que se celebrara el Cuarto Congreso (de Unidad) en Estocolmo.
El progreso de la revolución había dado un tremendo impulso al movimiento por la reunificación de las fuerzas del marxismo ruso. Los trabajadores bolcheviques y mencheviques lucharon hombro con hombro bajo las mismas consignas; los comités rivales del Partido se fusionaron espontáneamente. La revolución unió a los trabajadores de ambas facciones. A lo largo de la segunda mitad de 1905 hubo un proceso continuo y espontáneo de unidad desde abajo. Sin esperar una dirección desde arriba, las organizaciones de los partidos bolchevique y menchevique simplemente se fusionaron. Este hecho expresaba en parte el instinto natural de unidad de los trabajadores, pero también el hecho, como ya hemos visto, de que los dirigentes mencheviques habían sido empujados hacia la izquierda por la presión de sus propias bases. Finalmente, a sugerencia del Comité Central bolchevique, incluido Lenin, se pusieron en marcha medidas para lograr la reunificación. En diciembre de 1905, los dos liderazgos se habían reunido efectivamente. Ahora había un Comité Central unido.
El Congreso de Unidad se convocó en mayo de 1906 en Estocolmo, pero para entonces la ola revolucionaria estaba menguando y, con ella, el espíritu de lucha y los discursos de “izquierda” de los mencheviques. Era inevitable un conflicto entre los revolucionarios consecuentes y los que ya estaban abandonando a las masas y acomodándose a la reacción. La derrota de la insurrección de Moscú en diciembre marcó el comienzo del fin de la Revolución de 1905.
Los acontecimientos de diciembre también marcaron un cambio decisivo en la actitud de los llamados “liberales”. Todos los burgueses hasta el último hombre (y mujer) unidos contra la "locura" de diciembre. De hecho, los liberales ya habían pasado a la reacción en octubre, después de que el zar concediera una nueva constitución. Pero ahora emergieron en sus verdaderos colores. Por supuesto, no era la primera vez en la historia que veíamos un fenómeno de este tipo. Exactamente lo mismo ocurrió en la revolución de 1848, como explicaron Marx y Engels.
En efecto, los mencheviques abogaban por la capitulación ante la burguesía liberal, que en la práctica se había pasado al monarquismo constitucional y se había rendido a la autocracia. La esencia de la diferencia de Lenin con los mencheviques era precisamente esta:
“El ala derecha de nuestro partido no cree en la victoria completa del presente, es decir, la revolución democrática burguesa en Rusia; teme tal victoria; no pone enfática y definitivamente la consigna de tal victoria ante el pueblo. Está siendo engañada constantemente por la idea esencialmente errónea, que en realidad es una vulgarización del marxismo, de que sólo la burguesía puede ‘hacer’ independientemente la revolución burguesa, o que sólo la burguesía debe dirigir la revolución burguesa. El papel del proletariado como vanguardia en la lucha por la victoria completa y decisiva de la revolución burguesa no está claro para los socialdemócratas de derecha.” (V.I. Lenin, Obras completas, vol. 10, págs. 377-8.)
Como Trotsky, Lenin estaba a favor de la unidad organizativa, pero no abandonó ni por un momento la lucha ideológica, manteniendo una posición firme sobre todas las cuestiones básicas de táctica y perspectivas. En la práctica, mientras el Partido estaba formalmente unido, desde el principio se dividió en dos tendencias opuestas: la revolucionaria y la oportunista. Reformismo o revolución, colaboración de clases o política proletaria independiente. Éstas eran las cuestiones básicas que separaban al bolchevismo del menchevismo. Las diferencias básicas surgieron de inmediato sobre la actitud hacia la Duma y los partidos burgueses. Sobre estas cuestiones fundamentales, la posición de Lenin y Trotsky era idéntica, como señaló el propio Lenin en el Quinto Congreso (Londres) del POSDR (1907). En el curso del debate sobre la actitud hacia los partidos burgueses, Lenin comentó:
“Trotsky expresó, en forma impresa [su acuerdo con la opinión] sobre la comunidad económica de intereses entre el proletariado y el campesinado en la actual revolución en Rusia. Trotsky reconoció la permisibilidad y utilidad de un bloque de izquierda contra la burguesía liberal. Estos hechos me bastan para reconocer que Trotsky se ha acercado a nuestros puntos de vista ... [así] tenemos aquí solidaridad en puntos fundamentales en la cuestión de la actitud hacia los partidos burgueses. (VI Lenin, Works, vol. 12, p. 470)
Desde un punto de vista diferente, Trotsky luchaba por lo mismo que Lenin. Su periódico Pravda, con sede en Viena, gozó de gran popularidad. Varios líderes bolcheviques favorecieron el uso de Pravda con el propósito de lograr una fusión de bolcheviques y mencheviques partidarios. En esta reunión de París, Kamenev y Zinoviev, ahora colaboradores más cercanos de Lenin, propusieron el cierre de Proletary y propusieron que se aceptara a Pravda como órgano oficial del Comité Central del POSDR. Esta posición también fue apoyada por otros como Tomsky. En efecto, la propuesta fue aprobada en contra de la oposición de Lenin, quien contrapuso la creación de un periódico bolchevique popular y una revista teórica mensual. Al final, se llegó a un compromiso mediante el cual Proletary seguiría apareciendo, pero no más de una vez al mes. Mientras tanto, se acordó entablar negociaciones con Trotsky con miras a convertir la Pravda de Viena en el órgano oficial del CC del POSDR. Este incidente muestra la fuerza de las tendencias conciliadoras en las filas de los bolcheviques, y también nos dice bastante sobre la actitud de los bolcheviques hacia Trotsky en este período.
El error fundamental de Trotsky en este período, como hemos señalado, reside en su “conciliacionismo”, la idea de la posibilidad de unidad entre bolcheviques y mencheviques. Esto fue lo que se llamó “trotskismo”. Trotsky usó su artículo para este propósito y durante un tiempo pareció estar a punto de lograrlo. Muchos líderes bolcheviques estaban de acuerdo con él en esta cuestión. En el CC, los bolcheviques N. A. Rozhkov y V. P. Noguin eran conciliadores, al igual que los miembros del consejo editorial de Sotsial Demokrat, Kamenev y Zinoviev.
La acalorada denuncia de Lenin del “trotskismo” (es decir, la conciliación) en este momento estaba dirigida a los bolcheviques que se inclinaban por esta posición. Ver carta a Zinoviev 11 (24) de agosto de 1909. En estos y otros escritos de este período, Lenin se refiere a Trotsky en términos muy duros. En general, no se sabe que la principal razón de la dureza del tono de Lenin al polemizar contra Trotsky durante este período y hasta la Revolución de febrero fue precisamente la persistencia de tales tendencias dentro del Partido Bolchevique.
Trotsky había irritado a Lenin por su negativa a unirse a la tendencia bolchevique, aunque no había diferencias políticas reales que los separaran. Se aferraba a la opinión de que, tarde o temprano, una nueva ola revolucionaria empujaría a los mejores elementos de ambas tendencias a unir fuerzas. Al aferrarse a esta posición “conciliadora” Trotsky cometió el error más grave de su vida, como él mismo admitió mucho más tarde.
Sin embargo, no debemos olvidar que las cosas no estaban tan claras en ese momento. El mismo Lenin, en más de una ocasión, trató de acercarse a ciertas capas dentro de los mencheviques. En 1908 llegó a un acuerdo con Pléjanov y, según Lunacharsky, “soñaba con una alianza con Mártov”. Pero la experiencia demostraría que esto era imposible. Las dos tendencias, la revolucionaria y la reformista, evolucionaban en dos direcciones opuestas. Tarde o temprano, una ruptura total era inevitable.
Por iniciativa de Trotsky, el movimiento hacia la unidad dio lugar a un pleno especial para expulsar a los liquidadores de derecha y los otzovistas de ultraizquierda y establecer la unidad entre los bolcheviques y los mencheviques de izquierda. Lenin se opuso a esto. Se opuso a la participación en un Pleno de elementos que, de facto, se habían colocado fuera del partido. Al final, se demostró que el escepticismo de Lenin estaba bien fundado. La deriva hacia la derecha de los mencheviques había ido demasiado lejos. Los mencheviques de izquierda (en torno a Mártov) se negaron a romper con la derecha y el intento de unidad pronto fracasó como resultado de diferencias irreconciliables. Trotsky luego admitió honestamente su error en esta cuestión. Lenin sacó las conclusiones necesarias y rompió decisivamente con los mencheviques en 1912, la verdadera fecha del establecimiento del Partido Bolchevique.
En 1911 se abrió un nuevo período de luchas que continuó hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. La clase trabajadora, recién despertada, rápidamente gravitó hacia el ala izquierda. En estas circunstancias, el vínculo con los mencheviques fue un obstáculo para el desarrollo del Partido. La decisión de Lenin de romper con los mencheviques y organizar un partido separado estaba totalmente justificada por los acontecimientos. Muy pronto los bolcheviques representaron la mayoría decisiva de la clase trabajadora: en el período 1912-1914, cuatro quintas partes de los trabajadores organizados de San Petersburgo apoyaron a los bolcheviques.
El lanzamiento de un diario bolchevique, que tomó el nombre de Pravda, jugó un papel central, una medida que amargó aún más las relaciones con Trotsky. Pero todas sus protestas fueron en vano. En lo que respecta a la mayoría de los trabajadores activos, los mencheviques habían sido desacreditados por su política de colaboración con la burguesía. Trotsky una vez más se pronunció contra la escisión, intentando, sin éxito, trabajar por la unidad. Fue este error lo que lo separó de Lenin. Sin embargo, fue un error honesto, el error de un revolucionario genuino con los intereses del movimiento en el fondo. Muchos años después, Trotsky enfrentó francamente su error. En 1924, Trotsky escribió a la Oficina de Historia del Partido:
“Como he dicho muchas veces, en mis desacuerdos con el bolchevismo en toda una serie de temas fundamentales, fui yo el que estaba equivocado. Para resumir en pocas palabras la naturaleza y alcance de mis primeros desencuentros con el bolchevismo debo decir: durante todo el tiempo en que permanecí fuera del Partido Bolchevique, en ese período en que mis diferencias con el bolchevismo alcanzaron su punto álgido, la distancia que me separaba de las opiniones de Lenin nunca fue tan grande como la distancia que separa la actual posición de Stalin-Bujarin de los fundamentos del marxismo y el leninismo”.
Así, de manera directa, honesta, Trotsky revela y explica sus propios errores y señala que en la cuestión del conciliacionismo, Lenin había tenido razón desde el principio. Sin embargo, desarrollos mucho mayores pronto harían irrelevantes las viejas diferencias entre Lenin y Trotsky. La división en Rusia fue solo una anticipación de otra división mayor que tendría lugar dos años más tarde a nivel internacional. Y en esta cuestión decisiva, Lenin y Trotsky volvieron a estar del mismo lado.
La Primera Guerra Mundial
La decisión de los líderes de los partidos de la Internacional Socialista de apoyar a “su” burguesía en 1914 fue la mayor traición en la historia del movimiento obrero mundial. Llegó como un rayo, conmocionando y desorientando a las filas de la Internacional. La posición de los líderes de la Segunda Internacional hacia la Primera Guerra Mundial significó el colapso de facto de la Internacional. Desde agosto de 1914 en adelante, la cuestión de la guerra captó la atención de los socialistas de todos los países.
Muy pocas personas lograron mantener su rumbo en este momento. Lenin en Rusia y Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht en Alemania, los líderes de los socialdemócratas serbios, James Connolly en Irlanda y John Maclean en Escocia fueron excepciones a la regla. Desde el principio, Trotsky adoptó una clara posición revolucionaria contra la guerra, como se expresa en su libro La guerra y la internacional. En la Conferencia de Zimmerwald de 1915, que reunió a todos los socialistas que se oponían a la guerra, Trotsky fue el encargado de redactar el Manifiesto, que fue aprobado por todos los delegados, a pesar de las diferencias entre ellos.
En París, Trotsky publicó una revista rusa que defendía los principios del internacionalismo revolucionario, Nashe Slovo. Contaban con pocos colaboradores e incluso menos dinero, pero con enormes sacrificios lograron publicar la revista a diario, un logro único, inigualable por ninguna otra tendencia del movimiento ruso, incluidos los bolcheviques de la época. Durante dos años y medio, bajo la atenta mirada del censor, Nashe Slovo llevó una existencia precaria hasta que las autoridades francesas, bajo la presión del gobierno ruso, cerraron la revista. Durante un motín en la flota rusa en Toulon, se encontraron copias del periódico de Trotsky en posesión de algunos de los marineros, y usando esto como excusa, las autoridades francesas deportaron a Trotsky a fines de 1916.
Después de un breve período en España, donde Trotsky conoció el interior de las cárceles españolas, fue nuevamente deportado a Nueva York, donde colaboró con Bujarin y otros revolucionarios rusos en la publicación del periódico Novy Mir. Todavía estaba trabajando en este documento cuando llegaron los primeros informes confusos sobre un levantamiento en Petrogrado. Había comenzado la segunda revolución rusa.
Lenin y Trotsky en 1917
La política revolucionaria es una ciencia. El estudio de las revoluciones pasadas es un método mediante el cual nos preparamos para el futuro. La teoría no es un extra opcional, sino una guía vital para la acción. Cuando, antes de la Primera Guerra Mundial, Trotsky defendió la idea de la posibilidad de una revolución proletaria en Rusia antes de la revolución en Europa Occidental, nadie lo tomó en serio. Sólo en octubre de 1917 se demostró la superioridad del método marxista de Trotsky.
Cuando estalló la revolución de febrero, Lenin estaba en Suiza y Trotsky en Nueva York. Aunque estaban muy lejos de la revolución y el uno del otro, sacaron las mismas conclusiones. Los artículos de Trotsky en Novy Mir y las Cartas desde lejos de Lenin son prácticamente idénticos en lo que respecta a las cuestiones fundamentales relativas a la revolución: la actitud hacia el campesinado y la burguesía liberal, el Gobierno Provisional y la revolución mundial.
A pesar de todos los intentos de los estalinistas de falsificar la situación real mediante la construcción de un muro chino entre Lenin y Trotsky, los hechos hablan por sí mismos: en el momento decisivo de la revolución misma, el “trotskismo” y el leninismo eran la misma cosa.
Para Lenin, como para Trotsky, el año 1917 marcó el punto de inflexión decisivo, que hizo irrelevantes todas las viejas polémicas con Trotsky. Por eso Lenin nunca tuvo ocasión de referirse a ellos después de 1917. Lenin, en su última palabra al Partido Comunista Ruso (el famoso Testamento suprimido, que los estalinistas ocultaron durante décadas) advirtió que el pasado no bolchevique de Trotsky no debería ser usado contra él. Esta fue la última palabra de Lenin sobre Trotsky y su relación con el Partido Bolchevique, antes de 1917.
Con la única excepción de Lenin, los demás líderes bolcheviques no habían entendido la situación y estaban abrumados por los acontecimientos. Es una ley histórica que durante una situación revolucionaria el partido, y sobre todo su dirección, siempre se encuentra bajo la enorme presión del enemigo de clase, de la “opinión pública” burguesa, e incluso de los prejuicios de las masas trabajadoras. Ninguno de los líderes bolcheviques de Petrogrado fue capaz de resistir estas presiones. Ninguno planteaba la necesidad de que el proletariado tomara el poder como única vía para hacer avanzar la revolución. Todos habían abandonado una perspectiva de clase y habían adoptado una posición democrática vulgar. Stalin estaba a favor de apoyar “críticamente” al Gobierno Provisional y fusionarse con los mencheviques. Kamenev, Rykov, Molotov y los demás mantenían la misma posición.
Sólo después de la llegada de Lenin, el Partido Bolchevique cambió de posición, después de una lucha interna en torno a las Tesis de abril de Lenin publicadas en Pravda con su firma. Nadie estaba dispuesto a identificarse con esta posición. Lo cierto es que no habían entendido el método de Lenin y habían transformado las consignas de 1905 en un fetiche. El “crimen” de Trotsky consistió en el hecho de que había previsto todo esto mucho antes de que se desarrollaran los hechos. En 1917, los hechos mismos demostraron que la teoría de la Revolución Permanente era correcta.
A partir de ese momento no hubo nada que separara políticamente a Trotsky de Lenin. Todas las diferencias del pasado dejaron de existir. Cuando Trotsky regresó a Petrogrado en mayo de 1917, Lenin y Zinoviev asistieron a la ceremonia de bienvenida organizada por el Mezhrayontsy (“Comité Inter distritos”). En esta reunión, Trotsky declaró que ya no defendía la unidad de bolcheviques y mencheviques. Sólo aquellos que habían roto con el social patriotismo deberían unirse ahora bajo la bandera de una nueva Internacional. De hecho, desde el momento de la llegada de Trotsky, habló y actuó en solidaridad con los bolcheviques. Al comentar sobre esto, el bolchevique Raskolnikov recordó que:
“Lev Davidovich [Trotsky] en ese momento no era militante formal de nuestro partido, pero en la práctica trabajó continuamente en él desde el primer día que llegó de Estados Unidos. En cualquier caso, inmediatamente después de su primer discurso en el Sóviet, todos le consideraban como uno de los dirigentes de nuestro partido” (Proletarskaya Revolutsia, 1923, p. 71).
Sobre las controversias del pasado, el mismo escritor comentó:
“Los ecos de las polémicas previas a la guerra habían desaparecido completamente. No existían diferencias entre la táctica de Lenin y Trotsky. Esta fusión, que ya se podía observar durante la guerra, se logró definitivamente desde el momento en que Trotsky regresó a Rusia. A partir de su primer discurso público todos nosotros, los antiguos leninistas, le consideramos uno de los nuestros” (Ibíd., p. 150).
Si Trotsky no entró inmediatamente al Partido Bolchevique no fue por ningún tipo de desacuerdo político (ya había hecho público su deseo de afiliarse después de la discusión con Lenin y sus colegas), sino porque quería ganar para el partido a la organización del Mezhrayontsi, que aglutinaba a cuatro mil trabajadores de Petrogrado y muchas destacadas figuras de la izquierda, como Uritsky, Joffe, Lunacharsky, Riazánov, Volodarsky y otros, que después jugaron un importante papel en la dirección del Partido Bolchevique.
Como explicó en su testimonio a la Comisión Dewey:
“Trabajaba junto con el Partido Bolchevique. Había un grupo en Petrogrado que era el mismo programáticamente que el Partido Bolchevique, pero organizativamente independiente. Consulté a Lenin sobre si sería bueno que entrara inmediatamente en el Partido Bolchevique, o si sería mejor que entrara con esta buena organización obrera que tenía tres o cuatro mil revolucionarios” (The case of Leon Trotsky, p. 21).
Sobre el Congreso de los Soviets de toda Rusia celebrado a principios de junio, que todavía estaba dominado por mencheviques y socialrevolucionarios, E. H. Carr, refiriéndose a Trotsky y Mezhrayontsy, observa que:
“Trotsky y Lunacharsky estuvieron entre los diez delegados de los ‘socialdemócratas unificados’ que apoyaron sólidamente a los bolcheviques durante las tres semanas del congreso” (E. H. Carr, The Bolshevik Revolution, vol. 1, p. 89).
Para acelerar la admisión del Mezhrayontsi a los bolcheviques, a la que se oponían algunos de los líderes, Trotsky escribió en Pravda la siguiente declaración:
“En mi opinión en el momento actual [julio] no existen diferencias ni de principios ni de tácticas entre las organizaciones Interdistrito y los bolcheviques. Por consiguiente, no hay motivos que justifiquen la existencia separada de ambas organizaciones” (énfasis nuestro).
En mayo de 1917, incluso antes de que Trotsky se uniera formalmente al Partido Bolchevique, Lenin propuso que lo nombraran editor en jefe de Pravda, y de paso recordó la calidad de primer nivel del Russkaya Gazeta (el periódico que Trotsky había asumido y transformado en Nachalo en 1905). Este hecho se dio a conocer en 1923 en Krasnaya Letopis No. 3 (14). Aunque la propuesta no fue aceptada por el comité editorial de Pravda, muestra con precisión la actitud de Lenin hacia Trotsky en este momento. Estaba tan ansioso de que Trotsky y sus partidarios se unieran a los bolcheviques que estaba dispuesto a ofrecerles puestos de liderazgo en el Partido y no ponerles condiciones.
Cuando el Mezhrayontsi se fusionó con el Partido Bolchevique, su membresía en el Partido Bolchevique se retrocedió a la primera vez que se unieron al Mezhrayontsi, lo que era una admisión pública de que no había habido diferencias importantes entre los dos grupos. Una nota a las obras de Lenin publicadas en Rusia después de la revolución dice: “Sobre la cuestión de la guerra, los Mezhrayontsi ocuparon una posición internacionalista, y en sus tácticas estaban cerca de los bolcheviques”. (V. I. Lenin, Collected Word, vol. 14, p. 448.)
Después de las Jornadas de julio, la iniciativa pasó un tiempo a las fuerzas de la reacción. En los días más difíciles, cuando el Partido fue conducido a la clandestinidad, cuando Lenin y Zinoviev se vieron obligados a partir hacia Finlandia, cuando Kámenev estaba en la cárcel y los bolcheviques sometidos a calumnias descaradas como “agentes alemanes” Trotsky habló públicamente en su defensa: e identificó su posición con la de ellos. En este momento difícil y peligroso, Trotsky escribió una carta al Gobierno Provisional, que vale la pena citar en su totalidad, a la vista de la luz que arroja sobre las relaciones entre Trotsky y los bolcheviques en 1917. La carta está fechada el 23 de julio de 1917:
“Ciudadanos Ministros:”
“He tenido conocimiento que en relación a los acontecimientos de los días 16 y 17 de julio, se ha decretado una orden judicial de arresto de Lenin, Zinóviev y Kámenev pero no mío. Me gustaría, por tanto, llamar su atención en los siguientes puntos:”
“1. Estoy de acuerdo con las principales tesis de Lenin, Zinóviev y Kámenev y las he defendido tanto en el periódico Vperiod como en mis discursos públicos.”
“2. Mi actitud con respecto a los acontecimientos del 16 y el 17 de julio fue la misma que la de ellos.”
“a) Kámenev, Zinóviev y yo conocimos los planes propuestos para el regimiento de Ametralladoras y otros regimientos en la asamblea conjunta de los Burós [Comités Ejecutivos] del 16 de julio. Inmediatamente tomamos medidas para evitar que los soldados salieran. Zinóviev y Kámenev se pusieron en contacto con los bolcheviques y yo con la organización ‘interdistritos’ (Mezhrayontsi) a la que pertenezco.”
“b) Cuando, sin embargo, a pesar de nuestros esfuerzos, tuvo lugar la manifestación, mis camaradas bolcheviques y yo pronunciamos numerosos discursos delante del Palacio de Taúrida, en los que nos declaramos a favor de la principal consigna de la multitud: ‘Todo el poder a los soviets’ pero, al mismo tiempo, hicimos un llamamiento a los manifestantes, tanto soldados como civiles, para que volvieran a sus hogares y a sus cuarteles pacífica y ordenadamente.”
“c) En la conferencia que tuvo lugar en el Palacio de Taúrida la noche del 16 al 17 de julio entre bolcheviques y algunas organizaciones de distrito, yo apoyé la moción de Kámenev de que se debería hacer todo lo posible para evitar que se repitiera la manifestación al día siguiente. Cuando, sin embargo, se supo por boca de los agitadores, que venían de diferentes distritos, que los regimientos y los trabajadores de las fábricas ya habían decidido salir y que era imposible contener a la multitud hasta que la crisis del gobierno estuviera superada, todos los allí presentes acordamos que lo mejor que podíamos hacer era dirigir la manifestación en líneas pacíficas y pedir a las masas que dejaran las armas en casa. En el transcurso del día 17 de julio, que yo pasé en el Palacio de Taúrida, los camaradas bolcheviques y yo instamos más de una vez a ello a la multitud.”
“3. El hecho de que yo no tenga relación con Pravda y no sea miembro del Partido Bolchevique no se debe a diferencias políticas, sino a ciertas circunstancias de la historia de nuestro partido que ahora carecen de importancia.”
“4. El intento de los periódicos de dar la impresión de que yo no tengo ‘nada que ver’ con los bolcheviques tiene tanto de cierto como el informe de que yo he solicitado a las autoridades que me protejan de la ‘violencia de la muchedumbre’ y de las Centurias u otros falsos rumores que han aparecido en la prensa.”
“Por todo lo que he dicho, está claro que no se me puede excluir de la orden de arresto que han decretado para Lenin, Kámenev y Zinóviev. Tampoco les puede caber ninguna duda de que soy un oponente político tan intransigente como los camaradas mencionados anteriormente. Excluirme simplemente remarca la arbitrariedad contrarrevolucionaria que se esconde tras el ataque a Lenin, Zinóviev y Kámenev” (León Trotsky, La era de la revolución permanente, Ed. Akal, pp. 98-9, énfasis nuestro).
A lo largo de todo este período, Trotsky, en decenas de ocasiones, expresó su acuerdo con la posición de los bolcheviques. Como resultado, fue nuevamente encarcelado.
Trotsky y la Revolución de Octubre
Aquí no es posible hacer justicia al papel de Trotsky durante la Revolución de Octubre. Hoy su papel es reconocido universalmente. Sin embargo, lo que podemos decir es que la experiencia de la revolución rusa demuestra la enorme importancia del factor subjetivo (es decir, el liderazgo) y del papel del individuo en la historia. El marxismo es determinista, pero no fatalista. Los viejos populistas y terroristas rusos eran “voluntaristas” y utópicos. Imaginaban que toda la historia dependía de la voluntad de los individuos, “grandes personajes” y héroes, independientemente de la situación objetiva y de las leyes de la historia. Pléjanov y los marxistas rusos llevaron a cabo una lucha implacable contra esta interpretación idealista de la historia.
Dicho esto, hay momentos en la historia de la sociedad, en los que se han desarrollado todos los factores objetivos necesarios para la revolución y, por tanto, el factor subjetivo, la dirección, se convierte en el factor decisivo. En estos momentos todo el proceso histórico depende de las actividades de un pequeño grupo de individuos, e incluso de una sola persona.
Engels explicó que hay períodos históricos en los que un período de veinte años puede transcurrir como si fuera un sólo día. Durante este período, nada parece suceder y, por mucha actividad que haya, la situación no cambia. Pero también señaló que hay períodos en los que la historia de veinte años puede concentrarse en el espacio de unas pocas semanas o incluso días. Si no hay un partido revolucionario con una dirección revolucionaria que pueda aprovechar la situación, este momento se puede perder y pueden pasar diez o veinte años antes de que se presente otra oportunidad.
En el corto espacio de nueve meses, entre febrero y octubre de 1917, surgió claramente la importancia de la cuestión de la clase, el partido y la dirección. El Partido Bolchevique fue el partido más revolucionario jamás visto en la historia. Sin embargo, a pesar de su enorme experiencia y la fuerza acumulada de la dirección, en el momento decisivo los dirigentes de Petrogrado vacilaron y entraron en crisis. En última instancia, el destino de la revolución recayó sobre los hombros de dos hombres: Lenin y Trotsky. Sin ellos, la Revolución de Octubre nunca habría tenido lugar.
A primera vista, esta afirmación parece refutar la comprensión marxista del papel del individuo en la historia. Pero los dirigentes de la socialdemocracia ya no se atreven a mirar el porvenir cara a cara. En la situación que siguió, sin el partido, Lenin y Trotsky habrían sido totalmente impotentes. Habían necesitado casi dos décadas de trabajo, construir y perfeccionar este instrumento, ganar autoridad dentro de la clase obrera y echar raíces profundas entre las masas, en las fábricas, en los cuarteles del ejército y en los distritos obreros. Un sólo individuo, por muy grande que haya sido, nunca podría haber tomado el lugar de este instrumento, que nunca se puede crear mediante la improvisación.
La clase trabajadora necesita un partido para cambiar la sociedad. Si no hay un partido revolucionario, capaz de dar una dirección consciente a la energía revolucionaria de la clase, esta energía se puede desperdiciar, de la misma manera que se pierde vapor si no hay una máquina que pueda usar su poder. Por otro lado, cada partido tiene su lado conservador. De hecho, a veces los revolucionarios pueden ser las personas más conservadoras. Este conservadurismo se desarrolla como consecuencia de años de trabajo rutinario, que es absolutamente necesario, pero que puede conducir a ciertos hábitos y tradiciones que, en una situación revolucionaria, pueden actuar como un freno, si no son superados por la dirección. En el momento decisivo, cuando la situación exige un cambio brusco en la orientación del partido, del trabajo rutinario a la toma del poder, los viejos hábitos pueden entrar en conflicto con las necesidades de la nueva situación. Es precisamente en ese contexto donde el papel del liderazgo es vital.
Un partido, como órgano de lucha de una clase contra otra, tiene alguna comparación con un ejército. Así, el partido también tiene sus generales, sus tenientes, sus cabos y sus soldados. En una revolución, como en la guerra, el momento oportuno es una cuestión de vida o muerte. Sin Lenin y Trotsky, los bolcheviques sin duda habrían corregido sus errores. ¿Pero a qué costo? La revolución no puede esperar años para que el partido corrija sus errores y el precio de las vacilaciones y las demoras es la derrota. Esto quedó claramente demostrado en la derrota de la revolución en Alemania en 1923.
Para comprender el papel clave que jugó Trotsky en 1917 es suficiente leer cualquier periódico de la época, o leer cualquier memoria o historia contemporánea, ya sea amigable u hostil. Tomemos, por ejemplo, las siguientes líneas, escritas apenas doce meses después de que los bolcheviques llegaran al poder:
“Todo el trabajo práctico relacionado con la organización de la insurrección se realizó bajo la dirección directa del compañero Trotsky, presidente del Sóviet de Petrogrado. Se puede afirmar con toda seguridad que el Partido tiene una deuda ante todo y principalmente con el camarada Trotsky, por la rapidez con que la guarnición se pasó al Sóviet y la eficiente manera de organizar el trabajo del Comité Militar Revolucionario” (J. V. Stalin, Works, Moscú, edición de 1953).
El pasaje anterior fue escrito por Stalin con motivo del primer aniversario de la Revolución de Octubre. Más tarde, el mismo Stalin pudo escribir:
“El camarada Trotsky no jugó ningún papel en particular, ni en el partido ni en la insurrección de Octubre, y se puede decir que en el período de Octubre era un hombre relativamente nuevo”. (Ibidem).
Más tarde, no sólo Trotsky, sino todo el estado mayor de Lenin fueron acusados de ser agentes de Hitler, empeñados en restaurar el capitalismo en la URSS. En efecto, setenta y cuatro años después de octubre, como predijo Trotsky, fueron los herederos de Stalin quienes llevaron a cabo la liquidación de la URSS y todas las conquistas de la Revolución.
De hecho, incluso la valoración anterior de Stalin no hace justicia al papel desempeñado por Trotsky en la Revolución de Octubre. Dado que en el período clave de septiembre a octubre, Lenin todavía estaba mayormente escondido, la carga principal de llevar a cabo los preparativos políticos y organizativos para el levantamiento estaba sobre los hombros de Trotsky. La mayoría de los antiguos seguidores de Lenin —Kámenev, Zinoviev, Stalin— se oponían a tomar el poder o al menos tenían una posición vacilante y ambigua. En el caso de Zinoviev y Kámenev, su oposición a la insurrección de octubre llegó incluso a publicar los planes del levantamiento en la prensa no partidaria. La lectura más superficial de la correspondencia de Lenin con el Comité Central es suficiente para ver qué lucha tuvo para superar la resistencia de la dirección bolchevique. En un momento llegó incluso a amenazar con dimitir y apelar a las bases del Partido a cargo del Comité Central. En esta lucha, Trotsky y Mezhrayontsy apoyaron resueltamente la línea revolucionaria de Lenin.
Una de las obras más famosas sobre la Revolución Rusa es Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed. Lenin, en su Introducción, describió este libro como: "una exposición más veraz y vívida" y recomendó que se vuelva a publicar en "millones de copias y se traduzca a todos los idiomas". Sin embargo, bajo Stalin, el libro de John Reed desapareció de las publicaciones de los partidos comunistas soviéticos y extranjeros. La razón no es difícil de ver. Un vistazo a la página de contenido muestra que el autor menciona a Lenin 63 veces, Trotsky 53 veces, Kamenev ocho veces, Zinoviev siete veces, Bujarin y Stalin, solo dos. Esto refleja más o menos exactamente el estado real de las cosas.
La lucha interna del Partido duró hasta octubre y más allá. El principal argumento de los conciliadores era que los bolcheviques no deben tomar el poder por sí mismos, sino que deben formar una coalición con otros partidos "socialistas", es decir, los mencheviques y los socialistas revolucionarios. Pero esto equivalía a una política de devolver el poder a la burguesía, como sucedió en Alemania después de noviembre de 1918. John Reed describe el tipo de discusiones acaloradas en las que los llamados viejos bolcheviques chocaron repetidamente con Lenin y Trotsky:
“El Congreso debía reunirse a la una y el gran salón de sesiones estaba lleno desde hacía rato. Sin embargo, a las siete, el Buró no había aparecido todavía... Los bolcheviques y la izquierda socialrevolucionaria deliberaban en sus propias salas. Durante toda la tarde, Lenin y Trotski habían tenido que combatir las tendencias hacia una componenda. Una buena parte de los bolcheviques opinaba que debían hacerse las concesiones necesarias para lograr constituir un gobierno de coalición socialista.”
“—No podemos aguantar —exclamaban—. Son demasiados contra nosotros. No contamos con los hombres necesarios. Quedaremos aislados y se desplomará todo.”
“Así se manifiestan Kaménev, Riazánov y otros.”
“Pero Lenin, con Trotski a su lado, se mantenía firme como una roca. —Quienes deseen llegar a un arreglo, acepten nuestro programa y los admitiremos. Nosotros no cederemos ni una pulgada. Si hay camaradas aquí que no tienen el valor y la voluntad de atreverse a lo que nosotros nos atrevemos ¡que se vayan a reunir a los cobardes y conciliadores! ¡Con el apoyo de los obreros y los soldados seguiremos adelante!” (John Reed, Diez Díaz que estremecieron al mundo, Brigada Para Leer en Libertad, pp. 171-72).
Tal era el grado de unidad entre Lenin y Trotsky, y la identidad total entre ellos en la mente de la gente, que el Partido Bolchevique era frecuentemente conocido como el Partido de Lenin y Trotsky. En una reunión del Comité de Petrogrado el 14 de noviembre de 1917, Lenin habló sobre el peligro de las tendencias conciliacionistas en la dirección del Partido que constituían una amenaza incluso después de la Revolución de Octubre.
El 14 de noviembre, once días después de la exitosa insurrección, tres miembros del Comité Central (Kamenev, Zinoviev, Noguin) dimitieron en protesta contra la política del Partido y emitieron un ultimátum exigiendo la formación de un gobierno de coalición que incluyera a los mencheviques y a los socialrevolucionarios: "de lo contrario, el único camino que queda es mantener un gobierno puramente bolchevique por medio del terror político". Terminaron su declaración con un llamamiento a los trabajadores para una "conciliación inmediata" sobre la base de su lema "¡Viva el gobierno de todos los partidos soviéticos!"
Esta crisis en las filas parecía probable que destruyera la totalidad de los logros obtenidos en octubre. En respuesta a una situación peligrosa, Lenin abogó por la expulsión de los principales malhechores. Fue en esta situación que Lenin pronunció el discurso que termina con las palabras: “¡Sin compromiso! Un gobierno bolchevique homogéneo”. En el texto original del discurso de Lenin aparecen las siguientes palabras: “En cuanto a la coalición, no puedo hablar más que con seriedad. Trotsky hace tiempo dijo que era imposible una unión. Trotsky lo comprendió, y desde entonces no ha habido otro bolchevique mejor”.
Tras la muerte de Lenin, la camarilla dominante (Stalin, Kámenev y Zinóviev) emprendió una campaña sistemática de falsificaciones con el objetivo de minimizar el papel de Trotsky en la revolución y exagerar el suyo. Para ello inventaron la leyenda del ‘trotskismo’, para introducir una cuña entre la posición de Trotsky y la de Lenin y los ‘leninistas’ (ellos mismos). Historiadores a sueldo hurgaron en la basura acumulada de viejas polémicas olvidadas hacía mucho tiempo hasta por los mismos que participaron en ellas, olvidadas porque todas las discrepancias quedaron resueltas con la experiencia de Octubre y por lo tanto no tenían otro interés que el puramente abstracto e histórico. Pero los falsificadores tenían todavía un serio obstáculo: la propia Revolución de Octubre. Este obstáculo se eliminó borrando gradualmente el nombre de Trotsky de los libros de historia, reescribiendo la historia y, finalmente, suprimiendo directamente toda mención, incluso la más inocua, del papel de Trotsky.
Trotsky y el Ejército Rojo
Ni Lenin ni Trotsky sabían mucho sobre tácticas militares antes de la Revolución. A Trotsky se le pidió que tomara el control de los asuntos militares en un momento en que la Revolución estaba en peligro extremo. El viejo ejército zarista se había derrumbado y no había nada que poner en su lugar. La joven República Soviética había sido invadida por 21 ejércitos imperialistas de intervención. En una etapa, el estado soviético se redujo al territorio de la vieja Moscovia, el área que rodeaba Moscú y Petrogrado. Sin embargo, la situación cambió y el estado obrero sobrevivió. Este éxito se debió en gran medida al trabajo infatigable de Trotsky en la creación del Ejército Rojo.
En septiembre de 1918, cuando el poder soviético, en palabras de Trotsky, había alcanzado su punto más bajo, el gobierno aprobó un decreto especial declarando que la patria socialista estaba en peligro. En este momento difícil, Trotsky fue enviado al decisivo frente oriental, donde la situación militar era catastrófica. Simbirsk, y luego Kazán, habían caído ante los Blancos. El tren blindado de Trotsky sólo podía llegar hasta Simbirsk, en las afueras de Kazán. Las fuerzas enemigas eran superiores tanto en número como en organización. Algunas compañías Blancas estaban compuestas exclusivamente por oficiales y demostraron ser más que un rival para las fuerzas Rojas mal entrenadas y mal disciplinadas.
“El pánico se extendió entre las tropas que se retiraban en desorden ante la contrarrevolución triunfante. ‘Hasta el suelo parecía estar henchido de pánico’”. Recordó Trotsky más tarde en su autobiografía. “Los destacamentos rojos de refresco, que llegaban con una moral excelente, no tardaban en verse contagiados también por la inercia de la retirada. Entre los campesinos empezó a correr el rumor de que los Soviets estaban en las últimas. Los popes y los mercaderes empezaban a levantar cabeza. Los elementos revolucionarios de la comarca se inhibían. Todo se desmoronaba; no había un solo palmo de tierra firme. La situación parecía desesperada” (ver el capítulo “Un mes en Sviask” de la actual obra).
Esa fue la situación cuando llegaron Trotsky y sus agitadores. Sin embargo, en una semana, Trotsky regresaba victorioso de Kazán, después de la primera victoria militar decisiva de la Revolución. En un discurso al Soviet de Petrogrado, pidiendo voluntarios para el Ejército Rojo, describe la situación en el frente:
“La imagen acaba de aparecer ante mis ojos. Fue una de las noches más tristes y trágicas antes de Kazán, cuando las fuerzas jóvenes y brutas se retiraron presas del pánico. Eso fue en agosto, en la primera mitad, cuando sufrimos reveses. Llegó un destacamento de comunistas: eran más de cincuenta, cincuenta y seis, creo. Entre ellos había personas que nunca antes habían tenido un rifle en sus manos. Había hombres de cuarenta o más años, pero la mayoría eran muchachos de dieciocho, diecinueve o veinte. Recuerdo cómo uno de esos comunistas de Petrogrado, con cara de pocos amigos, de rostro afable, de dieciocho años, apareció en el cuartel general por la noche, rifle en mano, y nos contó cómo un regimiento había desertado de su posición y habían tomado su lugar, y dijo: 'Somos Comuneros’. De este destacamento de cincuenta hombres volvieron doce, pero, camaradas, crearon un ejército, estos obreros de Petrogrado y Moscú, que fueron a posiciones abandonadas en destacamentos de cincuenta o sesenta hombres y regresaron doce en total. Murieron sin nombre, como suele ocurrir con la mayoría de los héroes de la clase trabajadora. Nuestro problema y deber es esforzarnos por restablecer sus nombres en la memoria de la clase trabajadora. Muchos murieron allí, y ya no se les conoce por su nombre, pero hicieron para nosotros ese Ejército Rojo que defiende a la Rusia soviética y defiende las conquistas de la clase obrera, esa ciudadela, esa fortaleza de la revolución internacional que ahora representa nuestra Rusia Soviética. A partir de ese momento, camaradas, nuestra posición se volvió, como saben, incomparablemente mejor en el frente oriental, donde el peligro era mayor, porque los checoslovacos y los guardias blancos, avanzando desde Simbirsk a Kazán, nos amenazaron con un movimiento en Nizhny en una dirección y, en otra, con una hacia Vologda, Yaroslavl y Archangel, para unirse a la expedición anglo-francesa. Es por eso que nuestros principales esfuerzos se dirigieron al frente oriental, y estos esfuerzos dieron buenos resultados”. (León Trotsky Speaks, p. 126.)
Después de la liberación de Kazán, Simbirsk, Khvalynsk y las demás ciudades de la región del Volga, a Trotsky se le encomendó la tarea de coordinar y dirigir la guerra en muchos frentes de este vasto país. Reorganizó enérgicamente las fuerzas armadas de la Revolución e incluso compuso el juramento del Ejército Rojo, en el que cada soldado juraba lealtad a la revolución mundial. Pero su logro más notable fue obtener la colaboración de un gran número de oficiales del antiguo ejército zarista. Sin esto, no habría sido posible encontrar los cuadros militares necesarios para el personal de más de quince ejércitos en diferentes frentes. Algunos, por supuesto, resultaron ser traidores. Otros sirvieron de mala gana o fuera de la rutina. Pero un número sorprendentemente grande se ganó para el lado de la Revolución y sirvió lealmente. Algunos, como Tukhachevsky, un genio militar, se convirtieron en comunistas convencidos. Casi todos fueron asesinados por Stalin en la Purga de 1937.
El alcance del éxito de Trotsky con los antiguos oficiales fue una sorpresa incluso para Lenin, como vemos en el siguiente pasaje de Mi vida. Cuando Lenin le preguntó a Trotsky durante la Guerra Civil si era mejor reemplazar a los viejos oficiales zaristas, que estaban controlados por comisarios políticos, por otros comunistas, Trotsky respondió:
“¿Sabe usted cuántos sirven al presente en nuestro ejército?”
“—No, no lo sé”.
“—¿Cuántos, aproximadamente, calcula usted?”
“—No tengo idea.”
“—Pues no bajarán de treinta mil. Por cada traidor habrá cien personas seguras y por cada tránsfuga dos o tres caídos en el campo de batalla. ¿Por quién quiere usted que los sustituyamos?”
“A los pocos días, Lenin pronunciaba un discurso acerca de los problemas que planteaba la reconstrucción socialista del Estado, en el que dijo, entre otras cosas, lo siguiente: ‘Cuando hace poco tiempo el camarada Trotsky hubo de decirme, concisamente, que el número de oficiales que servían en el departamento de Guerra ascendía a varias docenas de millares, comprendí, de un modo concreto, dónde está el secreto de poner al servicio de nuestra causa al enemigo… y cómo es necesario construir el comunismo utilizando los propios ladrillos que el capitalismo tenía preparados contra nosotros’” (Ver el capítulo “Oposición militar” en la presente obra)”.
Los logros de Trotsky fueron reconocidos incluso por enemigos declarados de la Revolución, incluidos oficiales y diplomáticos alemanes. Max Bauer rindió homenaje a Trotsky como "un organizador y líder militar nato", y agregó: "Como creó un nuevo ejército de la nada en medio de duras batallas y luego organizó y entrenó su ejército es absolutamente napoleónico". Y el general Hoffmann llegó a la misma conclusión: "Incluso desde un punto de vista puramente militar, uno se sorprende de que fuera posible que las tropas rojas recién reclutadas aplastaran las fuerzas, a veces aún fuertes, de los generales blancos y las eliminaran por completo" (Citado en EH Carr, The Bolchevik Revolution, 1917-23, vol. 3, p. 326.).
A pesar de su hostilidad hacia el bolchevismo, Dimitri Volkogonov se ve obligado a rendir homenaje al papel de Trotsky en la Guerra Civil: “Era omnipresente”, escribe Volkogonov, “su tren viajaba de un frente a otro; trabajó duro para asegurar suministros para las tropas y su participación personal en el uso de comisarios militares en el frente produjo resultados positivos. Los jefes del ejército, además, vieron en él al "segundo hombre" de la República Soviética, un importante funcionario político y estatal, un hombre con una enorme autoridad personal. Su papel en la esfera de la estrategia fue, por tanto, político, más que militar” (D. Volkogonov, Trotsky: The Eternal Revolutionary, p. 140.).
Demos la última palabra sobre el papel de Trotsky en la Revolución Rusa y la Guerra Civil a Lunacharsky, el veterano bolchevique que se convirtió en el primer comisario soviético de Educación y Cultura:
“Sería un error imaginar que el segundo gran líder de la Revolución Rusa es inferior a su colega [es decir, Lenin] en todo: hay, por ejemplo, aspectos en los que Trotsky lo supera indiscutiblemente: es más brillante, es más claro, es más activo. Lenin está capacitado como nadie para tomar la presidencia del Consejo de Comisarios del Pueblo y guiar la revolución mundial con un toque de genialidad, pero nunca podría haber hecho frente a la titánica misión que Trotsky asumió sobre sus propios hombros, con aquellos relampagueantes movimientos de un lugar a otro, esos discursos asombrosos, esas fanfarrias de órdenes sobre el terreno, ese papel de ser el electrificador incesante de un ejército que se debilita, ahora en un lugar, ahora en otro. No hay un hombre en la tierra que pudiera haber reemplazado a Trotsky a este respecto”.
“Siempre que ocurre una revolución verdaderamente grandiosa, un gran pueblo siempre encontrará al protagonista adecuado para desempeñar cada papel y uno de los signos de grandeza en nuestra revolución es el hecho de que el Partido Comunista ha producido de sus propias filas o ha tomado prestado de otros partidos y ha incorporado a su propio organismo suficientes personalidades destacadas, más adecuadas que ningún otro para cumplir la función política que se requiera”.
“Y dos de los más fuertes, totalmente identificados con sus papeles, son Lenin y Trotsky” (A.V. Lunacharsky, Revolutionary Silhouettes, pp. 68-9.).
La lucha de Trotsky contra la burocracia
Desde una perspectiva marxista, la Revolución de Octubre fue el evento más importante en la historia de la humanidad. Por primera vez, si excluimos la corta experiencia de la Comuna de París, las masas oprimidas comenzaron a tomar su destino en sus propias manos y asumieron la tarea de reconstruir la sociedad. La revolución socialista es totalmente diferente de todas las demás revoluciones de la historia, porque el factor subjetivo se convierte, por primera vez, en el motor del desarrollo social. La explicación de esto se encuentra en las diferentes relaciones productivas.
Bajo el capitalismo, las fuerzas del mercado funcionan de manera descontrolada, sin ninguna planificación o intervención estatal. La revolución socialista pone fin a la anarquía productiva e impone control y planificación por parte de la sociedad. Como resultado, después de la revolución, el factor subjetivo, la conciencia de clase, es también el factor decisivo. En palabras de Engels, el socialismo es “el salto del reino de la necesidad al de la libertad”.
Pero la conciencia de las masas no es algo separado de las condiciones materiales de vida, del nivel de la cultura, de la jornada laboral... No en vano, Marx y Engels insistieron en que los requisitos materiales para el socialismo dependían del desarrollo de las fuerzas productivas. Cuando los mencheviques protestaron contra la Revolución de Octubre, argumentando que las condiciones materiales para el socialismo estaban ausentes en Rusia, había un elemento de verdad en lo que dijeron. Sin embargo, las condiciones objetivas existían a nivel mundial.
El internacionalismo para los bolcheviques no era una cuestión sentimental. Lenin repitió cientos de veces que o la Revolución Rusa se extendería a otros países o sería aplastada. De hecho, después de la Revolución Rusa hubo una ola de situaciones revolucionarias y prerrevolucionarias en muchos países (Alemania, Hungría, Italia, Francia...) pero sin la presencia de partidos revolucionarios de masas fueron derrotados o, para ser más precisos, fueron traicionados por la dirección socialdemócrata. Debido a la traición de los líderes socialdemócratas en Alemania y en otros países, la Revolución Rusa quedó aislada en un país atrasado, donde las condiciones de vida de las masas eran atroces. En solo un año, seis millones de personas murieron de hambre. Al final de la Guerra Civil la clase obrera estaba exhausta.
En esta situación, la reacción era inevitable. Los resultados obtenidos no se correspondían con las esperanzas de las masas. Una capa importante de los trabajadores más conscientes y militantes había muerto durante la Guerra Civil. Otros, absortos en las tareas de administrar la industria y el estado, se divorciaron gradualmente del resto de la clase. En una atmósfera de creciente cansancio, desánimo y desorientación de las masas, el aparato estatal se fue elevando gradualmente por encima de la clase obrera. Cada paso hacia atrás por parte de la clase trabajadora animó aún más a los burócratas y arribistas. En esta situación, surgió una casta burocrática satisfecha con su propia posición y que no estaba de acuerdo con las ideas "utópicas" de la revolución mundial. Estos elementos se aferraron con entusiasmo a la idea, propuesta por primera vez por Stalin en 1924, del "socialismo en un solo país".
El marxismo explica que las ideas no caen del cielo. Si se presenta una idea y logra obtener un apoyo masivo, esta idea necesariamente reflejará los intereses de una clase o casta social. Hoy en día, los historiadores burgueses intentan presentar la lucha entre Stalin y Trotsky como un "debate" sobre cuestiones teóricas, en el que, por oscuras razones, Stalin ganó y Trotsky perdió. Sin embargo, el factor determinante en la historia no es la lucha entre ideas, sino entre intereses de clase y fuerzas materiales.
La victoria de Stalin no se debió a su superioridad intelectual (de hecho, de todos los líderes bolcheviques, Stalin fue el más mediocre en cuestiones de teoría), sino al hecho de que las ideas que defendía representaban los intereses y privilegios de la nueva casta burocrática que se estaba formando, mientras que Trotsky y la Oposición de Izquierda defendían las ideas de Octubre y los intereses de la clase obrera que se veía obligada a retroceder ante la ofensiva lanzada por la burocracia, la pequeña burguesía, los kulaks...
Las ideas y acciones de Stalin tampoco se desarrollaron ni planificaron de antemano. En las primeras etapas no sabía hacia dónde se dirigía, y, de hecho, si hubiera sabido en 1923 hacia dónde lo llevaría el proceso que él mismo conducía, lo más probable es que nunca hubiera comenzado por ese camino. Lenin era consciente del peligro y trató de advertir contra el peligro de la burocracia.
En el XI Congreso, Lenin presentó al Partido una dura acusación de burocratización del aparato estatal:
“Si nos fijamos en Moscú, con sus 4.700 comunistas en puestos de responsabilidad, y si nos fijamos en la inmensa máquina burocrática, esa multitud, debemos preguntarnos: ¿quién está dirigiendo a quién? Yo dudo mucho que se pueda decir sinceramente que los comunistas están dirigiendo a esa multitud. A decir verdad, no están dirigiendo, están siendo dirigidos” (Works, vol. 33, p. 288. El subrayado es nuestro).
Para llevar a cabo el trabajo de eliminar a los burócratas y arribistas del aparato estatal y del partido, Lenin inició la creación de RABKRIN (la comisión Inspectora de Trabajadores y Campesinos) con Stalin a cargo. Lenin vio la necesidad de un organizador fuerte para que este trabajo se llevara a cabo a fondo; El historial de Stalin como organizador del partido pareció calificarlo para el cargo. En unos pocos años, Stalin ocupó varios puestos organizativos en el Partido: jefe de RABKRIN, miembro del Comité Central y Politburó, Orgburo y Secretariat. Pero su estrecha perspectiva organizativa y su ambición personal llevaron a Stalin a ocupar el puesto, en un corto espacio de tiempo, como el principal portavoz de la burocracia en la dirección del partido, no como su oponente.
Ya en 1920, Trotsky criticó el funcionamiento de RABKRIN, que de una herramienta en la lucha contra la burocracia se estaba convirtiendo en un hervidero de burocracia. Inicialmente, Lenin defendió a RABKRIN contra Trotsky. Su enfermedad le impidió darse cuenta de lo que sucedía a sus espaldas en el estado y el partido. Stalin usó su posición, que le permitió seleccionar personal para puestos de liderazgo en el estado y el partido, para reunir silenciosamente a su alrededor un bloque de aliados y hombres que dijeran que sí a todo, personas políticamente insignificantes que le agradecían su avance. En sus manos, RABKRIN se convirtió en un instrumento para construir su propia posición y eliminar a sus rivales políticos.
Lenin solo se dio cuenta de la terrible situación cuando descubrió la verdad sobre el manejo de Stalin de las relaciones con Georgia. Sin el conocimiento de Lenin o del Politburó, Stalin, junto con sus secuaces Dzerzhinsky y Ordzhonikidze, había llevado a cabo un golpe de estado en Georgia. Los mejores cuadros del bolchevismo georgiano fueron purgados y los líderes del partido denegaron el acceso a Lenin, a quien Stalin alimentó con una serie de mentiras. Cuando finalmente se enteró de lo que estaba pasando, Lenin estaba furioso. Desde su lecho de enfermo, a finales de 1922, dictó una serie de notas a su taquígrafo sobre “las notorias cuestiones de la autonomización, que, según parece, se denomina oficialmente la cuestión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas”.
Las notas de Lenin son un aplastante rechazo de la arrogancia burocrática y chovinista de Stalin y su camarilla. Pero Lenin no trata este incidente como un fenómeno accidental, sino la expresión del nacionalismo podrido y reaccionario de la burocracia soviética. Vale la pena citar extensamente las palabras de Lenin sobre el aparato estatal.
“Se dice que era necesario un aparato del Estado. ¿De dónde provino esa convicción? ¿Acaso no fue del mismo aparato ruso que, como señalé en otro capítulo de mi diario, tomamos del zarismo y ungimos ligeramente con aceite soviético?”
“Sin duda esa medida debería haberse retrasado hasta que hubiéramos podido garantizar un aparato propio. Pero ahora debemos admitir, conscientemente, lo contrario; el aparato del Estado que denominamos nuestro nos es todavía, de hecho, bastante ajeno; es una mezcolanza burguesa y zarista y durante los últimos cinco años no ha habido ninguna posibilidad de librarse de ella porque no hemos contado con la ayuda de otros países y porque la mayoría del tiempo hemos estado ‘ocupados’ en compromisos militares y luchando contra el hambre.
“Resulta bastante natural que en tales circunstancias la ‘libertad para separarse de la Unión’ con la que nos justificamos sea un simple trozo de papel, incapaz de defender a los no rusos del asalto del verdadero hombre ruso, del chovinista de la Gran Rusia, que es en esencia un bribón y un tirano, como el típico burócrata ruso que es. No cabe duda de que el porcentaje infinitesimal de trabajadores soviéticos y sovietizados se sumergirán en la marea de gentuza chovinista como una mosca en la leche” (Works, vol. 36, p. 605. El subrayado es nuestro).
Tras el asunto de Georgia, Lenin puso todo el peso de su autoridad en la lucha para destituir a Stalin del cargo de secretario general del partido, que ocupaba en 1922, tras la muerte de Sverdlov. Sin embargo, el principal temor de Lenin ahora más que nunca fue que una escisión abierta en la dirección, en las condiciones imperantes, pudiera llevar a la disolución del partido por líneas de clase. Por lo tanto, intentó mantener la lucha confinada al liderazgo, y las notas y otro material no se hicieron públicos.
Lenin escribió en secreto a los bolcheviques leninistas georgianos (enviando copias a Trotsky y Kamenev) asumiendo su causa contra Stalin "de la forma más sincera". Como no pudo continuar con el asunto en persona, le escribió a Trotsky solicitándole que asumiera la defensa de los georgianos en el Comité Central. Durante su último período de enfermedad, para combatir el proceso de burocratización, incluso le pidió a Trotsky que formara un bloque con él para luchar contra Stalin en el XXI Congreso del Partido. Pero Lenin murió antes de poder llevar a cabo sus planes. Su “Carta al Congreso”, en la que describe a Trotsky como el miembro más capaz del Comité Central y exige la destitución de Stalin como secretario general del Partido, fue reprimida por la camarilla dirigente y permaneció inédita durante décadas.
“El socialismo en un solo país”
Incluso con la participación de Lenin, el proceso no podría haberse desarrollado de otra manera. Las causas no se encontraban en los individuos, sino en la situación objetiva de un país atrasado y hambriento, aislado por el retraso de la revolución socialista en Occidente. Después de la muerte de Lenin, el grupo dirigente (“la troika”), compuesto inicialmente por Kámenev, Zinoviev y Stalin, ignoró el consejo de Lenin y en su lugar inició una campaña contra el llamado trotskismo, que en la práctica significó el repudio de las ideas de Lenin y la Revolución de Octubre. Inconscientemente, reflejaban la presión del creciente estrato de funcionarios privilegiados que habían salido bien de la Revolución y deseaban detener el período de tormenta y estrés y la democracia obrera.
La reacción pequeñoburguesa contra la Revolución de Octubre encontró su expresión en la campaña contra el "trotskismo" y sobre todo en la teoría antileninista del "socialismo en un solo país". El hecho de que Rusia fuera un país atrasado no habría sido un problema si tal revolución fuera el preludio de una revolución socialista mundial exitosa. Ese era el objetivo del Partido Bolchevique bajo Lenin y Trotsky. El internacionalismo no fue un gesto sentimental, sino que estaba arraigado en el carácter internacional del capitalismo y la lucha de clases.
En palabras de Trotsky:
“El socialismo es la organización de una producción social planificada y armoniosa para la satisfacción de las necesidades humanas. La propiedad colectiva de los medios de producción no es todavía socialismo, sino sólo su premisa legal. El problema de una sociedad socialista no se puede abstraer del problema de las fuerzas productivas, que en la etapa actual del desarrollo humano son mundiales en su esencia misma. (Historia de la Revolución Rusa).
La Revolución de Octubre fue considerada como el comienzo del nuevo orden socialista mundial.
La teoría antimarxista del "socialismo en un solo país", expuesta por Stalin en el otoño de 1924, iba en contra de todo lo que habían predicado los bolcheviques y la Internacional Comunista. ¿Cómo fue posible construir un nacionalsocialismo en un solo país, y mucho menos en un país extremadamente atrasado como Rusia? Tal pensamiento nunca pasó por la cabeza de ningún bolchevique, incluido el de Stalin hasta 1924.
En abril de 1924, Stalin todavía podía escribir en su libro Los fundamentos del leninismo:
“Para derrocar a la burguesía bastan los esfuerzos de un país: la historia de nuestra revolución lo confirma. Para la victoria final del socialismo, para la organización de la producción socialista, los esfuerzos de un país, particularmente uno campesino como Rusia, son insuficientes. Por eso se necesita el esfuerzo del proletariado de todos los países avanzados”.
Pero a los pocos meses, estas líneas se retiraron y se colocó exactamente lo contrario en su lugar: “Después de consolidar su poder y asumir la dirección del campesinado el proletariado victorioso puede y debe construir la sociedad socialista.” (JV Stalin, Los fundamentos del leninismo, p. 39. Pekín, 1975.)
Una formulación así, que va en contra de todo lo que alguna vez escribieron Marx, Engels y Lenin, habría sido impensable mientras Lenin todavía estaba vivo. Demostró hasta dónde había llegado la reacción burocrática contra octubre. Esto produjo una crisis en el triunvirato gobernante. Alarmados por este giro de los acontecimientos, Kamenev y Zinoviev rompieron con Stalin y formaron una alianza con Trotsky, la Oposición de Izquierda Unificada.
En 1926, durante una reunión de la Oposición, la viuda de Lenin, Krupskaya, comentó amargamente: "Si Vladimir estuviera aquí, estaría en la cárcel". La razón principal de la derrota de Trotsky y la Oposición se encontraba en el estado de ánimo de las masas, que simpatizaban con la Oposición pero estaban exhaustas y desgastadas por largos años de guerra y revolución.
El surgimiento de una nueva casta gobernante hundía profundas raíces en la sociedad. El aislamiento de la revolución fue la principal razón del ascenso de Stalin y la burocracia, pero al mismo tiempo se convirtió en la causa de nuevas derrotas de la revolución internacional: Bulgaria y Alemania (1923); la derrota de la huelga general en Gran Bretaña (1926); China (1927) y la derrota más terrible de todas, la de Alemania (1933). Cada derrota de la revolución internacional profundizaba el desánimo de la clase trabajadora y alentaba aún más a los burócratas y arribistas.
Después de la terrible derrota en China en 1927, cuya culpa se puede atribuir directamente a Stalin y Bujarin, comenzó la expulsión de la Oposición. Incluso antes de eso, los partidarios de la oposición fueron perseguidos sistemáticamente, despedidos de sus trabajos, marginados y, en algunos casos, llevados al suicidio.
Las monstruosas acciones de los estalinistas estaban en completa contradicción con las tradiciones democráticas del Partido Bolchevique. Estos métodos consistían en la disolución de reuniones por parte de matones, una feroz campaña de mentiras y calumnias en la prensa oficial, la persecución de los amigos y partidarios de Trotsky que condujo a la muerte de varios bolcheviques prominentes como Glazman (empujado por el chantaje a suicidarse) y Joffe, el famoso diplomático soviético a quien se le negó el acceso al tratamiento médico que necesitaba y se acabó suicidando. En las reuniones del Partido, los oposicionistas estaban sujetos al abuso sistemático de bandas de matones cuasi-fascistas organizadas por el aparato estalinista para intimidar a la Oposición. En los años veinte, el periódico comunista francés Contre le Courant informó sobre los métodos utilizados por los estalinistas durante su "debate partidista nacional":
“Los burócratas del partido ruso han organizado por todo el país bandas de reventadores. Cada vez que un trabajador del partido que pertenece a la Oposición sube a la tarima, éstos se sitúan por toda la sala formando un verdadero cerco humano, armados con silbatos de policía. En cuanto el orador de la Oposición pronuncia las primeras palabras, comienzan los pitidos. La algarabía continúa hasta que éste cede la tarima a otro” (The real situation in Russia, nota al pie de la página 14).
Dado el aislamiento de la Revolución en condiciones de terrible atraso, el agotamiento de la clase obrera y su vanguardia, la victoria de la burocracia estalinista era un desenlace inevitable. Esto no fue el resultado de la astucia o la previsión de Stalin. Todo lo contrario. Stalin no previó nada ni entendió nada, sino que procedió empíricamente, como muestran los constantes zig-zags de su política. Stalin y su aliado Bujarin tomaron un rumbo hacia la derecha, intentando basarse en los "campesinos fuertes" (es decir, los Kulaks). Trotsky y la Oposición de Izquierda advirtieron insistentemente del peligro de tal política. Abogaron por una política de industrialización, planes quinquenales y colectivización de la agricultura mediante el ejemplo. En una sesión plenaria del Comité Central en abril de 1927, Stalin se burló de esta propuesta. De hecho, comparó el plan de electrificación de la Oposición (el esquema Dnieperstroi) con “ofrecer a un campesino un gramófono en lugar de una vaca”.
Las advertencias de la Oposición demostraron ser correctas. El peligro Kulak, manifestado en una huelga en la producción de cereales y su sabotaje, amenazaba con derrocar al poder soviético y poner a la contrarrevolución capitalista a la orden del día. En una reacción de pánico, Stalin se vio obligado a romper con Bujarin y lanzarse a una aventura ultraizquierdista. Habiendo rechazado desdeñosamente la propuesta de Trotsky de un plan quinquenal para desarrollar la economía soviética de repente dio un salto mortal de 180 grados en 1928 y comenzó a defender la locura de un 'plan quinquenal en cuatro años' y la 'liquidación de los Kulaks como clase' a través de la colectivización forzada.
Este giro repentino desorientó a muchos oposicionistas, que imaginaban que Stalin había adoptado las políticas de la Oposición. Pero la política de Stalin fue sólo una caricatura de las políticas de la Oposición. Descartó cualquier retorno a las normas de la democracia soviética leninista y condujo a la consolidación de la burocracia como casta dominante. Comenzando con Zinoviev y Kamenev, un ex oposicionista tras otro capituló ante Stalin, con la esperanza de ser aceptado nuevamente en el Partido.
Esto era ingenuo. Su claudicación sólo allanó el camino para nuevas exigencias y nuevas capitulaciones, que terminaron en la humillación final de los juicios de Moscú, donde Kamenev, Zinoviev y otros viejos bolcheviques se declararon culpables de los crímenes más monstruosos contra la Revolución. Pero ni siquiera esto los salvó. Fueron a la muerte a manos de los verdugos de Stalin, habiendo ensuciado previamente sus propios nombres.
Trotsky se mantuvo firme, aunque no se hacía ilusiones de que pudiera ganar esta batalla, dada la correlación de fuerzas, que era abrumadoramente desfavorable. Pero estaba luchando por dejar una bandera, un programa y una tradición para la nueva generación. Como explica en Mi Vida:
“El grupo dirigente de la Oposición afrontaba este desenlace con los ojos bien abiertos. Nosotros sabíamos perfectamente que no íbamos a transmitir nuestras ideas a las nuevas generaciones con pactos ni con subterfugios, sino mediante una lucha abierta y sin asustarnos ante las consecuencias prácticas que ello pudiera acarrear. Sabíamos que íbamos a una derrota, pero con esta derrota preparábamos el triunfo de nuestros ideales en el futuro”.
La Oposición de Izquierda Internacional
En 1929, Trotsky fue exiliado a Turquía. Stalin no había fortalecido su posición lo suficiente como para poder asesinarlo. Desde sus lugares de exilio (primero su exilio interno en la Unión Soviética y tras su deportación desde el extranjero) entre 1928 y 1933 Trotsky dedicó sus energías a organizar la Oposición Internacional de Izquierda, con el objetivo de regenerar la URSS y la Internacional Comunista. El giro ultraizquierdista de Stalin en la Unión Soviética encontró su expresión en el campo internacional en la teoría del llamado Tercer Período y el "socialfascismo". Se suponía que esto marcaría el comienzo de la "crisis final" del capitalismo a escala mundial. La Comintern, siguiendo instrucciones de Moscú, declaró fascistas a todos los partidos excepto a los comunistas. Este epíteto lo dirigían sobre todo a los partidos socialdemócratas que fueron apodados "socialfascistas". Esta locura tuvo resultados particularmente desastrosos en Alemania, donde condujo directamente a la victoria de Hitler.
La profunda depresión mundial de 1929-33 tuvo sus efectos más devastadores en Alemania. El desempleo se disparó hasta los 8 millones. Amplios sectores de la clase media se arruinaron. Pero después de haber sido defraudada por los socialdemócratas en 1918 y por los comunistas en 1923, la desesperada clase media de Alemania ahora creyó encontrar una salida en el Partido Nazi de Hitler. En las elecciones de septiembre de 1930, los nazis obtuvieron casi seis millones y medio de votos.
Desde su lugar de exilio en Turquía, Trotsky advirtió insistentemente sobre el peligro del fascismo en Alemania. Exigió que los comunistas alemanes formaran un frente único con los socialdemócratas para detener a Hitler. Este mensaje lo plasmó en una serie de artículos y documentos como "El giro en la Internacional Comunista y la situación alemana". Este fue un llamado a regresar a la política leninista del frente único. Pero esta advertencia cayó en oídos sordos.
Aunque el movimiento obrero alemán fue el más poderoso del mundo occidental, se vio paralizado en el momento de la verdad por las políticas de sus dirigentes. En particular, los lideres del Partido Comunista Alemán estalinizado jugaron un papel pernicioso a la hora de dividir el movimiento obrero frente a la amenaza Nazi. Incluso lanzaron la consigna '¡Golpea a los pequeños Scheidemann en los patios de la escuela!' - una increíble incitación de los hijos de los comunistas a golpear a los hijos de los socialdemócratas.
Esta locura alcanzó su punto culminante en el supuesto Referéndum Rojo. Cuando en 1931 Hitler organizó un referéndum destinado a derrocar al gobierno socialdemócrata en Prusia, el Partido Comunista, siguiendo órdenes de Moscú, ordenó a sus seguidores que apoyaran a los Nazis. Todavía en 1932, el periódico estalinista británico, The Daily Worker, escribía:
“Es significativo que Trotsky haya salido en defensa de un frente único entre los partidos comunista y socialdemócrata contra el fascismo. Posiblemente, es la consigna más perjudicial y contrarrevolucionaria que se pueda imaginar en el momento actual”.
En 1933, el Partido Comunista Alemán tenía unos seis millones de seguidores, mientras que los socialdemócratas contaban con unos ocho millones. Sus milicias combinadas tenían alrededor de un millón de combatientes, un número mucho mayor que la Guardia Roja en Petrogrado y Moscú en 1917. Sin embargo, Hitler podía jactarse de que "he llegado al poder sin romper un plato". Esta fue una traición a la clase trabajadora comparable a la de agosto de 1914. De la noche a la mañana, las poderosas organizaciones del proletariado alemán quedaron reducidas a cenizas. Los trabajadores del mundo entero, y sobre todo de la Unión Soviética, pagaron un precio terrible por esa traición.
Trotsky esperaba que una derrota de esta magnitud sirviera para sacudir la Internacional Comunista hasta sus raíces y abrir un debate en las filas de los Partidos Comunistas que los regeneraría y exoneraría a la Oposición. Sin embargo, las cosas tomaron un cariz diferente. La Comintern y sus partidos estaban tan estalinizados que no hubo debate, ni autocrítica, sólo una reiteración de las mismas políticas desacreditadas. La línea del Partido Comunista Alemán (y por lo tanto de Stalin, el Gran Líder y maestro) fue solemnemente ratificada como la única correcta.
Increíblemente, los líderes comunistas alemanes lanzaron la consigna: “¡Después de Hitler, nuestro turno!” Peor aún, al año siguiente, cuando los fascistas franceses de la Croix de Feu y otros grupos intentaron derrocar al gobierno del radical Deladier, los estalinistas de hecho dieron instrucciones a sus miembros para que se manifestaran junto a los fascistas contra el Deladier "radical-fascista".
Un partido y una Internacional incapaz de aprender de sus errores está condenada. La terrible derrota de la clase obrera alemana como resultado de las políticas tanto de los estalinistas como de los socialdemócratas, seguida de la total falta de autocrítica o discusión sobre la cuestión dentro de los partidos de la Internacional Comunista, convenció a Trotsky de que la Comintern había degenerado irremediablemente. Mientras que en los primeros años la burocracia aún no se había consolidado como una casta gobernante, ahora había quedado claro que ya no era una aberración histórica que pudiera corregirse mediante la crítica y la discusión, sino que representaba una contrarrevolución triunfante que había destruido todos los elementos de la democracia obrera que había sido establecida por la Revolución de Octubre. Trotsky, por lo tanto, planteó la consigna de una nueva Internacional: la Cuarta Internacional.
Los juicios farsa
La expresión más clara de la nueva situación fueron el infame “proceso de Moscú”, que Trotsky describió como "una guerra civil unilateral contra el Partido Bolchevique". Entre 1936 y 1938, todos los miembros del Comité Central de la época de Lenin que seguían vivos en la URSS fueron asesinados. “El juicio de los 16” (Zinoviev, Kamenev, Smirnov, etc.); “El juicio de los 17” (Radalev, Pyatakov, Sokolnikov, etc.); “El juicio secreto de los oficiales del ejército” (Tujachevsky, etc.); “El juicio de los 21” (Bujarin, Rykov, Rakovsky, etc.) Los viejos camaradas de Lenin fueron acusados de haber cometido toda clase de crímenes grotescos contra la revolución. Por lo general, se les acusaba de ser agentes de Hitler (de la misma manera que se acusó a los jacobinos de ser agentes de Inglaterra en el período de la reacción termidoriana en Francia).
Los objetivos de la burocracia eran simples: destruir por completo a todos aquellos que podrían haberse convertido en un punto de referencia para el descontento de las masas. Incluso llegaron a arrestar y asesinar a miles de personas que habían sido totalmente leales a Stalin, cuyo único crimen fue su vínculo directo con la experiencia de la Revolución de Octubre. Era peligroso ser amigo, vecino, padre o hijo de alguno de los detenidos. En los campos de concentración se encontraban familias enteras, incluidos los niños. El general Yakir fue asesinado en 1938. Su hijo pasó 14 años con su madre en los campos de concentración. Esto ocurría con frecuencia.
El principal acusado no estuvo presente en los juicios. León Trotsky, después de que todos los países de Europa le negaran el derecho de asilo, se encontraba en México, donde organizó una campaña de protesta internacional contra los procesos de Moscú. ¿Por qué la burocracia estalinista le tenía tanto miedo a un sólo hombre? La Revolución de Octubre había establecido un régimen de democracia obrera que otorgó a los trabajadores una amplia libertad. Por otro lado, la burocracia usurpadora solo podía gobernar destruyendo la democracia obrera e instalando un régimen totalitario y deformado. No podía tolerar la menor libertad de expresión o crítica, ya sea en política, arte, ciencia o literatura.
En la superficie, el régimen de Stalin era similar al de Hitler, Franco o Mussolini. Pero había una diferencia fundamental: la nueva casta gobernante en la URSS se basó en las nuevas relaciones de propiedad establecidas por la Revolución de Octubre. Por tanto, se encontró en una situación contradictoria. Para defender su poder y privilegios, esta casta parasitaria tuvo que defender, al mismo tiempo, las bases de la nueva economía planificada y nacionalizada que trajo grandes logros para la clase trabajadora. Los burócratas privilegiados que habían destruido las conquistas políticas de octubre y aniquilado al Partido Bolchevique, se vieron obligados a mantener la ficción de un “Partido Comunista”, “Soviets”, etc. También tuvieron que desarrollar las fuerzas productivas, utilizando la economía planificada y nacionalizada. Así, jugaron un papel relativamente progresista, al desarrollar la industria, aunque a un precio diez veces superior al de la burguesía en otros países en el pasado.
Los marxistas no defienden la democracia por razones sentimentales. Como explicó Trotsky, una economía planificada necesita democracia de la misma manera que el cuerpo humano necesita oxígeno. El control asfixiante de una burocracia todopoderosa es incompatible con el desarrollo de una economía planificada. La existencia de la burocracia genera inevitablemente todo tipo de corruptelas, mala gestión y despilfarro a todos los niveles. Esta es la razón por la que una burocracia, a diferencia de la burguesía, no podía tolerar ninguna crítica o pensamiento independiente, no sólo en política, sino en literatura, música, arte o filosofía. Trotsky era una amenaza para la burocracia porque permaneció como testigo y recordatorio de las genuinas tradiciones democráticas e internacionalistas del bolchevismo.
En la década de 1930 Trotsky analizó este nuevo fenómeno de la burocracia estalinista en su clásico La revolución traicionada y explicó la necesidad de una nueva revolución, una revolución política, para regenerar la URSS. Al igual que todas las clases dominantes o castas de la historia, la burocracia rusa no iba a "desaparecer" por sí sola. Ya en 1936, Trotsky advirtió que la burocracia estalinista gobernante representaba una amenaza mortal para la supervivencia de la URSS. Predijo, con asombrosa precisión, que, a menos que la clase trabajadora eliminara la burocracia, inevitablemente conduciría a una contrarrevolución capitalista.
Con un retraso de unos cincuenta años, la predicción de Trotsky se ha confirmado. Insatisfechos con sus abultados privilegios obtenidos del saqueo de la economía planificada y nacionalizada, los hijos y nietos de los funcionarios estalinistas ahora se han convertido en los propietarios privados de los medios de producción en Rusia, sumiendo así la tierra de la Revolución de Octubre en una nueva Edad Oscura de barbarie y colapso, como también advirtió Trotsky.
Stalin y la casta privilegiada que representaba nunca podrían perdonar a Trotsky por exponerlos como usurpadores y sepultureros de la Revolución de Octubre. La obra de Trotsky y sus colaboradores, representó un peligro mortal para la burocracia, que respondió con una campaña masiva de asesinatos, persecuciones y calumnias.
Se buscaría en vano en los anales de la historia moderna un paralelo de la persecución sufrida por los trotskistas a manos de Stalin y su monstruosa máquina asesina. Sería necesario remontarnos a la persecución de los primeros cristianos o la obra infame de la Inquisición española para encontrar una analogía. Uno por uno, los partidarios de Trotsky en la Unión Soviética fueron silenciados por los verdugos de Stalin. Camaradas, amigos y familiares terminaron en esa infernal máquina trituradora que era el gulag de Stalin.
Incluso en estos lugares infernales, los trotskistas se mantuvieron firmes. Solo ellos mantuvieron su organización y disciplina. Se las ingeniaron para seguir los asuntos internacionales, organizaron reuniones y grupos de discusión marxistas y lucharon por defender sus derechos. Incluso organizaron manifestaciones y huelgas de hambre, como la huelga en los campamentos de Pechora en 1936, que duró 136 días.
Los huelguistas protestaron contra su traslado desde lugares anteriores de deportación y contra cumplir pena sin haber tenido un juicio público. Exigieron una jornada de ocho horas, la misma alimentación para todos los internos (independientemente de que cumplieran con las normas de producción o no), la separación de los presos políticos y criminales y el traslado de inválidos, mujeres y ancianos de las regiones subpolares a áreas con un clima más suave. La decisión de huelga se tomó en una asamblea abierta. Se eximió a los presos enfermos y ancianos; "pero éstos últimos rechazaron categóricamente la exención". En casi todos los barracones los no trotskistas respondieron al llamado, pero sólo "en las barracas de los trotskistas se completó la huelga".
“La administración, temerosa de que la acción se extendiera, trasladó a los trotskistas a unas chozas medio derruidas y desiertas a veinticinco millas del campamento. De un total de mil huelguistas, varios murieron y solo dos se rindieron; pero estos dos no eran trotskistas. En marzo de 1937, por orden de Moscú, la administración del campo cedió en todos los puntos; y la huelga llegó a su fin”. (I. Deutscher, The Prophet Outcast p. 416.)
“Durante abril y parte de mayo continuaron las ejecuciones. Todos los días o día por medio se llamaba a treinta o cuarenta personas ... " Se difundieron comunicados por los altavoces: “Por agitación contrarrevolucionaria, sabotaje, bandidaje, negativa a trabajar e intentos de fuga, se han ejecutado los siguientes…” “Una vez que un gran grupo, unas cien personas, en su mayoría trotskistas, fueron sacados al lugar de ejecución... Mientras se marchaban, cantaron la Internacional; y cientos de voces en los barracones se unieron al canto”. (Ibíd., p. 418.)
Un hombre contra el mundo
Para el líder de la Revolución de Octubre no había refugio ni lugar de descanso seguro en la tierra. En un lugar tras otro, se le cerraba el paso de un portazo. Los estados que se autodenominaban democracias y les gustaba compararse favorablemente con los "dictadores" bolcheviques no mostraban más tolerancia que los demás. Gran Bretaña, que antes había dado refugio a Marx, Lenin y el propio Trotsky, ahora, bajo un gobierno laborista, le negó la entrada. Francia y Noruega se comportaron, en esencia, no de manera diferente, imponiendo tales restricciones a los movimientos y actividades de Trotsky que el "santuario" se volvió en algo indistinguible del encarcelamiento. Finalmente, Trotsky y su fiel compañera Natalia Sedova encontraron refugio en México bajo el gobierno del progresista burgués Lázaro Cárdenas.
Incluso en México, Trotsky no estaba seguro. El brazo de la GPU era largo. Al levantar la voz contra la camarilla del Kremlin, Trotsky seguía siendo un peligro mortal para Stalin, quien, se ha demostrado, ordenaba que todos los escritos de Trotsky se colocaran en su escritorio cada mañana. Obtuvo una terrible venganza sobre su contrincante. Ya en la década de 1920, Zinoviev y Kamenev habían advertido a Trotsky: “Crees que Stalin responderá a tus ideas. ¡Pero Stalin te golpeará en la cabeza!”
En los años previos a su asesinato, Trotsky había presenciado el asesinato de uno de sus hijos y la desaparición del otro; el suicidio de su hija, la masacre de sus amigos y colaboradores dentro y fuera de la URSS, y la destrucción de las conquistas políticas de la Revolución de Octubre. La hija de Trotsky, Zinaida, se suicidó como resultado de la persecución de Stalin. Tras el suicidio de su hija, su primera esposa, Alexandra Sokolovskaya, una mujer extraordinaria que murió en los campos de Stalin, escribió una carta desesperada a Trotsky:
“Nuestros hijos estaban condenados. Ya no creo en la vida. No creo que puedan crecer. Todo el tiempo estoy esperando algún nuevo desastre". Y concluye: “Me ha resultado difícil escribir y enviar esta carta. Disculpa mi crueldad hacia ti, pero debes saber todo sobre nuestros parientes y amigos" (Citado por I. Deutscher, op. Cit. P. 198.).
León Sedov, el hijo mayor de Trotsky, que jugó un papel clave en la Oposición de Izquierda Internacional, fue asesinado mientras se recuperaba de una operación en una clínica de París en febrero de 1938. También murieron dos de sus secretarios europeos, Rudolf Klement y Erwin Wolff. Ignace Reiss, un oficial de la GPU que rompió públicamente con Stalin y se declaró a favor de Trotsky, fue otra víctima más de la máquina asesina de Stalin, asesinado a tiros por un agente de la GPU en Suiza.
El golpe más doloroso llegó con el arresto del hijo menor de Trotsky, Sergei, quien se había quedado en Rusia, creyendo que, como no estaba activo políticamente, estaría a salvo. ¡Vana esperanza! Incapaz de vengarse del padre, Stalin recurrió a la tortura más refinada: presionar a los padres a través de sus hijos. Nadie puede imaginar los tormentos que sufrieron en este momento Trotsky y Natalia Sedova. Sólo en los últimos años se ha revelado que Trotsky incluso llegó a contemplar el suicidio, como una posible forma de salvar a su hijo. Pero se dio cuenta de que tal acto no salvaría a Sergei y le daría a Stalin justo lo que quería. Trotsky no se equivocó. Sergei ya estaba muerto, parece que le dispararon en secreto en 1938, habiéndose negado rotundamente a denunciar a su padre.
Uno a uno, los antiguos colaboradores de Trotsky fueron víctimas del terror de Stalin. Los que se negaron a retractarse fueron liquidados físicamente. Pero incluso la capitulación no salvó la vida de los que se rindieron. Fueron ejecutados de todos modos. La última de las principales figuras de la oposición dentro de la URSS que se mantuvo firme fue el gran marxista de los Balcanes y curtido revolucionario Christian Rakovsky. Cuando Trotsky se enteró de las capitulaciones de Rakovsky, escribió el siguiente pasaje en su diario:
“Rakovsky fue prácticamente mi último contacto con la vieja generación revolucionaria. Después de su capitulación ya no queda nadie. Aunque a partir de mi deportación se interrumpió nuestra correspondencia a causa de la censura, su figura seguía siendo un nexo simbólico con mis viejos camaradas de armas. Ahora ya no queda nadie. Durante mucho tiempo no he podido satisfacer mi necesidad de intercambiar ideas y discutir problemas con otra persona. Me quedo reducido a dialogar con los periódicos, o más bien a través de los periódicos con hechos y opiniones”.
“Y todavía pienso que el trabajo en el que estoy comprometido ahora, a pesar de su naturaleza extremadamente insuficiente y fragmentaria, es el trabajo más importante de mi vida, más importante que 1917, más importante que el período de la Guerra Civil o cualquier otro.”
“En aras de la claridad, lo plantearía de la siguiente manera. Si no hubiera estado presente en 1917 en Petersburgo, la Revolución de Octubre aún se habría producido, con la condición de que Lenin estuviera presente y al mando. Si ni Lenin ni yo hubiéramos estado presentes en Petersburgo, no habría habido Revolución de Octubre: la dirección del Partido Bolchevique lo habría impedido, ¡de esto no tengo la menor duda! Si Lenin no hubiera estado en Petersburgo, dudo que hubiera logrado vencer la resistencia de los líderes bolcheviques. La lucha contra el ‘trotskismo’ (es decir, con la revolución proletaria) habría comenzado en mayo de 1917 y el resultado de la revolución habría quedado en entredicho. Pero repito, con la presencia de Lenin, la Revolución de Octubre habría salido victoriosa de todos modos. Lo mismo podría decirse en general de la Guerra Civil, aunque en su primer período, especialmente en el momento de la caída de Simbirsk y Kazán, Lenin vaciló y tuvo muchas dudas. Pero este fue sin duda un estado de ánimo pasajero que probablemente nunca admitió ante nadie más que ante mí.”
“Por tanto, no puedo hablar de la 'indispensabilidad' de mi trabajo, ni siquiera del período de 1917 a 1921. Pero ahora mi trabajo es "indispensable" en el pleno sentido de la palabra. No hay nada de arrogancia en esta afirmación. El colapso de las dos Internacionales ha planteado un problema que ninguno de los líderes de estas Internacionales está preparado para resolver. Las vicisitudes de mi destino personal me han enfrentado a este problema y me han provisto de una importante experiencia para abordarlo. Ahora no hay nadie más que yo para llevar a cabo la misión de armar a una nueva generación con el método revolucionario por encima de las cabezas de los líderes de la Segunda y Tercera Internacional. ¡Y estoy totalmente de acuerdo con Lenin (o más bien con Turgenev) en que el peor vicio es tener más de 55 años! Necesito al menos unos cinco años más de trabajo ininterrumpido para asegurar la sucesión” (L. Trotsky, Diario en el exilio, págs. 53-4.).
Pero a Trotsky no se le concedió su deseo. A pesar de todo su poder y el poderío de su estado totalitario, el dictador del Kremlin se sentía inseguro. El descontento de las masas iba en aumento, e incluso el sangriento reinado del terror desatado por los procesos de Moscú no pudo contenerlo para siempre. El estallido de la guerra sólo contribuyó a aumentar el sentimiento de inseguridad de Stalin.
Uno sólo puede imaginar la reacción de Stalin cuando escuchó la noticia de que Trotsky estaba trabajando en una biografía sobre él. Furiosamente, exigió que la GPU silenciara a su enemigo de una vez por todas. Los jefes de la GPU sabían que si fallaban, serían los siguientes en la lista. En la noche del 24 de mayo de 1940, una banda armada de terroristas estalinistas encabezados por el pintor mexicano David Siqueiros irrumpió en la casa de Trotsky en Coyoacán y acribillaron a balazos los dormitorios. De milagro, Trotsky y su familia sobrevivieron.
Después del ataque, se reforzó la seguridad del lugar y se ampliaron las fortificaciones, pero Trotsky se mostró escéptico. Sabía que sus días estaban contados. Mi amigo Sieva Volkov, nieto de Trotsky, me dijo:
“Mi abuelo no puso mucha fe en estas medidas. Sabía que Stalin no se detendría ante nada y tenía enormes recursos a su disposición. Si todos los demás medios fallaban, podrían envenenar nuestra comida o incluso arrojar una bomba sobre la casa y matarnos a todos”.
Al final, resultaron suficientes métodos más simples. Utilizando los servicios de un agente, la GPU finalmente logró poner fin a la vida de Trotsky el 20 de agosto de 1940. Con un solo golpe traicionero por la espalda, Stalin aniquiló al hombre que, junto con Lenin, había estado a la cabeza del movimiento revolucionario del proletariado mundial.
A pesar de todo, hasta el final, Trotsky se mantuvo absolutamente firme en sus ideas revolucionarias. Su testamento revela un enorme optimismo en el futuro socialista de la humanidad. Pero su verdadero testamento se encuentra en sus libros y otros escritos, que siguen siendo un tesoro de ideas marxistas para la nueva generación de revolucionarios. El hecho de que hoy en día el espectro del "trotskismo" continúe acechando a los dirigentes burgueses, reformistas y estalinistas es prueba suficiente de la resistencia de las ideas del bolchevismo-leninismo. Porque eso, esencialmente, es lo que significa "trotskismo".
Sobre todo, en Rusia, la patria de la Revolución de Octubre, la relevancia del trotskismo conserva toda su fuerza. Trotsky advirtió hace tiempo que la burocracia estalinista, ese tumor canceroso en el cuerpo del Estado obrero, terminaría por destruir todas las conquistas de Octubre.
“La caída de la dictadura burocrática actual, sin que fuera reemplazada por un nuevo poder socialista, anunciaría, también, el regreso al sistema capitalista con una baja catastró” (La revolución traicionada).
Ahora esa predicción se ha visto completamente justificada. Los últimos cinco o seis años han proporcionado amplia prueba de ello. Los mismos dirigentes del llamado Partido Comunista de la Unión Soviética, que ayer juraron lealtad a Lenin y al socialismo, están hoy sumidos en una repugnante carrera por enriquecerse mediante el saqueo sistemático de las propiedades de la Unión Soviética. En comparación con esta monstruosa traición, las acciones de los líderes socialdemócratas en agosto de 1914 parecen un juego de niños.
Sin embargo, a pesar de las predicciones de Francis Fukuyama, la historia no ha terminado. La naciente burguesía en Rusia ha demostrado su total incapacidad para hacer avanzar a la sociedad y desarrollar las fuerzas productivas. La historia de los últimos diez años en Rusia ha sido de un colapso sin precedentes de las fuerzas productivas y la cultura. Sólo la falta de una dirección marxista ha impedido el derrocamiento de un régimen claramente podrido y reaccionario. Los ex dirigentes estalinistas del Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR) han actuado constantemente como un freno a la clase trabajadora. No tienen nada en común con las tradiciones de Lenin y el Partido Bolchevique.
A Lenin le gustaba mucho un proverbio ruso: "La vida enseña". En la medida en que los trabajadores de Rusia se den cuenta del impasse que significa el capitalismo (y se están dando cuenta de este hecho con mayor claridad cada día que pasa), llegarán a ver la necesidad de volver a las viejas tradiciones. Redescubrirán en acción la herencia de 1905 y 1917. Redescubrirán las ideas y el programa de Vladimir Ilich Lenin y también de ese gran líder y mártir de la clase obrera, León Trotsky. Después de décadas de la más terrible represión, las ideas del bolchevismo-leninismo siguen vivas y vibrantes, las genuinas ideas de la Revolución de Octubre, que no se pueden destruir ni con la calumnia ni con las balas de los asesinos. En palabras de Lenin: "El marxismo es todopoderoso, porque es verdad".
Alan Woods,
Londres, 8 de Junio de 2004.
Prólogo
Puede que nunca hayan abundado tanto como hoy los libros de Memorias. ¡Es que hay mucho que contar! El interés que despierta la historia del día se hace más apasionado cuanto más dramática y más accidentada es la época en que se vive. En los desiertos del Sahara no pudo nacer la pintura paisajista. Nos hallamos en un momento de transición entre dos épocas, y es natural que sintamos la necesidad de mirar a un ayer, que, con serlo, queda ya tan lejano, con los ojos de quienes lo vivieron activa y afanosamente. Tal es, a nuestro parecer, la causa del gran auge que ha tomado, desde la guerra para acá, la literatura autobiográfica. Y en ello puede residir también, acaso, la justificación del presente libro.
Ya el mero hecho de que pueda publicarse obedece a una pausa en la vida política activa de su autor. En el proceso de mi vida, Constantinopla representa una etapa imprevista, aunque nada casual. Acampado en el vivac —y no es éste el primer alto en mí camino— espero sin prisa lo que ha de venir. La vida de un revolucionario sería inconcebible sin una cierta dosis de “fatalismo”. De cualquier modo, ningún momento mejor que este entreacto de Constantinopla para volver la vista sobre lo andado, entretanto que las circunstancias nos permiten reanudar la marcha interrumpida.
Mi primera idea fue limitarme a trazar, rápidamente, unos cuantos esbozos autobiográficos, que vieron la luz en los periódicos. Advertiré que, desde mi retiro, no me ha sido posible vigilar la forma en que esos ensayos llegasen a manos del lector. Mas, como todo trabajo tiene su lógica, cuando los artículos periodísticos iban tocando a su fin, era cabalmente cuando yo empezaba a ahondar en el tema. En vista de ello, decidí escribir un libro, acometiendo de nuevo el trabajo sobre una escala mucho mayor. Los primitivos artículos publicados en los periódicos y el presente libro de Memorias, no guardan más afinidad que la del tema. Fuera de esto, tratase de obras perfectamente distintas.
Me he detenido especialmente en el segundo período de la revolución de los Soviets, que se inicia con la enfermedad de Lenin y el comienzo de la campaña contra el “trotskismo”. La lucha entablada por los epígonos en tomo al poder, no tiene, como pretendo demostrar aquí, un carácter puramente personal, sino que revela una fase política: la reacción contra el movimiento de Octubre y los primeros síntomas del giro termidoriano. Y así surge, casi espontáneamente, la pregunta que tantas veces he escuchado:
—Pero ¿cómo se las arregló usted para perder el Poder?
La autobiografía de un político revolucionario tiene por fuerza que tocar una serie de problemas teóricos, relacionados unos con la evolución social de su país, y otros con la marcha de la humanidad, y muy especialmente con esos períodos críticos a que damos el nombre de revoluciones.
Como se comprende, estas páginas no eran el lugar más adecuado para ahondar en problemas teóricos tan complejos. La llamada teoría de la revolución permanente, que tanta influencia ha tenido en mi vida, y que está cobrando un interés tan grande en la Actualidad para los países orientales, resuena a lo largo de las páginas de este libro como un remoto leitmotiv. El lector a quien esto no baste confórmese con saber que el análisis detenido del problema de la revolución será objeto de otra obra, en la cual trataré de deducir y exponer las experiencias teóricas más importantes de estos últimos decenios.
Por estas páginas desfilarán buen golpe de personajes enfocados con una iluminación un poco distinta de aquélla en que a los propios interesados hubiera placido ver a su persona o a su partido.
Y así, es natural que más de uno tache mis Memorias de poco objetivas. Ha bastado que los periódicos publicasen algunos fragmentos de esta obra, para que empezasen a sonar las protestas y refutaciones. Era inevitable. Un libro autobiográfico como éste, aunque el autor hubiera conseguido hacer de él —y no se lo propuso, ni mucho menos— un frío daguerrotipo de su vida, no podía menos de despertar, al publicarse ahora, un eco de aquellas polémicas que acompañaron en vivo a las colisiones en él relatadas. Pero estas Memorias no son una fotografía inanimada de mi vida, sino un trozo de ella. En sus páginas, el autor sigue librando el combate que llena su existencia.
La exposición es análisis y es crítica; el relato es a la par defensa y ataque, y más éste que aquélla.
Creo sinceramente que es la única manera de imprimir a una biografía una elevada objetividad; es decir, de darle una fisonomía en la que vivan los rasgos de una persona y de una época.
La objetividad no consiste en esa fingida imparcialidad e indiferencia con que una hipocresía averiada trata al amigo y al adversario, procurando sugerir solapadamente al lector lo que sería incorrecto decirle a la cara. De esta mentira y de esta celada convencional —que no otra cosa son— yo no pienso servirme. Ya que me he sometido a la necesidad de hablar de mí mismo —hasta hoy no sé que nadie haya conseguido escribir una autobiografía sin hablar de su persona—, no tengo por qué ocultar mis simpatías y mis antipatías, mis amores mis odios.
He escrito un libro polémico. En él se refleja la dinámica de una sociedad cimentada toda ella sobre antagonismos y contradicciones. El estudiante que se insolente con su profesor; los aguijones de la envidia escondidos entre las zalemas de los salones; en el comercio, una rabiosa competencia, y como en el comercio en la técnica, en la ciencia, en el arte, en el deporte; choques parlamentarios bajo los que palpitan hondos conflictos de intereses; la furiosa guerra diaria de la Prensa; huelgas obreras; manifestantes ametrallados en las calles, maletas cargadas de gases asfixiantes con que se obsequian mutuamente por los aires las naciones civilizadas; las lenguas de fuego de las guerras civiles, que no dejan de azotar un instante la superficie de nuestro planeta: he ahí otras tantas formas y modalidades de “polémica” social, que van desde lo cotidiano, normal, consuetudinario, y a fuerza de serlo, pese a su intensidad, casi imperceptible, hasta ese grado: monstruoso, explosivo, volcánico de polémica que culmina en las guerras y las revoluciones. Es la imagen de nuestra época. De la época con la que nos criamos, en la que respiramos y vivimos.
Imposible ser polémicos sin hacerle traición.
Pero hay otro criterio, un criterio más escueto y elemental, y es el que consiste en exponer concienzudamente los hechos. Así como el revolucionario más intransigente no puede volver la espalda a las circunstancias de lugar y tiempo, el polemista más fogoso tiene que guardar las proporciones de las personas y las cosas. A esta norma confío en que habré sabido mantenerme fiel en el conjunto de la obra y en sus detalles.
A veces, pocas, reproduzco en forma dialogada antiguas conversaciones. A nadie se le ocurrirá exigir una reproducción literal, a la vuelta de tantos años. No está tampoco en mi propósito asignarles ese valor. Algunos de los diálogos tienen carácter puramente simbólico. Pero hay ciertas conversaciones —todo el mundo lo sabe— que se graban con especial relieve en la memoria. Las comunica uno a los amigos y allegados. Y a fuerza de repetirlas, las palabras se quedan indelebles en el recuerdo. Me refiero, en primer término, naturalmente, a las conversaciones de carácter político.
Yo soy hombre acostumbrado a fiar en la memoria. Cuantas veces he contrastado objetivamente sus recuerdos, los he encontrado justos. En efecto; aunque mi memoria topográfica —y no hablemos de la musical— es harto endeble, y la plástica y la lingüística bastante mediocres, mi capacidad retentiva para las ideas descuella considerablemente sobre el nivel medio. Y las ideas, el desarrollo de las ideas y las luchas de los hombres en torno a ellas, llenan la parte principal de esta obra.
Cierto que la memoria no es una máquina registradora cine funcione automáticamente. Ni tiene nada de desinteresado. Tiende con frecuencia a descartar o dejar recatados en un rincón sombrío aquellos episodios que no le parecen favorables al instinto vital que la vigila, y claro está que no lo hace generalmente por altruismo. Pero dejemos estas cuestiones al “psicoanálisis”, ingenioso y divertido a ratos, aunque más arbitrario y caprichoso que ameno casi siempre.
Huelga decir que he procurado revisar celosamente los datos de la memoria sobre las piezas documentales de que disponía. A pesar de todas las trabas y dificultades que se me ofrecieron para poder consultar las bibliotecas y los archivos, los datos más importantes en que se basa este trabajo han sido objeto de comprobación.
Desde 1897, he batallado casi siempre con la pluma en la mano. Gracias a esto, los episodios de mi vida han ido dejando, durante más de treinta y dos años, un rastro casi ininterrumpido en el papel impreso. Con el año 1903, empiezan las luchas intestinas dentro del partido, ricas en duelos personales. Ni mis adversarios ni yo rehuimos nunca los golpes, y en la letra de imprenta han quedado las cicatrices. Desde el alzamiento de Octubre, la historia del movimiento revolucionario comienza a ocupar lugar preeminente en las investigaciones de los historiadores e institutos históricos rusos. De los Archivos de la revolución y del Departamento de policía de los zares van saliendo a la luz y entregándose a la imprenta, con notas y comentarios aclaratorios, todos los materiales que encierran algún interés. En los primeros años, cuando aún no había por qué ocultar ni disfrazar nada, este trabajo llevábase concienzudamente. Las “Ediciones del Estado” han publicado las obras completas de Lenin y parte de las mías, provistas de notas que llenan docenas de páginas de cada volumen y contienen los datos indispensables para situar la actividad de sus autores y los sucesos de la época que abarcan. Esto me ha ayudado mucho, naturalmente, guiándome con segura orientación en la trama cronológica de los hechos y librándome de incurrir, a lo menos, en errores de bulto.
No niego que mi vida no ha discurrido por los cauces más normales. Pero las causas de ello no hay que buscarlas en mí mismo, sino en las condiciones de la época en que mi vida se ha desarrollado. Por supuesto, que para llevar a cabo la labor, buena o mala, que me cupo en suerte, hacían falta ciertas dotes personales. Pero, en otro ambiente histórico, estas dotes hubieran dormitado tranquilamente, como tantas y tantas capacidades y pasiones humanas que no tienen, salida en el mercado de la vida social. En cambio, es posible que hubiesen surgido en mí otras condiciones, hoy anuladas o cohibidas. Por encima de la subjetividad se alza lo objetivo, que es siempre, en última instancia, lo que decide.
El curso consciente de mi vida, que empieza hacia los diez y siete o los diez y ocho años, ha sido una constante lucha por ideas determinadas. En mi vida personal no hay nada que merezca de por sí la publicidad. Todo lo que en mi pasado pueda haber de más o menos extraordinario, hállase asociado íntimamente a las luchas revolucionarias y recibe de éstas su relieve y valor. Es la única razón que, puede justificar el que salga a luz esta autobiografía.
Pero, la razón es a la par la dificultad. Los sucesos de mi vida personal están de tal manera prendidos en la trama de los hechos histéricos, que es punto menos que imposible arrancarlos a ella.
Sin embargo, este libro no pretende hacer historia. No destaca los hechos por lo que en sí objetivamente signifiquen, sino en lo que tienen de contacto con las vicisitudes de la vida del autor.
Nada tendrá, pues, de extraño, que en la pintura de momentos o etapas enteras falten las proporciones que serían de rigor en una obra histórica. Para trazar la línea divisoria entre la autobiografía y el proceso de la revolución, no hemos tenido más remedio que proceder de un modo empírico.
Sin convertir por ello el relato de una vida en un estudio de historia, había que ofrecer al lector un punto de apoyo en los hechos que informaron el giro de aquélla. Dando por supuesto, naturalmente, que quien leyere estas páginas conoce las líneas generales de nuestra revolución y que hasta con avivar rápidamente en su recuerdo los hechos históricos y sus consecuencias.
Cuando este libro salga a luz, habré cumplido cincuenta años. Mi cumpleaños cae en el día de la Revolución de Octubre. Un pitagórico o un místico argüirían de aquí grandes conclusiones. La verdad es que yo no he venido a parar mientes en esta curiosa coincidencia hasta que ya habían pasado tres años de las jornadas de Octubre. Hasta la edad de nueve años, viví sin interrupción en una aldea apartada del mundo. Pasé ocho estudiando en el Instituto. Al año de salir de sus aulas, fui detenido por vez primera. Mis Universidades fueron, como las de tantos otros en aquella época, la cárcel, el destierro y la emigración. Dos veces estuve preso en las cárceles zaristas, por espacio de cuatro años en total; las deportaciones del antiguo régimen me alcanzaron otras tantas veces, la primera dos años poco más o menos, la segunda unas semanas. Las dos veces pude huir de Siberia. He vivido emigrado, en junto, unos doce años, en varios países de Europa y América: dos años antes de estallar la revolución de 1905 y hacia diez después de su represión. Durante la guerra, fui condenado a prisión en rebeldía en la Alemania de los Hohenzoller (1905); al siguiente año, expulsado de Francia a España, donde, tras breve detención en la cárcel de Madrid y un mes de estancia en Cádiz bajo la vigilancia de la policía, me expulsaron de nuevo rumbo a Norteamérica. Allí, me sorprendieron las primeras noticias de la revolución rusa de Febrero. De vuelta a Rusia, en marzo de 1917, fui detenido por los ingleses e internado durante un mes en un campo de concentración del Canadá. Tomé parte activa en las revoluciones de 1905 y 1917, y ambos años fui Presidente del Soviet de Petrogrado. Intervine muy de cerca en el alzamiento de Octubre y pertenecí al Gobierno de los Soviets. En funciones de Comisario del pueblo para las relaciones exteriores, dirigí en Brest-Litovsk las negociaciones de paz entabladas con Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria. Ocupé el Comisariado de Guerra y Marina, y desde él dediqué cinco años a la organización del Ejército rojo y la reconstrucción de la flota. En el año 1920, me encargué, además, de dirigir los trabajos de reorganización de los ferrocarriles, que estaban en el mayor abandono.
Dejando a un lado los años de la guerra civil, la parte principal de mi vida la llena mi actividad de escritor y militante dentro del partido. Las “Ediciones del Estado” emprendieron en 1923 la publicación de mis obras completas. De entonces acá, han visto la luz, sin contar los cinco tomos en que se coleccionan mis trabajos sobre temas militares, trece volúmenes. La publicación fue suspendida en el 1927, cuando empezó a agudizarse la campaña de persecución contra el “trotskismo”.
En enero de 1928 me envió al destierro el actual Gobierno ruso, y hube de pasar un año junto a la frontera china. En febrero de 1929 fui expulsado a Turquía, y escribo estas líneas en Constantinopla.
No puede decirse que mi vida, aun presentada en tan rápida síntesis, tenga nada de monótona.
Más bien cabría afirmar, por el número de virajes bruscos, súbitos cambios y agudos conflictos, por los vaivenes que en ella tanto abundan, que es una vida pletórica de “aventuras”. Y, sin embargo, permítaseme afirmar que nada hay que tanto repugne a mis naturales inclinaciones como una vida aventurera. Mi amor al orden y mis hábitos conservadores puede decirse que rayan en lo pedantesco. Amo y sé apreciar el método y la disciplina. No con ánimo de paradoja, sino porque es verdad, diré que me indignan la destrucción y el desorden. Fui siempre un discípulo aplicado y puntual, dos condiciones que he conservado a lo largo de toda la vida. Durante los años de la guerra civil, cuando en mi tren cubría distancias varias veces iguales al Ecuador, me recreaba ver, de trecho en trecho, una empalizada nueva de tablas de pino. Lenin, que me conocía esta pequeña Debilidad, solía burlarse cariñosamente de mí a causa de ella. Para mí, los mejores y más caros productos de la civilización han sido siempre —y lo siguen siendo— un libro bien escrito, en cuyas páginas haya algún pensamiento nuevo, y una pluma bien tajada con la que poder comunicar a los demás los míos propios. Jamás me ha abandonado el deseo de aprender, ¡y cuántas veces, en medio de los ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la sensación de que la labor revolucionaria me impedía estudiar metódicamente! Sin embargo, casi un tercio de siglo de esta vida se ha consagrado por entero a la revolución. Y si empezara a vivir de nuevo, seguiría sin vacilar el mismo camino.
Véome obligado a escribir estas líneas en la emigración, la tercera de la serie, mientras mis mejores amigos, que lucharon con denuedo decisivo por ver implantada la República de los Soviets, pueblan sus cárceles y sus estepas, presos unos y otros deportados. Algunos hay que vacilan, que retroceden y se rinden al adversario. Unos, porque están moralmente agotados; otros, porque, confiados a sus solas fuerzas, son incapaces para encontrar una salida a este laberinto en que los colocaron las circunstancias; otros, en fin, por miedo a las sanciones materiales. Es la tercera vez que presencio una deserción en masa de las banderas revolucionarias. La primera fue tras el reprimido movimiento de 1905; la segunda, al estallar la guerra. Conozco harto bien, por experiencia, lo que son estas mareas y reflujos. Y sé que están regidos por leyes. No vale impacientarse, pues no han de cambiar de rumbo a fuerza de impaciencia. Y yo no soy de esos que acostumbran a enfocar las perspectivas históricas con el ángulo visual de sus personales intereses y vicisitudes. El deber primordial de un revolucionario es conocer las leyes que rigen lo sucesos de la vida y saber encontrar, en el curso que estas leyes trazan, su lugar adecuado. Es, a la vez, la más alta satisfacción personal que puede apetecer quien no une la misión de su vida al día que pasa.
L. TROTSKY
Prinkipo, 14 de septiembre de 1929.
Ianovka
Tiénese a la infancia por la época más feliz de la vida. ¿Lo es, realmente? No lo es más que para algunos, muy pocos. Este mito romántico de la niñez tiene su origen en la literatura tradicional de los privilegiados. Los que gozaron de una niñez holgada y radiante en el seno de una familia rica y culta, sin carecer de nada, entre caricias y juegos, suelen guardar de aquellos tiempos el recuerdo de una pradera llena de sol que se abriese al comienzo del camino de la vida. Es la idea perfectamente aristocrática, de la infancia, que encontramos canonizada en los grandes señores de la literatura o en los plebeyos a ellos enfeudados. Para la inmensa mayoría de los hombres, si por acaso vuelven los ojos hacia aquellos años, la niñez es la evocación de una época sombría, llena de hambre y de sujeción. La vida descarga sus golpes sobre el débil, y nadie más débil que el niño.
La mía no fue una infancia helada ni hambrienta. Cuando yo nací, mi familia había conquistado ya el bienestar. Pero era ese duro bienestar de quienes han salido de la miseria a fuerza de privaciones y no quieren quedarse a mitad de camino. En aquella casa, todos los músculos estaban tensos, todos los pensamientos enderezados hacia una preocupación: trabajar y acumular. Ya se comprende que, en tales condiciones, no quedaba mucho tiempo libre, para dedicarlo a los niños.
Y si es verdad que no supimos lo que era la miseria, tampoco conocimos la abundancia ni las caricias de la vida. Para mí, los años de la niñez no fueron ni la pradera soleada de los privilegiados ni el infierno adusto, hecho de hambre, violencia y humillación, que es la infancia para los más.
Fue la niñez monótona, incolora, de las familias modestas de la burguesía, soterrada en una aldea, en un rincón sombrío del campo, donde la naturaleza es tan rica como mezquina y limitadas las costumbres, las ideas y los intereses.
La atmósfera espiritual que envolvió mis primeros años y aquélla en que había de discurrir mi vida desde que tuve uso de razón, son dos mundos distintos entre los que se alzan, aparte de las distancias y los años, una cordillera de grandes acontecimientos y toda una serie de conmociones interiores, que no por quedar recatadas son menos decisivas para la vida de quien las experimenta.
Cuando por vez primera me puse a abocetar estos recuerdos, cercábame, obstinada, la sensación de que no era mi propia niñez la que evocaba, sino un viaje ya casi olvidado por lejanas tierras. Y hasta llegué a pensar en poner el relato en tercera persona. Pero me abstuve de hacerlo, para que esta forma convencional no fuese a dar cierto aire “literario” a mis recuerdos, pues nada hay que tanto me preocupe como el huir de hacer en ellos literatura.
Mas, aunque se trate de dos mundos antagónicos, hay no sé qué sendas subterráneas por las que la unidad de persona se trasplanta del tino al otro. Es lo que explica, en general, el interés por las Memorias y autobiografías de hombres que, por una razón o por otra, llegaron a ocupar puestos destacados en la sociedad. Intentaré, pues, referir con algún detalle lo que fueron mi niñez y mis primeras letras, procurando no incurrir en anticipación ni prejuicio; es decir, no dar a los hechos un enfoque predeterminado, sino exponerlos sencillamente, tal como fueron, o tal como, al menos, se han conservado en mi memoria.
Más de una vez me ha acontecido creer recordar hasta los tiempos en que andaba colgado del pecho de mi madre. Hay que suponer, sin embargo, que transpondría inconscientemente a mi pasado la sugestión de lo que más tarde hube de observar en mis hermanos, pequeños. Guardo un recuerdo confuso de no sé qué escena que debió de desarrollarse debajo de un manzano, en una huerta, teniendo yo unos diez y ocho meses. Mas tampoco este recuerdo es seguro. En cambio, se me fijó bastante bien en la memoria el sucedido siguiente: Había ido con mi madre de visita a casa de la familia Z. de Bobrínez, que tenía una niña de dos o tres años. Me dijeron que yo era su novio. Nos pusimos a jugar en una sala, sobre el piso encerado. A poco, desaparece la nena y el rapaz se queda solo, arrimado a una cómoda: vive un momento de pasmo, como en un sueño. Entra mi madre con la señora de la casa. Mi madre se queda mirando para el chiquillo, luego para un charquito que hay junto a él, toma a mirar al chico, menea la cabeza con gesto de reproche, y dice: —¿No te da vergüenza?
El chico mira para la madre, se mira a sí y mira al charco, como a algo que nada tuviese que ver con él.
—¡Por Dios, déjalo; no tiene ninguna importancia! —dice la señora de la casa—. Los pobres, estaban distraídos jugando
El niño no se siente avergonzado ni arrepentido. ¿Qué edad podía tener? Unos dos años, acaso tres.
Fue por entonces cuando, paseando con la chacha por la huerta, vi la primera culebra.
—¡Mira, mira, Liova —dijo la chica, apuntando para algo que brillaba entre la yerba—; mira dónde está enterrada una tabaquera! Y cogiendo un palito, se puso a escarbar.
La niñera era también una niña, pues no tendría más de diez y seis años. La tabaquera, al hurgarla, se desenrolló y resultó ser una culebra, que se deslizó silbando por entre la maleza del huerto. La niñera, toda asustada, rompió a chillar, me cogió del brazo y salimos corriendo. A mí, me costaba trabajo todavía mover las piernas a prisa. Todo jadeante, les conté a los de casa cómo habíamos creído encontrar entre la yerba una tabaquera y había resultado ser una culebra.
Me acuerdo también perfectamente de otra escena ocurrida por aquellos años en la cocina “blanca”. Mis padres han salido y en la cocina están la criada, la cocinera y una visita. Está también Alejandro, mi hermano mayor, que ha venido a casa a pasar las vacaciones. Mi hermano se encarama con los dos pies en lo alto de una pala de madera, tomándola a guisa de zancos, y se pone a andar a saltitos por el piso de barro de la cocina. Le pido que me deje la pala, intento hacerlo yo también, caigo de bruces contra el suelo y me echo a llorar a gritos. Alejandro me levanta, me besa y, en brazos, me saca de la cocina.
Acaso tuviese cuatro años cuando me montaron en una yegua grande, de pelaje gris, mansa como un cordero; estaba a pelo, sin freno ni silla, con un ramal al pescuezo solamente. Abría las piernas cuanto pude y me aferré a la crin con las dos manos. La yegua me llevó, con un andar muy suave, y acertó a pasar por debajo de un peral, una de cuyas ramas me azotó en el vientre. Sin darme cuenta de lo que pasaba, resbalé por el lomo del animal y fui a dar con el cuerpo entre la yerba.
No me dolió, pero no sabía cómo explicarme aquello.
Juguetes de tienda, apenas tuve nunca ninguno. Únicamente un caballito de cartón y una pelota que mi madre me trajo un día de Kharkov. Mi hermana la pequeña y yo jugábamos con muñecas caseras de trapo, que nos hacían tía Fenia y tía Raisa, hermanas de mi padre, y a las que la tía Fenia pintaba con lápiz ojos, boca y nariz. Aquellas muñecas me parecían a mí algo extraordinario, y todavía me parece estarlas viendo. Una tarde de invierno, Iván Vasilievich, el mecánico de la finca, me hizo un coche de cartón con ventanas y las ruedas pegadas con engrudo. Mi hermano, mayor, que estaba en casa pasando las Navidades, dijo que un coche como aquél lo hacía él de dos guantadas. Como primera providencia lo desmontó, armose de regla, lápiz y tijeras y se estuvo dibujando largo y tendido, pero luego, al recortar los dibujos, resultó que no casaban.
Los parientes y conocidos que salían de viaje me solían preguntar:
—¿Qué quieres que te traigamos de Ielisavetgrado o de Nikolaiev?
Los ojos se me saltaban. ¿Qué les pediría? Alguien venía en mi auxilio, y me aconsejaba: un caballito o libros, o lápices de colores, o unos patines.
—¡Unos patines! —concluía yo—. Pero que sean de tal marca —y decía una que le había oído a mi hermano.
Mas los viajeros, apenas trasponían el umbral, se olvidaban de la promesa. Y yo vivía días y semanas enteras alimentando mi esperanza, para luego atormentarme con el desengaño.
En la huerta que había delante de casa posose una abeja sobre una flor de girasol. Yo sabía que las abejas picaban y que había que andarse con precauciones. Arranqué, pues, una hoja de salvia y cogí con ella el animalillo. De pronto sentí una punzada horrible, y salí corriendo y chillando por el corral adelante hasta el taller en que trabajaba Iván. Éste me sacó el aguijón y me untó el dedo con un líquido, que me quitó los dolores.
Iván Vasilievich tenía un vago con tarantelas puestas en aceite de girasol. Era el remedio que se consideraba más eficaz contra las picaduras. Las tarantelas las habíamos cazado Vitia Gertopanov y yo, con un hilo que tenía atado a uno de los extremos un pedacito de cera y que se metía en el agujero. La tarantela quedábase pegada con las patitas a la cera. Luego, la guardábamos en una caja de cerillas. Pero no aseguro que esto de andar a caza de tarantelas no ocurriese ya en una época más tardía.
Me acuerdo de haber oído hablar en una de aquellas charlas con que se distraían las largas veladas invernales, de cómo y cuándo habían comprado mis padres la finca de Ianovka, de la edad que teníamos entonces los niños y de cuándo había entrado al servicio de la casa Iván.
—A Liova —dijo mí madre, mirándome con ojos de malicia— le trajimos ya listo de la alquería.
Yo echo mis cuentas para mí y digo luego, en voz alta:
—¿Entonces, yo nací en la alquería?
—No —me contestan—; naciste aquí, en Ianovka.
—¿Pues, no dice mamá que me trajeron listo de la alquería?
—Lo ha dicho por decirlo, por gastar una broma
Sin embargo, la explicación no me satisface del todo, y pienso que es una broma un poco extraña; pero nada digo. Me basta con leer en la cara de las personas mayores que me rodean esa sonrisa característica e insoportable de los iniciados. Del recuerdo de aquella velada junto al té invernal, en que nadie tiene prisa, brota una cronología. Pues habiendo yo nacido el 26 de Octubre, ello quiere decir que mis padres se debieron de trasladar de la alquería a la finca de Ianovka en la primavera o en el verano de 1879.
Fue el año en que estallaron las primeras bombas de dinamita contra el zarismo. El 26 de agosto de 1879, dos meses antes de nacer yo el partido terrorista “Narodnaia Wolia[1]”, que acababa de crearse, decretó la muerte de Alejandro II. El 19 de noviembre estalló la bomba al paso del tren real. Y comenzó la cruzada de terror que el día 1.º de marzo de 1881 había de costarle la vida al Zar, a la vez que exterminaba al propio partido ejecutor.
Un año antes había terminado la guerra ruso-turca. En agosto de 1879, Bismarck ponía la primera piedra de la alianza germano-austriaca. Fue el mismo año en que Zola publicó aquella novela “Nana” donde aparecía el futuro organizador de la “Entente”, a la sazón príncipe de Gales, luciendo su talento de conquistador de artistas de opereta. El vendaval de la reacción, que había arreciado desde la guerra franco-prusiana y la represión de la Comuna de París, seguía adueñado de la política europea. En Alemania regían ya las leyes de excepción dictadas por Bismarck contra el socialismo. En el mismo año —1879— Víctor Hugo y Luis Blanc presentaban a la Cámara francesa la petición de amnistía a favor de los communards.
Pero a la aldehuela donde yo vine al mundo y pasé los nueve primeros años de mi vida no llegaban ni el eco de los debates parlamentarios, ni el de las transacciones diplomáticas, ni aun siquiera el que levantaban las explosiones de la dinamita. En las estepas inmensas de la provincia de Kherson y en toda Novorosia reinaban con reino indisputado y regido por sus propias leyes el trigo y las ovejas. Su dilatada extensión y la falta de comunicaciones teníanlas inmunizadas contra toda posible infección política. Innúmeros montículos esteparios eran claro indicio de la gran emigración de los pueblos derramada en tiempos sobre aquellas comarcas.
Mi padre era un terrateniente que empezó trabajando en condiciones muy modestas y fue agrandando su hacienda poco a poco, a fuerza de sacrificios. Habíase emancipado de chico con su familia del suelo judío donde naciera, en la provincia de Poltava, para probar suerte en las estepas libres del Sur. En las provincias de Kherson y Iekaterinoslavia había por entonces unas cuarenta colonias agrícolas judías, pobladas por veinticinco mil almas aproximadamente. Hasta el año 1881, el agricultor judío hallábase equiparado al mujik, no sólo en derechos, sino en pobreza. A fuerza de trabajar infatigable, dura e inexorablemente sobre la primera tierra adquirida, con sus brazos y los ajenos, mi padre fue saliendo adelante poco a poco.
En la colonia de Gromokley no llevaban el Registro civil con gran rigor. Muchas partidas sentábanse a medida que iban conviniendo. Mis padres decidieron que ingresase en una escuela graduada, y como resultó que no tenía edad legal, en la certificación, hubo de anticiparse el nacimiento un año, del 79 al 78. De modo que había que llevar la cuenta de mis años por partida doble: una para la edad oficial y otra para la auténtica.
Durante los nueve primeros años de mi vida, puede decirse que apenas traspuse la raya de la aldea paterna. Ésta tenía su nombre, Ianovka, del anterior propietario Ianovsky, a quien mi padre comprara la tierra. De soldado raso había llegado a Coronel, y como gozaba del favor de sus superiores, le dieron a elegir, reinando Alejandro II, 500 desiatinas de tierra en las estepas, todavía yermas, de la provincia de Kherson. El Coronel levantó en la estepa una casuca de barro techada de paja y una granja igualmente primitiva. Pero no consiguió sacar adelante la explotación. Su familia, al morir él, volviose a Poltava. Mi padre les compró unas cien desiatinas, tomando además en arriendo hacia 200. Todavía me acuerdo perfectamente de la Coronela, una vieja seca, que solía presentarse en nuestra casa una o dos veces al año a cobrar la renta y a ver cómo andaban las cosas. Había que mandar el “coche” a buscarla a la estación y ponerle una silla para que pudiera descender de él más cómodamente. Era un carro al que le habían puesto muelles habilitándole para “coche”, pues hasta mucho más tarde no tuvimos faetón y un buen tiro de caballos. A la Coronela poníanle caldo de gallina y huevas blandas. La vieja salía a pasear a la huerta con mi hermana, y aún me parece verla arañar con sus uñas secas la resina cuajada en los troncos de los árboles y comérsela, pues aseguraba que era una deliciosa golosina.
Gradualmente iba dilatándose en nuestra posesión la superficie de tierra labrantía y el número de yuntas y cabezas de ganado. Mi padre intentó aclimatar en la finca las merinas, pero el ensayo no cuajó. En cambio, teníamos una piara grande de cerdos, que se movían a sus anchas por el corral, hozándolo todo y acabando con la huerta. La explotación llevábase celosamente, pero a la antigua.
Allí, nadie se preocupaba de averiguar más que a ojo y por tanteo qué ramas rendían beneficios y cuáles pérdidas. Por lo mismo, hacíase también imposible de todo punto tasar la hacienda. Toda nuestra fortuna estaba en la tierra, en las espigas, en el trigo; y éste, amontonado en las paneras o camino del puerto. Muchas veces, mi padre acordábase de pronto a la hora del té o de la cena, y decía:
—Apunta que hoy se han recibido 1.300 rublos del comisionista, 660 se mandaron a la Coronela y 400 se los di a Dembovsky. Y apunta, además, que di cien rublos a Feodosia Antonovna la primavera pasada, cuando estuve en Ielisavetgrado.
Ése era, poco más o menos, el método de contabilidad que se llevaba allí. Y, a pesar de todo, mi padre iba saliendo adelante, lenta y porfiadamente.
Vivíamos en la misma casucha de barro que había levantado nuestro antecesor. Estaba cubierta de paja, y debajo del alero albergaba innumerables nidos de gorriones. Por fuera, las paredes estaban todas agrietadas y eran nido de culebras. No nos cansábamos de echar en los resquicios agua hirviendo del samovar. Cuando llovía fuerte, el agua se colaba por el techo, que era muy bajo, sobre todo en el portal. Para recogerla, ponían en el suelo barreños y palanganas. Los cuartos eran pequeños, los cristales de las ventanas turbios, los pisos de los dos dormitorios y del cuarto de los niños, de barro, donde anidaban a sus anchas las pulgas. El comedor estaba entarimado y todas las semanas fregaban el piso con arena. El del cuarto principal de la casa, que medía ocho pasos de largo y al que daban el pomposo nombre de “salón”, estaba encerado. En esta sala era donde se alojaba, cuando venía, la Coronela. En el jardincillo que había delante de casa se alineaban unas cuantas acacias amarillas y rosales blancos y colorados, y en el verano grandes matas de “habas de España”. El patio o corral no estaba cerrado con empalizada. En un pabellón grande de barro, techado con teja y construido ya por mi padre, se albergaban el taller, la cocina para el personal y el cuarto de la servidumbre. A continuación estaba el granero “pequeño”, de madera, y luego venía el granero “grande” y en seguida el “nuevo”, todos con techumbre de caña. Para que no pudiera penetrar el agua y el trigo no se pudriese, los graneros estaban levantados sobre piedras. En la canícula y en la época de los hielos se recogían aquí, entre el suelo y las tablas, los perros, los cerdos y las aves. Las gallinas buscaban, para poner, los rincones más recatados. Muchas veces, tenía que ir yo, arrastrándome por entre las piedras, a sacar los huevos del nido, pues el cuerpo de un adulto no hubiera podido colarse por allí. Sobre la techumbre del granero grande venían a anidar todos los años las cigüeñas, y levantando al cielo su pico colorado, se tragaban ranas y culebras. Era muy desagradable de ver. Se veía colgar el cuerpo de la culebra y parecía como si estuviese devorando por dentro al pájaro. En el granero, dividido en varios compartimentos, se amontonaban el oloroso trigo candeal, la cebada, de ásperas aristas; las simientes del lino, suaves, escurridizas, casi fluidas; las negras perlas de la colza, con sus reflejos azulinos; la avena, delgada y ligera.
Cuando en casa hay una visita de respeto, a los chicos nos es permitido ir a jugar al escondite a los graneros. Y heme aquí trepando por el tabique de uno de los compartimentos, tirándome a lo alto de un montón de trigo y dejándome resbalar por la otra vertiente. Los brazos se entierran hasta el codo y las piernas hasta la rodilla en la avalancha de trigo, los zapatos, no pocas veces agujereados, y la camisa se llenan de granos. La puerta del granero está cerrada; alguien ha colgado por fuera el candado, para disimular, pero sin echar la llave, pues así lo requieren las reglas del juego.
Me veo tumbado en el frescor del granero, enterrado entre el trigo, respirando el polvillo vegetal, y oigo a Senia W. o a Senia Ch. o a Senia S., a mi hermana Lisa o a cualquiera de los otros rondar por la corraliza y descubrir a los que se han escondido; pero conmigo, enterrado entre el trigo fresco, no consiguen dar.
Las cuadras y los establos de los caballos, las vacas y los cerdos y las jaulas de las aves están del otro lado de la casa. Todo construido primitivamente, con argamasa de barro, ramaje y paja. Como a unos cien pasos de la casa está el pozo, y detrás una presa que riega los huertos de los campesinos. Todas las primaveras la crecida rompía la presa, y había que volver a reforzarla con paja, tierra y boñigas secas. En un pequeño altozano, junto a la presa, levantábase el molino, una barraca de madera que daba albergue a una pequeña máquina de vapor de diez caballos de fuerza, y a dos muelas. Aquí se pasaba mi madre la mayor parte de su afanosa vida, durante los primeros años de mi niñez. El molino no trabajaba sólo para la finca, sino para cuantos quisieran venir a moler a él, en diez o quince vertstas a la redonda. Los campesinos acudían con sus sacos de trigo y pagaban un diezmo por la molienda. En tiempo de calor, antes de la trilla, el molino trabajaba las veinticuatro horas del día, y cuando yo supe ya escribir y contar, me mandaban muchas veces pesar el trigo de los campesinos y calcular lo que había que separar por la maquila. Una vez recogida la cosecha, el molino se cerraba, empleándose la máquina para trillar. Más adelante, instalaron un motor fijo, y las paredes del nuevo molino eran de piedra y la techumbre de teja. La antigua casucha del Coronel cedió también el puesto a una casa grande de ladrillo con techumbre de chapa ondulada. Pero todo esto ocurría cuando yo tenía ya cerca de diez y siete años. Recuerdo que en las últimas vacaciones había intentado calcular la distancia entre las ventanas y la medida de las puertas, pero no lo conseguí. Cuando volví a la aldea, ya estaban echados los cimientos, de piedra. No volvió a presentárseme ocasión de habitar la nueva morada, donde hoy tiene su hogar una escuela de los Soviets
Muchas veces, los labriegos tenían que estarse semanas enteras esperando la molienda. Los que vivían cerca, ponían los sacos en turno y se iban a sus casas. Pero los que tenían la casa lejos, se acomodaban en sus carros, y cuando llovía dormían encima de los sacos, en el molino.
A uno de estos aldeanos le desapareció un día una brida del aparejo. Alguien le dijo que había visto a un muchacho, hijo de otro labriego, andar con su caballo. Revolviendo en el carro de su padre, apareció la brida escondida entre el heno. El padre del ladronzuelo, un aldeano barbudo de rostro sombrío, santiguose vuelto hacia Oriente y juró que la culpa era toda del maldito muchacho, que era un pillo, que él no tenía arte ni parte en el robo y que iba a arrancarle las entrañas.
Pero el otro no le creía. Entonces, el padre, cogiendo al chico por el pescuezo, le derribó en tierra y se puso a azotarlo despiadadamente con el cuerpo del delito. Yo observaba esta escena por entre las espaldas de los mayores, que hacían corro. El muchacho clamaba y juraba que no volvería a hacerlo. Y aquellas almas de Dios escuchaban impasibles los chillidos de la víctima, fumando tranquilamente los cigarrillos liados por su mano y mascullando para sus barbas que el otro daba de azotes al rapazuelo para descargar sobre él la culpa, pero que a quien había que azotar era al padre.
Detrás de los graneros y los establos alzábanse los cobertizos, techumbres gigantescas de más de setenta pies de largo —unas de paja y otras de caña—, sostenidas sobre estacas, y sin muros. Bajo estos cobertizos se amontonaban grandes parvas de trigo, que luego, en los tiempos de lluvia o de tormenta, se aventaban o trillaban. Detrás de los cobertizos estaba la era, donde se hacía la trilla.
Y más allá, separado por una zanja, el aprisco, hecho todo de estiércol seco.
Mi niñez se halla toda asociada a la casucha del Coronel y al viejo sofá del comedor. En este sofá, chapado de madera roja imitando caoba, era donde yo me sentaba para tomar el té, para comer, para cenar, donde jugaba con mi hermana a las muñecas y donde, más tarde, me entregaba a la lectura. La tela estaba rota por dos sitios. Tenía un agujerito pequeño del lado donde se sentaba Iván Vasilievich y otro, bastante mayor, donde yo tomaba asiento junto a mi padre.
—Ya va siendo hora de ponerle otra tela al sofá —dice Iván.
—Sí, ya va siendo hora —asiente mi madre—. No hemos vuelto a forrarlo desde el año en que mataron al Zar.
—No llevo otra cosa en el pensamiento —alega mi padre— cuando bajo a la villa. Pero, ya sabéis lo que ocurre, se harta uno de correr de acá para allá, el cochero le clava a uno, no se mira más que salir de allí cuanto antes, y todo se deja olvidado.
Sosteniendo el techo achaparrado, corría a lo largo del comedor una viga pintada de blanco, en la que solían colocarse los objetos más diversos: platos con comida, para que no los alcanzase el gato, clavos, cuerdas, libros, un tintero taponado con papel, un palillero con una pluma vieja, toda oxidada. En aquella casa, no abundaban las plumas. Había semanas en que tenía que cortar con un cuchillo de mesa una pluma de madera, para copiar los caballitos que venían en las ilustraciones de unos cuantos números viejos de la “Niva”. Arriba, en lo alto del techo, en un saliente hecho para recoger el humo, moraba el gato. Allí traía al mundo a sus crías, y, cuando apretaba el calor, bajaba con ellas entre los dientes, dando un salto magnífico. Las visitas un poco altas tropezaban irremisiblemente con la cabeza contra la viga, al levantarse de la mesa, y era costumbre advertirlas del peligro, diciéndoles: ¡Cuidado!, a la par que se apuntaba con la mano hacia arriba.
El mueble más notable que había en la salita, ocupando un espacio considerable, era el piano. Este piano había entrado en casa en una época de que yo me acuerdo ya perfectamente. Una propietaria arruinada que vivía a unas 15 o 20 verstas de nuestra finca, se fue a vivir a la villa y puso en venta los muebles. Nosotros le compramos un sofá, tres sillas vienesas y un piano viejo y averiado que llevaba ya la mar de tiempo arrinconado en el granero con las cuerdas rotas. Nos costó 16 rublos y lo trajeron a Ianovka en un carro. Al desarmarlo, aparecieron debajo de la caja de resonancia dos ratones muertos. Durante varias semanas de invierno, el taller no tuvo más ocupación que arreglar el piano. Iván Vasilievich limpiaba, encolaba, bruñía, sacaba las cuerdas, las ponía tensas, las afinaba. Las teclas volvieron a ocupar su sitio, y a los pocos días el piano sonaba en la sala, con un timbre bastante quebrado, pero irresistible. Los maravillosos dedos de Iván pasaron de los registros del acordeón a las teclas del piano, arrancando a sus cuerdas los acordes de la “Kamarinskaia”, una polka y el cuplé de “Mi amado Agustín”. Mi hermana mayor se puso a estudiar música, y a veces cencerreaba también en el piano mi hermano Alejandro, que había estudiado violín en Ielisavetgrado un par de meses. Al cabo de algún tiempo, yo me puse también a querer deletrear con un dedo las notas por las que había estudiado mi hermano. Pero no tenía oído, y el sentido de la música se me quedó dormido e impotente toda la vida.
En la primavera, el corral convertíase en un mar de lodo. Iván andaba en zuecos de madera, que eran verdaderos coturnos, de su propia confección, y yo, por la ventana, veíale entusiasmado, pues los zuecos añadían más de media arquina a su estatura. A poco, presentose en la finca un talabartero viejo, cuyo nombre no conocía seguramente nadie. Tendría sus buenos ochenta años. Había servido veinticinco años en el ejército, reinando el Zar Nicolás I. De talla gigantesca, ancho de hombros, barba y pelo blancos, levantando con trabajo las piernas del suelo, iba camino del granero, donde había montado su taller ambulante
—¡Estas piernas ya no rigen!
Hace diez años que el viejo se lamenta con las mismas palabras. Pero, en cambio, sus manos, que huelen siempre a cuero, son recias como tenazas. Las uñas, como puntas de marfil, duras y puntiagudas.
—¿Quieres ver Moscú?
—¡Pues claro que quería verlo!
Y el viejo me coge con sus dedazos por debajo de las orejas y me levanta en vilo. Siento que las terribles uñas se me clavan en la carne, y me echo a llorar. Me han engañado. Pataleo, y le mando que me baje.
—¿Ah, no quieres? —torna a preguntar el viejo—. ¡Pues bien, allá tú!
Pero, a pesar, del engaño de que me ha hecho víctima, no me voy de junto a él.
—Sube por la escalera al granero, y mira a ver qué es aquello que se divisa allí, tirado en el suelo.
Yo sospecho que es una nueva añagaza y titubeo. Y resulta que “aquello” es Constantino, el molinero, un mozo joven y Katiuska, la cocinera. Los dos bellos y con ganas de retozar, los dos buenos peones.
—¿Cuándo vas a casarte con Katiuska? —le pregunta mi madre al molinero.
—¿Para qué? ¡Nos va bien así! —responde Constantino—. El casarse cuesta diez rublos, y por ese dinero prefiero comprarle unos zapatos a Katia.
Tras el ardoroso y fatigante verano de la estepa, que culmina en las faenas de la recolección en los lejanos campos, se acerca el temprano otoño, con su carga, en que se resume todo un año de trabajos forzados. La trilla está en su apogeo. Ahora, el centro de toda la actividad es la era, situada como a un cuarto de versta de la casa. Una nube de polvillo de paja se extiende sobre ella. El tambor de la máquina trilladora atruena el espacio. Felipe, el molinero, armado de gafas, lo alimenta.
Tiene la barba negra cubierta de polvillo gris. Desde lo alto del carro le alargan las gavillas, que él toma sin levantar la vista, las desata, las desparrama un poco y las deja deslizarse tambor adentro.
La máquina se ha tragado la gavilla y aúlla como perro que ha hecho presa en un hueso. Por los canales, va saliendo la paja trillada, mientras la manga vomita el tamo. La paja es arrastrada a la parva. Yo, de pie al borde de una tabla, me agarro a la cuerda.
—¡Ten cuidado, no vayas a caer! —me grita mi padre.
Pero es ya la décima vez que caigo, ora contra la paja, ora entre el trigo. Una nube espesa de polvo gris se apelotona sobre la era, el tambor ruge, el tamo se le cuela a uno por la camisa y la nariz, provoca el estornudo.
—¡Eh, tú, Felipe, más despacio! —ordena mi padre, desde abajo, cuando el tambor rompe a retumbar con demasiada furia.
Me agarro a la correa, y ésta se suelta de repente con toda su fuerza y me da en los dedos. Y es un dolor tan fuerte, que se me nubla la vista y no distingo nada. A rastras, me aparto a un lado para que no me vean llorar, y escapo corriendo a casa. Mi madre me lava la mano con agua fría y me venda el dedo. Pero el dolor no cede. Anduve con el dedo hinchado varios días, que fueron días de tortura.
Los sacos, de trigo llenan los graneros y las eras, y se apilan debajo de un toldo, en el patio. Y no es raro ver al dueño de la finca plantado delante de la criba, entre las estacas, enseñando a su gente cómo hay que dar al volante para que el aire se lleve el tamo y luego, con un golpe seco, caiga sobre la lona el trigo limpio, sin que se pierda un solo grano. En las eras y en los graneros, al abrigo del aire, trabajan las máquinas de aechar y clasificar. El trigo sale limpio, en disposición de lanzarse al mercado.
Preséntanse los tratantes, con sus medidas y balanzas de metal en estuches de madera barnizada.
Examinan el trigo, proponen un precio, hacen lo indecible por entregar una cantidad en señal. Los dueños de la finca los reciben cortésmente, los obsequian con té y rebanadas de pan untado de manteca, pero el trigo se queda sin vender. Estos traficantes ya no están a la altura de nuestra explotación. Mi padre ha rebasado los métodos tradicionales y tiene su agente propio en Nikolaiev.
—No me corre prisa vender —dice mi padre—. El trigo no va a pudrirse.
A los ocho días llega una carta de Nikolaiev, o tal vez un telegrama, anunciando que el precio del trigo ha subido en cinco kópeks el pud.
—Así como así —comenta mi padre—, nos hemos ganado mil rublos, que no se los encuentra uno tirados en la calle
Claro que, a veces, acontecía también lo contrario, que los precios bajaban. Los misteriosos efluvios del mercado universal llegaban hasta Ianovka. De vuelta de la villa, mi padre vino diciendo un día, con gesto ensombrecido:
—Dicen que ¿cómo se llama? ah, sí, la Argentina, ha lanzado este año al mercado mucho trigo.
En el invierno todo es quietud en la aldea. Sólo el molino y el taller trabajan incansablemente. En las estufas se quema paja, que los criados traen en grandes brazadas, regándola por el camino, para recogerla luego. Da gusto meter la paja en el hogar y ver cómo arde. Un día, el tío Grigory vino a sacarnos del comedor, que estaba todo lleno de humo azulado, a Olía, mi hermana pequeña, y a mí. Yo no podía ya tenerme en pie. Andaba aturdido, sin distinguir los objetos, y caí desmayado al oír la voz del tío, que me llamaba.
Los días de invierno solíamos quedamos solos en casa, sobre todo, cuando mi padre estaba de viaje, y todo el gobierno de la finca corría de cuenta de mi madre. Yo me estaba muchas veces en la penumbra, apretado contra mi hermanilla pequeña, recostados los dos en el sofá con los ojos muy abiertos, sin atrevernos a respirar. De vez en cuando, irrumpía en el sombrío comedor, dejando entrar una bocanada de hielo, un coloso calzado con gigantescas botas de fieltro y forrado en una pelliza gigantesca, con un cuello imponente, gorro de piel y guantes voluminosos, con la barba cuajada de carámbanos y gritando en la sombra con voz de gigante: —¡Buenas tardes, muchachos!
Acurrucados en una esquina del sofá, llenos de miedo, no encontrábamos fuerzas para contestarle.
El gigante encendía una cerilla y nos descubría escondidos en un rincón. Y, entonces, resultaba que el gigante era nuestro vecino. Cuando la soledad del comedor se nos hacía ya intolerable, yo salía corriendo al portal, a pesar del frío que hacía, abría la puerta, saltaba encima de la piedra —una piedra grande y lisa que había delante del umbral— y me ponía a gritar con todas mis fuerzas, en las tinieblas de la noche: —¡Maska, Maska, ven al comedor, ven al comedor!
Gritaba muchas, muchísimas veces, sin conseguir que Maska acudiese en nuestro socorro, pues a aquella hora la muchacha estaba ocupada en la cocina, en el cuarto de la servidumbre o en otro sitio con sus quehaceres. Por fin, llegaba mi madre del molino, encendía la lámpara, y el samovar empezaba a echar humo.
Por la noche, nos estábamos generalmente en el comedor hasta que, nos rendía el sueño. Era un constante ir y venir, traer y llevar fuentes y platos, dar órdenes y hacer preparativos para el día siguiente. Durante estas horas, mis hermanas y yo, y a veces también la niñera, vivíamos en un mundo sujeto al de los mayores, oprimido por ellos. De vez en cuando, éstos pronunciaban una palabra que evocaba en nosotros no sé qué especiales sugerencias. Entonces, yo guiñaba el ojo a la hermanilla, y ésta echábase a reír disimuladamente, bajo las miradas distraídas de los mayores.
Le hago otra guisada, ella se esfuerza por esconder la risa debajo del tapete de hule, y se da con la frente contra la mesa. Esto me contagia y, a veces, contagia también a mi hermana mayor, que procura comportarse con la dignidad de una mujercita de trece años y oscila entre los pequeños y las personas mayores. Acaso la risa se hace ya demasiado escandalosa, y, entonces, tengo que esconderme debajo de la mesa, deslizarme por entre las piernas de los grandes e ir a recatarme, después de haber pisado el rabo al gato, al cuarto de al lado, que llamaban “el cuarto de los niños”. A los pocos minutos volvía a reproducirse la tempestad de risa. Los dedos, crispados, nos temblaban, y no había manera de sostener un vaso. La cabeza, los labios, los brazos, las piernas, todo se desmadejaba y fundía en aquel mar de risas.
—¿Qué os pasa? —nos preguntaba mi madre, con un gesto de fatiga.
Por un momento cruzábanse los dos mundos, el de arriba y el de abajo. Los mayores se quedaban mirando inquisitivamente para los niños, con mirada cariñosa unas veces y otras, las más, con ceño duro. En este instante, la risa, súbitamente sorprendida y contenida, volvía a estallar. Olia tornaba a esconder la cabeza debajo de la mesa, yo me dejaba caer sobre el sofá, Lisa se mordía el labio y la niñera desaparecía.
—¡Los niños a la cama! —decía la voz de los mayores.
Pero no nos marchábamos, sino que nos escondíamos por los rincones, temerosos de mirarnos a la cara. A la hermanilla pequeña la cogían y se la llevaban; yo me quedaba, generalmente, dormido en el sofá, hasta que venía alguien y me cogía en brazos. A veces, medio en sueños, rompía a llorar a gritos. Veíame cercado de perros o de serpientes que silbaban, o era una cuadrilla de ladrones que me asaltaban en despoblado. La pesadilla del niño invadía por un instante el mundo de los mayores. Por el camino, tranquilizábanme, me acariciaban y me besaban. Tal era la cadena: de la risa al sueño, de éste a la pesadilla, de la pesadilla al despertar y vuelta al sueño, esta vez entre los edredones de la tibia alcoba.
El invierno era la estación en que se hacía más vida de familia. Había días en que ni mi padre ni mi madre salían de casa. Los hermanos mayores venían a pasar con nosotros las vacaciones de Navidad. Los domingos solía presentarse Iván armado de peine y tijeras, bien lavado y peinado, y nos cortaba el pelo, primero a mi padre, luego a Sacha, el que estudiaba en el Instituto, y, por fin, a mí.
—¿Sabe usted el corte de pelo a la Capule? —pregunta el estudiante bisoño.
Todos se quedan mirándole, y Sacha cuenta lo maravillosamente que le había cortado el pelo un peluquero en Ielisavetgrado y cómo ello le valió al día siguiente una severa reprensión del inspector del colegio.
Después de cortarnos el pelo, nos sentábamos a comer. Mi padre e Iván ocupaban los dos sillones de las cabeceras de la mesa y los niños nos acomodábamos en el sofá, con la mamá enfrente. Iván se sentó siempre a la mesa con nosotros hasta que se casé. Las comidas, en invierno, discurrían lentamente y con largas sobremesas. Iván poníase a fumar y lanzaba al aire graciosos anillos de humo. A veces, mandaban a Sacha o a Lisa que leyesen en voz alta. Mi padre dormitaba en el banco de la estufa, y le molestaba que le sorprendiésemos cabeceando. Por la noche, después de cenar, alguno que otro día, se jugaba a las cartas, a un juego familiar muy gracioso, entre chanzas y risas, aunque poníamos en él mucha pasión, y no faltaban, de vez en cuando, las disputas. Lo que más nos tentaba era hacerle trampas a mi padre, que jugaba sin poner atención y se echaba a reír si perdía; en cambio, mi madre jugaba mejor, se apasionaba por las jugadas y ponía todos sus cinco sentidos en no dejarse engañar por el hermano mayor.
De Ianovka a la oficina de Correos más próxima habla 23 kilómetros, hasta la más cercana estación de ferrocarril, 35. Vivíamos lejos de las autoridades, del comercio, de los centros urbanos, y mucho más lejos todavía de los grandes acontecimientos históricos. Allí, la vida estaba regida exclusivamente por el ritmo de las labores del campo. Todo lo demás era indiferente. Todo, menos los precios del mercado de granos. Por entonces aún no llegaban a las aldeas periódicos ni revistas. Esto, aconteció mucho después, cuándo yo estudiaba ya en el Instituto. Y sólo de tarde en tarde, cuando se presentaba la ocasión de mandarlas por mano de alguien, se recibían cartas. A lo mejor, un pariente o un vecino a quien entregaban en Bobrínez una carta para nosotros la traía en el bolsillo un par de semanas. En aquellos tiempos, recibir una carta era un acontecimiento, y recibir un telegrama no digamos, una catástrofe.
Me habían asegurado que los telegramas iban por un alambre, pero yo veía por mis propios ojos que el despacho lo traía de Bobrínez un mandadero a caballo, a quien le daban por el servicio dos rublos y 50 kópeks. Los telegramas eran papelitos con unas cuantas palabras escritas a lápiz.
¿Cómo iba a pasar aquello por el alambre empujado por el viento? Es por electricidad, me explicaron. Pero la explicación lo ponía todavía más oscuro. Mi tío Abraham se esforzó un día por aclararme el misterio.
—Mira, por el alambre pasa una corriente y marca signos en una cinta de papel. ¡A ver, repítelo!
—La corriente —torné a decir yo— pasa por el alambre y marca signos en una cinta papel.
—¿Entendido?
—Entendido Pero entonces, ¿de dónde sale la carta? —le pregunté, con el pensamiento puesto en el papelito azul del telegrama.
—La carta viene aparte —me contestó el tío.
Yo no me explicaba para qué la corriente, si la “carta” había de traerla un propio a caballo. Mi tío empezó a enfadarse y a chillar.
—Deja la carta estar, chiquillo. ¡Estoy explicándole el telegrama, y él vuelta con la dichosa carta!
Y el misterio se quedó sin aclarar.
Recuerdo que teníamos en casa de visita a una señora joven de Bobrínez, Polina Petrovna, con unos grandes pendientes y un mechón de pelo que le caía sobre la frente. Mi madre la acompañó en su viaje de regreso a la villa y me llevó con ella. Al doblar el alto, como a unas once verstas de la aldea, vimos los postes del telégrafo y los hilos empezaron a zumbar.
—¿Cómo se pone un telegrama? —le dije a mi madre.
—Pregúntale a Polina Petrovna; ella te lo dirá —me contestó mi madre, un tanto perpleja.
He aquí la explicación de Polina:
—Los signos que aparecen en la cinta representan letras, el telegrafista las escribe en un papel y el repartidor, a caballo, lo lleva al punto de destino.
Esto ya se entendía.
—¿Y por dónde va la corriente, que no se ve? —volví a preguntar, apuntando para los hilos.
—La corriente va por dentro —me contestó la señora—. Los alambres son una especie de tubitos que llevan por dentro la corriente.
También esto se entendía. Por algún tiempo, me quedé tranquilo. Aquello de los fluidos electromagnéticos de que, años más tarde, había de hablarnos el profesor de Física, me pareció bastante menos fácil de comprender.
Mis padres, de carácter tan distinto, se llevaban bastante bien, aunque en una vida de trajín como la suya no podía faltar, naturalmente, alguna que otra desavenencia. Mi madre descendía de una de esas modestas familias burguesas de las ciudades que miran con desdén a los aldeanos de manos encallecidas. En sus años mozos, mi padre había sido un hombre hermoso, esbelto, de rostro enérgico y varonil. A fuerza de ahorros, consiguió reunir algún dinero, con el que más tarde adquirió la finca de Ianovka. Su mujer, trasplantada de pronto de la capital provinciana a la estepa, tardó en adaptarse a las duras condiciones de la vida del campo, hasta que se entregó a ellas por entero, para no dejar ya, en cerca de cuarenta y cinco años afanosos, el yugo del trabajo. De ya, en cerca de cuarenta y cinco años afanosos, el yugo del trabajo. De los ocho hijos que tuvo sólo vivieron cuatro. Yo era el quinto. Cuatro murieron de niños, unos de la difteria, otros de la escarlatina, inadvertidos casi, como los que quedábamos. La tierra, el ganado, el molino, la recolección, absorbían todas las energías y preocupaciones de aquella casa. Las estaciones se sucedían, y la rotación de las faenas no dejaba tiempo ni humor para emplearlos en la vida de familia. Allí no había —a lo menos, no las hubo en los primeros años— caricias ni ternuras. Pero entre mis padres reinaba esa profunda unión que hace la comunidad en el trabajo.
—Dale a tu madre una silla —solía decirnos mi padre, tan pronto como aquélla aparecía en el umbral de vuelta del molino, toda cubierta de harina.
—¡Prepara aprisa el samovar, Maska! —ordenaba ella, apenas entraba en casa— que tu padre va a llegar de un momento a otro.
Los dos sabían bien lo que era estarse trabajando de la mañana a la noche y volver a casa agotados por la fatiga.
Mi padre era, indudablemente, superior a mi madre, lo mismo en inteligencia que en carácter. Era más profundo, más ponderado, más sociable. Tenía un golpe de vista sorprendentemente certero, igual para las cosas que para las personas. En los primeros años sobre todo, en mi casa se compraban muy pocas cosas, pues allí se conocía el valor del dinero; pero mi padre sabía siempre lo que compraba. Lo mismo daba que se tratase de telas, de sombreros o de zapatos, que de un caballo o una máquina; acertaba siempre a elegir lo bueno.
—No creas que amo el dinero —solía decirme años más tarde, disculpándose de su espíritu ahorrativo—, lo que no me gusta es verme en falta.
Hablaba una mezcla rara: de ruso y ucraniano, en la que predominaba el dialecto regional. A las personas las juzgaba por sus maneras, por la cara, por su modo de comportarse, y rara vez se equivocaba.
Los muchos partos y trabajos acabaron por enfermar a mi madre, que hubo de irse a consultar con un médico de Kharkov. Un viaje de éstos constituía un acontecimiento magno para el que había que prepararse con gran antelación. Mi madre se estuvo varios días pertrechando de dinero, tarros de manteca, una saquita de bizcochos, pollos asados y qué sé yo cuantas cosas más. Se preparaban grandes desembolsos. El médico cobraba tres rublos por la consulta. Era una cantidad inaudita, y nos lo contábamos unos a otros y se lo referíamos a las visitas con gesto muy solemne; un gesto que expresaba el respeto que sentíamos por la ciencia y el dolor de que costase tan cara, a la par que un cierto orgullo de poder resistir tarifas tan considerables. Todos esperábamos ansiosamente el regreso de la viajera. Esta presentose ataviada con un vestido nuevo, que puso una nota de grave solemnidad en el comedor aldeano.
De pequeños, mi padre nos trataba con más dulzura, y de un modo más igual que mi madre, la cual se sentía muchas veces irritada, en ocasiones sin saber por qué, y descargaba sobre nosotros su cansancio o el malhumor que le causaban los reveses económicos. A lo primero era más cuerdo entenderse con mi padre que con ella. Pero con los años, también él fue haciéndose más severo.
Contribuían a ello las dificultades de los negocios, las preocupaciones, que aumentaban conforme se iba extendiendo la hacienda, y que se agudizaron especialmente al sobrevenir la crisis agraria del último cuarto de siglo, y los disgustos y desengaños que le daban los hijos.
En las largas horas del invierno, cuando la nieve de la estepa envolvía por todas partes la aldea, llegando hasta el alféizar de las ventanas, mi madre gustaba de entregarse a la lectura. Sentábase en el banquito triangular de la estufa que había en el comedor, con las piernas puestas en una silla, o se acomodaba en el sillón de mi padre, junto a la ventana cubierta de hielo, ya atardecido, y se ponía a leer, mascullando la lectura en voz alta, una novela toda manoseada, traída de la Biblioteca pública de Bobrínez, y conforme leía, iba pasando por las líneas sus dedos encallecidos. Muchas veces, perdía las palabras y deteníase en las frases más difíciles. Y no era raro que alguno de sus hijos le interpretase de palabra lo leído, aunque cambiando el sentido de raíz. No importa; ella seguía leyendo, obstinada e incansablemente, y en las horas libres de los tranquilos días invernales, oíase ya desde la puerta el rítmico mascullar de su lectura.
Mi padre aprendió a deletrear de viejo, para poder, cuando menos, descifrar los títulos de mis libros. En 1910, estando en Berlín, me emocionaba ver a aquel hombre que hacía esfuerzos porfiados por entender el título de mi obra sobre la Socialdemocracia alemana. Al estallar la revolución de Octubre, mi padre gozaba ya de una posición bastante holgada. Mi madre murió en 1910, pero él alcanzó aún a conocer el régimen soviético. En el apogeo de la guerra civil, tan furiosa y tan larga en las regiones del Sur, y acompañada de un eterno cambio de gobiernos, hubo de recorrer a pie, a los setenta y cinco años, cientos de kilómetros, hasta encontrar refugio, por poco tiempo, en Odesa. Tenía que huir de los rojos, que le perseguían por ser terrateniente, y de los blancos, que no podían olvidar que era mi padre. Cuando las tropas soviéticas se adueñaron del Sur y lo limpiaron de blancos, pudo trasladarse a Moscú. La revolución le despojó, naturalmente, de todo lo que tenía. Estuvo dirigiendo más de un año una pequeña fábrica de harinas del Estado, situada en las inmediaciones de la capital. Zuriupa, que regía entonces el Comisariado de Subsistencias, gustaba de departir con él sobre asuntos económicos. Mi padre murió del tifus en la primavera de 1922, en el preciso momento en que yo desarrollaba un informe ante el Cuarto Congreso de la Internacional comunista.
El lugar más importante de Ianovka era, sin duda alguna, el taller en que trabajaba Iván Vasilievich Grebeni. Había entrado a servir con mis padres a los veinte años, precisamente en el año en que nací yo. Nos tuteaba a todos los hermanos, aun a los mayores, y nosotros le tratábamos de usted y le llamábamos Iván Vasilievich. Cuando le llegó la edad de entrar en filas, se fue mi padre con él a la ciudad, sobornó a no sé quién y consiguió que Iván siguiese en la finca. Era hombre de gran valer y hermosa estampa; gastaba bigote de color castaño y perilla. Sus conocimientos mecánicos eran universales: lo mismo reparaba máquinas de vapor y limpiaba calderas que torneaba bolas de metal y de madre, o fundía bronce y construía coches de muelles; arreglaba relojes, afinaba pianos y tapizaba los muebles, y había llegado a construir, pieza por pieza, una bicicleta, a la que sólo faltaban los neumáticos. En esta bicicleta aprendí yo a montar durante las vacaciones que tuve entre la enseñanza primaria y el ingreso en el Instituto. Los colonos alemanes de las inmediaciones traían al taller sus máquinas segadoras y agavilladoras para que Iván se las arreglase, y tomaban su consejo antes de decidirse a comprar una máquina trilladora o de vapor. Mi padre servíales de consejero en cuestiones económicas; Iván era su asesor técnico. En el taller trabajaban oficiales y aprendices. Y en no pocas cosas, yo era aprendiz de los aprendices.
Era entretenidísimo aquello de forjar tornillos y clavos, pues en seguida veía uno entre las manos, tangible, el fruto de su trabajo. A veces, poníame a batir colores sobre una piedra bien pulida, pero me cansaba pronto y no se cesaba de preguntar si ya era bastante. Iván, tocaba la mezcla grasa con la punta de los dedos y meneaba negativamente la cabeza. Y yo, que no podía más, entregaba la tarea a uno de los aprendices.
Algunos ratos, Iván Vasilievich se sentaba en un rincón encima de la caja de la herramienta, detrás del banco, y poníase a fumar con la mirada distraída, acaso pensativo o entregado a sus recuerdos, acaso simplemente descansando sin pensar en nada. Yo solía acercarme a él de lado y me ponía a retorcerle suavemente una de las guías de su magnífico bigote, o me quedaba mirando con atención para sus manos, aquellas manos extrañas de maestro y de obrero. Tenían toda la piel salpicada de puntitos negros: esquirlas casi invisibles que se quedaban, allí enterradas. Los dedos, duros como raíces, pero sin ser ásperos, anchos en la yema y rapidísimos de movimiento; el pulgar, bastante separado de los demás y un poco arqueado. Cada uno de aquellos dedos parecía poseer una conciencia propia, vivía y se movía a su manera, y todos juntos formaban un falansterio extraordinario. A pesar de ser tan pequeño, yo veía y comprendía que aquellas manos empuñaban el martillo y las tenazas de modo distinto a las de los otros. Una cicatriz le cruzaba al sesgo el pulgar de la mano izquierda. El mismo día en que yo nací, Iván se había dado con el hacha en el dedo que le quedó colgando, adherido nada más por un trocito de piel. El maquinista, que era entonces muy joven, colocó la mano sobre una tabla, y ya se disponía a cortar el dedo del todo, cuando mi padre, que le vio desde lejos, le gritó: —¡Eh, quieto, que el dedo se volverá a unir!
—¿Cree usted que se volverá a unir? —preguntole el maquinista, dejando a un lado el hacha.
Y en efecto, el dedo volvió a adherirse y trabajaba concienzudamente, aunque no alcanzaba a doblarse tanto como el de la mano derecha.
Iván había remontado para perdigón la vieja carabina de chispa, y probaba la precisión del tiro.
Todos fueron desfilando por turno; la prueba consistía en apagar una vela encendida disparando a unos cuantos pasos. Pero no todos lo conseguían. Por casualidad, presentose mi padre y quiso probar también su puntería. Las manos le temblaban y sostenía torpemente la escopeta. No obstante, apagó la vela. Tenía para todo un ojo certero, e Iván lo sabía. Entre ellos, no surgían nunca disputas ni diferencias, y eso que mi padre era de un carácter bastante ordenancista y dado a la crítica y a la censura.
Yo no carecía nunca de ocupación en el taller. Unas veces tiraba del fuelle —era un sistema de ventilación inventado por Iván, en que el ventilador no estaba a la vista, sino que quedaba oculto en el suelo, cosa que causaba la admiración de todos los visitantes— y otras veces daba hasta que no podía más al torno del banco, sobre todo cuando se trataba de tornear bolas de madera seca de acacia para jugar al crocket. En el taller escuchábanse conversaciones interesantísimas, en las cuales no siempre se respetaban los límites de lo honesto. Al contrario, muchas veces se faltaba a ellos abiertamente. Mis horizontes iban dilatándose por días y por horas. Foma nos contaba las fincas en que había servido e inacabables aventuras de sus señores y de sus señoras. Y no parece que sintiese gran simpatía por ellos. Felipe, el molinero, enhebraba en este tema los recuerdos de sus tiempos de soldado. Iván Vasilievich hacía preguntas, mediaba, completaba.
Yaska el fogonero, que a veces desempeñaba también funciones de herrero, hombre rubio y seco como de unos treinta años, no sabía estarse quieto mucho tiempo en el mismo sitio. Cuando le acometía el arrebato, fuese en el otoño o en la primavera, desaparecía, para reaparecer a la vuelta de medio año. Bebía pocas veces, pero cuando bebía era a grandes dosis y alcohol muy fuerte.
Sentía una pasión ciega por la caza, pero había convertido la carabina en aguardiente. Foma contaba que un día se había presentado en una tienda de Bobrínez descalzo, con los pies cubiertos de tierra negra, pidiendo pistones para cartuchos de caza. Dejó caer la caja que estaba sobre el mostrador, se agachó a recoger los pistones caídos, y como el que no quiere la cosa, puso el pie encima de uno y se lo llevó pegado a la tierra.
—¿Es verdad eso? —preguntó Iván.
—Pues claro que lo es —contestó Yaska—. ¿Qué quería usted que hiciese, si no tenía un cuarto?
A mí, este procedimiento para conseguir un objeto apetecido o necesario parecíame plausible y diario de ser imitado.
—Ha venido nuestro Ignacio —dijo Maska la criada— y Dunika se ha marchado a su casa a pasar las fiestas.
Llamaba a Ignacio, el fogonero, el “nuestro” para distinguirlo de Ignacio el giboso, antecesor de Taras en la alcaldía de la aldea.
“Nuestro”. Ignacio, que había entrado en quintas, volvía de la ciudad. Iván midiole el pecho antes de marchar y aseguró que le darían por inútil. La comisión de reclutamiento le tuvo un mes recluido en el hospital, en observación. Aquí trabó conocimiento con unos cuantos obreros y decidió probar suerte en una fábrica. Ignacio volvía ahora a la aldea, calzado con botas urbanas, envuelto en una pelliza con vueltas de color y haciéndose lenguas de la ciudad, del trabajo, del orden, de los tornos, de los jornales.
—¡Claro, una fábrica! —le interrumpió Foma, gruñendo.
—Has de saberte que una fábrica no es un taller —intervino Felipe. Y las miradas de todos vagaron distraídamente por el taller adelante.
—¿Muchos tornos? —preguntó codicioso Víctor.
—Parecía un bosque.
Y yo, que escuchaba sin pestañear aquella conversación, imaginábame la fábrica como un tupido bosque de máquinas: máquinas arriba y abajo, a derecha e izquierda, delante y detrás, y moviéndose por entre ellas, Ignacio, ceñido por un cinturón de cuero. Además, Ignacio había traído de su excursión un reloj, que pasaba de mano en mano, entre la admiración de todos.
Al atardecer, mi padre paseábase por las inmediaciones de la casa con el recién llegado, seguidos ambos por el inspector de la finca. Yo seguíales afanoso, tan pronto al lado de mi padre como junto al fogonero.
—Bien, ¿y la comida? ¿No tienes que comprarte el pan y la leche y pagar el cuarto?
—Sí, es verdad —asentía Ignacio—, hay que pagarlo todo pero el jornal da para ello.
—Ya sé, ya sé que los jornales son mayores que en la aldea, pero todo lo que se gana se gasta en mantenerse.
—Pues mire usted —debatíase Ignacio con tesón—, a pesar de todo, en el medio año que llevo ya me he hecho un poco de ropa y he comprado un reloj. Aquí lo tiene usted —y volvía a sacar el mecanismo. Este argumento era irrebatible. El patrón guardaba silencio un momento, para volver en seguida al ataque—: Y dime Ignacio, ¿no te has aficionado a beber? No faltarán buenos maestros que te enseñen
—No, no me da por el aguardiente.
—¿Y qué, piensas llevar contigo a Dunika? —pregúntale mi madre.
Ignacio sonríe, como si rehuyese la pregunta sabiéndose culpable, y no contesta.
—¡Ah, ya veo —torna a decir mi madre— que te has echado otra por allá! ¡Confiésalo, bribón!
E Ignacio se fue definitivamente a trabajar a la ciudad.
A los niños nos estaba prohibido entrar en el cuarto de la servidumbre. Pero cuando no nos veía nadie, nos introducíamos allí. Siempre había alguna novedad interesante. Durante mucho tiempo, tuvimos de cocinera a una mujer de pómulos salientes y nariz medio en ruinas. Su marido, un viejo de cara casi paralítica, era pastor. Los llamaban “kazapos”, porque eran oriundos de una provincia del interior. Tenían una niña de unos ocho años, muy bonita, rubia, de ojos azules, que estaba acostumbrada a que sus padres anduviesen siempre a la greña.
Los domingos, las muchachas se ocupaban en mirar la cabeza a los chicos y ellas entre sí. Encima de un manojo de paja, en el cuarto de la servidumbre, descansaban una al lado de otra, las dos Tatianas, la grande y la pequeña. Afanasy, el mozo de cuadra, hijo de Pud el inspector y hermano de Parasika, la cocinera, se sentaba atravesado entre las dos, con las piernas puestas encima de la pequeña y la cabeza apoyada en la mayor.
—¡Qué te parece, qué vago! —decía envidiosamente el inspector joven—. ¿No es hora de ir a dar de beber a los caballos?
Este Afanasy, el rubio, y Mutusok, el moreno, eran los espíritus malos que me atormentaban.
Siempre que me presentaba allí a la hora de repartir la sopa o la “kacha”, sonaba inevitablemente la misma voz burlona: —¿Por qué no te sientas a comer con nosotros, Liova? O bien: —Vamos, Liovita, vete a decirle a tu mamá que nos mande unos pollos
Yo me retiraba, perplejo. En Pascua, les ponían pasteles pascuales y huevos pintos. Mi tía Raisa era maestra en esto de pintar huevos. Un día, trajo varios de la colonia, y me dio dos. Detrás de la bodega en un poco de pendiente, estaban jugando a los huevos echándolos a rodar para que chocasen y ver cuál era el más fuerte. Yo llegué ya al final; todos se habían ido, menos Afanasy.
—¡Mira qué bonito! —le dije, enseñándole uno de los huevos que me había regalado la tía.
—No está mal —replicó el otro, en tono displicente—. ¿Quieres que los echemos a reñir a ver cuál es más fuerte?
No me atreví a rechazar el reto. Afanasy echó los dos huevos a rodar, y el mío se descascaró por la punta.
—Ha vencido el mío —dijo mi contrincante—. Veamos ahora el otro.
Sin atreverme a replicar, le entregué el segundo, y Afanasy repitió la prueba.
—También éste es mío.
Y guardándose los dos huevos se alejó muy tranquilamente sin mirar para atrás. Yo le seguí con la vista, todo asombrado y a punto de romper a llorar; pero la cosa no tenía remedio.
Los obreros que trabajaban en la finca todo el año eran pocos. La mayoría de los que hacían las faenas de la recolección, que llegaban a cientos, eran obreros de temporada, de las provincias de Kier, Tchernigov y Poltava, a los que se ajustaba hasta el 1.º de octubre. Cuando la cosecha venía buena, la provincia de Kherson ocupaba hasta 200 o 300 mil jornaleros de éstos. Los segadores cobraban de 40 a 50 rublos por los cuatro meses del verano, y mantenidos, y las mujeres de 20 a 30 rublos. Dormían a campo raso, y en tiempo de lluvia en los pajares. Les daban de comer, a medio día una especie de pote, el “borchtch”, y la “kacha”, y para cenar una papilla de mijo. Carne, no la veían nunca, y la grasa era toda vegetal, y tampoco muy abundante. La comida daba lugar, a veces, a pequeños plantes. Los jornaleros abandonaban los campos, congregábanse en el patio, se tumbaban boca abajo a la sombra de los graneros con las piernas desnudas, todas picadas y arañadas por la paja, y esperaban tranquilamente. Dábanles leche cuajada o melones, o medio saco de pescado seco, y se volvían al trabajo, a veces cantando. Así ocurría en todas las fincas.
Había segadores viejos, nervudos, tostados por el sol, que llevaban diez años viniendo a Ianovka, pues sabían que para ellos nunca faltaba trabajo. Éstos cobraban unos cuantos rublos más que los otros y se les daba de vez en cuando un vasito de vodka, porque eran los que llevaban el ritmo del trabajo. Muchos traían detrás a sus numerosas familias. Venían a pie desde sus provincias, andando un mes entero muchas veces, alimentándose de pan y durmiendo al cielo raso. Un verano, todos los jornaleros se enfermaron de ceguera nocturna. Al trasponerse el sol perdían la vista y se movían lentamente, con los brazos extendidos. Un sobrino de mi madre, que estaba con nosotros pasando unos días, mandó un artículo a un periódico sobre el caso, y no pasó desapercibido, pues a los pocos días el “zemstvo” envió a un inspector. Mi padre y mi madre querían mucho al articulista, pero aquello no les gustó. Tampoco él estaba contento. Sin embargo, la cosa no trajo consecuencias desagradables. De la inspección resultó que la enfermedad era debida a la falta de grasa en la alimentación y que estaba extendida por casi toda la provincia, pues en todas partes se daba la misma comida a los jornaleros, y en algunos sitios todavía peor.
En el taller, en el cuarto de la servidumbre, en los rincones del patio, la vida me ofrecía una faz distinta y más gozosa que en el seno de la familia. La película de la vida no tiene fin, y yo estaba empezando. Mi presencia, mientras fui pequeño, no estorbaba a nadie. Las lenguas se desataban, sobre todo cuando no estaban delante Iván ni el administrador, pues estos dos pertenecían ya, en parte, al círculo de los señores. Iluminados por el resplandor de la fragua o de la cocina, mis padres, familiares y vecinos cambiaban de aspecto. Muchas de las conversaciones escuchadas entonces se me han quedado grabadas para siempre en la memoria. Y no pocas de las cosas que allí oí echaron los cimientos sobre los que había de levantarse más tarde la actitud adoptada ante la sociedad.
Notas
[1] “Voluntad del pueblo”: es el nombre de un periódico y de una tendencia política de aquella época.

David Bronstein, padre de Trotsky
Nuestros vecinos. Mis primeras letras
Situada a una versta, o acaso menos, de Ianovka, estaba la finca de los Dembovsky. Mi padre llevaba unas tierras suyas en renta y mantenía con ellos relaciones de negocios desde hacía mucho tiempo. La finca pertenecía a Feodosia Antonovna, una vieja terrateniente polaca, que había sido en tiempos ama de llaves. Al morir su primer marido, un hombre rico, se casó con su administrador, Casimiro Antonovich, al que llevaba veinte años. Pero ya hacía mucho tiempo que no vivía con él, aunque el Casimiro seguía administrando la finca como antes de casarse. Era un polaco alto, alegre y bullicioso, con grandes bigotes. Varias veces le habíamos visto sentado a nuestra mesa tomando el té y contando ruidosamente historias insubstanciales, siempre las mismas, repitiendo varias veces algunas palabras y chasqueando los dedos.
Casimiro Antonovich tenía grandes colmenas, bastante alejadas de las cuadras del ganado, pues las abejas no toleran el olor a caballo. Aquellas abejas libaban de los árboles frutales, de las acacias blancas, de la colza, del trigo, hasta emborracharse. De vez en cuando, el propio Casimiro venía a traernos, en una servilleta, entre dos platos, un hermoso panal de miel, nadando en oro fluido.
Un día, fuimos a su finca Iván y yo, a recoger unas palomas para la cría. Casimiro nos obsequió con té en un cuartito de aquella casa espaciosa y vacía. En la mesa, había varios platos húmedos con manteca cuajada y miel. Yo bebí el té por el plato y me puse a escuchar la lenta conversación.
—¿No se nos hará tarde? —le pregunté en voz baja a Iván.
—No, ten paciencia —contestó Casimiro Antonovich—, hay que darles tiempo a que se apacigüen en el palomar. ¡No tiene cuenta las que allí hay!
Yo ansiaba marcharme cuanto antes. Por fin, nos arrastrábamos, linterna en mano, por el suelo del palomar.
—Ahora, ten cuidado —me dijo el de la finca.
Era un desván largo, oscuro, cruzado por vigas en todas direcciones. Olía a ratón, a polvo, a telas de araña y a palomina. Apagaron la linterna.
—Aquí están, ¡écheles usted mano! —dijo Casimiro, en voz baja.
Apenas había pronunciado estas palabras, ocurrió algo indescriptible. En medio de aquella profunda tiniebla, comenzó una zambra infernal; el desván zumbaba y se agitaba como en un torbellino. Por un momento, me pareció que el mundo se estrellaba, que todo estaba perdido. Poco a poco, fui volviendo en mí y oí voces contenidas:
—Todavía hay más, por aquí, por aquí métalas usted en el saco ¡Ea, ya tenemos bastantes!
Iván Vasilievich se echó el saco al hombro, y durante todo el camino de vuelta, la agitación del desván proseguía sobre sus espaldas.
Instalamos el palomar debajo del tejado del taller. Yo subía, trepando, a visitar a las palomas mis buenas diez veces al día, les llevaba agua, mijo, trigo, migajas de pan. Como a la semana, aparecieron dos huevecillos en un nido. Pero no habíamos tenido tiempo a regocijarnos de este hecho, cuando ya las palomas habían vuelto volando, una pareja tras otra, a su viejo palomar. Sólo se quedaron tres parejas que tenían las alas cortadas y que al cabo de otros ocho días, cuando habían vuelto a crecerles, abandonaron también el hermoso palomar nuevo, construido por el sistema de corredores. Así acabó el ensayo de criar palomas en nuestra finca.
Mi padre tomó en arriendo unas tierras cerca de Ielisavetgrado, de propiedad de una señora viuda, la Tskaia, de cuarenta años, fuerte de carácter. Vivía con ella un pope, también viudo, aficionado a la música, al naipe y a muchas otras cosas. Un día, la propietaria se presenta con el “padrecito” en Ianovka, a examinar las condiciones del arriendo. Les instalan en la sala y en el cuarto de al lado. Para comer, les ponen un pollo asado y licor y pasteles de cereza. Yo permanezco en la sala después de levantarse los manteles, y veo que el pope se acerca a la señora y le dice al oído una gracia. Luego, remangándose la sotana, saca del bolsillo del pantalón un estuche de plata con iniciales; enciende un cigarrillo, y dándole elegantes chupadas, se aprovecha de una breve ausencia de la señora a quien acompaña, para contar de ella que en las novelas no lee más que los diálogos.
Los presentes sonríen todos por cortesía, pero se guardan de comentar, pues saben que el “padrecito” se lo contaría en seguida a la señora, aderezando el cuento a su manera.
Mi padre tomó unas tierras en renta a la Tskaia junto con Casimiro Antonovich. Por entonces, ya Casimiro había enviudado, y su aspecto cambió de repente, como por ensalmo. Desapareció el color gris de su barba. Empezó a ponerse cuellos duros y elegantes corbatas adornadas con alfileres. En el bolsillo llevaba el retrato de una dama. Y aunque se reía un poco, como todos, del tío Grigory, era el único a quien hacía confidencias de lo que pasaba en su corazón; un día le enseñó el retrato, sacándolo de un sobre:
—Eh, ¿qué le parece a usted la dama? —dijo el galán al tío Grigory, que se derretía de entusiasmo. Y le contó que un día le había dicho: Señora, vuestros labios se han hecho para besar y ser besados.
Por fin, Casimiro Antonovich se casó con ella, pero al año o año y medio de estar casado, un buey le mató de una cornada en la finca de la Tskaia que llevaba en arriendo
Como a unas ocho verstas de distancia de la nuestra, estaba la finca de los hermanos F-ser, que abarcaba miles de desiatinas de tierra. La casa en que vivían los dueños tenía forma de castillo, y estaba instalada lujosamente, con numerosos cuartos para los huéspedes, una sala de billares y todo lo apetecible. Eran dos hermanos —Leu e Iván—, que habían heredado la posesión de su padre Timofei y que, poco a poco, iban acabando con ella. La finca estaba por entero en manos de un administrador, y, a pesar de llevar la contabilidad por partida doble, no arrojaba más que pérdidas.
—David Leontievich, aunque viva en una casucha de barro, es más rico que yo —solía decir el hermano mayor, refiriéndose a mi padre, que dio muestras de agradarle mucho el dicho cuando se lo contaron.
Un día se presentó en nuestra finca Iván, el hermano menor, acompañado por dos cazadores con las carabinas a la bandolera y una traílla de perros blancos de caza. En Ianovka no se había visto nunca nada semejante.
—Pronto, pronto acabarán con cuanto tienen —decía mi padre, con gesto de reproche.
Estas familias señoriales de la provincia de Kherson tenían los días contados. Todas caminaban rápidamente hacia la ruina, lo mismo las de la nobleza hereditaria y las de antiguos funcionarios recompensados por sus servicios, que las de los polacos, alemanes y judíos a quienes había sido dado adquirir tierras antes de 1881. Los fundadores de muchas de estas dinastías de la estepa eran, a su modo, hombres extraordinarios, caballeros de fortuna y, en rigor, verdaderos bandidos. Yo no alcancé a conocer personalmente a ninguno, pues en mi tiempo ya habían desaparecido todos del horizonte. Muchos de ellos habían empezado a vivir en la nada, llegando a hacerse con riquezas fabulosas mediante audaces golpes de mano, que no pocas veces caían de lleno dentro de la ley penal. La segunda generación criábase ya en un ambiente de señorío recién fraguado, con sus conversaciones en francés, su billar y todo género de disipaciones. La crisis agraria que sobrevino en el último cuarto de siglo, provocada por la competencia de América, trajo su ruina, y cayeron todos, como cae la hoja seca del árbol. La tercera generación no era ya más que una muchedumbre de estafadores arruinados, de vagos indolentes y de viejos prematuros y caducos.
La familia Gertopanov era el prototipo del linaje noble arruinado. Su finca, Gertopanovka, había dado nombre a una gran parroquia y a una comarca extensa, pertenencia toda ella, en otro tiempo, de la familia. Ahora, la antigua propiedad quedaba reducida a 400 desiatinas, y aun éstas cargadas de hipotecas y gravámenes. Mi padre, que llevaba la tierra arrendada, tenía que entregar las rentas a un Banco. Timofei Isaievich, el dueño de la finca, vivía de escribir cartas, instancias y memoriales para los labriegos. Cuando alguna vez venía de visita a nuestra casa, se llevaba escondido en las mangas tabaco y azúcar. Y lo mismo su mujer. Esta, salpicando saliva, nos contaba sus recuerdos de juventud, de aquellos tiempos en que vivía rodeada de esclavas, pianos, sedas y perfumes. De sus hijos, dos se criaban casi como analfabetos: el más pequeño, Víctor, estaba de aprendiz en nuestro taller.
A cinco o seis verstas de nuestra casa, vivía un terrateniente judío llamado M-sky: Aquélla era una familia fantástica y medio loca. El viejo, Moisés Kharitonovich, hombre de unos sesenta años, había sido educado a la manera noble; hablaba francés de corrido, sabía tocar el piano y conocía algo de literatura. Apenas podía manejar la mano izquierda, pero le bastaba con la derecha, según él, hasta para dar conciertos. Sus uñas abandonadas sonaban como castañuelas sobre las teclas del viejo piano. Empezaba por una polonesa de Oginsky, y de ella se pasaba imperceptiblemente a una rapsodia de Liszt, para acabar con la Oración de una doncella. Y lo mismo era en la conversación, saltaba constantemente de unos temas a otros. De pronto, dejaba de tocar, se iba al espejo y, si nadie le veía, con un cigarrillo encendido se quemaba la barba por todas partes, para darle forma. Fumaba incesantemente, jadeando y haciendo gestos de asco. Hacía lo menos quince años que no cambiaba palabra con su mujer, una vieja obesa. Tenía un hijo de treinta y cinco años, llamado David, que andaba siempre con una venda blanca en la cara, y un ojo convulso, todo inyectado, encima del vendaje; era un suicida fracasado. En el servicio le dijo no sé qué insolencia, delante de la tropa, al oficial, y éste le pegó. David, contestole con una bofetada, se fue corriendo al cuartel y se pegó un tiro con un fusil. La bala le salió por la mejilla; por eso andaba siempre con el vendaje blanco. Al soldado le amenazaba un severo castigo. Pero por entonces vivía aún el fundador de la dinastía, el viejo Khariton, un déspota rico, influyente y medio analfabeto, que revolvió toda la provincia hasta conseguir que declarasen a su nieto incapaz. Declaración, por lo demás, que acaso no anduviese muy lejos de lo cierto. Desde entonces, David andaba por el mundo con la mejilla atravesada por una bala y un salvoconducto de idiota.
La decadencia de esta familia seguía su curso en una época de que yo me acuerdo ya perfectamente. Siendo yo un niño pequeño, Moisés Kharitonovich andaba todavía en un faetón tirado por caballos de lujo muy lucidos. Tendría yo unos cuatro o cinco años cuando estuve de visita con mi hermano mayor en la finca de nuestros vecinos. Recuerdo un jardín grande y bien cuidado, en que había hasta pavos reales. Era la primera vez que veía aquellos pájaros maravillosos, que tenían coronas sobre su cabeza voluble, preciosos espejitos en la cola, que parecía cosa de cuento, y espuelas en las patas. Poco a poco, fueron desapareciendo los pavos reales y muchas cosas más. La tapia que cercaba el jardín se cayó a pedazos. El ganado desenterró los árboles frutales y se comió las flores. Moisés Kharitonovich ya no venía a visitarnos en el lujoso faetón, sino en un cochecillo tirado por dos caballejos aldeanos. Los hijos intentaron levantar la finca explotándola al modo campesino.
—Vamos a comprar caballos para labrar, y mañana mismo saldremos al campo, como hacen nuestros vecinos —decían, refiriéndose a nosotros.
—Ya veréis como no sale nada de ellos —comentaba mi padre.
Mandaron a David a la feria de Ielisavetgrado, a mercar caballos para la labor. El mozo dio unas cuantas vueltas por el ferial, examinó con ojo de caballista los caballos que había a la venta, y eligió tres. Era ya anochecido cuando se presentó en la aldea. La casa estaba llena de visitas, ataviadas con ligeros trajes de verano. Abraham salió, lámpara en mano, a revistar los animales, y con él unas cuantas damas, estudiantes, jóvenes. David, que se veía en su elemento, empezó a cantar las excelencias de los caballos, uno por uno, y en especial las de aquel que tenía, según dijo, cierto parecido con una señorita. Abraham se rascaba la barba y decía, una y otra vez:
—Los caballitos me gustan
La fiesta acabó comiendo y bebiendo. David, quitándole el zapato a una de las damas, muy bonita, lo llenó de cerveza y se lo llevó a los labios.
—¿Pero de veras va usted a beberlo? —le preguntó la dama, entre asustada y entusiasmada.
—¡Yo, que no tuve miedo, cuando había que pegarse un tiro! —replicó el héroe, bebiéndose de un tirón la cerveza del zapato.
—Más valiera que no te jactases de tus hazañas —intervino, inesperadamente, la madre, una señora alta, desmadejada, sobre la que pesaba todo el trabajo de la casa y que no solía despegar los labios en las reuniones.
—¿Esto es trigo invernizo, verdad? —le preguntó un día Abraham a mi padre, para demostrarle su interés por las cosas de la agricultura.
—¡Hombre, claro, no va a ser trigo veraniego!
—¿Es “nikopolka”?
—Ya hemos dicho que es trigo de invierno.
—Ya lo sé, que es trigo de invierno, pero ¿de qué clase: “nikopolka” o “ghiska”?
—Es la primera vez que oigo que la “nikopolka” sea un trigo de invierno. Puede que lo sea en otros sitios, aquí en mi finca no. En mi finca, lo es la “sandomirka”.
Como se ve, los esfuerzos de nuestros vecinos no prosperaban. Al año, la finca estaba arrendada en manos de mi padre.
Los colonos alemanes formaban grupo aparte. Entre ellos, había algunos riquísimos, y éstos se sostenían firmes. Sus costumbres familiares eran duras; rara vez mandaban a los hijos a la ciudad, y las hijas salían a trabajar también al campo. Sus casas eran de ladrillo, con tejado de latón pintado de verde o de rojo, sus caballos de sangre, tenían los arreos siempre en orden, y los coches de muelles solían llamarse, en nuestra región, “coches alemanes”. El colono alemán más cercano a nosotros era Iván Ivanovich Dorn, un hombre gordo y ágil, de pelo gris, que andaba en zapatos bajos y sin calcetines, con las mejillas curtidas y agrietadas. Hacía siempre sus excursiones en un coche impecable, pintado de flores claras y tirado por dos caballos negros como cuervos, que hacían resonar la tierra con sus herraduras. Había muchos Dorn en aquella comarca: era un linaje numeroso. Pero por encima de todos sobresalía la figura de Falsfein, una especie de rey de las ovejas, el “Kanitverstán” de la estepa.
Veíanse cruzar rebaños infinitos.
—¿De quién son esas ovejas?
—De Falsfein.
Pasan criados y criados con carros cargados de paja, de heno, de granzas.
—¿De quién? De Falsfein, naturalmente.
Cruza veloz un tiro de tres caballos arrastrando un amplio trineo sobre el que se levanta una pirámide de pieles. Es el administrador de Falsfein. O discurre una caravana de camellos, sembrando el miedo con su aspecto y sus mugidos. Sólo podía ser de Falsfein. De Falsfein, que tenía potros traídos de América y toros de Suiza.
El fundador de este linaje, un Fals sin Fein todavía, había sido rabadán con un duque de Oldemburgo, a disposición del cual puso el Gobierno grandes cantidades para la cría de ganado lanar. El duque contrajo cerca de un millón de rublos de deudas, pero el ensayo fracasó. Fals le compró el negocio, y se puso a administrar los re baños, mas no a la manera de un duque, sino con los métodos de un rabadán. Y los rebaños crecieron, y con los rebaños los pastos y las fincas. Casó a su hija con un criador de ovejas llamado Fein, y así se unieron en una las dos dinastías de ganaderos.
El nombre de Falsfein evocaba las pisadas de miles y millones de patas de ovejas y el balido de corderos innumerables, los silbidos y los gritos de los pastores de la estepa, con sus largas cayadas, y los ladridos de innúmeros perros de rebaños. Era como si la propia estepa pronunciase este nombre, bajo los agobiantes calores y los hielos inhumanos.
He dejado atrás los primeros cinco años de mi vida. Mi experiencia se va dilatando. La vida es increíblemente rica en ocurrencias y en hallazgos, que lo mismo se tejen afanosamente en el más apartado rincón que en las grandes encrucijadas del mundo. Los acontecimientos se precipitan sobre mí, uno tras otro.
Un día, traen del campo a una jornalera mordida por una víbora. La muchacha llora, inconsolable.
Le ataron la pierna, hinchada ya, por encima de la rodilla y le metieron el pie en un barreño lleno de suero de leche. La llevaron al hospital de Bobrínez, y al poco tiempo volvió y se puso a trabajar de nuevo. Traía la pierna de la mordedura metida en una media sucia y rota, y los jornaleros, ahora, la trataban siempre de señorita.
Un jabalí mordió en la frente, los hombros y el brazo a un muchacho que se acercó a cebarle. Era un jabalí gigantesco que habían traído para regenerar la piara. El rapaz pasó un miedo horroroso, y sollozaba como una criatura. También se lo llevaron al hospital.
Dos jornaleros jóvenes se lanzaban, de un carro a otro, tridentes de hierro para manejar el heno.
Yo bebía con los ojos aquel espectáculo. Uno de los tridentes se le espetó en el costado a uno de los dos mozos, que cayó del carro dando gritos.
Todo esto ocurrió en el transcurso de un verano, y no había ninguno que transcurriese sin acontecimientos.
En una noche de otoño, la barraca de madera en que se albergaba el molino se derrumbó sobre el estanque. Ya hacía mucho tiempo que estaban podridos los pivotes, y la tormenta arrastró las tablas como las velas de un barco. El motor, el molino de cebada, la máquina clasificadora aparecían desnudos, en medio de las ruinas. Y de entre las tablas saltaban a cada momento ratas de molino, de un tamaño imponente.
Un día, me escapé con el aguador a cazar hurones. La caza consiste en echar agua en la madriguera, procurando no hacerlo demasiado a prisa ni muy despacio, y esperar, palo en mano, a que asome el hocico del animalillo, con su piel suave y húmeda. Un hurón viejo resiste mucho tiempo, tapando el hoyo con el trasero, pero al segundo cubo de agua se entrega y sale a buscar la muerte.
Luego, se cortaban las patitas a la víctima y se ataban con una cuerda, pues el “zemstvo” pagaba un kópek por cada hurón huerto. A lo primero, bastaba presentar la cola, pero los había tan hábiles, que hacían una docena de colas de la piel del animal. Por eso ahora, exigían que se presentasen las patas. Volví a casa todo mojado y lleno de tierra. Mis padres no veían con buenos ojos estas escapadas; preferían que me estuviese en el comedor, sentado en el sofá, copiando aquellos dibujos que representaban a Edipo el ciego y Antígona.
Me acuerdo de que una vez volvía con mi madre de Bobrínez, la villa próxima a nuestra aldea.
Cegado por el resplandor de la nieve y acunado por los vaivenes del trineo, me quedé medio dormido. En un viraje, vuelca el trineo, y caigo boca abajo. Quedo debajo de una manta, y un montón de heno. Oigo los gritos de miedo de mi madre, pero no acierto a responder. El cochero —que es nuevo—, un mocetón corpulento y rubio, levanta la manta y da conmigo. Volvemos a instalarnos en el trineo y reanudamos el viaje. Yo comienzo a quejarme de que el frío me corre por la espalda como un hormiguero.
—¿Un hormiguero? —exclama el mozancón de barba rubia, volviéndose para mí y dejando al descubierto sus dientes blancos y fuertes.
Yo le miro a la boca, y le digo:
—Sí, como si fuese un hormiguero, ¿sabe usted?
El cochero se ríe:
—No tiene importancia, pronto llegaremos —y arrea el caballo.
A la noche siguiente el cochero ha desaparecido con la bestia. En la finca hay gran alarma, y se reúne una expedición de gente montada, con mi hermano mayor a la cabeza, para salir a dar caza al ladrón. Ensilla a “Muz” y vomita amenazas contra el bribón, diciendo que va a hacer y acontecer.
—Primero, tendrás que cogerlo —le dice mi padre, con cara sombría.
Pasan dos días sin que regresen los perseguidores. Mi hermano vuelve quejándose de la niebla, que le ha impedido descubrir al criminal ¿De modo que aquel mozo jovial y alegre era un ladrón de caballos? ¿Con los dientes tan blancos?
Me atosiga la fiebre y me revuelco en la cama. Me estorban los brazos, las piernas y la cabeza; parece como si se me hinchasen y tropezasen contra el techo, contra la pared, y no hay manera de librarse de estos obstáculos, pues vienen de dentro. Me duele la garganta, me arde el cuerpo. Mi madre me mira las anginas, luego viene mi padre y hace lo mismo; parecen muy preocupados, y acuerdan darme en la garganta un toque con nitrato de plata.
—Temo —dice mi madre— que el niño tenga la difteria.
—Si tuviese la difteria, a estas horas ya estaría listo.
Vagamente, me doy cuenta de que aquello de “estar listo” es estar muerto, como mi hermana Rososka. Pero no se me ocurre que pueda referirse a mí, y oigo la conversación tranquilamente. Después de mucho meditarlo, deciden llevarme a Bobrínez. Mi madre, aunque no tiene nada de devota, no se decide a ponerse en viaje un sábado camino de la ciudad. Me acompaña, pues, Iván Vasilievich, y vamos a para a casa de Tatiana, la pequeña, que había estado sirviendo con nosotros y que ahora vive casada en la villa. Como no tiene niños, no hay peligro de contagio. El doctor Chatunovsky me mira la garganta, me toma la temperatura y, como de costumbre, se reserva el diagnóstico. Tatiana me da, para distraerme, una botella vacía, en cuyo interior está formada, con tablitas y cachitos de madera, una iglesia. Las piernas y los brazos dejaron de agobiarme. Volvía a estar sano y bueno. ¿Cuándo ocurría esto? Poco antes de descubrir el cómputo del tiempo.
La cosa sucedió del modo siguiente: Mi tío Abraham, un viejo egoísta que no solía dignarse perder una sola palabra con los niños, me llamó en un momento de buen humor, y me lanzó a boca de jarro esta pregunta:
—Vamos a ver, dime, sin pensarlo: ¿en qué año estamos? ¿Ah, no lo sabes? En el año 1885. Repítelo, y no lo olvides, que he de volver a preguntarte.
Yo no sabía qué significaba aquello.
—Sí, estamos en el año 1885 —me dijo mi prima Olga la silenciosa—, y luego vendrá el año 1886.
Yo no podía creerlo, pues, aun suponiendo que el tiempo tuviese un nombre, me parecía que el año 1885 debía durar eternamente, es decir, mucho, mucho tiempo, como aquella piedra grande que estaba delante de la puerta de casa haciendo de escalón, como el molino, como yo mismo.
Betia, la hermana pequeña de Olga, no sabía a quién creer. Los tres teníamos la sensación de pisar en un terreno desconocido, y era como si de pronto alguien, cruzando a la carrera, hubiese abierto de par en par la puerta de un cuarto vacío, lleno de penumbra, en que todo el mundo habla en voz baja. Al cabo, no tuve más remedio que ceder. Todos se ponían del lado de Olga. Y así, el año 1885 fue el primer año numerado que entró en mi conciencia, poniendo fin al tiempo informe y caótico, a la prehistoria de mi vida. Con este incidente, comienza mi era. Tenía yo entonces seis años. Fue, para Rusia, un año de mala cosecha y de crisis, en que estallaron los primeros disturbios obreros de alguna consideración. Yo me esforzaba infatigablemente por descubrir la relación misteriosa entre la cifra y el tiempo. Pronto, los años empezaron a sucederse, primero con lentitud y luego a una marcha cada vez más veloz. Sin embargo, aquel año de 1885 se destaca entre todos como el más antiguo, como el año inicial. Con él comienza mi era.
He aquí lo que un día me ocurrió: Me senté en el pescante del coche que estaba delante de la puerta de casa y entre tanto llegaba mi padre cogí las riendas. Los caballos, que eran nuevos, se pusieron al trote, dejaron atrás la casa, el granero, la huerta y se metieron campo adelante, sin guía, en la dirección de la finca de Dembovsky. Oí gritos detrás de mí. Delante, se abría una zanja. Ahora, los caballos galopaban desbocados. Ya al borde de la zanja, dieron un viraje brusco hacia un lado y se pararon en seco, volcando casi el coche. Acudió corriendo el cochero, detrás algunos jornaleros, en seguida mi padre, y allá lejos oíase gritar a mi madre, y se veían mis hermanas haciendo gestos de espanto. Mi madre seguía chillando cuando me lancé corriendo hacia ella. Haré constar que mi padre, pálido como la muerte, me dio dos bofetadas. No se lo tomé a mal, pues todo aquello parecíame algo extraordinario.
Sería probablemente el mismo año en que hice un viaje con mi padre a Ielisavetgrado. Salimos al amanecer y fuimos a poca marcha hasta Bobrínez, donde echamos un pienso a los caballos, para llegar al anochecer a una aldea que tenía por nombre Vchivaia[2], aunque por cortesía la llamaban Chvivaia, donde pasamos la noche, pues por las inmediaciones del poblado pululaban los bandidos. Ninguna gran capital —ni París ni Nueva York— había de producirme, corriendo el tiempo, la impresión que me causó la villa de Ielisavetgrado, con sus aceras, sus tejados verdes, sus balcones, sus tiendas, sus guardias y aquellos balones rojos sujetos por hilos. Durante varias horas, pude mirar a la cara de la civilización con los ojazos abiertos.
Al año de descubrir el cómputo del tiempo empezaron mis estudios. Una mañana, entré en el comedor, después de sacudir el sueño y lavarme a prisa (en Ianovka todo el mundo se lavaba de prisa y corriendo), paladeando ya por anticipado el nuevo día, especialmente el té con leche y el pan blanco con manteca, y vi a mi madre sentada con un caballero desconocido, un hombre flaco que sonreía tristemente y se desvivía a todas luces por aparecer servicial. Por el modo como me miraron los dos, comprendí que estaban hablando de mí.
—Da los buenos días, Liova —me dijo mi madre—, pues este señor va a ser tu maestro.
Al oír aquello, miré al caballero con cierto miedo, no exento de curiosidad, y él me saludó con esa dulzura con que todos los maestros saludan a sus futuros discípulos en presencia de los padres. Mi madre, delante de mí, se puso a arreglar el lado financiero del asunto: por tantos y tantos rublos y tantos y tantos puds de harina, el maestro se obligaba a enseñarme en su escuela de la colonia, lengua rusa, Aritmética y la Biblia en hebreo. Sin embargo, las materias sobre que había de versar la enseñanza sólo se tocaron vagamente, pues mi madre no andaba muy fuerte en esas cosas.
Aquella mañana, el té con leche me dejó en el paladar un gustillo raro, que era el del cambio que iban a experimentar de un momento a otro mis destinos.
Al domingo siguiente, mi padre me llevó en coche a la colonia, a casa de mi tía Raquel, equipado con varias sacas de harina, mijo y otros productos.
Gromokley distaba de Ianovka cuatro verstas. La colonia extendíase a los dos lados de una zanja: de un lado estaban las familias judías y del otro las alemanas. Era difícil confundir los dos barrios.
En el barrio alemán, las casas resaltaban por su limpieza, unas estaban cubiertas de tejas y otras de caña; veíanse caballos bien cebados y vacas muy lucidas. En el barrio judío, las casas estaban todas medio ruinosas, los tejados llenos de agujeros, el ganado era mísero.
A primera vista, parece raro que sólo guarde recuerdos muy vagos de mis primeros años de escuela. Una pizarra en la que aprendí a escribir los primeros caracteres rusos, el índice del maestro encorvado sobre la pluma, las lecturas de la Biblia a coro, un muchacho castigado por ladrón; recuerdos muy confusos, manchas nebulosas, en las que no se destaca ninguna imagen clara. Con una excepción, acaso: la mujer del maestro, una señora alta y gorda, que de vez en cuando, y siempre inesperadamente, invadía la vida escolar. Recuerdo que un día entró en la clase a quejarse a su marido de que la harina que acababan de comprar olía mal, y cuando el maestro acercó su nariz aguileña a la mano, le espolvoreó toda la cara. Era una broma que quería gastarle. Todos, chicos y chicas, nos echamos a reír. El único que no se reía era el maestro. A mí me daba pena verle en medio de la clase con el rostro enharinado.
Vivía con mi buena tía Raquel, sin advertir casi su presencia. En el edificio principal, que daba al mismo patio, vivía entronizado el tío Abraham, completamente indiferente hacia sus sobrinos. A mí me distinguía alguna que otra vez y me invitaba, convidándome con un hueso, y diciendo:
—Ese hueso no lo daría yo por diez rublos.
La casa de mi tío estaba casi a la entrada de la colonia. Al otro extremo, vivía un judío alto, flaco y negro, del que decían que se dedicaba a robar caballos y a otros negocios sucios. Tenía una hija, de la que corría también mala fama. No lejos de su casa, veíase, sentado a la máquina, al gorrero, un judío joven con una barbilla roja como el fuego. Un día la mujer del gorrero presentose al delegado gubernativo de la colonia, que en sus viajes de inspección se alojaba en casa de mi tío, a quejarse de que la hija de su vecino le quería robar el marido. No sé, pero me figuro que el delegado no sabría qué aconsejarle. Otro día, volviendo de la escuela, vi a un tropel de gente que gritaba, vociferaba y escupía arrastrando por la calle a una mujer joven, que era la hija del que decían cuatrero. Esta escena bíblica se me quedó grabada para siempre en la memoria. Pocos años después, mi tío Abraham se casaba con aquella mujer. A su padre lo habían desterrado a Siberia a instancia de los colonos, amputándolo de la sociedad como a miembro malsano.
Maska, la que había sido mi niñera, estaba de criada en casa de mi tío. Siempre que podía, corría a la cocina a refugiarme junto a ella, pues aquella mujer mantenía vivo en mí el recuerdo de Ianovka. De vez en cuando, entraban hombres, y cuando la visita era muy impaciente, como a veces ocurría, me echaba fuera de la cocina, empujándome suavemente por los hombros. Un buen día, por la mañana, los chicos de la casa nos enteramos de que Maska había tenido un niño, y la mar de excitados y contentos cuchicheábamos comentando la noticia por los rincones. A los pocos días, se presentó mi madre y se fue a la cocina a ver a nuestra antigua criada y al niño. Yo me colé detrás de ella. Maska se tocaba con un pañuelo que casi le tapaba los ojos; el niño estaba acostado encima de un banco. Mi madre echó una mirada a Maska, luego volvió la vista al niño, y sin decir nada, meneó la cabeza con un gesto de reproche. La antigua niñera se estaba silenciosa, mirando al suelo, hasta que posé la vista en la criatura, y dijo: —¡Mire qué hermoso es y cómo reclina la mejilla en la manecita, como si fuese una persona!
—¿Te da pena por el niño? —preguntole mi madre.
—¡Por Dios! —contestó Maska—. Todo me da igual.
—No es verdad —le replicó mi madre, ya con tono conciliador—. No niegues que te da pena
A la semana, el recién nacido moría con el mismo misterio con que había venido al mundo.
Yo iba con frecuencia a la aldea, pasando semanas enteras con Mis padres. No hice amistad con ninguno de los chicos de la escuela, pues no hablaba el judío. A los pocos meses, me sacaron, y esto explica quizá los pocos recuerdos que guardo de aquel colegio. No olvido, sin embargo, que Schufer —pues así se llamaba el pedagogo de Gromokley— me enseñó a leer y escribir, dos cosas que habían de prestarme magníficos servicios en la vida. Esto sólo hasta para que guarde un recuerdo agradecido de mi primer maestro.
Empecé a debatirme con la letra impresa. Copiaba poesías. Hacía versos. Poco tiempo después me entregaba con mi primo Senia Ch. a la redacción de una revista. Pero era una senda llena de abrojos. Apenas supe escribir, se apoderé de mí la tentación de la escritura. Y cuando me dejaban solo en el comedor, poníame a trazar sobre el papel en letras de a puño aquellas palabras misteriosas que había oído en el taller y en la cocina y que en el seno de la familia nadie pronunciaba. La intuición me decía que aquello no estaba bien, pero precisamente lo que tenían de prohibido era lo que hacía tentadoras aquellas palabras. Un día, decidí meter el papelito fatal en una caja de cerillas y enterrar la caja en un pozo muy hondo, debajo del granero. Pero aún no había acabado de redactar mi documento, cuando entró en el comedor la mayor de mis hermanas y quiso ver lo que había escrito. A toda prisa, arrebaté el papel de la mesa. Detrás de mi hermana, entró mi madre. A toda fuerza querían que les enseñase el papel. Encendido de vergüenza, lo arrojé detrás del sofá.
Mi hermana se agachó a cogerlo, pero le grité, con gritos de histérico, que lo cogería yo. Me metí a gatas debajo del sofá e hice cachos el papelito. Mi desesperación y mi llanto no tenían fin.
Por Navidades —sería probablemente el año 1886, pues ya sabía yo escribir—, estábamos tomando el té, cuando irrumpió en el comedor una pandilla de enmascarados. La cosa fue tan súbita, que caí tan largo como era en el sofá en que estaba sentado, sin poder dominar el terror. Me tranquilizaron, y a los pocos momentos estaba escuchando ansiosamente un parlamento del emperador Maximiliano. Por vez primera, se abría ante mis ojos el mundo de lo fantástico, con el ropaje de la realidad escénica, ¡y cuál no fue mi asombro, cuando me dijeron que el principal personaje lo representaba Prokhor, un jornalero que había sido soldado! Al día siguiente, inmediatamente después de comer, me introduje furtivamente en el cuarto de la servidumbre, armado de papel y lápiz, y pedí al “emperador Maximiliano” que me dictase su monólogo. Prokhor no quería, pero yo le rogué, le supliqué, le exigí, no cedí a sus excusas. Hasta que por fin nos sentamos junto a la ventana, y tomando el sucio marco de ésta por pupitre, me puse a escribir los versos que iba dictándome el improvisado comediante. Apenas habían pasado cinco minutos cuando apareció en la puerta mi padre, y viendo la escena que se estaba desarrollando junto a la ventana, dijo con voz severa: —¡Liova, vete de aquí inmediatamente!
Me pasé toda la tarde en el sofá llorando.
Mis versos de por entonces acaso testimoniasen el temprano amor qué despertó en mí la palabra, pero es seguro que no auguraban grandes dotes poéticas para el porvenir. Por mi hermana mayor supo de mis versos mi madre, y por ella llegó la noticia a oídos de mi padre. Cuando teníamos visita, se empeñaban en que se los leyese. Aquello me torturaba. Para vencer mi negativa, insistían con palabras que a lo primero eran cariñosas y luego se convertían en duras, para acabar en amenazas. Muchas veces, salía corriendo. Pero las personas mayores no cedían hasta no ver su deseo conseguido. Y con el corazón todo agitado y lágrimas en los ojos, no tenía más remedio que ponerme a leer mis versos, avergonzándome de los plagios y de la mala rima.
Pero había mordido ya del árbol de la ciencia, y esto era lo importante. La vida iba abriéndome sus horizontes por días y por horas. De aquel sofá agujereado del comedor partían una serie de hilos invisibles hacia otros mundos. La lectura abre una nueva época en mi vida.
Notas
[2] Que significa, en ruso, algo así como “piojoso”.

Anna Bronstein, madre de Trotsky
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La familia y la escuela
El año 1888 trajo a mi vida grandes acontecimientos. Fue el año en que me mandaron a estudiar a Odesa. La cosa ocurrió del modo siguiente. Había venido a pasar el verano a la aldea un sobrino de mi madre, Moisés Filipovich Spenzer, hombre de veintiocho años, bueno e inteligente, que en su tiempo había “sufrido” algo en política, como entonces se decía, y que por actuar en ella no lograra entrar en la Universidad. En la actualidad, se dedicaba un poco al periodismo y otro poco a la estadística. Había venido a la aldea para fortificarse contra la tuberculosis, que le acechaba.
Tanto por su inteligencia como por su carácter, Monia, que así le llamaban cariñosamente, era el orgullo de su madre y de sus numerosas hermanas. También en nuestra casa disfrutaba de gran consideración. Todos se alegraron cuando supieron que venía. Y yo sentía también, para mis adentros, gran alegría. Al entrar nuestro huésped en el comedor, yo estaba junto a la puerta del que llamaban cuarto de los niños, una habitación pequeña que daba al comedor, sin osar moverme, para que no me viese los zapatos, rotos. No era indicio de pobreza, pues por entonces ya mi familia gozaba de una posición bastante holgada, sino de despreocupación rústica, de agobio de trabajo y del modesto nivel en que se movían nuestras necesidades domésticas.
—¡Buenos días, muchacho —me dijo Moisés Filipovich—, ven acá !
—Buenos días —contestó el muchacho, sin moverse del sitio.
Con una risa un poco avergonzada, le explicaron la razón de mi retraimiento, y entonces vino a sacarme alegremente de mi difícil situación, cogiéndome y abrazándome.
A la hora de comer, toda la atención estaba reconcentrado en el huésped. Mi madre le ponía en el plato los mejores bocados, y preguntábale si le gustaba o deseaba otra cosa. Al anochecer, cuando ya el ganado estaba recogido, Monia vino a mí y me dijo: —¡Ven, date prisa, vamos a tomar un vaso de leche recién ordeñada! Anda, coge los vasos , pero no los cojas por dentro, precioso, sino por fuera.
Él me enseñó muchas cosas de que yo no tenía idea: cómo se cogían los vasos, cómo había que lavarse, cómo se pronunciaban ciertas palabras y por qué la leche recién ordeñada era buena para el pecho. Spenzer salía a pasear, escribía, jugaba a los bolos y me enseñaba aritmética y ruso, preparándome para ingresar en el Instituto. Yo adoraba en él, aunque no dejaba de inspirarme un cierto temor, pues tras su persona presentía el principio de una imperiosa disciplina. Eran las primeras manifestaciones de la cultura urbana.
Monia era amable con todos los parientes de la aldea, bromeaba mucho y cantaba con una suave voz de tenor. Pero de vez en cuando, su talante se ensombrecía, y se sentaba a comer silencioso y retraído. Preocupados de verle así, le preguntábamos qué tenía, si estaba enfermo, pero él rehuía las preguntas con monosílabos. Cuando ya se acercaba el día de su marcha, pareciome descubrir vagamente la causa de aquellos retraimientos, y era que alguna grosería o injusticia aldeana había herido su sensibilidad. No es que mis padres fuesen especialmente severos, no. Su modo de tratar a los jornaleros y a los labriegos no era peor que el empleado en otras casas. Pero tampoco mejor.
Era, por consiguiente, un trato áspero, brusco. Un día en que el administrador azotó al pastorcillo con una fusta, por haber dejado los caballos en el abrevadero hasta anochecido, Monia palideció y dijo, mordiéndose los labios y entre dientes: ¡Qué brutalidad! Sí, también yo comprendía que era una brutalidad. No sé si, a no estar él allí, lo hubiera comprendido. Acaso sí. De todas maneras, él me ayudó a comprenderlo, y basta esto para que toda la vida le guarde un sentimiento de gratitud.
Spenzer iba a casarse de un día a otro con la directora de la escuela oficial de niñas judías de Odesa. En Ianovka no la conocía nadie, pero sin conocerla, todos estaban seguros de que sería una persona de mérito, tanto por su cargo como por ser la mujer elegida por Monia. Y se acordó llevarme a Odesa en la primavera, a casa del nuevo matrimonio, y ponerme a estudiar la segunda enseñanza.
Partí de la aldea equipado por el sastre de la colonia y con un cajón lleno de tarros de manteca, vasos de confitura y otros regalos para los parientes de la ciudad. La despedida fue larga y penosa; yo lloraba amargamente, lloraba mi madre, lloraban mis hermanas, y por vez primera comprendí el cariño que tenía a Ianovka y a todos los que quedaban en aquella casa. Fuimos en coche hasta la estación de ferrocarril, por la estepa, y hasta que no llegamos al camino principal no se me limpiaron los ojos de lágrimas. El tren nos llevó desde Novi Bug hasta Nikolaiev, donde seguimos viaje embarcados. Los pitidos del vapor me daban escalofríos y resonaban en mí como el anuncio de una vida nueva. De momento navegábamos por el río Bug, con el mar delante. Y con el mar, muchas, muchísimas otras cosas. He aquí el puerto, el coche de alquiler, la callejuela de Pokrovsky, con el viejo edificio que daba albergue a la escuela de niñas y a su directora. Me miran, me examinan por todos lados, me besan, en la frente, en las mejillas, primero una mujer joven, luego una vieja, madre de la otra. Moisés Filipovich bromea como siempre, me pregunta por Ianovka, por sus moradores y hasta por algunas vacas de que aún se acuerda. Pero a mí las vacas me parecen ahora seres tan insignificantes, que me avergüenzo de tener que hablar de ellas entre gente tan culta y elevada. La vivienda no es grande. Me preparan el alojamiento en un rincón del comedor, detrás de una cortina. Allí pasé los cuatro primeros años de mi vida de colegial.
Desde el primer día, caí por entero bajo el dominio de aquella disciplina, atrayente pero imperiosa, que ya en la aldea irradiaba Moisés Filipovich. El régimen de vida en aquella familia, no era severo, pero estaba reglamentado: por eso al principio me pareció severo. A las nueve, me mandaban a acostarme, y hasta que no adelanté en los estudios, no me cambiaron la hora. Paulatinamente, fueron enseñándome a saludar por la mañana al levantarme, a traer las manos y las uñas limpias, a dar las gracias a la muchacha cuando me servía algo, a no comer con el cuchillo, a ser puntual y a no hablar mal de la gente en su ausencia. Y supe que docenas y docenas de palabras que en la aldea parecían evidentes no eran palabras rusas, sino ucranianas desfiguradas. No pasaba día sin que a mi vista se abriese, a retazos, un ambiente más cultivado que aquél en que discurrieran los nueve primeros años de mi vida. Hasta el taller empezó a palidecer y a perder sus encantos ante la magnificencia de la literatura clásica y la maravilla legendaria del teatro. Poco a poco, iba convirtiéndome en un pequeño hombre de la ciudad. Pero de vez en cuando, en mi conciencia reaparecía la aldea, con colores vivos y brillantes, y me tentaba como un paraíso perdido.
En aquellos momentos de nostalgia, no encontraba, sosiego, me consolaba escribiendo en los cristales de las ventanas con el dedo el nombre de mi madre, y por la noche lloraba sobre la almohada.
La familia con quien vivía llevaba una vida modesta, pues no andaba sobrada de recursos. Monia no tenía ocupación fija: traducía tragedias griegas y les ponía notas, escribía cuentos para niños, estudiaba las obras de Schlosser y otros historiadores, con la intención de formar unas tablas cronológicas, y ayudaba a su mujer a dirigir la escuela. Más tarde, fundó una pequeña editorial, que en los primeros años vivió difícilmente, hasta que un día empezó a subir. En el transcurso de diez o doce años, se convirtió en el editor más prestigioso del Sur de Rusia, y llegó a tener una gran imprenta y una casa propias. Seis años pasé con esta familia que coincidieron con la primera época de la editorial. Me fui familiarizando, con las cajas, las correcciones, la impresión, con la plegadera y los cuadernillos. Corregir pruebas era mi ocupación favorita. De aquellos lejanos años de colegial, data mi amor por la tinta de imprenta.
Como en todas las familias burguesas, y muy especialmente en las de la pequeña burguesía, los criados ocupaban en mi vida un lugar importante, aunque no fuese visible. Dacha, la primera criada, tenía conmigo una gran amistad confidencial y me confiaba sus secretos. Después de la comida de mediodía, cuando todo el mundo estaba entregado al descanso, me deslizaba furtivamente en la cocina, y Dacha, sin dejar su trabajo, iba contándome toda su vida y su primer amor. Después de Dacha, tuvimos una criada judía de Jitomir, divorciada de su marido. ¡Era un bandido, un asco!, me decía, refiriéndose a él. La enseñé a leer y escribir, y todos los días se pasaba por lo menos media hora sentada a mi mesa, iniciándose en los misterios de las letras y en sus enlaces para formar palabras. En casa había ya un niño, al que hubo que buscar ama. Ésta mandome escribirle una carta, en que contaba sus cuitas al marido, emigrado en América. Me hizo pintarle sus penas con los más negros colores, y yo, por mi cuenta, añadía al final que “nuestro niño es la única estrella que alumbra con luz pura en el sombrío horizonte de mi vida”. Esto la entusiasmó. Yo mismo le leí la carta, encantado de hacerlo, si bien el final, en que se hablaba del envío de dólares, me era desagradable. Cuando hubimos terminado, me dijo, suplicante:
—Ahora, vas a escribirme otra cartita.
—¿Para quién? —le pregunté, preparando ya la inspiración.
—Para un primo contestome el ama, un tanto insegura.
Esta carta hablaba también de sus penas y dificultades, pero no aludía a la estrella, y terminaba declarando que estaba dispuesta a ir con él tan pronto como se lo mandase. Apenas se había marchado el ama con las cartas, cuando se presentó la criada, mi discípula, que seguramente había estado escuchando detrás de la puerta.
—¡No es para su primo, no la creas! —me susurró al oído, indignada.
—¿Pues para quién es?
—Para otro
Aquello me dio materia para pensar en lo complicadas que eran las relaciones humanas.
A la mesa, oí que Fanny Solomonovna me decía, sonriendo de un modo especial:
—¿No quieres que te ponga otro poco de sopa, escritor?
—¿Cómo, escritor? —le pregunté, inquieto.
—¡Pues naturalmente! ¿No escribes cartas para el ama? Pues eres un escritor ¿Cómo era aquello de “la única estrella que brilla en el sombrío horizonte”? ¡Ya veo que eres todo un poeta! —Y se echó a reír.
—Las cartas están bien escritas —dijo Moisés Filipovich para tranquilizarme—, pero no sigas escribiéndoselas, ¿sabes? Vale más que se las escriba Fanny.
Pero los enredos del reverso de la vida, que ni la familia ni los profesores se allanaban a sancionar, no dejaban por ello de existir, y eran tan vivos y tan potentes, que la atención de aquel muchacho de diez años no podía sustraerse a ellos. Y como no los dejaban entrar por la clase ni por la puerta ancha, tenían que dar un rodeo y entrar por la cocina.
En el año de 1887, el Gobierno había puesto la tasa del diez por ciento para el ingreso de muchachos judíos en la enseñanza del Estado. Conseguir entrar en un Gimnasio era punto menos que imposible, pues para ello había que contar con muchas influencias o gastarse mucho dinero para allanar el camino. Los Institutos técnicos se diferenciaban de los Gimnasios en que el plan de enseñanza no incluía las lenguas clásicas y exigía, en cambio, más matemáticas, ciencias naturales e idiomas modernos. Y aunque la “tasa” regía también para estos Institutos, la afluencia de chicos era aquí menor y mayores, por tanto, las posibilidades de ingreso. En periódicos y revistas sosteníanse grandes polémicas sobre las ventajas de la educación clásica y la técnica. Los conservadores defendían el criterio de que el clasicismo desarrollaba el espíritu de disciplina; o para decirlo sinceramente, daban por descontado que el ciudadano que en temprana edad pasaba por el suplicio del griego, sabría soportar pacientemente, cuando fuese hombre, el régimen zarista. Los liberales, sin repudiar el clasicismo, que no en vano es hermano de leche del liberalismo, pues los dos se amamantaron en el Renacimiento, fomentaban al mismo tiempo la enseñanza técnica. En la época de mi ingreso, ya se habían acallado estas polémicas por una circular en la que se prohibía discutir acerca de las ventajas de uno y otro sistema de enseñanza.
En otoño, me examiné para el ingreso en el primer curso del Instituto de San Pablo. Hice un examen mediocre: en ruso me dieron un tres y en aritmética un cuatro.
No bastaba, pues la “tasa” hacía que la selección fuese muy rigurosa, y los sobornos contribuían a que el rigor se acentuase. En vista de esto, acordaron mandarme a una escuela preparatoria incorporada al Instituto con el carácter de colegio privado, de la que se pasaba luego a aquél, siempre con aplicación de la consabida tasa para los alumnos judíos, pero con preferencia respecto a los externos.
El Instituto de San Pablo era, por sus orígenes, un colegio alemán. Procedía de la escuela de la parroquia luterana, y a él acudían los muchos alemanes establecidos en Odesa y su distrito. Y aunque era un establecimiento oficial, como sólo tenía seis cursos, al llegar al séptimo había que matricularse en otro Instituto para poder luego ingresar en la Universidad. Es probable que de ese modo se confiase en contrarrestar durante el último curso el exceso de espíritu alemán recogido en los anteriores. Sin embargo, en el Instituto de San Pablo, el ambiente germano iba desapareciendo progresivamente de año en año. La proporción de alumnos alemanes era de menos de la mitad, y de las cátedras se procuraba alejar cuidadosamente a los profesores de esa estirpe.
El primer día de clase fue un día de tortura, pero luego vinieron días mejores. Salí de casa camino de la escuela con mi uniforme flamante, una gorra nueva con cinta amarilla y una preciosa escarapela de metal que ostentaba, entre dos hojas de trébol, las iniciales del Instituto, y a la espalda un morral también nuevo, con los nuevos textos magníficamente forrados y una hermosa cajita con el lápiz acabado de tajar, goma de borrar y palillero recién comprado. Iba yo, calle de Uspenskaia abajo, con mi bagaje maravilloso, muy contento de que la travesía no fuese corta, y parecíame que todos se paraban a verme pasar con admiración y algunos hasta con envidia. Miraba lleno de confianza y curiosidad las caras de los que se cruzaban conmigo. Pero he aquí que de pronto, sin saber cómo, un mozalbete alto y flaco, como de unos trece años (que seguramente trabajaría en un taller, pues llevaba en la mano un objeto de hierro), se plantó a dos pasos delante de aquel colegial tan lindamente equipado, echó la cabeza atrás, tosió haciendo mucho ruido y lanzando un escupitajo con todas sus fuerzas contra las hombreras de mi blusa nueva, me miró despreciativamente y siguió su camino sin decir una palabra. Entonces, aquello me pareció inexplicable, pero hoy ya no me lo parece tanto. Aquel muchacho, desdeñado por la suerte, de camisa desgarrada y pantalones rotos, descalzo, sucio, obligado a trotar calles para servir a sus señores, mientras el señorito, muy orgulloso, se paseaba luciendo su uniforme nuevo y brillante, selló en mí su protesta social. Mas la verdad es que la impresión que aquella mañana me dejó el hecho distaba mucho de estas teorías. Me estuve un rato frotándome los hombros con hojas de castaño, di rienda suelta a mi impotente indignación y anduve lo que me faltaba de camino triste y malhumorado.
En el patio de la escuela me esperaba el segundo revés.
—¡Piotr Paulovich, ahí viene otro —gritaban de todos lados—, y viene también de uniforme, el pobrecillo!
¿Cómo, qué pasaba? Pues, pasaba que, como la escuela preparatoria tenía carácter de colegio privado, a los colegiales les estaba terminantemente prohibido usar uniforme. Piotr Paulovich, que era un inspector de barba negra, me lo explicó, advirtiéndome que por ahora tenía que prescindir de la escarapela, la cinta amarilla y la hebilla de metal, cambiando los botones de uniforme por otros sencillos, de hueso. Aquel día, todo fueron desgracias.
Por ser la apertura de curso, no hubo clases. Los alumnos alemanes y muchos otros que no lo eran, se reunieron en la iglesia luterana que daba nombre al Instituto. Inmediatamente, caí bajo la jurisdicción de un muchachote fornido que no había logrado ingresar todavía en el Instituto, y que conocía bien las ordenanzas. Me sentó a su lado en un banco de la iglesia. Era la primera vez que oía el órgano, cuyos sones me llenaron de espanto. Luego, apareció un hombre alto y todo afeitado, tocado de blanco, y su voz resonaba en las bóvedas de la iglesia, azotando las ondas de aire, que parecían cabalgar al galope unas sobre otras. La lengua misteriosa decuplicaba la gravedad y la fuerza del sermón.
—¿De qué habla? —preguntele a mi vecino, muy emocionado.
—Es el pastor Binnemann —me explicó Karlson—, un hombre muy listo, el más listo de toda Odesa.
—¿Y qué dice?
—Hombre, pues lo que viene al caso —me dijo, ya con menos entusiasmo, mi vecino, que hay que ser buen estudiante, aplicarse mucho y vivir en buena armonía con los compañeros
Luego resultó que este rechoncho admirador del pastor protestante era un holgazán de siete suelas y un gran camorrista, que en los descansos no hacía más que repartir puñetazos a diestro y siniestro.
—El segundo día fue mejor. Me destaqué en las cuentas y copié a satisfacción las letras del encerado. El profesor me elogió delante de toda la clase y me puso dos cincos. Esto me reconciliaba ya con los botones de hueso. La enseñanza del alemán en las primeras clases corría a cargo del propio director, Cristián Cristianovich Schwannebach. Era un burócrata acicalado y meticuloso, que había podido llegar a aquel puesto por ser yerno del pastor Binnemann. Lo primero que hizo, fue mirarnos las manos a todos; las mías las encontró a satisfacción. Luego, cuando vio que había copiado bien todo lo que estaba en la pizarra, me elogió y me puso un cinco. De modo que el segundo día volví a casa del colegio condecorado con tres notas máximas[3]. Las llevaba guardadas en el morral como un precioso tesoro, y no corría, sino que volaba por la callejuela de Pokrovsky adelante, espoleado por la codicia del homenaje familiar.
Tales fueron los comienzos de mi vida de colegial. Me levantaba temprano, bebía a toda prisa el té, me echaba al bolsillo del abrigo el desayuno envuelto en un papel y salía corriendo para la escuela, para no perder el primer rezo. Nunca llegaba tarde. Me estaba muy quieto en el banco, seguía atentamente las lecciones y copiaba con gran cuidado lo que ponían en la pizarra. De vuelta en casa, preparaba aplicadamente las lecciones y escribía los temas. Y me iba a la cama a la hora reglamentaria, para volver a tomar el té a escape a la mañana siguiente y correr de nuevo a la escuela temeroso de perder el primer rezo. Poco a poco y puntualmente, iba ganando puestos. A los profesores, con quienes me cruzaba en la calle, los saludaba respetuosamente.
El contingente de hombres raros y maniáticos es harto grande en el mundo, pero en ninguna profesión abunda tanto como entre el profesorado. En el Instituto de San Pablo, el nivel profesoral acaso despuntase sobre el corriente. El Instituto tenía buena fama, y no era inmerecida, pues el régimen que allí se seguía era severo y hacía a los chicos trabajar, y cada año se sostenían más tensas las riendas, sobre todo desde el día en que la dirección pasó de manos de Schwannebach a las de Nikolai Antonovich Kaminsky. El nuevo director, especializado en física, aborrecía por temperamento al género humano. No miraba nunca a la cara a la persona con quien hablase, se deslizaba sin hacer ruido, pisando sobre sus suelas de goma, por los pasillos y las clases y tenía una vocecilla delgada y cálida de falsete que, cuando se elevaba, infundía espanto. Y aunque por fuera aparentaba serenidad, interiormente estaba siempre irritado y de mal humor. Su actitud, aun con los mejores alumnos, era una especie de estado de neutralidad armada, y ésa era también la que adoptaba conmigo.
Kaminsky había inventado un aparato para probar la ley de Boyle-Mariotte sobre la elasticidad de los gases. Y ya se sabía: siempre que llegaba el momento de demostrar el funcionamiento de la máquina, había dos o tres chicos que, en voz bajita muy bien calculada y como si comentasen la cosa entre sí, decían:
—Vaya un aparato bonito, ¿eh?
A poco, uno de ellos se levantaba un tanto vacilante y formulaba esta pregunta:
—¿Quién es el inventor de este aparato?
Y el profesor, con tono displicente y en cálido falsete, contestaba:
—Lo he construido yo.
Toda la clase se miraba, llena de asombro, y cuanto peor estudiante era un chico, más sonoro el suspiro de admiración que lanzaba.
Sustituido Schwannebach por Kaminsky, por convenir así a la rusificación del Instituto, nombraron para la inspección al profesor de literatura, Antón Vasilievich Krisjanovsky. Era un tipo de barba rubia y expresión astuta, antiguo seminarista y hombre accesible a los regalos, con un tinte casi imperceptible de liberalismo y que se daba gran maña para recatar sus intenciones tras una aparente inocencia muy bien simulada. Tan pronto como obtuvo el cargo de inspector, tomó un cariz más conservador y severo. Krisjanovsky enseñaba Lengua y Literatura rusas desde el primer curso. A mí me distinguía, por los conocimientos que demostraba y por mi amor al lenguaje. Solía leer mis trabajos de composición delante de la clase y ponerme un cinco, haciendo de mí grandes elogios.
Iurtchenko era un hombre flemático y fornido, a quien habían puesto de apodo “el Carretero”.
Tuteaba a todos los alumnos, lo mismo a los pequeños que a los de los últimos años, y no era precisamente escogido en sus expresiones. Su grosería contenida infundía cierto respeto; pero con el tiempo, éste fue decayendo, pues nos enteramos de que era persona sobornable. Más o menos y cada cual a su modo, todos los profesores lo eran. Y cuando algún alumno forastero no avanzaba, no había más que ponerlo de pupilo con el profesor de quien ello dependiese. Si se trataba de un chico de Odesa, se ponía a dar lección, pagándola bien, con el más peligroso.
Zlotchansky, el segundo profesor de Matemáticas, era todo lo contrario del otro: flaco, con un bigote enhiesto sobre una cara verduzco-amarillenta, con la mirada siempre triste y gesto de fatiga, como si acabase de despertarse, siempre tosiendo y escupiendo. Habíamos averiguado que tenía tras sí una historia desdichada y que vivía entregado a la vagancia y a la bebida. No era mal matemático, pero apenas se interesaba por los chicos, por la enseñanza ni por las Matemáticas mismas. A los pocos años de esto, se daba un tajo en el cuello con una navaja de afeitar.
Mis relaciones con los dos profesores de Matemáticas eran excelentes, y los dos sentían predilección por mí, pues esta asignatura era mi fuerte. Hasta el punto de que cuando estudiaba los últimos cursos tenía decidido dedicarme a las Matemáticas puras.
De la Historia estaba encargado Liubimov, un hombre alto y de continente digno, sobre cuya naricilla colgaban las gafas de oro y que tenía la cara redonda orlada por una barbilla escasa y varonil.
Pero cuando sonreía, hasta nosotros mismos comprendíamos que aquel continente de dignidad no era más que aparente y que, en el fondo, se trataba de un hombre sin voluntad, tímido, desgarrado interiormente por alguna preocupación y que vivía en constante angustia de que, pudiera saberse o averiguarse algo malo de él. Yo me entregaba al estudio de la Historia con interés creciente, aunque difuso. Paulatinamente, procuraba ir dilatando el horizonte de mis estudios, para lo cual dejaba a un lado los míseros textos oficiales y echaba mano de los libros universitarios o de los gordos volúmenes de Schlosser. En mi entusiasmo por la Historia se deslizaba, evidentemente, algo de deporte: sólo por poner al profesor en un aprieto cuando la ocasión se presentase, me aprendía una cantidad de nombres raros y detalles inútiles, que no hacían más que recargarme la memoria. Liubimov carecía de dotes para dirigir la enseñanza. Se interrumpía muchas veces, alzaba la cabeza y miraba en torno, lleno de cólera como si buscase en el cuchicheo de los alumnos alguna palabra injuriosa para él. La clase, entonces, enmudecía y poníase en acecho. Liubimov era también profesor de un Gimnasio femenino, donde no tardaron en descubrir, como nosotros, sus manías. La cosa terminó con que un día, en un ataque de locura, se ahorcó del marco de una ventana.
A Jukovsky, el profesor de Geografía, le teníamos todos un pánico tremendo. Suspendía automáticamente, como una máquina, y durante la clase había que guardar un silencio sepulcral. Con frecuencia, interrumpía la contestación del chico, estirando las orejas, como fiera que barrunta un peligro. Todos sabíamos lo que aquello significaba y nos quedábamos quietos como mármoles, conteniendo la respiración. No me acuerdo de que Jukovsky alojase las riendas un poco más que una vez, un día de su cumpleaños, si no me equivoco. Un alumno le dijo no sé qué cosa de carácter semiprivado, es decir, que no tenía relación directa con la enseñanza. El profesor lo dejó pasar.
Esto era ya un acontecimiento. En seguida, se levantó Wacker, que era un adulón, y dijo, con una sonrisa untuosa:
—Todo el mundo dice que Liubimov no vale ni para atarle los zapatos a usted.
La cara de Jukovsky era toda expectación.
—¿Cómo? ¡Siéntese usted!
Y se produjo aquel silencio especial que sólo podía reinar en la clase de Geografía. Wacker se sentó como si le hubiesen dado un trallazo. De todas partes se volvían a él caras con gesto de reproche o de repugnancia.
—Sí, señor, es verdad —insistía en decir, a media voz, el adulón, que aun no renunciaba del todo a la esperanza de ablandar el corazón del geógrafo, el cual le tenía muy mal considerado.
El verdadero profesor de Alemán era Struve, un germano gigantesco, con una cabeza voluminosa y una barba que le llegaba hasta la cintura. Sobre sus pies diminutos, casi infantiles, oscilaba aquel cuerpo grávido que parecía un vaso colmado de bondad. Struve era una buenísima persona; le dolía que los alumnos no progresasen en su asignatura, se excitaba a cada paso y procuraba reparar en seguida con buenas palabras los estragos de su indignación. Cada “dos” que ponía pues jamás se decidió a poner a nadie un “uno” —no tenía fuerzas para tanto— le costaba un disgusto, y se desvivía por no castigar a nadie. Había conseguido meter en el Instituto al sobrino de su cocinera, que era aquel Wacker de que hemos hecho mención, y que resultó ser un muchacho poco inteligente y menos agradable. Struve tenía algo de cómico, pero era, en general, una figura simpática.
La enseñanza del Francés estaba a cargo de Gustavo Samoilovich Burnand, un suizo flaco y de perfil aplastado, como si lo hubiesen pasado por el laminador, ya un poco calvo, de labios delgados, azulados y pérfidos, nariz puntiaguda y una cicatriz grande y misteriosa en forma de X en la frente. Era un profesor que a todos nos caía antipático, y con razón. Padecía del estómago, se pasaba toda la clase chupando pastillas y veía en todo alumno un enemigo personal. Aquella cicatriz de la frente era fuente inagotable de hipótesis y conjeturas. Corría el rumor, de que profesor se había batido en duelo de joven, quedando señalado para siempre por la espada de su adversario. A la vuelta de algunos meses empezó a correr otra versión, y era que la cicatriz no procedía de un duelo, sino de una operación quirúrgica, en que le habían quitado un pedazo de carne de la frente para corregir la nariz. Los alumnos contemplaban muy atentos la nariz del francés, y en efecto, los más osados afirmaban que se veían claramente los puntos. Los espíritus menos románticos se inclinaban a buscar la solución del enigma en un accidente de la niñez, y sostenían que se había caído por la escalera, produciéndose aquella herida. Pero esta explicación no podía admitirse, pues era demasiado prosaica. Además, no había manera de representarse a aquel hombre de niño.
Había en la escuela otro personaje a quien cabía un papel considerable en nuestros destinos, y era el conserje, Antón, un alemán inflexible, con unas patillas grises imponentes. Las funciones del conserje, cuando alguno llegaba tarde o se quedaba castigado o sufría pena de cárcel, eran, aparentemente, subalternas; pero de hecho, gozaba de un poder muy grande, de modo que no había más remedio que cultivar su amistad. Sin embargo, yo me mantenía en un plano de indiferencia respecto a este funcionario —como él respecto a mí—, pues no me contaba entre sus clientes: yo llegaba siempre puntual a la clase, tenía siempre en orden la mochila, y el “carnet” de estudiante limpio y dispuesto en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. No podían decir lo mismo muchos otros, que tenían que vivir constantemente de la tolerancia del conserje y ganarse por diferentes procedimientos su buena voluntad. Antón era una de las más firmes columnas del Instituto de San Pablo. Imagínese el lector cuál no sería nuestro asombro cuando, al volver un año de vacaciones, nos enteramos de que el viejo conserje, celoso de la hija de un bedel, una muchacha de dieciocho años, le había disparado un tiro y estaba recluido en la cárcel.
Eran todas pequeñas catástrofes personales que irrumpían en la vida monótona del colegio, como en la vida política de la época, retraída bajo la opresión, y que dejaban en el espíritu una impresión exagerada, como cuando se grita en una nave desierta.
A la Iglesia de San Pablo estaba asignado un asilo de huérfanos, que se destinaba una esquina del patio del Instituto. Los asilados salían a jugar al patio con sus blusas de percal azul, deshechas a fuerza de lavados, y con sus caras tristes; rondaban penosamente, como enredilados, por la esquina de su asignación y volvían a subir tristemente las escaleras que conducían al asilo. Y aunque el patio era común y la zona destinada a los huérfanos no estaba acotada por ninguna valla, los colegiales y los “hospicianos”, como les llamábamos, formaban dos mundos perfectamente distintos.
Cuantas veces quise trabar conversación con los muchachos del mandilón azul, me contestaban con ceño duro y de mala gana, apresurándose a apartarse de mí: les estaba rigurosamente prohibido mezclarse para nada con nosotros. Y durante los siete años que anduve rondando por aquel patio, no pude conocer el nombre de uno sólo de los huérfanos. Estoy seguro de que el pastor Binnemann usaba la más corta de las fórmulas para darles la bendición en la fiesta del Año nuevo.
En la parte del patio que lindaba con la esquina reservada al asilo veíanse una serie de artefactos raros para hacer gimnasia: anillas, perchas, escaleras verticales y perpendiculares, trapecios, barras, etc. A poco de estar en la escuela, quise repetir un ejercicio que había visto hacer a uno de los asilados. Subí por la escalera vertical, y, poniéndome cabeza abajo, enganché las puntas de los pies al travesaño más alto y me agarré con las dos manos del barrote más bajo que pude; el ejercicio consistía en quedar de pie sobre el suelo con un salto elástico, después de describir en el aire un arco de 180 grados. Pero no acerté a soltar las manos a tiempo y di con todo el cuerpo contra la escalera. Era como si me atenazasen el pecho de dolores y, sin poder apenas respirar, me revolvía en tierra como un gusano; cogí por las piernas a los muchachos que me rodeaban y perdí el conocimiento. Desde entonces, procuré tener más cuidado a la hora de hacer gimnasia.
Vivía apartado casi en absoluto de la vida de la calle y de la plaza, y apenas disfrutaba de ningún juego ni diversión al aire libre. Procuraba compensar la falta de ejercicio durante las vacaciones, en la aldea. La ciudad parecíame hecha para el estudio y la lectura. Y cuando veía a los chicos pegarse en las calles me indignaba, aunque nunca faltasen ocasiones para ello.
A los estudiantes del Gimnasio les habían puesto por apodo “los arenques”, por sus botones y escarapelas de plata brillante, y a los del Instituto, que los gastaban de color cobrizo, los llamaban “las sardinas ahumadas”. Un día, de regreso de la escuela, iba yo por la Iamskaia camino de mi casa, seguido de cerca por un chico alto, estudiante del Gimnasio, que no cesaba de atormentarme con esta pregunta: —¿A cuánto vende usted las sardinas ahumadas?
Y como no obtuviese contestación, acabó dándome con el hombro.
—¿Qué desea usted? —le pregunté, jadeando y muy cortés.
El otro se quedó perplejo y pensativo por un instante, y me dijo: —¿Tiene usted tiragomas?
—¿Tiragomas? —repetí yo—. No sé lo que es eso.
Entonces, el chico del Gimnasio, sin decir nada, sacó del bolsillo un pequeño mecanismo: una horquilla de madera con unas gomas y un pedazo de plomo.
—Con esto tiro desde las ventanas a las palomas del tejado, y luego me las como asadas.
Miré a mi interlocutor con un gesto de asombro. Aquella ocupación no me parecía mal, aunque un tanto inoportuna y hasta incorrecta para una ciudad.
Había muchos chicos que se iban al mar en barca a pescar a línea. Yo no tomaba nunca parte en tales diversiones. Y cosa rara, el mar no había tenido todavía papel alguno en mi vida, a pesar de que llevaba siete años viviendo a la orilla de él. Durante todo este tiempo, no puse el pie en una barca ni eché al agua un anzuelo, ni tuve con el mar más relaciones que mis travesías de la ciudad a la aldea y de ésta a la ciudad. Los lunes, aparecía Karlson con la nariz tostada por el sol y la piel toda agrietada, jactándose de lo bien que lo había pasado paseando; a mí, estos placeres parecíanme remotos y ajenos por completo a mi vida. Aún no había apuntado en mí la gran pasión por la caza y por la pesca.
En la escuela preparatoria trabé gran amistad con Kostia, hijo de un médico. Tenía un año menos que yo, y era bajo de estatura, muy retraído, astuto y bribonzuelo, con ojillos penetrantes. Conocía al dedillo la ciudad, en lo cual me sacaba gran ventaja. No se distinguía gran cosa por la aplicación; yo, en cambio, sacaba siempre, desde el primer día, las mejores notas. Este Kostia estaba hablando siempre en su casa de mí, y un día, su madre, una señora pequeña y flaca, acudió a la mujer de mi primo a rogarle que permitiese a los dos muchachos hacer juntos los temas y ejercicios. Sometido el asunto a debate, en el que fue consultado mi parecer, decidiose asentir a lo solicitado. Compartimos por espacio de dos o tres años el mismo banco, hasta que hubimos de separarnos, por quedarse el otro atrás. Más aún seguimos siendo amigos durante mucho tiempo.
Kostia tenía una hermana, de dos años más que yo, que estudiaba en el Gimnasio. La hermana tenía amigas, y éstas hermanos. Las muchachas estudiaban música y los chicos hacían la corte a las amigas de sus hermanas. En las fiestas de cumpleaños, los padres recibían a sus invitados, y poco a poco iba formándose allí un mundillo de simpatías y rivalidades, valses, juegos, enemistades y envidias. Centro de este mundo era la familia de A., un comerciante rico, que vivía en la misma casa y en el mismo piso de la de Kostia, de modo que las dos viviendas daban a la misma galería sobre el patio, donde tenían lugar toda una serie de encuentros más o menos casuales. En esta familia flotaba una atmósfera muy distinta a la que yo estaba acostumbrado a respirar en casa de mis parientes. Piños de estudiantes y estudiantas de bachillerato flirteaban a todas horas bajo la benevolente sonrisa de la señora de la casa. En las conversaciones aparecía sin cesar el tema del amor. Yo manifestaba ante estas cuestiones el mayor desdén, aunque, a decir verdad, el tal desdén no tenía nada de sincero.
—Si alguna vez se enamora usted —me dijo, con tono de iniciada, la hermana mayor de la casa, una estudiante de catorce años— no deje de decírmelo en seguida.
—Bien puedo prometérselo, puesto que sé que a nada me obligo —le contesté yo, con esa displicente majestad del que está seguro de sí, pues no en vano cursaba ya segundo año de Instituto.
No habrían pasado dos semanas de esto, cuando las chicas organizaron una representación de cuadros plásticos. Delante de un gran paño negro salpicado de estrellas de papel de estaño, que le servía de fondo, la hermana pequeña, con los brazos en alto, simbolizaba la Noche.
—¡Qué bonita!, ¿verdad? —me dijo la hermana mayor, dándome con el codo.
Levanté la vista, y asintiendo en mi interior, decreté súbitamente llegada la hora de cumplir mi promesa. Poco después, la hermana mayor me sometía a un interrogatorio: —¿No tiene usted nada que decirme?
—Sí —contestele, con la mirada baja.
—¿Y quién es ella?
Pero la lengua no quería obedecerme. Me pidió que le dijese tan sólo la primera letra. Esto no costaba ningún trabajo. La hermana mayor se llamaba Ana, la pequeña Berta. La letra que apuntaron mis labios no fue la primera del alfabeto, sino la segunda.
—¿Be? —repitió la muchacha, visiblemente decepcionada. Allí terminó la conversación.
Al día siguiente fui, como todos los días, a casa de Kostia y atravesé, como de costumbre, el largo corredor del tercer piso que separaba las dos viviendas. Desde la escalera vi ya a las dos hermanas sentadas con su madre en la galería, delante de la puerta. Y pocos metros antes de llegar al grupo, sentí clavadas en mí, como alfilerazos, sus miradas. La pequeña, en vez de sonreír como las otras dos, volvía los ojos con una expresión de terrible indiferencia. No necesitaba más, para convencerme de que mi secreto había sido burlado. La madre y la hermana mayor me saludaron con un gesto que quería decir algo así como esto: “¡Vaya, vaya, jovencito, que ya sabemos lo que hay debajo de tanta seriedad!”. La pequeña me alargó la mano con un leño, sin mirarme a la cara ni estrechar la mía. Tenía delante casi toda la galería y el largo pasillo, que hube de recorrer bajo las miradas torturadoras de las tres mujeres, que parecían espetárseme como alfileres en la espalda. En vista de aquella traición imperdonable, decidí romper por completo con toda esta gente y no volver a visitarlas, olvidándolas y borrándolas para siempre de mi corazón. Las vacaciones, que no tardaron en comenzar, ayudáronme a llevar esta decisión a la práctica.
Inesperadamente para mí, un día resultó que era miope. Me llevaron a un oculista, y el oculista me recetó gafas. No se crea que este acontecimiento me entristeció en lo más mínimo; todo lo contrario, pues las gafas me daban, a mi parecer, gran importancia, y ya saboreaba, anticipándome a los hechos, la gran sensación que había de causar en la aldea cuando me presentase con mi nuevo aparato. Pero mi padre no se avino a soportar aquello. Para él, las gafas no eran más que lujo y petulancia, y categóricamente me exigió que prescindiese de ellas. Fue en vano que me esforzase por convencerle de que en clase no alcanzaba a distinguir las letras del encerado ni en la calle podía leer los rótulos de las tiendas. En la aldea sólo podía ponérmelas cuando él no me veía sin embargo, durante estas temporadas de vacaciones, me sentía más valiente, animado y emprendedor. Apenas pisar el pueblo, me despojaba automáticamente de la disciplina de la ciudad. Muchas mañanas, solo, me iba a caballo hasta Bobrínez, y volvía al caer la tarde. Eran 50 kilómetros de camino. Aquí, en la villa, podía pasearme tranquilamente con mis gafas, dándome aires de gran importancia. En Bobrínez no había más que una escuela municipal graduada. El gimnasio más próximo era el de Ielisavetgrado, que estaba a 50 kilómetros de allí. En cambio, había un gimnasio femenino con cuatro cursos. Durante el curso, las chicas tonteaban con los alumnos de la escuela graduada. Pero en verano se cambiaban las tornas, pues volvían de vacaciones, triunfando por el brillo de sus uniformes y la finura de sus modales, los estudiantes del Instituto de Ielisavetgrado, que eran los que tallaban. Reinaba un antagonismo cruel. Los chicos de la escuela, ofendidos, formaban pequeñas partidas, en las que, a veces, además del palo y la piedra, salía a relucir el arma blanca. Un día, estaba yo sentado, sin pensar en nada malo, en la rama de una morera que había en el huerto de una familia amiga, comiendo moras, cuando del otro lado de la tapia me lanzaron una pedrada a la cabeza. No era más que un pequeño episodio de aquella tenaz campaña, a ratos sangrienta, que no cesaba hasta que los privilegiados se volvían a sus clases, terminadas las vacaciones. Y en Ielisavetgrado ocurría algo parecido: durante el curso, los bachilleres campaban por sus respetos en las calles y en los corazones. Pero, al llegar el verano, retornaban de Kharkov, de Odesa y de otras Universidades más lejanas los estudiantes, y los chicos del Instituto tenían que batirse en retirada. Desatábase una lucha cruel. La infidelidad de las muchachas no tenía nombre. Sin embargo, allí era raro que saliesen a relucir otras armas que las del espíritu.
En la aldea jugábamos al crocket y a los bolos, y yo dirigía los juegos de prendas y decía insolencias a las muchachas. Un verano, aprendí a montar en la bicicleta que había construido Iván Vasilievich. Este aprendizaje me dio ánimos para montar luego, en Odesa, en una bicicleta acuática.
Además me arrastraba a guiar, sin ayuda de nadie, un caballo de raza enganchado a un cochecillo.
Ya había en Ianovka buenos caballos de lujo. Un día, le propuse al tío Brodski, el cervecero, montar conmigo.
—Supongo que no me tirarás, ¿eh? —me preguntó el viejo, poco aficionado a las aventuras arriesgadas.
—¡Por Dios, tío! —le repliqué con tono tal de indignación, que el tío, sin murmurar, aunque dando un gran suspiro, se decidió a subir al coche.
Empuñé las riendas, y coche y caballo avanzaron dejando atrás el molino por la calzada, que acababa de lavar y alisar una nube de verano. El caballo, ansioso de ponerse al galope y nervioso de tener que marchar cuesta arriba, pretende encabritarse. Le tiro de las bridas, y, apoyándome con los pies contra el hierro de la lanza, me levanto lo suficiente para que el tío no se dé cuenta de lo que ocurre. Pero el potro tiene también su orgullo, y es lo menos ocho años más joven que yo.
Sale corriendo camino adelante, como gato a quien atan una lata al rabo. Observo que mi tío, a mi espalda, ha dejado de fumar, respira más apresuradamente y se prepara a mandarme un ultimátum.
En vista de esto procuro acomodarme mejor en el asiento, aflojo las bridas y chasco la lengua muy alegre, como si animase más aún al caballo.
—¡Ojo con lo que hacemos, amiguito! —le digo cariñosamente a la bestia, cuando observo que va a ponerse al galope. Y abro los brazos con gran parsimonia. Noto que el tío se ha tranquilizado y vuelve a echar chupadas a su cigarrillo. Está ganada la partida, pero el corazón me palpita como el vientre del caballo.
De vuelta en la ciudad, torno a rendir la cerviz al yugo de la disciplina. No me cuesta gran trabajo.
Los juegos y los deportes ceden el paso a los libros, y, de vez en cuando, al teatro. Insensiblemente, casi sin razonamientos, voy sometiéndome a la ciudad. La vida urbana pasa por delante de mí sin que apenas la sienta. Y no sólo por delante de mí, pues tampoco las personas mayores se atrevían a sacar la cabeza más de la cuenta por la ventana.
Odesa era por entonces, seguramente, la ciudad más afamada en punto a policía de toda la Rusia policíaca. El comandante de la ciudad, un antiguo contralmirante a quien llamaban Selenio II, era un personaje importantísimo, en el que se unían un poder sin límites y un temperamento desenfrenado. Acerca de él corrían innumerables anécdotas, que los atemorizados habitantes de Odesa, se contaban en voz baja. Por aquellos años, una imprenta del extranjero publicó un libro en que se referían toda una colección de heroicidades del tal contralmirante. No recuerdo haberle visto más que una vez, y de espaldas, pero me bastó. El héroe erguíase tan alto como era en su coche, maldiciendo a diestro y siniestro con voz tonante y amenazando con el puño. A su paso los policías y los porteros se cuadraban, saludando militarmente y quitándose la gorra, y detrás de las cortinas y celosías acechaban caras de espanto. Yo ajusté las correas de la mochila y apresuré el paso todo lo que pude.
Y siempre que evoco la imagen del Estado ruso en los años de mi infancia se me representan las espaldas fornidas del jefe de la Policía de Odesa y su puño amenazador, y acuden a mis oídos aquellas palabrotas, que no se encuentran en los diccionarios.
Notas
[3] El “5” era la nota mejor, y el “1” la peor.

1888: El pequeño Lev Bronstein
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Lecturas y primeros conflictos
La naturaleza y los hombres no ocuparon nunca en mi espíritu un espacio tan grande como los libros y las ideas, y esta supremacía, que ya se afirmaba en la escuela, siguió manteniéndose durante toda mi juventud. A pesar de haber nacido en el campo, no sentía la naturaleza. Pasaron muchos años antes de que naciese en mí el interés y la inteligencia hacia ella, vencida ya la infancia y la primera parte de la mocedad. Durante muchos años, los hombres desfilaban por mi conciencia como sombras sin rumbo. Mis miradas se concentraban en ni interior y en los libros, de cuyas páginas sólo se alzaba nuevamente el problema de mi vida y de mi porvenir.
Mis lecturas datan del año 1887, en que Moisés Filipovich se presentó en Ianovka con un paquete de libros, entre los cuales estaban los cuentos populares de Tolstoi. Al principio, el ahondar en la lectura tenía más de fatigoso que de divertido. Cada nuevo libro presentaba nuevos problemas: palabras ignoradas, relaciones ininteligibles, los vagos contornos que separan al mundo de la realidad del mundo de la fantasía. Las más de las veces, no tenía nadie a quien dirigirme para que me aclarase las dudas. Me enredaba todo, volvía a comenzar, lo dejaba de nuevo para volver otra vez al ataque, y en estas vicisitudes, la alegría turbia del conocimiento se mezclaba con el miedo misterioso a lo desconocido. Mis lecturas de aquellos años eran algo así —no encuentro nada mejor a qué compararlas— como los viajes nocturnos por las estepas: crujir de las ruedas, voces que se cruzas, resplandor de las hogueras rompiendo las tinieblas al borde del camino, todo en una mezcla extraña de intimidad y de misterio, en que no se sabe qué ocurre ni quién es el viajero que pasa, ni hacia dónde se encamina, pues mal apenas si sabe uno mismo hacia donde se dirige, ni si avanza o retrocede. Con la diferencia de que en la lectura no hay nadie que le explique a uno el viaje como el tío Grigory en la estepa y le diga: aquel carro que ves allí cargado de mieses es uno de los nuestros.
En Odesa, la selección de las lecturas era incomparablemente más nutrida, y la dirección más amable también y más inteligente. Me entregué a los libros con ardor. A la hora del paseo, tenían que arrancarme a viva fuerza. Por el camino iba viviendo lo leído, para retornar al libro a la vuelta. Por las noches, ames de acostarme, suplicaba que me dejasen otro cuarto de hora, o por lo menos cinco minutos más, hasta acabar el capítulo empezado. No había noche en que no nos debatiésemos sobre el tema.
El anhelo de ver, de saber, de abarcarlo todo, que empezaba a despertarse en mí, buscaba un escape en aquel ansia devoradora de letra impresa, con las manos y los labios infantiles se lanzaban al torrente de las palabras. Todo lo que luego en la vida había de ofrecerme la experiencia de interés o de entusiasmo, de alegrías o de tristezas, contentase ya en las emociones de aquellas lecturas, como en sombra o en promesa, a modo de acuarela o dibujo abocetado.
Las horas, o mejor dicho medias horas, de lectura en voz alta durante las veladas en Odesa entre el término de la jornada y el sueño, fueron las más hermosas de mi infancia. Mi primo nos leía generalmente a Puskin o Nekrasov, con preferencia a éste. Pero llegaba la hora reglamentaria y Fanny decía:
—Es hora de irse a la cama, Liuvoska.
Yo la miraba con ojos suplicantes.
—Hay que ir a acostarse, mocito —refrendaba el jefe de la casa.
—¡Otros cinco minutos nada más! —imprecaba yo.
Me los concedían. Luego, me despedía de los dos con un beso y me iba a la cama, seguro de que lo mismo hubiera podido seguir escuchando toda la noche, para caer dormido como una piedra apenas posaba la cabeza en la almohada.
Sofía, una pariente lejana que cursaba el octavo año de Gimnasio, vino a pasar unas semanas en casa de mi primo, para curarse de un ataque de escarlatina. Era una muchacha muy inteligente y de mucha lectura, aunque privada de carácter y originalidad, que no tardó en irse apagando poco a poco. Yo estaba entusiasmado con ella, cada día le descubría nuevos conocimientos y capacidades, y en presencia suya dábame cuenta de mi nulidad. Le copié el programa de exámenes y la ayudé en otras varias cosas, a cambio de lo cual ella, durante la siesta, cuando todos se retiraban a descansar, me leía en voz alta; juntos compusimos un poema satírico en verso titulado “Viaje a la luna”. Durante este trabajo, yo no encontraba sosiego. Apenas exteriorizaba cualquier modesta iniciativa, mi colaboradora se apoderaba de la idea, la desarrollaba rápidamente, introducía en ella las más diversas variantes y le ponía a escape la rima; yo iba siempre a remolque. Pasadas las seis semanas de la cuarentena, Sofía se volvió a sus estudios, y me quedé otra vez solo; era como si me hubiese emancipado.
Entre los conocidos notables de mis parientes se encontraba Sergio Sytjevsky, viejo periodista, romántico e intérprete de Shakespeare, muy conocido en el Sur. Era un hombre de talento, pero muy dado a la bebida. Esto hacía que adoptase ante los hombres, incluso los niños, la actitud del que se siente culpable. Conocía a Fanny desde su niñez y la llamaba Faniuska. A mí, me tomó gran cariño desde su primer día. Después de preguntarme qué habíamos dado en la escuela me puso por tema una comparación entre El poeta y el librero, de Puskin, y Poeta y ciudadano, de Nekrasov.
Me eché a temblar. La segunda obra ni siquiera sabía que existiese, pero lo que más miedo me daba era tener que habérmelas con Sergio Sytjevsky, un escritor. Esta palabra resonaba en mis oídos como caída del cielo.
—Aguarda, que antes de nada vamos a leer las dos cosas —me dijo Sergio—, y dio comienzo a la lectura. Leía maravillosamente.
—¿Qué, supongo que lo habrás entendido? Pues ahora siéntate y escribe lo que se te ocurra.
Me llevaron al despacho y pusieron en mis manos las obras de Puskin y Nekrasov, tinta y papel.
—¡Pero si no puedo! —le dije al oído a Fanny, con tono trágico—. ¿Qué es lo que voy a escribir?
—No te pongas nervioso —me dijo mi prima, acariciándome la cabeza—; escribe sin preocuparse, lo que te venga a la pluma.
Su mano era suave, y su voz dulce. Poco a poco fui tranquilizándome, o por mejor decir tranquilizando mi atemorizado orgullo, y comencé a escribir. A la hora aproximadamente me llamaron.
Me presenté con un pliego grande, todo cubierto de escritura, y con un espanto como jamás lo había sentido en la escuela, y alargué mi trabajo al escritor. Éste recorrió con la vista unos cuantos reglones, y a poco, con ojos muy brillantes, exclamó: —¡Hora, hola, escuchen, lo que ha escrito aquí, es magnífico! —y se puso a leer en voz alta: —“El poeta vivía con la naturaleza, que tanto amaba, y cada uno de cuyos sonidos, los alegres como los tristes, encontraba eco en su alma”.
Sergio Sytjevsky levantó un dedo.
—Está admirablemente dicho: “Cada uno de cuyos sonidos, los alegres como los tristes, encontraba eco en el alma del poeta”.
Tan profundamente me conmovieron estas palabras, que se me han quedado grabadas para siempre.
A la hora de la comida, el periodista bromeaba con todos, y, animado por la bebida, pues para él no faltaba nunca vodka en aquella mesa, nos contó la mar de anécdotas y recuerdos. De vez en cuando, miraba para mí, y me decía:
—Has estado admirable, mereces que te dé un beso.
Y, después de limpiarse cuidadosamente la boca y los bigotes con la servilleta, se levantaba de la silla y, con paso vacilante, daba la vuelta a la mesa. Yo le veía acercarse, como si sobre mí se fuese a desatar una catástrofe, aunque fuera una catástrofe ansiada.
—Levántate, Liuvoska, y dale un beso —me ordenaba en voz baja Moisés Filipovich.
De sobremesa, Sergio nos recitó de memoria la sátira El sueño de Popov. Yo le escuchaba sin quitarle ojo, con la atención concentrada en aquel bigote gris del que brotaban las regocijantes palabras. La facha del periodista medio embriagado, no disminuía en lo más mínimo su autoridad a mis ojos, pues los niños tienen una gran fuerza de abstracción.
Algunos días, antes de oscurecer, Moisés Filipovich sacábame de paseo, y si estaba de buen talante íbamos charlando de lo divino y lo humano. En uno de estos paseos me contó el argumento de la ópera Fausto, que le gustaba extraordinariamente. Yo sorbía codiciosamente sus palabras y soñaba con ver representada la función en el teatro. El tono que de pronto tomó la voz en medio del relato hízome sospechar que allí había algún misterio oculto. Ya temía, compartiendo la emoción que en la voz palpitaba, quedarme sin saber cómo acababa aquello cuando Moisés, dominándose, prosiguió, como si no fuese nada: “Pues bien, ocurrió que Margarita dio a luz una criatura antes de casarse ”. Después de sortear este escollo, los dos nos sentíamos aliviados, y el relato pudo llegar a término sin mayores tropiezos.
Estando una vez en cama con la garganta vendada me dieron a leer, para entretenerme, el Oliver Twist, de Dickens. Aquel pasaje en que el médico del asilo de parturientas observa que la mujer no trae anillo de casada, me metió en un mar de confusiones.
—¿Qué quiere decir esto? —le pregunté a Moisés—. ¿Qué anillo es este de que habla aquí?
—Es —me explicó mi pariente, un tanto confuso— que las mujeres casadas llevan un anillo para distinguirse de las solteras.
Me acordé de la Margarita de Fausto, y, en mi imaginación, la tragedia de Twist giraba toda ella en torno a un anillo, en torno a aquel aniño que no existía. De los libros iba alzándose a empujones en mi conciencia el mundo cercado de las relaciones humanas, y muchas de las cosas que había oído, casi siempre en forma grosera y repelente, cobraban ahora, bajo el ropaje literario, un relieve de nobleza y generalidad, como si los libros lo exaltasen a una esfera superior.
Por entonces, andaba la gente muy preocupada con el drama de Tolstoi, El poder de las tinieblas, que acababa de aparecer. Todo el mundo hablaba de él como de una cosa extraordinaria y formulaba su juicio. Pobedonozev consiguió que el zar Alejandro III prohibiese su representación. Me constaba que, al retirarme yo a dormir, Moisés y su mujer se quedaban en el cuarto de al lado leyendo el drama; a mis oídos llegaba el murmullo de la lectura.
—¿No puedo yo leerlo también? —les pregunté.
—No, amiguito, es un poco temprano todavía para ti —me dijeron, con tono tan categórico, que no intenté siquiera replicar. Pero observé que el librillo, flamante y delgado, reposaba sobre aquella cornisa que yo conocía tan bien. Y aprovechándome de la ausencia de las personas mayores, en unos cuantos días me leí la obra de cabo a rabo. El célebre drama no me produjo, ni con mucho, la impresión que a los encargados de mi educación parecía causar. Los pasajes más trágicos, como aquél en que estrangulan al niño y en que uno de los personajes habla de cómo crujían los huesos, no se me representaban como una realidad espantosa, sino como una fantasía de libro y una invención escénica; es decir, que en realidad no los sentí.
Durante las vacaciones, descubrí en casa de mis padres, guardado en un armario viejo, pegando casi al techo, un librito pequeño que había traído de Ielisavetgrado mi hermano mayor. Al abrirlo, tuve en seguida el presentimiento de que estaba delante de algo extraordinario y misterioso. Era la relación de un proceso por violación y asesinato de una muchacha. Recuerdo que leí aquellas páginas, salpicadas de pormenores médicos y detalles jurídicos, con la misma emoción que si anduviese perdido de noche por un bosque, errante entre los árboles iluminados con fantástico resplandor por la luna, sin encontrar salida. Pero esta sensación no tardó en borrarse. El alma humana, y sobre todo la del niño, dispone de toda una serie de resortes, frenos, válvulas y amortiguadores que funcionan a la maravilla, y que nos guardan de las conmociones demasiado fuertes o prematuras.
Entré por primera vez en un teatro cuando estudiaba todavía en la escuela preparatoria. Aquello fue algo inmenso, y no encuentro palabras con que describirlo. Me habían mandado con Grigory Koldo, el portero de la escuela, a ver una representación ucraniana. Tomé asiento frente al escenario, blanco de emoción —así se lo contó luego mi acompañante a Fanny—, atormentado por una alegría que no acertaba a dominar. En los entreactos, me guardaba muy bien de moverme del sitio, para no perder nada de la función. Al final dieron una especie de sainete en un acto, titulado El inquilino de la trompeta. Ahora, la tensión del drama saltaba en carcajadas ruidosas. Todo me volvía dar vueltas en el asiento, con la cabeza rígida y los ojos clavados en el escenario. De vuelta en casa, les conté el argumento del sainete, esforzándome en recargar los detalles, para arrancar las mismas carcajadas de que acababa de ser testigo y actor. Pero hube de resignarme con amargura al ver que no acertaba a conseguirlo.
—¿Y qué, el Nazar Slodolia no te ha gustado, por lo visto? —me preguntó Moisés.
Comprendí que en aquella pregunta latía un secreto reproche. Entonces me vino al recuerdo el drama de Nazario, ahogado por la risa, y dije:
—Sí, ya lo creo, era muy hermoso.
Antes de entrar en el tercer curso, pasé una temporada de verano cerca de Odesa, en casa de mi tío, y allí presencié una función de aficionados, en la que un muchacho de mi escuela llamado Krugliakov tenía un papel de criado. Era un chico débil del pecho y lleno de granos, con ojuelos inteligentes, y muy enfermo. Conquistó en seguida toda mi simpatía, y le supliqué que me dejase representar con él una función. Elegimos El caballero avaro, de Puskin. A mí me correspondió el papel del hijo y a mi amigo el del padre. Entregado en cuerpo y alma a su dirección, dedicaba los días enteros a aprenderme de memoria los versos del poeta. ¡Era una emoción indecible! Pero pronto se vino todo a tierra, pues los padres de mi amigo le prohibieron tomar parte en las funciones, que le hacían mucho daño. Al reanudarse las clases, no pudo asistir a la escuela más que las primeras semanas. Yo le esperaba todos los días a la salida, y volvíamos juntos a casa hablando de temas literarios. Pronto Krugliakov desapareció para no volver. Supe que estaba enfermo en cama, y a los pocos meses llegó la noticia de que había muerto tuberculoso.
La fascinación del teatro me poseyó durante varios años. Después, empecé a apasionarme por la ópera italiana, que era el orgullo de Odesa. Estando en el sexto curso, daba una lección con el único y exclusivo fin de sacar dinero para el teatro. Durante varios meses anduve secretamente enamorado de una soprano, que tenía un nombre misterioso: Giuseppina Uget, y que me parecía un ser caído del cielo sobre las tablas del escenario.
Me tenían prohibida la lectura del periódico, pero como el régimen en este punto no era muy severo, poco a poco fui consiguiendo que me levantasen la prohibición, principalmente para los folletones. La prensa de la ciudad tenía el interés concentrado en el teatro, y, muy principalmente, en la ópera; la opinión pública de Odesa estaba entonces polarizada casi toda ella por la pasión teatral. Eran los únicos temas en que les estaba permitido a los periódicos apasionarse un poco.
Por aquellos días, se cotizaba bastante el nombre del ensayista Dorochevich, que no tardó en erigirse en árbitro de todos los pensamientos, a pesar de que sus temas eran casi siempre banales e indiferentes. Tenía, indudablemente, talento de escritor, y en sus folletones, por inocentes que fuesen, se abría una pequeña válvula al ambiente de opresión en que vivía la ciudad bajo el cetro policíaco de Selenio II. Yo me lanzaba todos los días con ardor sobre el periódico, buscando la firma de Dorochevich. En el entusiasmo por sus artículos coincidían entonces los padres, liberales moderados, y los hijos, que aún no habían tenido tiempo para rebelarse.
Desde mi temprana infancia me acompañó siempre, unas veces más y otras menos, aunque siempre reafirmándose, el entusiasmo por la palabra: escritores, periodistas, actores, encarnaban a mis ojos el más atractivo de los mundos, al que sólo los elegidos tenían acceso.
En el segundo curso empezamos a editar una revista. Moisés, mi pariente, con quien cambié largamente impresiones acerca del asunto, nos propuso su nombre: La Gota. El nombre quería significar que los alumnos del segundo curso del Instituto de San Pablo contribuían con su gota al océano de la literatura. Para explicar esto escribí una poesía, que debía hacer, además, funciones de artículo programático. En la nueva revista se publicaban versos y relatos, compuestos por mí la mayoría de ellos. Un dibujante se encargó de decorar la cubierta con un complicado ornamento.
Como alguien propusiese que se la enseñásemos a Krisjanovsky, se encargó de esta misión J., el alumno que vivía en su casa. Nuestro delegado cumplió su cometido a maravilla: se levantó del asiento, se plantó delante de la mesa del profesor, y, poniendo la Gota encima, con gesto seguro y firme, hizo una reverencia cortés y se volvió a su banco, con andar pausado y solemne. Todo el mundo se quedó aterrado, pensando en lo que iba a pasar. El profesor se detuvo a contemplar la cubierta, hizo una mueca con el bigote, con las cejas y con la barba, y comenzó a leer. En la clase reinaba un silencio absoluto; sólo las páginas de la revista crujían de vez en cuando. Al poco rato, Krisjanovsky se levantó del sillón y, con mucho sentimiento, leyó en voz alta mi poesía La gota pura.
—¿Qué os parece? —preguntó.
—Muy bien —contestaron unos cuantos chicos a coro, con voz bastante unánime.
—Está bien —dijo el profesor—, pero el autor de esta poesía no sabe lo que es medir un verso. ¿Vamos a ver, di, sabes lo que son dáctilos? —preguntó, volviéndose a mí, pues en seguida me adivinó tras el claro seudónimo.
—No señor, no lo sé —hube de confesar.
—Muy bien, pues voy a explicároslo.
Y dejando a un lado la gramática y la sintaxis, Krisjanovsky dedicó unas cuantas horas a iniciar a los alumnos del segundo curso en los secretos de la métrica.
—Y por lo que se refiere a la revista —concluyó, después de aquella digresión—, no hace ninguna falta que sea una revista; dejad estar en paz el océano de la literatura, y utilizadla sencillamente como cuaderno para vuestros ejercicios.
Importa saber que las revistas de estudiantes estaban prohibidas. Pero pronto había de tomar otro giro el problema, pues a poco de esto, el curso pacífico de mis estudios sufría una repentina interrupción y veíame expulsado del Instituto.
En mi vida abundan, ya desde la infancia, los conflictos nacidos, como diría un jurista, de la protesta contra el derecho escarnecido. Este motivo influía también, muchas veces, en mis amistades y enemistades con los compañeros. Sería cosa de nunca acabar, si fuese a contar aquí todos aquellos episodios. Pero hay dos conflictos de cierta importancia en mi vida escolar que no puedo pasar por alto.
El más importante de los dos me ocurrió, cursando ya segundo año, en la clase de Burnand, a quien llamábamos el Francés, aunque era suizo. La enseñanza del alemán hacía la competencia, en cierto modo al ruso. En cambio, el francés se quedaba bastante rezagado. La mayoría de los chicos lo aprendían ya en la escuela, y para los de la colonia alemana su estudio resultaba difícil y espinoso. Burnand no podía ver a los alemanes. Su víctima favorita era Wacker, mal estudiante, hay que reconocerlo. Pero un día, muchos, si no todos, sacamos la impresión de que le había puesto una mala nota sin razón ni motivo. Aquel día, el profesor estaba furioso y no hacía más que tragar pastillas.
—¡Vamos a darle un concierto!
Esta voz corrió de banco en banco, y los alumnos nos trasmitíamos la consigna guiñando el ojo y dándonos con el codo. Yo no me recataba, y acaso fuera de los más celosos agitadores. No era la primera vez que organizábamos uno de estos conciertos; al profesor de dibujo, al que no podíamos ver, pues nos estaba siempre castigando, le habíamos dado ya varios. El concierto consistía en ponerse a zumbar a coro con la boca cerrada, al terminar la clase, cuando el profesor volvía la espalda y se dirigía a la puerta; no había que despegar los labios, para no descubrirse. A Burnand le habíamos coreado ya dos veces, aunque en tono muy bajo, pues le teníamos miedo. Pero esta vez nos armamos de valentía, y apenas “el Francés” se echó el periódico debajo del brazo, desde los últimos bancos se alzó un rumor estrepitoso, que fue extendiéndose hasta llegar a los de junto a la puerta. Yo, por mi parte, procuraba contribuir al clamor en lo que podía. El profesor, que había pisado ya el umbral de la clase, se volvió de repente, plantose en medio del aula y se quedó mirando frente a frente al enemigo, con la cara verde de ira, lanzando centellas por los ojos, pero sin pronunciar palabra. Los alumnos, sobre todo los que estaban en los primeros bancos, procuraron poner cara de inocencia. Los de atrás se pusieron a revolver en las mochilas, como si no hubiera pasado nada. No había transcurrido medio minuto, cuando “el Francés” se dirigió de nuevo a la puerta, con paso furioso; los faldones del frac aleteaban, como si quisieran alzar el vuelo.
La retirada del profesor fue seguida por un estrépito unánime y arrebatado, que le acompañó pasillo adelante.
Al dar comienzo la clase siguiente presentáronse en el aula Burnand Schwannebach y Maier, el inspector, a quien llamábamos “el Carnero”, por sus ojos vidriados, su frente acarnerada y su gran estupidez. Schwannebach nos echó una especie de discurso preparatorio, en que procuró sortear lo mejor que pudo las celadas de los verbos y los casos, de la lengua rusa, que no dominaba. El inspector iba pasando revista con sus ojos de camero a las caras de los alumnos, y a los que tenían fama de rebeldes les llamaba por el nombre y les decía:
—Seguramente que tú estabas en el ajo.
Unos protestaban levemente, otros guardaban silencio. Por este procedimiento eligieron a unos quince alumnos, a quienes condenaron a una o dos horas de reclusión. A los demás nos dejaron marchar, entre ellos; a mí, a pesar de que Burnand, al tomar lista, se me quedó mirando —a lo menos así me pareció— con ojos inquisitivos. Yo no había hecho nada para quedar libre, pero tampoco había confesado. Salí de la clase más apenado que contento, pues parecíame que hubiera sido más divertido quedar castigado con los otros.
A la mañana siguiente —apenas había vuelto a acordarme del episodio del día anterior— me esperaba a la puerta de la escuela un compañero de los castigados: —Hoy te la vas a cargar, pues Danilov te acusó ayer al inspector y éste fue con el cuento al “Francés”; poco después llegó el director y estuvieron deliberando, y creo que van a echarte a ti la culpa de todo.
El corazón me dio un vuelco. Vi que otro inspector, Pedro Paulovich, se acercaba a mí y me decía:
—El señor director le espera a usted.
El hecho de que me estuviese aguardando a la entrada y el tono con, que me dijo aquello no auguraban nada bueno. Pregunté a los bedeles el camino, y por un pasillo que nunca había pisado llegue ante el despacho del director y me quedé parado a la puerta. El director cruzó por delante de mí y me miró con aire de misterio, meneando la cabeza. Yo estaba más muerto que vivo. Al poco rato volvió a salir y oí que mascullaba: “¡Bien, bien!”. Comprendí que aquello no prometía nada, bueno.
Pasados unos minutos, los profesores fueron saliendo, una tras otro, de la sala en que estaban reunidos; la mayoría de ellos se dirigieron rápidamente a sus clases, sin advertir mi presencia.
Krisjanovsky contestó a mi saludo con una mueca que venía a decir: “¡En buena te has metido! Me da lástima de ti, pero nada puedo hacer”. Burnand, en cambio, habiéndole yo saludado cortésmente, se me acercó contoneándose y tocándome casi a la cara con su barbilla odiosa, me dijo, y al decirlo agitaba los brazos: —¡El mejor alumno del segundo curso es un monstruo de inmoralidad!
Se estuvo un momento echándome su aliento impuro, y volvió a repetir:
—¡Un monstruo de inmoralidad! —dio la vuelta y se alejó.
En seguida le tocó el turno al “Carnero”. Éste me dijo con visible fruición:
—¡Vaya una pieza que estás hecho! ¡Ahora, ahora verás tú!
Las horas que siguieron fueron una larga tortura. En el aula, a la que no me dejaron pasar, habían suspendido las clases para tomar declaración a los alumnos. Burnand, el director, Maier y Kaminsky, otro inspector, se habían constituido en jueces investigadores en el sumario de aquel “monstruo de inmoralidad”.
La cosa había empezado porque uno de los que se quedaron castigados el día anterior le dijo a Maier:
—A nosotros nos dejan castigados y el culpable se marcha tranquilamente. A Bronstein, que azuzó a los otros y se cansó de gritar, le dejaron irse a casa; éste —que era Karlson— puede decirlo.
—Imposible —dijo Maier—. Bronstein es un muchacho muy bueno.
Sin embargo, Karlson, el que tan calurosamente me recomendara al pastor protestante como el hombre más sabio de Odesa, confirmó la denuncia, y tras él otros. En vista de esto, Maier mandó a buscar a Burnand, y como los animaran y espolearan desde arriba, contagiados además unos a otros por el ejemplo, no faltaron diez o doce chicos que se ofreciesen como delatores.
Ahora salía a relucir todo: el curso anterior, Bronstein, durante un descanso, había dicho tal y tal cosa del director; Bronstein había apuntado a tal y tal chico; Bronstein había intervenido en el “concierto” organizado contra Smigrodsky. Wacker, el que había sido causa de todo, declaró tranquilamente lo que sigue:
—Como todo el mundo sabe, cuando el profesor me puso la mala nota, me eché a llorar; Bronstein se me acercó, me puso la mano en el hombro y me dijo: “No llores, no seas tonto, vamos a escribir una carta al Rectorado del distrito para que expulsen a Burnand ”.
—¿Escribir a quién? —le preguntaron.
—Al Rectorado del distrito.
—No es posible. ¿Y qué le dijiste tú?
—Yo, nada; ¿qué iba a decirle?
—Sí, sí —intervino Danilov—. Bronstein nos propuso que escribiésemos una carta al Rectorado, pero sin firma, para que no nos expulsasen. Dijo que en vez de la firma pusiésemos todos una letra al pie de la carta.
—¡Hombre, no está mal! —exclamó Burnand, sin poder contener el entusiasmo—. De modo que una letrita, ¿eh?
Tomaron declaración a todos los chicos. Algunos negaron rotundamente lo ocurrido y lo no ocurrido. Entre éstos se encontraba Kostia R., que lloraba amargamente cuando vio cómo trataban de avasallar a su mejor amigo, el primer discípulo de la clase. Pero los delatores rechazaron la negativa obstinada en que se encerraban estos testigos, diciendo que eran amigos del reo. En la clase reinaba el pánico. A la mayoría de los chicos no les arrancaban palabra del cuerpo. Danilov, aquella mañana, estaba a la cabeza de la clase, cosa que no había conseguido hasta entonces ni volvió a conseguir nunca después. Entre tanto, yo aguardaba en el pasillo, a la puerta del despacho del director, junto al armario amarillo y bruñido, como si fuese un criminal peligroso. Los acusadores fueron puestos frente a frente al acusado en una especie de careo. Al fin, me mandaron irme a casa y decir a mis padres que se presentasen en el Instituto.
—Mis padres viven en el campo, lejos de aquí.
—Entonces, a los encargados de su educación.
Hace veinticuatro horas era, sin disputa, el primer discípulo de la clase, y muy a la zaga de mí venía el segundo. A mi sitial no llegaban ni los recelos del inspector Maier. Y he aquí que de pronto me veo precipitado a la sima y tengo que aguantar que Danilov, un holgazán y un perdido, me pisotee ante toda la clase y ante el claustro en pleno. ¿Qué he hecho para merecer este trato?
¿Defender con una energía excesiva a un compañero atropellado, que ni era amigo mío ni me simpatizaba? ¿Fiarme más de lo debido de la solidaridad de mis compañeros? Conforme me acercaba a casa, iba sintiéndome menos animoso. Se lo conté todo, tal como había ocurrido, con el rostro desencajado y el corazón agonizante, deshecho en llanto. Mis parientes me consolaron lo mejor que pudieron, pues la verdad es que la noticia les dejó helados. Fanny se fue a ver al director, a Krisjanovsky, a Iurtchenko; hizo lo indecible por explicarles, por convencerles, poniendo por testigo su propia experiencia pedagógica, todo sin que yo me enterase. Pasaron varios días.
Yo, sentado en un rincón —a mi lado, encima de la mesa, cerrada e inmóvil, la mochila de los libros—, estaba inconsolable. ¿Cómo iba a acabar todo aquello? El director dijo que convocaría una junta de profesores y les sometería la cuestión, para que ella decidiese. Pero esto tenía más de amenaza que de promesa. Celebrose la junta y Moisés fue a informarse del resultado. La emoción con que, corriendo el tiempo, había de aguardar a conocer la sentencia de un tribunal zarista no tiene punto de comparación con la que aquel día me dominaba, esperando el regreso de mi pariente. Por fin, sonó la puerta de la calle y oí los pasos familiares por la escalera arriba. Abriose la puerta que daba al comedor, y en este momento salió del otro cuarto Fanny. Eché a un lado, un Poquito nada más, la cortina, detrás de la cual tenía mi refugio.
—Expulsado —dijo Moisés con fatigado tono.
—¿Expulsado? —tornó a preguntar Fanny, a quien casi faltaba el aliento.
—Sí, expulsado —corroboró Moisés, en voz más baja todavía.
Yo no despegué los labios. Miré para Moisés y Fanny y volví a refugiarme detrás de la cortina. La mujer de mi primo, que fue a Ianovka a pasar las vacaciones de verano, contaba que, al oír lo de la expulsión, me había puesto amarillo como la cera, y que había tenido miedo de que me pasase algo. Pero no lloré; me sentía dominado por un gran desasosiego.
En el consejo de disciplina que me formaron, el debate giró en torno a tres formas de expulsión: una, me privaba de derecho a cursar en ningún establecimiento de enseñanza del reino; otra, me cerraba las puertas del Instituto de San Pablo, y otra, finalmente, me dejaba abierto el camino para volver a sus aulas. Al fin, recayó acuerdo sobre la fórmula más benigna. Yo temblaba pensando en cómo irían a tomar la cosa mis padres. Mis parientes hicieron todo lo posible para prepararlos y amortiguar el golpe. Fanny escribió una larga y detallada carta a mi hermana mayor, dándole instrucciones sobre el modo cómo había de transmitir la noticia a mis padres. Hasta finalizar el curso seguí en Odesa, y me fui a la aldea, como siempre, por vacaciones. Durante las largas veladas, cuando ya mis padres estaban en la cama me dedicaba a pintarles a mi hermana y a mi hermano mayor el desarrollo del asunto, imitando a los alumnos y profesores que habían intervenido en él. Y como todavía tenían frescos los recuerdos de sus años de escuela, y, además, me trataban como a una criatura, tan pronto meneaban la cabeza con gesto de reproche como se echaban a reír para celebrar mis gracias. De la risa, mi hermana pasaba al llanto y se estaba largo rato sollozando, con la cabeza apoyada en la mesa. Convinimos en que me fuese de viaje a algún sitio por una o dos semanas, para que, durante mi ausencia, ella lo pusiese en conocimiento de mi padre. Mi hermana temblaba de sólo pensar en esa entrevista. Ante el fracaso de los estudios de mi hermano mayor, mi padre había puesto en mí todas sus ilusiones y tras los primeros años, llenos de promesas, todo se derrumbaba.
Cuando, pasados ocho días, volví a casa con mi amigo Grisha, comprendí que ya lo sabían todo.
Mi madre saludó a mi amigo con grandes muestras de afecto y a mí hizo como si no me viese. En cambio, mi padre me trataba como si nada hubiese ocurrido. Hasta unos cuantos días después, volviendo del campo, tras una jornada abrasadora, y sentándose a descansar en el fresco zaguán de la casa, no hizo la menor referencia a lo ocurrido.
—Vamos a ver —me dijo, en presencia de mi madre—; explícame cómo le silbaste al director. ¿Fue así, metiendo dos dedos en la boca? —y al tiempo que lo hacía, se echaba a reír.
Mi madre, asombrada, paseaba la vista de uno en otro, y en su cara, la sonrisa luchaba con la indignación: ¿cómo era posible hablar con tal ligereza de cosas tan terribles? Pero mi padre no cejaba en su empeño:
—Vamos, anda, muchacho, di cómo le silbaste —y se reía cada vez con más ganas.
A pesar de lo apenado que estaba, complacíase evidentemente en pensar que su hijo, indiferente a su jerarquía, pues no en vano era el primer discípulo de la clase, se hubiese atrevido a silbar al director del Instituto. Fue inútil que me esforzase en convencerle de que no habíamos silbado, sino simplemente zumbado, y sin grandes extremos de audacia. Mi padre se empeñaba en salirse con la suya. Y, al cabo, terminó todo en que mi madre se echó a llorar.
Durante el verano, apenas cogí un libro ni me preocupé de preparar los exámenes. Lo ocurrido me quitó para una temporada el gusto del estudio. Pasé un verano desasosegado, disputando e irritándome a cada instante, y me volví a Odesa dos semanas antes de empezar los exámenes. Mas tampoco en la ciudad sentía grandes deseos de estudiar. Preparé celosamente el examen de francés, pero Burnand se limitó a hacerme unas cuantas preguntas superficiales. Los demás profesores hicieron lo mismo, y fui admitido en el tercer curso. Aquí volví a encontrarme con la mayoría de los compañeros, de los cuales unos me habían traicionado, otros defendido y otros abandonado en cauto silencio. El recuerdo de lo pasado fue, durante mucho tiempo, norma de amistades y antipatías. Había muchos a los que no hablaba ni saludaba, y en cambio, me sentía íntimamente compenetrado con los que me habían sostenido en los momentos difíciles.
Fue, en cierto modo, mi primera experiencia política. Aquellos tres grupos que cristalizaron en torno al episodio estudiantil: los acusones y envidiosos de un lado, y de otro los amigos, bravos y nobles, y, flotando entre los dos,, la masa neutral de los vacilantes e indecisos, no se diferenciaban gran cosa de los que luego había de tropezarme repetidamente en la vida, bajo las más diversas circunstancias.
Las calles estaban todavía cubiertas de nieve, pero empezaba a irse el frío. Los tejados, los árboles y los gorriones, respiraban ya primavera. El alumno del cuarto curso del Instituto de San Pablo iba camino de casa, cogiendo con la mano, contra todas las reglas de la conveniencia, una de las correas de la mochila, que tenía rota la hebilla. El largo abrigo le pesaba ya sobre el cuerpo, ligeramente sudoroso. Además, el muchacho sentía hoy una vaga nostalgia. Lo veía todo y veíase a sí mismo bañado en una luz nueva. El sol primaveral decíale que había en el mundo algo inmensamente más grande y misterioso que las clases y el inspector y aquella mochila que le bailaba sobre la espalda, más grande que el estudio y el ajedrez y la merienda y aún que las lecturas y el teatro y la vida toda de cada día. Y la nostalgia de este algo ignorado e imperioso que se alza sobre el hombre, cualquiera que él sea, se adueñaba hoy de todo el ser del muchacho, le calaba los huesos y despertaba en su interior una sensación dolorosa y dulce de agotamiento.
Cuando entró en casa, le zumbaba la cabeza, y una música torturante le cantaba en las sienes.
Arrojó la mochila sobre la mesa, se tendió encima de la cama, hundió la cabeza en la almohada y, sin saber por qué, rompió a llorar a solas. Para encontrar una justificación a aquellas lágrimas, púsose a evocar las escenas tristes de los libros leídos y de su propia vida, y era como si echase nuevo combustible a su cálido cuerpo. Aquellas lágrimas eran las de la nostalgia de la primavera.
El muchacho tendría entonces unos catorce años.
Desde mi infancia, venía padeciendo de una enfermedad, que los médicos habían diagnosticado oficialmente como un catarro crónico del tubo digestivo, y que había de enlazarse íntimamente a mi vida. Tenía que estar tomando a cada paso medicinas y guardando dieta. Cualquier excitación nerviosa me producía trastornos intestinales. Estando en el cuarto curso, la enfermedad se me agudizó de tal modo, que hube de suspender los estudios. Después de un largo e infructuoso tratamiento, decidieron mandar el enfermo al campo.
La sentencia de los doctores, al conocerla, me causó más satisfacción que pena. Pero, para que fuese ejecutiva, había que conseguir el refrendo de mis padres. No había más remedio que buscar en la aldea alguien que me diese lección, si no quería perder un año. Esto aumentaba los gastos, cosa que en Ianovka no se veía nunca con buenos ojos. Sin embargo, todo se arregló, gracias a Moisés Filipovich, que buscó, para que me diese lección, a un antiguo estudiante, G., un hombrecillo pequeño con una gran melena, salpicada ya de canas en las sienes. Era de la casta de los fracasados, un tanto vanidoso y fantástico, muy hablador y sin ningún carácter, con un poco de cultura universitaria. Hacía versos, y hasta había llegado a publicar dos en un periódico de Odesa. Traía siempre consigo los dos números del periódico en que se habían publicado sus poesías, y a cada paso los andaba enseñando. Mis relaciones con él eran de carácter violento y tendían por momentos a empeorar. Al principio, adoptó una actitud muy familiar conmigo y no se cansaba de decir, viniese o no a cuento, que quería ser mi amigo. En prenda de amistad sin duda, me enseñó el retrato de una tal Claudia, y me habló de no sé qué complicadas relaciones que mantenía con ella.
De pronto, empezó a mostrarse retraído y a exigir de mí el respeto del discípulo hacia el profesor.
Este insensato tira y afloja acabó mal, pues un día tuvimos una disputa ruidosa y rompimos para siempre. Mas tampoco este episodio había sido estéril para mí. Al fin y al cabo el hombrecillo de las sienes canosas me había iniciado en los misterios de sus relaciones con una mujer que, vista en el retrato, me pareció imponente. Con esto, ya me tenía yo por un hombre.
En los últimos cursos, la enseñanza de la literatura pasaba de manos de Krisjanovsky a las de Gamov. El tal Gamov era un hombre rubio, joven todavía, esponjoso, enormemente corto de vista y enfermizo, que no daba chispa nunca ni sentía el menor amor por la enseñanza. La clase iba trotando detrás de él, toda aburrida, de capítulo en capítulo. Además, andaba atrasado en todo y dejaba siempre para última hora el revisar nuestros temas. En el quinto curso, era obligación hacer cuatro temas escritos. Yo me entregaba con pasión a estos trabajos, y no sólo leía las fuentes recomendadas por el profesor, sino que consultaba muchos libros más, tomaba nota de datos y de citas, empleaba y modificaba las frases que me agradaban y trabajaba con el mayor entusiasmo, sin detenerme siempre en las lindes del plagio candoroso. No era el único alumno de la clase que tomaba con interés estos trabajos escritos. Esperábamos llenos de emoción —unos con miedo y otros con esperanza— que el profesor nos los devolviese calificados. Pero, pasaban los días y no los veíamos. Al llegar el segundo trimestre, se repitió la cosa. En el tercer trimestre, entregué al profesor un cuaderno, lleno. Pasaron dos, tres semanas, y el profesor no nos daba —noticia de nuestros trabajos. Se lo recordamos, lo más discretamente que pudimos, y nos contestó con una evasiva. Al día siguiente, Jablonovsky, uno de los que con más entusiasmo tomaban aquellos trabajos, le preguntó al profesor, sin andarse ya con rodeos, cómo era que no teníamos la menor noticia acerca de la suerte de los temas escritos y qué había ocurrido con ellos. Gamov le quitó la palabra groseramente. Pero el chico no se amilanó. Abrió desmesuradamente los ojos, cubiertos de espesas cejas, se movió nerviosamente en el banco, y repitió, levantando aún más la voz, que de este modo no se podía trabajar.
—¿Quiere usted tener la bondad de sentarse y guardar silencio? —le preguntó el profesor.
Jablonovsky no hizo ni lo uno ni lo otro.
—¡Haga usted el favor de salir de clase! —le gritó Gamov, desde lo alto de la cátedra.
A pesar de que hacía mucho tiempo que no mantenía buenas relaciones con Jablonovsky y de que la aventura de la clase del “Francés” me había enseñado a ser cauto, comprendí que no debía callar, y dije, volviéndome al profesor:
—Usted perdone, Jablonovsky tiene razón, y todos estamos a su lado
—Sí, señor, sí, señor —oyose aquí y allá.
El profesor guardó un momento silencio, confuso, pero pronto montó en cólera:
—¿Cómo, qué es esto? —bramaba—. Yo sé muy bien lo que tengo que hacer, sin recibir lecciones de nadie Están ustedes faltando al orden
Le habíamos tocado en el punto más sensible.
—Lo que queremos es ver los trabajos, ¡ni más ni menos! —dijo otro, levantándose.
El profesor estaba indignadísimo:
—¡Jablonovsky, salga usted de clase!
Pero el chico no se movía del sitio.
—¡Sal, hombre, sal!, ¿qué pierdes con eso? —le apuntaban de varias partes.
Al cabo, Jablonovsky, alzándose de hombros, abriendo mucho los ojos y taconeando, salió del aula y cerró la puerta con estrépito.
Al empezar la clase siguiente, apareció en el aula Kaminsky, pisando sin hacer ruido sobre sus tacones de goma. La cosa no prometía nada bueno. En la clase reinaba gran silencio. El director, con su voz cálida de falsete en que se adivinaba al hombre que bebía, y tras una amonestación breve, pero severa, en que nos amenazaba con la expulsión, decretó las penas por lo ocurrido: a Jablonovsky, veinticuatro horas de cárcel y una mala nota en comportamiento; a mí veinticuatro horas de cárcel, y al tercero doce horas; Era la segunda piedra que se alzaba en el camino de mis estudios. Pero la cosa no tuvo, peores consecuencias. El profesor no nos devolvió los trabajos y hubimos de renunciar a ellos.
Aquel año murió el Zar. La noticia nos pareció algo inmenso e inverosímil, pero lejano; algo así como un terremoto ocurrido en lejanas tierras. No recuerdo que ni yo ni mis compañeros sintiésemos la menor compasión o simpatía hacia el Zar enfermo, ni asomo de dolor por su muerte. Al entrar en el Instituto, al día siguiente, observé que reinaba allí un pánico grande e inmotivado. ¡Ha muerto el Zar!, se decían los chicos unos a otros, sin saber cómo comentar aquello. No encontraban palabras con que expresar lo que sentían, pues le faltaba una idea clara acerca del acontecimiento. Lo que sí sabíamos era que no había clases y de esto todo el mundo se alegraba, aunque la alegría era mayor en los que no habían estudiado las lecciones y temían que les llamasen. Conforme iban llegando los alumnos, el portero los expedía al paraninfo, donde estaba todo preparado para decir un oficio de difuntos. El pope, con sus gafas de oro, pronunció un pequeño sermón de circunstancias. Entre otras cosas, dijo que si los hijos no tienen consuelo cuando muere un padre, indecible debía ser el dolor de todos ante la muerte del padre de un pueblo. Sin embargo, nadie sentía el dolor más mínimo. El oficio de difuntos era interminable, fatigoso y aburrido. Se circularon órdenes para que nos pusiésemos un crespón en la manga izquierda y un lacito de luto en la escarapela de la gorra. Luego, volvió todo a la normalidad.
En el quinto año, empezamos ya a hablar de los estudios universitarios y del camino que pensábamos seguir en la vida. El tema predilecto eran los exámenes de ingreso en la Universidad, lo mucho que suspendían los profesores de San Petersburgo y las celadas que tendían a los examinados; decíase que había en la capital verdaderos artistas que preparaban a los estudiantes para el examen. En Odesa conocíamos a varios chicos que iban todos los años a San Petersburgo a examinarse y todos los años volvían suspensos, a continuar su preparación. Pensando en la suerte que les aguardaba, había muchos a quienes se les paralizaba el corazón de terror dos años antes.
El sexto curso transcurrió sin contratiempo. Todo el mundo ansiaba emanciparse cuanto antes del yugo del Instituto. Los exámenes de bachillerato verificábanse con gran solemnidad y tenían lugar en el paraninfo, ante un tribunal del que formaban parte varios profesores de Universidad del distrito. El director procedía a abrir solemnemente, al comienzo de cada sesión, el sobre en que se contenían los temas para el ejercicio escrito, formulados por las autoridades del distrito académico. Al conocerlos, exhalábamos todos un suspiro, como si nos lanzásemos a un pozo de agua fría.
Dominados por la excitación nerviosa, aquellos temas nos parecían inasequibles, pero poco a poco comprendíamos que la cosa no era tan grave. Y conforme iba expirando el plazo de dos horas de que disponíamos, los profesores nos ayudaban a burlar la vigilancia de la comisión examinadora.
Cuando hube terminado mi trabajo, no lo entregué, sino que, siguiendo las instrucciones más o menos tácitas de Krisjanovsky, el inspector, me quedé en la sala, para ayudar a los necesitados de asistencia.
Había un séptimo curso complementario, pero como en el Instituto de San Pablo no se hallaban organizadas sus enseñanzas, teníamos que pasar a otro establecimiento. Ya éramos ciudadanos libres. Previamente, nos habíamos equipado para el caso con ropas civiles. El mismo día en que nos entregaron las papeletas de examen, nos fuimos, formando un gran grupo, al jardín de una cervecería, una especie de café cantante, en que tenían rigurosamente prohibida la entrada a los alumnos del Instituto. Tocados de corbata y con el cigarrillo en la boca, nos sentamos en torno a una mesa delante de dos botellas de cerveza. Interiormente, estábamos asustados de nuestra hazaña. Todavía no habíamos abierto la primera botella, cuando se presentó allí Guillermo, un vigilante del Instituto, a quien llamábamos “Cabrita”, pues su voz parecía un balido. Instintivamente, hicimos ademán de levantarnos, y quién más quién menos, todos nos sentimos dominados por un leve terror. Pero no pasó nada.
—¿Qué, ya estáis aquí? —nos dijo Guillermo, con un leve tinte de nostalgia y estrechándonos a todos la mano, como si con ello nos hiciese un favor.
El más viejo de todos, K., que llevaba un anillo en el dedo meñique, le invitó cínicamente a un vaso de cerveza. Esto era ya demasiado. Guillermo rechazó la invitación con mucha dignidad, se despidió a toda prisa y siguió su camino, a ver si atrapaba a algún chico que se hubiese aventurado a cruzar el cercado de la cervecería. Entre tanto, nosotros nos entregamos a la cerveza, con el sentimiento de nuestra propia dignidad realzado por aquel incidente.
Los siete años que, incluyendo el de la escuela preparatoria, hube de pasar en el Instituto, no dejaron de tener sus encantos, pero fueron más las torturas. En general, el recuerdo de los tiempos de escuela se me representa teñido de color gris, por no decir negro. Por encima de todos los episodios, escolares, los alegres como los tristes, alzábase aquel régimen lamentable de formalismo burocrático y de ausencia de espíritu. Creo que no hay un solo profesor del que pueda acordarme con verdadero afecto. Y eso que aquel Instituto no era de los peores. Sin embargo, en sus aulas me equipé con los conocimientos elementales y aprendí a estudiar de un modo sistemático y a guardar una cierta disciplina de conducta, condiciones todas para las que había de encontrar empleo más tarde. Además, los años de Instituto, aunque no fuese ésa su verdadera misión, pusieron en mí los primeros gérmenes dé hostilidad hacia el orden existente. Y estos gérmenes puedo asegurar que no cayeron en terreno baldío.

1897: Con amigos (Ilya Sokolovsky, Alexandra Sokolovskaya, quien luego sería la primera esposa de Trotsky, y Dr. Ziv)
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La ciudad y la aldea
Pasé en la aldea, sin interrupción, los nueve primeros años de mi vida. En los siete años que siguieron iba a pasar allí los veranos, y a veces las vacaciones de Pascua y de Navidad. Hasta los dieciocho años, aproximadamente, me sentí íntimamente unido a Ianovka y a su ambiente y aledaños. En los primeros años de mi infancia, la aldea ejerció un influjo omnipotente sobre mi vida.
En los siguientes hubo de luchar con la ciudad por la primacía, hasta que al cabo se alzó ésta con la victoria.
La aldea me familiarizó con la agricultura, con el molino, con la gavilladora americana; hizo desfilar ante mis ojos a los campesinos, los del lugar y sus alrededores, los que traían al molino su molienda y los que acudían de las lejanas tierras ucranianas a buscar trabajo en la finca, con la guadaña y el hatillo al hombro. Mucho de lo que me enseñó la aldea cayó más tarde en el olvido o fue esfumándose en la memoria, pero a cada nuevo vaivén de mi vida, sale a la superficie, viene en su auxilio un trozo de aquel pasado. A la aldea debo el haber conocido en la realidad los tipos de la antigua nobleza decadente y de la riqueza capitalista en ciernes. Aquellos años me presentaron también, en su natural rudeza, no pocos aspectos de las relaciones humanas, preparándome así, por contraste, para sentir con mayor fuerza el tipo de cultura, más elevado aunque más contradictorio, de las ciudades.
El antagonismo entre la ciudad y el campo se alzó ya ante mi conciencia en las primeras vacaciones. Una gran impaciencia me dominaba, cuando me puse en viaje. El corazón me saltaba de gozo. Sentía ansia de volver a ver la aldea, de que volviesen a verme todos. En Novi Bug me encontré con mi padre, que salía a recibirme. Le enseñé mis magníficas notas y le expliqué que era ya estudiante de Instituto y necesitaba un uniforme de gala. Un carro entoldado nos llevaba a través de la noche; no lo conducía el cochero, sino un hombre joven, administrador de la finca. En la estepa soplaba un frío húmedo; me envolvieron en un amplio abrigo de paño. El viaje, el cambio de ambiente, los recuerdos y las impresiones teníanme como embriagado. Sin guardar un punto de silencio, hablando incesantemente, fui contándole a mi padre los recuerdos de la escuela, de la casa de baños, de mi amigo Kostia R., del teatro; al llegar a este punto le relaté el argumento del Nazar Slodolia y del Inquilino de la trompeta. Mi padre me escuchaba, a ratos quedábase dormido y se despertaba sobresaltado; luego, se dibujaba en su cara una sonrisa de satisfacción. El hombre que conducía meneaba de vez en cuando la cabeza y se volvía al amo, como diciendo: ¡Vaya cosas magníficas que nos cuenta! Hacia el amanecer me quedé dormido y fui a despertar en Ianovka.
Encontré la casa lamentablemente pequeña, el pan de centeno negro, y la vida toda de la aldea familiar y extraña a la vez. A mi madre y a mis hermanos les conté también lo del teatro, pero ya no puse en el relato el entusiasmo de la primera vez. En el taller, Vitia y David me parecieron enormemente cambiados, casi no los conocí; habían crecido y se habían hecho hombres. También yo les parecía otro. Como me tratasen de usted, quise protestar.
—¿Cómo quiere usted que le tratemos —me contestó David, moreno, flaco y retraído—, si ahora es usted una persona de estudios?
Iván Vasilievich se había casado durante mi ausencia. La cocina de la servidumbre, que estaba al lado del taller, había sido reformada para vivienda suya, y la cocina estaba ahora en una especie de choza nueva detrás de aquél.
Pero estos cambios eran lo de menos. Entre mí y los recuerdos, asociados con mi niñez alzábase ahora un no sé qué nuevo que era como un muro. Todo me parecía lo mismo y cambiado. Los objetos y las personas. Y algo había cambiado, indudablemente, durante este año que yo había estado fuera. Pero más que la realidad había cambiado el prisma a través del cual la veía. A partir de aquel día en que llegué a la aldea empecé a sentirme como distanciado de mi familia; y esta crisis, que empezó por nada, con el tiempo acabó siendo seria y profunda.
El influjo cambiante de la ciudad y la aldea empañó toda una primera época de mis estudios. En la ciudad, sentíame mucho más encajado en mis relaciones, y excepción hecha de algunos conflictos aislados, aunque turbulentos, como el del “Francés” o el del profesor de literatura, dejábame ir insensiblemente a la zaga de la disciplina familiar y escolar. Ello no se debía solamente al régimen de la familia con quien vivía, en cuya casa reinaban normas inteligentes y un nivel relativamente alto en punto a las relaciones personales, sino a la autoridad que sobre mí ejercían los hábitos de la vida urbana. En la ciudad, aunque las contradicciones no eran menores que en el campo, sino al contrario, aparecían, sin embargo, encubiertas, reglamentadas, sujetas a un orden. Los representantes de las diferentes clases sociales sólo entraban en contacto para algún asunto, desapareciendo luego a los ojos de los otros. En la aldea, todo se desarrollaba ante la mirada de los demás. Los lazos de dependencia que ataban a unos hombres con otros aparecían en descubierto, como los muelles de un sofá despanzurrado. En la aldea, yo me mostraba mucho más insumiso y camorrista. Hasta con Fanny Solomonovna, cuando venía a visitarnos, tenía que discutir y mostrarme grosero, si por acaso se le ocurría, discretamente, tomar partido por mi madre o mis hermanas; en cambio, en la ciudad nunca me animaron hacia ella más que sentimientos de bondad y de ternura. Muchas veces, surgían conflictos por nada, aunque eran más frecuentes los que tenían un fundamento serio.
Heme aquí vestido con un traje de lienzo recién lavado, el talle ceñido por un cinturón de cuero con hebilla de metal y la gorra blanca adornada con una escarapela amarilla que refulge al sol.
¡Una maravilla! Ansioso de que todo el mundo me viese —era en los días más calurosos de la cosecha— salí con mi padre a los campos. Al frente de la cuadrilla de once segadores y doce agavilladoras coronaba la cumbre el más viejo de todos. Arkhipo, un hombre de ceño sombrío, aunque blando de carácter. Ya cortan las mieses y el aire de fuego doce guadañas. Arkhipo lleva las piernas metidas en calzoncillos sujetos por un botón de hueso. Las jornaleras traen sayas rotas, y algunas sólo visten una camisa sucia. A lo lejos, se oyen silbar las guadañas, como si en ellas cantase la canícula.
—¡Trae acá —dice mi padre—, voy a ver cómo está el trigo! —Y cogiendo la guadaña que le alarga el segador, va a ocupar su puesto.
Me quedo mirándole sin quitarle ojo. Mueve los brazos sin hacer el menor esfuerzo, como si no trabajase, como si se dispusiese a trabajar tan sólo, suavemente, y a cada vez da un pasito corto, como si tentase el suelo, buscando un sitio para pisar. Se ve que siega con gran facilidad, sin ostentación alguna, y aunque no tenga la seguridad de movimientos del segador, su corte es ceñido e igual; el campo queda, rapado y la mies va formando un montón bien perfilado a su izquierda.
Arkhipo le mira de reojo y se le nota que el trabajo de mi padre no le desagrada. Los demás le contemplan a su modo, unos con simpatía y admiración, otros fríamente, como si pensasen: hacen bien en segar, pues para eso es su trigo; además, no lo hace más que por lucirse. Es posible que entonces no tradujese en palabras tan precisas aquellos gestos, Pero me daba cuenta perfectamente de la complicada mecánica de relaciones que allí alentaba. Cuando mi padre se hubo alejado para inspeccionar otra parte del campo, intenté yo coger la guadaña.
—Cuidado, la mies se coge con el filo, con el filo, y a la punta se la deja campo libre, sin apretar.
Pero la emoción no me deja encontrar el filo, y al tercer golpe hincó la punta en tierra.
—¡A ese paso —me dice el segador viejo—, pronto va usted a acabar con la guadaña; aprenda de su padre!
Veo la burla que baila en la mirada irónica de las jornaleras morenas y cubiertas de polvo y me apresuro a retirarme, con mi escarapela en la gorra, chorreando sudor.
—¡Ve con tu mamá, a comer pasteles! —me grita allá a lo lejos una voz de burla. Es la voz de Mutusok, un segador negro como el betún, que lleva ya tres veranos trabajando en nuestra finca. Viene de la colonia y es un hombre expeditivo y de lengua suelta; hace un verano, en presencia mía, y para que yo lo oyese, dijo unas cuantas cosas mordaces, pero muy exactas, acerca de los señores.
Mutusok me simpatiza, por su atrevimiento y su destreza, pero al mismo tiempo despierta en mí, con sus burlas, que no recata, un cierto odio. Quisiera decir algo que ganase su simpatía, o si no llamarle al orden y humillarle, pero no se me ocurre nada.
Al volver del campo, veo delante de nuestra puerta a una mujer descalza. Está sentada junto a la piedra, apoyada contra la pared, pues en la piedra no se atreve a sentarse; es la madre de Ignacio, un pastorcillo medio idiota. Ha venido andando siete verstas a buscar el rublo que le dan de jornal, pero no hay en casa nadie para pagarle y se estará aguardando hasta el anochecer. Se me encoge el corazón viendo aquella figura, encarnación viva del servilismo y la miseria.
Al año siguiente, las cosas no cambiaron, ni mucho menos. Volviendo un día de jugar al crocket, me encontré en la corraliza con mi padre, que regresaba del campo, cansado, de mal humor, cubierto de polvo, acosado por un aldeanillo descalzo y sucio, con los pies negros.
—¡Por Dios, déjeme usted la vaca! —suplicábale, jurando que no volvería a dejarla entrar en los trigos.
—No es tanto lo que come —le contestó mi padre— como lo que estropea.
El aldeano repetía una y otra vez las mismas palabras, y en sus súplicas palpitaba el odio. Esta escena me produjo una gran impresión y conmovió hasta la última fibra de mi cuerpo. El contento con que volvía del juego entre los perales, después de derrotar a mis hermanas, desapareció, arrastrado por una aguda crisis de desesperación. Me deslicé por delante de mi padre, corrí a mi cuarto, hundí la cabeza entre las almohadas y rompí a llorar amargamente , sin acordarme de que era ya un alumno del Instituto. Mi padre traspasó el umbral, y entró al comedor, seguido siempre por el hombrecillo. Oí voces. A poco, el aldeano se retiró. Volvió mi madre del molino, la oí hablar y oí el ruido de platos; estaban poniendo la mesa; mi madre me llamó a comer ; no contesté; seguía llorando. Poco a poco, las lágrimas iban serenándome. Se abrió la puerta del cuarto y vi a mi madre que se inclinaba sobre mí.
—¿Qué tienes, Liuvoska?
No contesté. Mis padres se pusieron a cuchichear.
—¿Lloras porque te da pena del aldeano? Ya le hemos entregado la vaca sin ponerle ninguna pena.
—No, no lloro por eso —sonó mi voz entre las almohadas, avergonzado y torturado por la causa de mi llanto.
—No le hemos puesto ninguna pena —repitió mi madre.
Fue mi padre quien se dio cuenta de las verdaderas razones y se las explicó. Al verme pasar, con sólo una mirada rápida, pudo darse cuenta de muchas cosas.
Un día, estando fuera mi padre, se presentó el “uriadnik”, un sujeto vulgar, codicioso y cínico, y pidió los pases de los jornaleros. A dos de ellos les había expirado ya el plazo. Mandó que los trajesen inmediatamente y los apresó, para enviarlos, de etapa en etapa, a su distrito. Uno de ellos era un viejo, con el cuello moreno lleno de grandes arrugas; el otro un joven, sobrino del primero.
Al llegar al zaguán, brincaron las huesudas rodillas en tierra, primero el viejo y luego el joven, y tocando casi el suelo con la cabeza, suplicaron: —¡Déjenos usted, por Dios, tenga usted compasión!
El uriadnik, fornido y sudoroso, se entretenía en jugar con el sable mientras bebía el vaso de leche fría que le habían subido de la bodega:
—Yo no gasto compasión más que en los días de fiesta, y hoy no me toca.
Yo, que estaba como sobre ascuas, me aventuré a pronunciar, con voz insegura, unas cuantas palabras de protesta.
—Con usted, joven, no va esto —me dijo el gendarme, con tono claro y severo, y mi hermana mayor me hizo con el dedo serías de que me callase. El uriadnik se llevó a los obreros conducidos.
Durante las vacaciones, me encargaban de llevar los libros, es decir, de asentar, turnándome con mi hermano y mi hermana mayores, los jornaleros que trabajaban en la finca, sus salarios y los pagos hechos en productos y en dinero. Muchas veces, ayudaba a mi padre a hacer la paga, y la presencia de los obreros daba frecuente ocasión a pequeños choques e incidentes velados entre nosotros. No es que se les hiciese objeto de ningún engaño, pero las condiciones fijadas eran mantenidas con gran rigor. Los jornaleros, particularmente los viejos, no tardaron en observar que el chico tendía a favorecerles, y esto irritaba a mi padre.
Cuando la desavenencia era muy aguda, cogía un libro y me marchaba, y muchas veces no me presentaba a comer. En una de estas crisis me cogió una vez, en medio del campo, una tormenta; no cesaba de tronar y llovía a raudales, como suele hacerlo en la estepa; los rayos que caían por todas partes, parecían apuntar todos para mí. Yo me estaba impertérrito, calado hasta los huesos, con los zapatos encharcados y la gorra chorreando. Cuando volví a casa, todo el mundo se me quedó mirando en silencio y de reojo. Mi hermana me dio ropa para que me mudase, y de comer.
Al terminar las vacaciones, solía llevarme mi padre a Odesa. En el cambio de tren no tomábamos mozo; cargábamos nosotros con el equipaje. Mi padre cogía los bultos de más peso, y por las espaldas y los brazos agarrotados se veía el trabajo que le costaba. Me daba pena de él y procuraba cargar con todo lo que podía. Únicamente avisábamos a un mozo cuando llevábamos una caja grande con regalos para los parientes de Odesa. Mi padre le retribuía roñosamente y el mozo, se iba descontento meneando la cabeza y gruñendo. A mí, eso me dolía mucho. Y si iba yo solo, y, tenía que valerme de los servicios del mozo de equipajes, no tardaba en quedar vacía la escarcela; siempre estaba temeroso de dar poco y le miraba al mozo a los ojos, preocupado. Era la reacción contra los hábitos ahorrativos que imperaban en casa de mis padres, y jamás llegué a dominar estos excesos.
En el aspecto religioso y patriótico, no existía contradicción entre la ciudad y la aldea, sino por el contrario, una y otra se completaban, cada cual a su modo. Mis padres no tenían nada de religiosos. Al principio, procuraban guardar las apariencias; acudían a la sinagoga de la colonia en las grandes fiestas y el sábado mi madre dejaba la costura, a lo menos en público. Pero estas prácticas rituales fueron desapareciendo al cabo del tiempo, conforme aumentaba la familia y su bienestar.
Mi padre había dejado de creer en Dios ya en sus años mozos, y cuando era viejo, solía hablar de ello sin recatarse delante de la mujer y de los hijos. Mi madre prefería eludir el tema y levantaba los ojos al cielo siempre que la ocasión se presentaba.
Sin embargo, cuando yo tenía siete u ocho años, la fe en Dios era, oficialmente, cosa descontada.
Recuerdo que un día, una visita que teníamos, a la que me presentaron mis padres como de costumbre, obligándome a enseñarle los dibujos y los versos, me preguntó:
—Vamos a ver, ¿qué es Dios?
—Dios —le contesté sin vacilar— es una especie de hombre.
La visita meneó la cabeza con gesto de reproche:
—No, Dios no es un hombre.
—¿Pues, qué es, entonces? —tomé yo a preguntar, pues no siendo hombres no conocía más que animales y plantas. La visita y mis padres se miraron con esa sonrisa de perplejidad que tienen cuando los niños intentan hurgar en los inconmovibles lugares comunes.
—Dios es un espíritu —me dijo el otro.
Ahora era yo el que les miraba con una sonrisa de asombro, queriendo leer en sus caras si se mofaban de mí; pero no, no era mofa. No había más remedio que resignarse. Y así, me fui haciendo a la idea de que Dios era un espíritu. Y como cumple a un pequeño salvaje, identificábalo con mi propio “espíritu” al que llamaba alma, y sabía ya que el espíritu, o sea la respiración, acababa con la muerte. Entonces no sabía que esta creencia se llamaba la teoría del animismo.
Durante las primeras vacaciones que pasé en la aldea, tuve una conversación acerca de Dios con el estudiante S., que estaba de visita en Ianovka, al que encontré tendido en el sofá, yendo yo a tumbarme, en él a dormir. Por entonces, ya no creía más que a medias en la existencia de Dios; no me había parado especialmente a pensar en ello y quería llegar a una conclusión firme.
—Y dime, ¿qué se hace del alma después de la muerte? —le pregunté, doblando ya la cabeza sobre la almohada.
—Y durante el sueño, ¿qué crees que se hace de ella? —me respondió el interpelado.
—¡Hombre! —le repliqué, ya medio dormido.
—Y el alma del caballo, ¿a dónde irá a parar cuando estira la pata? —añadió el estudiante.
Esta objeción me satisfizo plenamente, y me quedé dormido sin mayores inquietudes.
En casa de Spenzer nadie sentía la menor preocupación religiosa, exceptuada la tía vieja, que no contaba. Sin embargo, mi padre se empeñó en que conociese la Biblia en su texto original; era un prurito de su orgullo paterno, y hube de tomar lecciones de hebreo bíblico en Odesa, con un viejo erudito. La enseñanza, que no duró más que unos cuantos meses, no me fortificó gran cosa en la fe de los mayores. Un día en que descubrí en las palabras del profesor una cierta ambigüedad respecto al texto que nos tocaba, formulé, con cautela y diplomacia, esta pregunta:
—Si admitiéramos, como piensan muchos, que no existe Dios, ¿cómo creeríamos que se había hecho el mundo?
—¡Hum! —gruñó el profesor—. ¡Pregúnteselo usted a él!
Tal fue lo que me contestó. Me bastaron aquellas palabras taimadas para comprender que mi profesor de religión no creía tampoco en Dios, y ya me quedé decididamente tranquilo.
Los alumnos del Instituto, tenían diferentes nacionalidades y religiones. La enseñanza religiosa variaba según la confesión de cada cual; a los ortodoxos les daba clase un pope, a los protestantes un pastor, a los católicos un cura, y a los judíos un rabino. El pope, que era sobrino del obispo y, según se decía, el favorito de las damas, tenía una hermosa cara de cristo rubio, pero muy de salón, con gafas de oro, cabellera dorada muy abundante y una untuosidad insoportable en los gestos. Al llegar la clase de religión, los alumnos se separaban y los que tenían otra confesión se salían del aula, pasando por delante de las narices del pope. Éste ponía siempre una cara muy curiosa y se quedaba contemplando a los disidentes con una expresión de desprecio, suavizado por la tolerancia del verdadero cristiano.
—¿Adónde vais? —preguntó a uno de los que se retiraron.
—Somos católicos —contestó el chico.
—¡Ah, sí, católicos —repitió el otro meneando la cabeza—; sí sí sí ! ¿Y ustedes?
Somos judíos.
—¡Judíos, judíos, ya ya ya !
De adoctrinar a los católicos se encargaba el cura, que se presentaba siempre en la puerta de la clase sin que nos diésemos cuenta, como una sombra negra, y se retiraba imperceptiblemente, como había venido, hasta el punto de que en tantos años no pude nunca observar detenidamente su rostro afeitado. Un señor bondadoso llamado Ziegelmann enseñaba a los alumnos judíos la Biblia y la historia del pueblo de Judá. Estas lecciones no las tomaba nadie en serio.
Las diferencias de raza no pesaban gran cosa sobre mi conciencia, pues en la vida diaria eran casi insensibles. Con arreglo a las leyes restrictivas dictadas en 1881, mi padre no podía comprar nuevas tierras, como hubiera deseado, y tenía que llevarlas arrendadas por debajo de cuerda, pero a mí esto no me importaba gran cosa. Como hijo de un terrateniente acomodado, pertenecía más bien al grupo de los privilegiados que al de los oprimidos. En mi familia y en la finca se hablaba el ruso ucraniano. Y aunque en las escuelas sólo admitían a los chicos judíos hasta una cierta tasa, por cuya causa hube de perder un año, como era siempre el primero de la clase, para mí no regía aquella limitación. En el Instituto, no existía, al menos abiertamente, fanatismo nacionalista de ningún género. Y era difícil que existiera, aunque no fuese más que por la gran variedad de nacionalidades, entre profesores y alumnos. Había, sin embargo, un chovinismo recatado, que se manifestaba de tarde en tarde. Un día, Liubimov le preguntó a un alumno polaco, recalcando mucho las palabras, acerca de las persecuciones de los polacos contra los ortodoxos, en la Rusia blanca y en Lituania. Miskevich, que era el interpelado, un muchacho moreno y delgado, palideció, apretó los dientes y no pudo contestar palabra.
—Vamos, diga usted —le animaba Liubimov con visible fruición—, ¿por qué se está callado?
Uno de los chicos no pudo contenerse y gritó desde su asiento:
—Es que Miskevich es polaco y católico.
—¡A a h! —exclamó el profesor fingiendo asombro—. Aquí no existen diferencias.
A mí me molestaban tanto las groserías encubiertas del profesor de Historia contra los polacos, como la irritación de Burnand, “el Francés” contra los alemanes y él desprecio del pope por los judíos. Es muy probable que estas desigualdades raciales contribuyesen a estimular mi descontento con el régimen existente; pero esta causa se esfumaba en contacto con otras manifestaciones de la injusticia social, y no ejerció sobre mí influencia alguna decisiva ni independiente.
El sentimiento de primacía del todo sobre las partes, de la ley sobre el hecho y de la teoría sobre la experiencia personal empezó a desarrollarse en mí desde muy temprano, y no ha hecho más que afirmarse con el transcurso del tiempo. Este sentimiento, que había de ser la base de mis ideas, lo debo muy principalmente a la ciudad. El oír a un chico estudiante de física o de ciencias naturales, hacer consideraciones supersticiosas acerca del mal agüero del lunes o a propósito del pope con quien nos cruzábamos, me producía profunda indignación y parecíame que aquello era traicionar a la inteligencia. Para curarlos de sus supersticiones, estaba dispuesto a hacer todas las cosas imaginables.
Una vez, como en Ianovka estuviesen torturándose para medir las dimensiones de un campo en forma de trapecio, apliqué el método de Euclides, y a los dos minutos había sacado las medidas.
Pero los resultados de mi cálculo no coincidían con los de “la práctica”, y no me creyeron. Fui a buscar un libro de Geometría, juré sobre él en nombre de la ciencia, me indigné y dije qué sé yo cuantas insolencias; me desesperaba viendo la imposibilidad de convencer a aquellos hombres.
Tuve una violenta disputa con Iván Vasilievich, nuestro mecánico, que no renunciaba a la esperanza de construir un “perpetuum mobile”. Para él, la ley de conservación de la energía era una invención que no tenía nada que ver con la realidad. “Los libros son una cosa y la práctica otra ”, solía decir. No alcanzaba a explicarme, ni me resignaba a ello, que en nombre de la rutina o del capricho se rechazasen tan ligeramente las verdades inconmovibles.
El sentimiento de superioridad del todo sobre el detalle había de ser, corriendo el tiempo, uno de los elementos más constantes de mi actividad de escritor y de mi credo político. Nada me era más odioso que el estúpido empirismo y la adoración del hecho, muchas veces puramente imaginario o mal comprendido. Mi preocupación era buscar las leyes de los hechos. Esto llevábame muchas veces, naturalmente, a generalizaciones prematuras y equivocadas, sobre todo en aquellos años, en que me faltaban todavía la cultura y la experiencia necesarias. Pero no había absolutamente ningún campo en que supiera moverme con soltura si no era guiado por el hilo de una visión total.
El radicalismo revolucionario y social, que había de ser el nervio de mi vida entera, nació precisamente de esta enemiga intelectual por el empirismo que vive de migajas, por todo lo espiritualmente informe y teóricamente disperso.
Intentaré revertir la mirada a mis primeros años. De muchacho, era, indudablemente, orgulloso, irascible, y de seguro que también intransigente. Al ingresar en el Instituto, no me animaba probablemente ningún sentimiento de superioridad sobre los demás chicos de mi tiempo. En la aldea, donde me presentaban siempre a las visitas para que luciese mis talentos, no había posibilidades de comparación, pues los jóvenes de la ciudad que se presentaban en Ianovka de vez en cuando, tenían siempre la superioridad inasequible de los bachilleres, a la que se unía la de sus años, de modo que tenía que mirarlos siempre de abajo arriba. El instituto era un campo de rivalidades incruentas. A partir del momento en que, dejando muy atrás al segundo, pasó a ser el primero de la clase, el chico de Ianovka comprendió que valía más que los otros. Los compañeros que le rodeaban rendíanse a su superioridad. Esto no pudo menos de influir en mi carácter. Los profesores me alababan; algunos, como Krisjanovsky, ponían de relieve mis méritos delante de la clase. En general, los maestros me trataban bien, aunque con sequedad. Los compañeros se dividían en amigos incondicionales y enemigos ardorosos.
No se crea que el muchacho no ejercía sobre sí una crítica atenta. No cesaba de analizarse. Sus conocimientos y las cualidades de su carácter no le satisfacían, ni mucho menos, y el descontento crecía, conforme aumentaba en años. Se acechaba despiadadamente para ver de sorprenderse en descubierto ante alguna mentira, y si por acaso oía mencionar como del dominio corriente un libro que no hubiese leído, no se lo perdonaba. Era, naturalmente, una consecuencia de su orgullo. La idea de que había que ser mejor, más elevado de sentimientos y más culto, no dejaba de laborar en él. Andaba constantemente preocupado con el problema del destino del hombre en general y del suyo en particular. Recuerdo que una noche me preguntó Moisés Filipovich, de pasada: —¿Qué, amiguito, también tú meditas acerca de la vida?
Mi pariente acudía con frecuencia a estas frases dichas en broma, en un tono irónico y teatral.
Pero aquella vez habla dado en el blanco. Sí, estaba cavilando precisamente acerca de la vida, aunque no hubiera sabido llamar por su nombre a aquella mi preocupación de muchacho respecto al porvenir. Diríase que Moisés había estado escuchando lo que pasaba en mi interior.
—¿He acertado? —dijo ya en otro tono, y, dándome una palmadita en el hombro, desapareció en la puerta de su cuarto.
¿Había algunas ideas políticas en la familia con quien viví en Odesa? En aquella casa, imperaba un liberalismo moderado alimentado de humanismo; Moisés Filipovich tenía, además, vagas simpatías socialistas, a la manera tolstoiana. Casi nunca hablaban de política, sobre todo estando yo delante; es posible que les contuviera el miedo de que fuese a contar algo a mis amigos, pues en aquellos tiempos era peligroso irse de la lengua. Cuando en las conversaciones de las personas mayores salía a relucir por raro acaso un suceso revolucionario, como cuando por ejemplo, decían: “fue en el año en que asesinaron al Zar Alejandro II”, parecía como un eco de un pasado muy remoto, algo así como sí dijesen: en el año del descubrimiento de América. La política era completamente ajena al ambiente en que yo vivía, y pasé sin ideas políticas ni la necesidad de tenerlas todo el tiempo que cursé en el Instituto. Pero, inconscientemente, todo en mí tendía a la rebelión.
Sentía una aversión profunda contra el orden existente, contra la arbitrariedad y la injusticia. ¿De dónde provenía? Del orden de cosas imperante en la época de Alejandro III, del régimen policíaco de la explotación de los obreros del campo, de la venalidad de los empleados públicos, de la estrechez de las ideas nacionalistas, de las injusticias de los profesores y de la calle, del contacto íntimo y familiar con las gentes del campo, los criados y los jornaleros, de las conversaciones oídas en el taller, del ambiente humano que respiraba en casa de mis parientes de Odesa, de las poesías de Nekrasov y de otros libros, de la atmósfera social toda. Hube de darme cuenta de este espíritu de rebeldía al contacto con dos compañeros del Instituto, Rodsevich y Kologrivov.
Vladimiro Rodsevich, hijo de un Coronel, fue durante mucho tiempo el segundo de la clase. Pidió permiso a sus padres para invitarme a su casa un domingo. Me recibieron bien, pero con sequedad. El Coronel y su mujer cambiaron conmigo unas pocas palabras, en tono inquisitivo. En las tres o cuatro horas que pasé allí, experimenté por dos veces una sensación de extrañeza y desasosiego, rayana en la hostilidad: fue al tocar los temas de la autoridad y la religión. En aquella familia reinaba un tono de devoción conservadora que me oprimía el pecho. Los padres de Vladimiro no le dieron permiso para visitarme, y allí terminaron nuestras relaciones. Un Rodsevich qué ganó gran popularidad en Odesa, en la secta de los “Cien negros”, a raíz de la primera revolución, sería seguramente de este linaje.
El segundo choque fue todavía más fuerte. Kologrivov había ingresado en el segundo curso a mitad de año, y era como un elemento extraño entre nosotros; era un chico alto, tosco y enormemente aplicado. Se aprendía de memoria cuanto podía. El primer mes se había ya hecho un verdadero lío en la cabeza. Si el profesor de Geografía le sacaba al mapa, Kologrivov empezaba a recitar de carretilla, sin esperar a que le preguntasen: “Los mandamientos de la ley de Dios, que Nuestro Señor Jesucristo dio al mundo ”. Después de la clase de Geografía, venía, por lo visto la de Religión. Pues bien, hablando un día con este tal Kologrivov, el cual se mostraba muy respetuoso conmigo, pues no en vano era el mejor alumno de la clase, se me ocurrió hacer, incidentalmente, no sé qué observación crítica acerca del director.
—No sé cómo, puedes hablar así del señor director —me dijo el otro, con una extrañeza que no era fingida.
—¿Por qué no? —le repliqué a mi vez con asombro menos fingido todavía.
—Porque es un superior. Y si un superior le manda a uno andar de cabeza, hay que hacerlo sin replicar.
Tales fueron sus palabras. Ni más ni menos. Me quedé estupefacto ante la fórmula, que era perfecta. Entonces no podía darme cuenta de que el muchacho no hacía más que repetir lo que estaría oyendo todos los días en su familia de siervos. Yo no tenía todavía ideas propias pero una voz muy clara me decía que había ideas que no estaban hechas para mí, como no estaban hechos para mi estómago los alimentos agusanados.
Al lado de esta vaga hostilidad hacia el régimen político imperante en Rusia, alzábase en mí, insensiblemente, una tendencia a idealizar el extranjero, la Europa occidental y Norteamérica. A fuerza de observaciones comentarios, completados por la fantasía, fue formándose, en mí la imagen de una cultura augusta, universal y armónica. Más tarde, vino a unirse a ella la de una democracia ideal. El neoracionalismo enseñaba que la comprensión clara de una cosa era ya el principio de su realización. Así, tenía que parecerme por fuerza inverosímil que en Europa reinase todavía la superstición, que la Iglesia gozase allí de una influencia extraordinaria y que en los Estados Unidos se persiguiese a los negros. Este idealismo, herencia del ambiente liberal y pequeñoburgués en que me había formado, se mantuvo adherido por mucho tiempo a mis convicciones, aun en una época en que ya empezaba a afirmarse en mí la mentalidad revolucionaria. Seguramente que en aquellos tiempos me hubiera quedado perplejo si alguien me hubiese dicho, si se hubiera atrevido a decirme, que una República alemana coronada por un Gobierno de socialdemócratas puede albergar a toda casta de monárquicos, pero se niega a conceder a un revolucionario el derecho de asilo. Afortunadamente, la vida me ha enseñado a no asombrarme de muchas cosas. La vida, que es una gran escuela de dialéctica, se ha encargado de matar en mí aquel racionalismo de la juventud. Hoy, ya no es capaz de maravillarme ni un Hermann Müller.

1897
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El año crítico
Desde mediados del siglo precedente, el proceso político de Rusia se cuenta por decenios. El del sesenta —que sigue a la guerra de Crimea— fue una especie de período enciclopedista, algo así como nuestro breve siglo XVIII. En el decenio siguiente, la intelectualidad intentó sacar las consecuencias de aquellas ideas y llevarlas a la práctica; esta década comenzó con una cruzada de compenetración con el pueblo y de propaganda revolucionaria y acabó con el terrorismo. Es el período que ha quedado en la historia bajo el signo de la “Narodnaia Wolia”. Lo mejor de esta generación se gastó bajo el fuego de la dinamita. El enemigo mantuvo todas sus posiciones. Vino la década de la depresión, del desengaño y del pesimismo, de la búsqueda moral y religiosa: el decenio del ochenta. Sin embargo, a la sombra de la reacción, las fuerzas del capitalismo fueron organizándose en silencio. Con el decenio siguiente, del año noventa en adelante, aparecieron las huelgas obreras y las ideas marxistas. La nueva oleada culminó en la primera década del siglo siguiente, con el año 1905.
Por los años de 1880 y siguientes, Rusia vivió bajo, la signatura de Pobedonozev, el Procurador Supremo del Santo Sínodo, en quien encuentran clásica expresión las doctrinas del absolutismo y del estancamiento general. Los liberales le consideraban como un perfecto, burócrata, ajeno a la vida, pero la verdad era muy otra. Pobedonozev tenía de los antagonismos que vivían ocultos en el seno del pueblo una visión más seria y más objetiva que los liberales. Sabía que si se aflojaban los tornillos, la conmoción de abajo echaría por tierra a los de arriba, reduciendo a cenizas todo aquello que él, y con él los propios liberales, acataban como las más firmes columnas de la cultura y la moral. A su modo, Pobedonozev veía mucho más allá que las cabezas del partido progresivo. No era culpa suya que el proceso histórico del país fuese más fuerte que aquel sistema bizantino en cuya defensa se empeñaba con tanta energía el mentor de Alejandro III y Nicolás II.
En aquellos años sordos, cuando los liberales lo daban todo por muerto, Pobedonozev percibía por debajo de la superficie los estertores y los golpes reprimidos. No se sintió tranquilo ni aun en los años más tranquilos del reinado de Alejandro III. “Ha sido y es duro —por amarga que se haga la confesión—, y lo seguirá siendo”, escribía a sus íntimos. “No se me quita el peso de encima del alma, viendo y sintiendo por momentos el giro que van tomando las cosas y los hombres Comparando los tiempos presentes con los del remoto pasado, tiene uno la sensación de vivir en otro mundo, en el que todo se torna por regresión al caos primitivo y en medio de esta fermentación se siente uno impotente”. Pobedonozev alcanzó todavía el año 1905, en que aquellos latidos subterráneos que tanto le preocupaban salieron a la superficie, y en que empezaron a vacilar los cimientos y a cuartearse los recios muros del viejo edificio. El año de 1891, año de mala cosecha y de hambre, ha quedado oficialmente en la historia como el año en que se inicia el viraje político. No es Rusia el único país que empieza a girar, a fines de siglo, en torno a la cuestión obrera. En 1891, el partido socialdemócrata alemán aprueba el programa de Erfurt. El Papa León XIII da una encíclica consagrada a la situación de los trabajadores. El Káiser Guillermo II déjase llevar también de ideas sociales, unas ideas en que se mezcla la necia incultura con el romanticismo burocrático. La aproximación del Zar a Francia asegura la afluencia de capitales al mercado ruso. Witte es nombrado ministro de Hacienda, y este nombramiento abre la era del proteccionismo industrial. El rápido y turbulento desarrollo del capitalismo fomenta aquel “espíritu de la época” que tanto atormentaba, con sus presentimientos amenazadores, el ánimo de Pobedonozev.
Los círculos de la intelectualidad fueron los primeros en sentir el desplazamiento político hacia el terreno activo. Empiezan a aparecer, cada vez en mayor número y con actitud, más resuelta, jóvenes escritores marxistas. A la par que esto ocurría, volvía a dar señales de vida el movimiento del “populismo” (“narodnitchestvo”), que estaba apagado. En 1893, aparece en las prensas públicas el primer libro marxista, que lleva al frente el nombre de Pedro Struve. Iba yo a cumplir por entonces catorce años y todavía navegaba muy lejos de este continente.
En 1894 muere el Zar Alejandro III. Como ocurre siempre en tales casos, las esperanzas liberales van a buscar refugio en el heredero de la corona. Éste las contestó con un puntapié. En el discurso pronunciado ante los representantes de los “zemstvos”, el nuevo Zar calificó las esperanzas constitucionales de “ilusiones sin sentido”. El discurso apareció publicando en todos los periódicos. De boca en boca, corrió el rumor de que en el texto leído por el Zar decía “ilusiones sin fundamento”; en su excitación, el emperador había empleado una expresión más fuerte que la primitiva. Tenía yo entonces quince años. Sin saber por qué ni pararme a analizarlo, mis simpatías estaban de parte de las “ilusiones sin sentido” y no de parte del Zar. Creía, instintivamente en un proceso gradual que habría de traer a la Rusia reaccionaria el progreso de Europa. A esto se reducían en aquel entonces mis ideas políticas.
La ciudad de Odesa, ciudad activa y comercial, pintoresca, agitada, llena de gentes de las más distintas razas, estaba, políticamente, muy a la zaga de otros centros. En San Petersburgo, en Moscú, en Kiev, existían ya por entonces numerosos grupos socialistas organizados en los establecimientos de enseñanza. En Odesa no se conocía ni uno solo. En 1895 muere Federico Engels. En muchas ciudades rusas, los estudiantes y las asociaciones estudiantiles reúnense secretamente a deliberar acerca de la muerte del maestro del socialismo. Iba yo a cumplir diez y seis años. No conocía el nombre de Engels y me hubiera visto en un aprieto para decir algo concreto de Marx; es posible que no tuviese la menor noción acerca de él.
Mis sentimientos políticos, en el Instituto, eran confusos sentimientos de rebeldía, pero nada más.
En mi tiempo, los problemas políticos quedaban fuera de aquellos muros. Nos contábamos en voz baja que, en el gimnasio privado de Novak, un checoslovaco, se habían formado no sé qué grupos que habían dado lugar a detenciones, por cuya razón el checo, que nos daba clase de gimnasia, había sido expulsado, sustituyéndosele por un militar. En el círculo de relaciones con que yo me rozaba a través de la familia con quien vivía, reinaba descontento hacia el régimen, pero se le tenía por inconmovible. Los más audaces llegaban a soñar con una Constitución que se conquistaría a la vuelta de muchos años. Y de Ianovka, no hablemos. Cuando volví a la aldea ya con mi título de bachiller y la cabeza llena de confusas ideas democráticas, mi padre se puso en guardia en seguida y me dijo malhumorado:
—Eso no lo verán ni los que vivan tres siglos después que nosotros.
Estaba firmemente convencido de la esterilidad de todas las aspiraciones de reforma y tenía miedo por la suerte de su hijo. Allá por el año 1921, cuando, estando yo en el Kremlin, vino mi padre junto a mí, después de escapar del peligro blanco y del peligro rojo, le pregunté, bromeando: —¿Se acuerda usted de cuando me decía que el régimen zarista iba a durar tres siglos más?
Mi padre, ya viejo, sonrió taimadamente, y me contestó en ucraniano:
—Vaya, por una vez, puede que hayas acertado
Al comenzar la última época del siglo, iban ya desapareciendo, entre la intelectualidad, poco a poco, las ideas tolstoianas. El marxismo comenzaba a triunfar sobre el movimiento populista. El duelo entre estas dos direcciones llenaba con sus ecos las columnas de los periódicos de todos los matices. Por todas partes sonaban los nombres de aquellos jóvenes seguros de sí que se llamaban materialistas. Yo me di cuenta por vez primera de que existía todo esto en el año 1896.
Los problemas de la moral privada, tan íntimamente unidos a la ideología pasiva de la década anterior, me salieron al paso en ese período en que la “perfección interior del hombre” es, más que una escuela, una necesidad orgánica del espíritu en gestación. Pero esta tendencia no tardó en llevarme de la mano al problema de una “visión del mundo”, que me puso ante el dilema del “narodnitchestvo” o el marxismo. El duelo entre estas dos tendencias se adueñó de mí con un retrase de pocos años, en comparación con el giro general que iba tomando el espíritu del país. En el momento en que yo me acercaba al Abc de la ciencia económica y me debatía con el problema de si Rusia habría de pasar forzosamente por la fase del capitalismo, los marxistas de la generación anterior a mí habían andado ya el camino que llevaba a los obreros y estaban convertidos en socialdemócratas.
La primera gran encrucijada de mi vida me cogió muy poco preparado políticamente, aun para mis diez y siete años. Eran demasiados los problemas que se alzaban ante mí a un tiempo mismo, y en este trance hacíase imposible guardar el orden y la lógica necesarios. Pasaba de un problema a otro sin sosegar. Mas lo que sí puede asegurarse es que la vida había hecho ya arraigar en mi conciencia unas magníficas reservas de protesta social. ¿En qué consistían? En un sentimiento de solidaridad, por los oprimidos y de indignación ante la injusticia. Acaso fuese este segundo sentimiento el que predominase. La desigualdad humana se destacaba, ya desde mi más temprana infancia, en sus formas más rudas y descarnadas, en medio de las impresiones que la vida cotidiana iba dejando en mí; la injusticia revelábase muchas veces con el carácter de un franco desafuero en que la dignidad humana aparecía escarnecida. Baste recordar la pena del látigo que al mujik se hacía sufrir. Estas impresiones fueron asimiladas enérgicamente por mi conciencia antes de que vinieran las teorías, y acumularon en ella un depósito de materiales de gran fuerza explosiva. Quizá por esto precisamente vacilé algún tiempo ante aquellas magnas consecuencias que se desprendían ineludiblemente de las observaciones de este primer período de mi vida.
Pero en el proceso de mi formación hay todavía otro aspecto. No es raro que en la sucesión de varias generaciones, los muertos perduren en los vivos. Tal ocurrió con aquella generación de revolucionarios rusos que hubieron de vivir su primera juventud en la atmósfera de opresión de los años ochenta y siguientes. Pese a las grandes perspectivas que abría la nueva enseñanza, los marxistas, en la realidad, se revelaban prisioneros del ambiente conservador de la época: eran incapaces de toda iniciativa audaz, desfallecían ante los obstáculos, proyectaban la revolución sobre un vago mañana y propendían a ver en el socialismo el fruto de una evolución secular.
En el seno de una familia como aquélla con quien yo vivía, la voz de la crítica política hubiera resonado con más claridad unos años más temprano o más tarde. A mí me tocaron los años peores. En casa, rara vez se hablaba de política, y los grandes problemas eludíanse cuidadosamente.
Otro tanto acontecía en el Instituto. Indudablemente, esta atmósfera de la época tuvo que influir en mí. Años después, cuando ya iba formándose en mí el revolucionario, comprendí que me poseía una desconfianza instintiva por la acción de masas, que adoptaba una actitud libresca, abstracta y, por tanto, escéptica, ante la revolución. Y hube de luchar interiormente con aquel estado de espíritu —mediante la reflexión, la lectura y, sobre todo, la experiencia—, hasta sobreponerme a este estancamiento psicológico.
Pero no hay mal que por bien no venga. A la necesidad de combatir conscientemente la huella que en mí dejara el ambiente de la primera juventud, debo seguramente el haber ahondado de un modo, serio y concreto en los problemas fundamentales de la acción de masas. Sólo aquello que se conquista luchando tiene valor y consistencia. Pero en realidad, esto es ya materia de los capítulos siguientes.
El séptimo curso hube de estudiarlo en Nikolaiev, abandonando; Odesa. Nikolaiev era una ciudad pequeña, pueblerina, y su Instituto dejaba bastante que desear. Sin embargo, en el año que pasé allí —fue el de 1896— se decidió mi juventud, pues hube de enfrentarme con el problema del lugar que me correspondía en la sociedad humana. Fui a vivir con una familia en la que había hijos mayores afiliados ya a las nuevas ideas. Es curioso que en nuestras primeras conversaciones rechazase resueltamente las “utopías socialistas”. Me las daba de escéptico, como si nada ya pudiera sorprenderme. En materias políticas reaccionaba siempre con un tono de superioridad irónica. La señora con quien vivía estaba encantada de mí y, aunque no muy convencida, me presentaba como modelo a sus hijos, que eran algo mayores que yo y tenían ideas radicales. Por mi parte, aquello no era más que una lucha desigual por afirmar mi independencia. Estaba resuelto a no dejarme influir personalmente por aquellos chicos socialistas con quienes me había juntado el destino. El forcejeo duró unos cuantos meses. Las ideas que flotaban en el aire eran más fuertes que yo. Y la verdad era que en el fondo de mi corazón ardía en deseos de entregarme a ellas. A los pocos meses de estar en Nikolaiev, cambió radicalmente mi actitud. Dejé la careta conservadora y puse proa a la izquierda con una violencia que no dejaba de asustar a algunos de mis nuevos amigos y correligionarios.
—¿Cómo —decía la patrona—, de modo que después de ponerle por modelo a mis hijos, se sale usted con eso?
Empecé a descuidar los estudios. Los conocimientos que traía de Odesa me bastaban, en realidad, para sostener oficialmente el primer puesto. Faltaba mucho a las clases. Un día, se presentó en casa el inspector del Instituto a indagar las causas de aquello. La visita de inspección me humilló lo indecible. Pero el inspector era un hombre cortés, y se convenció de que, tanto en la familia con quien vivía como en mi cuarto, reinaba un orden perfecto; con esta convicción se retiró en paz. No vio los folletos clandestinos que tenía escondidos debajo del colchón.
En Nikolaiev, aparte de los chicos jóvenes, que se inclinaban al socialismo, conocí por primera vez a varios antiguos deportados que vivían vigilados por la policía. Eran tipos insignificantes de la época decadente de los “narodniki”. Los socialistas no habían tenido todavía, tiempo a volver de Siberia, pues empezaban a mandarlos entonces. Estas dos corrientes encontradas formaban una especie de torbellino espiritual, en que di vueltas durante una temporada. El “narodnitchestvo” despedía ya un olor de moho. El marxismo, por su parte, me repelía por su “estrechez”. Espoleado por la inquietud, ardía en deseos de asir la idea por el lado del sentimiento. La cosa no era tan fácil. No había en derredor nadie en quien pudiera confiar para que me guiase. Y, además, a cada nueva conversación se me revelaba, amargo, doloroso y desesperante, el convencimiento de mi incultura.
En estas condiciones, conocí a Svigovsky, un hortelano checoslovaco, y trabé amistad con él.
Era el primer obrero con quien tenía trato, un obrero que leía periódicos, sabía alemán, conocía los clásicos tomaba parte en las discusiones de los marxistas y los “narodniki”, sin afiliarse a ninguna de las dos corrientes. Tenía una especie de cabaña en medio de la huerta, que constaba de una sola habitación, y allí se reunían los estudiantes de Universidad de paso por Nikolaiev, los antiguos deportados en la Siberia y la juventud. Svigovsky facilitaba a sus amigos los libros prohibidos. En las conversaciones de los desterrados aparecían los nombres de los “narodwolzi”: Seliabov, la Perovskaia, Vera Figner, pero no como los héroes de una leyenda, sino como seres de carne y hueso con quienes habían convivido, si no estos mismos desterrados, otros más viejos, amigos y compañeros suyos. Yo tenía la sensación de incorporarme a una gran cadena como un eslabón muy modesto.
Temeroso de que no me bastaría una vida entera para prepararme a la acción, me lancé devoradoramente sobre los libros. Mis lecturas eran nerviosas, impacientes, muy poco sistemáticas. De los folletos clandestinos de la época anterior salté a la Lógica, de Stuart Mill, y antes de haber leído la mitad del libro, ya me había pasado a otro: Las formas primitivas de la cultura, de Lippert. El utilitarismo de Bentham me parecía entonces la última palabra del pensamiento humano. Por espacio de algunos meses me tuve por un benthamista inconmovible. No era menor mi entusiasmo por la Estética realista de Tchernichevsky. Antes de haber acabado con el libro de Lippert, me lancé a la Historia de la Revolución francesa, de Mignet. Cada libro vivía una vida aparte, sin trabazón sistemática con los demás. La lucha por conquistar un sistema tenía un carácter tenaz, obstinado, rayano a veces en la desesperación. Pero al mismo tiempo, el marxismo me repelía, precisamente por ser un sistema tan cerrado.
Por entonces, comencé también a leer periódicos, pero no como los leía en Odesa, sino a través del prisma político. El que a la sazón gozaba de mayor autoridad era un periódico liberal de Moscú, el Russkiie Wedomosti (Noticias Rusas). Más que leerlo, puede decirse que lo estudiábamos, empezando por los quejumbrosos artículos de fondo de los profesores y acabando por los folletones científicos. El orgullo de este periódico eran las correspondencias del extranjero, principalmente las de Berlín. A través de él, tuve la primera visión de la vida política de la Europa occidental, y principalmente de los partidos parlamentarios. Difícilmente podría hoy imaginarse la emoción con que seguíamos los discursos de Bebel y hasta los de Eugenio Richter. Todavía me acuerdo perfectamente de la frase que lanzó Daschinsky al rostro de los guardias que habían allanado el Parlamento: “¿Quién osa tocar al representante de treinta mil obreros y campesinos de Galizia?”.
Leyendo esto, nos representábamos la figura titánica de un revolucionario de aquellas regiones.
Las tablas teatrales del parlamentarismo solían traernos amargos desengaños. Los triunfos del socialismo alemán, las elecciones presidenciales de Norteamérica, los incidentes del Parlamento vienés, las intrigas de los realistas franceses, nos interesaban mucho más que las vicisitudes personales de cualquiera de nosotros.
Entre tanto, mis relaciones con la familia iban tornando mal cariz. Mi padre vino a Nikolaiev a vender el trigo y se enteró, no sé por qué conducto, de mis nuevas amistades. Presintió el peligro que tras ellas acechaba, e intentó desviarlo poniendo en juego su autoridad paterna. Esto dio motivo a una violenta discusión entre padre e hijo. Yo defendía rabiosamente mi independencia, el derecho a trazarme el camino de mi vida. La cosa terminó renunciando a la ayuda material de mi familia y abandonando la pensión en que estaba para irme a vivir con Svigovsky, el hortelano, que llevaba ahora en arriendo otra huerta con habitaciones más espaciosas. Éramos seis personas a vivir juntas, formando una “comuna”. Durante el verano, se vinieron también con nosotros algunos estudiantes tuberculosos a reponerse. Yo daba lecciones. Vivíamos como espartanos, sin ropas de cama, comiendo sopa que nosotros mismos nos hacíamos. Andábamos vestidos con blusas azules y gastábamos sombreros de paja redondos y un bastón negro. La gente creía que nos habíamos afiliado a una secta misteriosa. Leíamos sin orden ni concierto, disputábamos incesantemente, nos apasionábamos mirando al mañana y éramos, a nuestro modo, felices.
Al cabo de algún tiempo, fundamos una sociedad para difundir entre el pueblo libros provechosos.
Hicimos una colecta, compramos libros baratos, pero no sabíamos cómo repartirlos. Svigovsky tenía empleados en el jardín a un aprendiz y un jornalero. A ellos consagramos, por de pronto, todas nuestras energías civilizadoras. Luego, resultó que el tal jornalero era un policía encubierto que nos habían colado allí para que nos vigilase. Se llamaba Cirilo Tchorschevsky. Puso al aprendiz en relaciones con la policía y consiguió que le llevase un paquete de libros de los destinados a ser repartidos entre el pueblo. Nuestra primera empresa fue, pues, un fracaso innegable. No obstante, pusimos las más firmes esperanzas en el porvenir.
Para un periódico que publicaban los “narodniki” en Odesa, escribí un artículo atacando a la primera revista mensual del marxismo. En este artículo había la mar de citas, epigramas, y mucho veneno. Fuera de esto, la abundancia de ideas en él no era grande. Lo mandé por correo, y a los ocho días me fui a recibir personalmente la contestación. El director del periódico contempló, con cierta simpatía, a través de unas gafas muy gordas, al autor, que tenía una hermosa cabellera, pero sin asomo de bozo en la cara. El artículo no llegó a ver la luz. Nadie perdió, nada con ello y el autor menos que nadie.
La dirección de la Biblioteca pública, provista por sufragio, decidió aumentar la cuota anual, que era de cinco rublos, a seis; se nos antojó que esto era un ataque a la democracia y echamos las campanas a vuelo. Durante unas cuantas semanas no hicimos otra cosa que preparar la asamblea general de socios de la Biblioteca. Vaciamos todos nuestros bolsillos democráticos e hicimos una colecta de rublos y monedas de, diez kópeks, para inscribir al mayor número posible de amigos radicales, muchos de los cuales no disponían de los seis rublos ni de los veinte años marcados por el reglamento. Convertimos el libro que estaba a disposición de los lectores para registrar sus peticiones en una fogosa manifestación de protesta. En la asamblea anual libraron batalla dos bandos: en uno, formaban los funcionarios, los profesores, los terratenientes liberales y los oficiales de la Marina; en otro, nosotros, es decir, la democracia. Triunfamos en toda la línea; volvimos a rebajar la cuota a cinco rublos y elegimos a un nuevo comité directivo.
Saltando de una cosa a otra, acordamos crear una Universidad basada en un régimen de enseñanza mutua. Nos reunimos como unos veinte alumnos. A mí me encomendaron la cátedra de sociología. El nombre era magnífico. Preparé mi curso lo mejor que pude. A las dos lecciones, que se desarrollaron bastante bien, resultó que se me habían acabado las provisiones doctrinales. El segundo conferenciante, encargado del curso de Revolución francesa, se embarulló a las primeras palabras y prometió preparar la conferencia por escrito. No lo hizo, naturalmente, y allí terminó el ensayo.
En unión de este segundo “profesor”, el mayor de los dos hermanos Sokolovsky, decidí ponerme a escribir un drama. Para poder trabajar mejor, llegamos hasta abandonar provisionalmente la “comuna” y fuimos a refugiarnos a un cuarto cuyas señas no dimos a nadie, Nuestro drama estaba henchido de tendencias sociales y tenía por fondo el duelo de las generaciones. Y aunque los dos nos manteníamos todavía con cierto recelo frente al marxismo, lo cierto era que el “narodniki” que aparecía en escena hacía una triste figura, y la bravura, la agudeza y la esperanza se concentraban en los jóvenes personajes marxistas. Era la consigna y la fuerza de la época. El elemento romántico del drama consistía en que el revolucionario viejo, azotado por la vida, se enamoraba de una marxista, la cual lo recibía con un discurso despiadado acerca del desmoronamiento de los “narodniki”.
No se crea que el trabajo que aquello nos impuso era pequeño. A veces escribíamos juntos, estimulándonos y corrigiéndonos el uno al otro, y otras veces dividíamos las escenas y nos separábamos a componer, cada cual por su cuenta, una parte o un monólogo. Los monólogos no escaseaban. Sokolovsky regresaba al atardecer de sus trabajos, que le dejaban libre el tiempo necesario para pintar a sus anchas las lamentaciones de aquél héroe político de la generación anterior, tan castigado por la vida. Yo volvía de la huerta de Svigovsky o de dar mis lecciones, La hija de la patrona nos entraba el samovar. Mi colaborador sacaba del bolsillo un pedazo de pan y un trozo de salchicha. Y aislados del mundo exterior por una coraza misteriosa, pasábamos el resto de la velada trabajando febrilmente. Por fin, llegarnos a ver terminado el primer acto, incluyendo un final de mucho efecto antes de que cayese el telón. Para los cuatro actos restantes no teníamos más que apuntes. Pero cuanto más avanzábamos, más iba decayendo nuestro interés. Al cabo de algún tiempo, decidimos liquidar aquel cuarto secreto y dejar para más adelante la terminación del drama. Sokolovsky llevó a guardar a no sé qué casa las cuartillas escritas. Estando recluidos en la cárcel de Odesa, intentó recobrarlas por medio de sus parientes. Acaso pensase que el destierro era lugar más apropiado para llevar a término el drama. Pero no hubo manera de dar con el original. Había desaparecido sin dejar rastro. Es probable que la gente a quien lo dieron a guardar creyese prudente echarlo al fuego en vista del encarcelamiento de sus desdichados autores. Yo me consuelo de esto pensando que en el transcurso, no siempre liso y llano de mi vida se me han perdido otros originales de importancia incomparablemente mayor.

1900: Foto tomada por la policía zarista
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Primera organización revolucionaria
En el otoño de 1896 me decidí, a pesar de todo, a visitar la aldea. Pero la visita no pasó de un pequeño armisticio con mi familia. Mi padre quería a todo trance que fuese ingeniero. Yo seguía vacilando entre las Matemáticas puras, por las que sentía grandes aficiones, y la revolución, que me atraía cada día con más fuerza. Cada vez que se tocaba este punto, sobrevenía una crisis aguda. Todos ponían cara de sufrimiento y mal humor, mi hermana mayor se echaba a llorar desconsoladamente, y nadie sabía cómo salir del trance. Un tío, ingeniero y propietario de una fábrica de Odesa, que había venido a la aldea a visitarnos, se obstinaba en que fuese a vivir con él una temporada. Después de todo, era una manera de salir de aquel atolladero. Pasé con él unas cuantas semanas. Discutíamos a todas horas acerca de la ganancia y la plusvalía. Pero mi tío era más hábil en conseguir ganancias que en argumentar para su defensa. No me daba prisa a matricularme en la Universidad para la carrera de Matemáticas. Me estaba allí, en Odesa, viviendo y buscando. ¿Qué era lo que buscaba? Me buscaba, en primer lugar, a mí mismo. Trababa relaciones con obreros, al azar, andaba a la caza de lecturas clandestinas, daba lecciones y conferencias secretas a los alumnos veteranos de la Escuela de Artes y Oficios, discutía con los marxistas, resistiéndome todavía a ceder. Al fin tomé el último vapor que salía para Nikolaiev y volví a instalarme en la huerta de Svigovsky.
Tornamos a hacer la misma vida. Discutíamos sobre los últimos cuadernos de las revistas radicales y disputábamos acerca del marxismo, nos preparábamos para algo que no sabíamos concretamente, esperábamos. ¿Qué fue lo que me impulsó directamente a entregarme a la propaganda revolucionaria? Difícil es contestar a esta pregunta. Fue, desde luego, un estímulo interior. En los medios intelectuales con que yo me relacionaba no había nadie que se ocupase seriamente en estos trabajos. Teníamos la clara conciencia de que entre aquellas discusiones inacabables junto a la taza de té y las verdaderas organizaciones revolucionarias mediaba un abismo. Sabíamos que para entrar en contacto con los obreros era necesario conspirar en gran escala. Esta palabra, “conspirar”, la pronunciábamos con una gran seriedad y un gran respeto, con una unción casi mística. No dudábamos que llegaría un momento en que pasaríamos de la taza de té al trabajo de conspiración, pero nadie decía claramente cuándo ni cómo iba a ser eso. Para disculparnos de la demora nos estábamos diciendo constantemente: hay que prepararse. Y la cosa no estaba falta de razón.
Pero algo había cambiado en la atmósfera que aceleró bruscamente nuestro tránsito a la propaganda revolucionaria. Éste, cambio no se operó directamente en Nikolaiev, sino en todo el país, y, principalmente, en los grandes centros, desde donde influyó sobre nosotros. En 1896 estallaron en San Petersburgo las famosas huelgas de tejedores. Esto infundió ánimos a la intelectualidad.
Cuando vieron estremecerse y despertar las pesadas reservas, los estudiantes sintiéronse más audaces. Durante el verano, por Navidades y en Pascua, se presentaron en Nikolaiev docenas de estudiantes que nos traían un destello de hogueras de San Petersburgo, Moscú y Kiev. Algunos de estos estudiantes habían sido expulsados de la Universidad, y, a los pocos meses de dejar el Instituto, volvían nimbados con la aureola de campeones. En el mes de febrero de 1897 se prendió fuego en la fortaleza de San Pedro y San Pablo la estudiante Wetrova. Esta tragedia, que jamás llegó a explicarse en debida forma, conmovió todos los espíritus. En las ciudades universitarias empezaron las revueltas; las detenciones y deportaciones se multiplicaban rápidamente. Por aquellos días de las manifestaciones en homenaje a la Wetrova fue precisamente cuando yo me inicié en la labor revolucionaria. Iba por la calle con Gregorii Sokolovsky, un muchacho de mi edad aproximadamente, el más joven de los que vivíamos en la “comuna”.
—¿Por qué no empezamos de tina vez? —le dije.
—Sí —me contestó—, ya es cosa de empezar.
—Pero ¿cómo?
—Sí, ahí está la cosa, ¿cómo?
—Hay que buscar obreros y no esperar por nadie ni preguntar a nadie. ¡Cuando tengamos obreros, a empezar!
—Eso no creo que sea difícil —dijo Sokolovsky—. Yo conozco aquí al vigilante de una huerta, que es evangelista. Voy a ver si le encuentro.
En efecto, aquel mismo día mi amigo se fue al boulevard en busca de su evangelista. Pero éste ya hacía mucho tiempo que no existía. Salió a recibirlo una mujer que tenía un conocido afiliado a la misma secta. Por mediación de este conocido de aquella mujer a quien no conocíamos, Sokolovsky, el mismo día, entró en relaciones con unos cuantos obreros, entre ellos Iván Andreievich Muchin, el cual no tardó en ponerse a la cabeza de nuestra organización. Sokolovsky volvió con los ojos echando lumbre.
—¡Es una gente magnífica! ¡Vaya una gente!
Al día siguiente estábamos sentados en una taberna formando un grupo como de unas cinco a seis personas. A nuestro lado, la caja de música metía un ruido infernal y protegía nuestra conversación de oídos ajenos. Muchin, un hombre flaco, con perilla, guiñó astutamente su inteligente ojo izquierdo, se quedó mirando con gesto bonachón, aunque no sin sus dudas, para mi cara barbilampiña, y me dijo, en tono sobrio y acentuando las pausas:
—En estas cosas, el Evangelio es para mí una gran ayuda. De la religión paso luego a la vida. Estos días he ganado para la causa a un “horista” con ayuda de un puñado de habas blancas.
—¿Un puñado de habas blancas?
—Sí, es muy sencillo. Mira, ésta que pongo encima de la mesa, es el Zar; ahora la rodeó de estas otras, que son los Ministros, los Obispos, los Generales; luego viene la aristocracia, el comercio, y este montón que ves aquí es el pueblo. Digo, veamos, ¿cuál es el Zar? Y va y apunta a la del medio. ¿Y los Ministros? Y apunta a las que le hacen corro. Os estoy explicando cómo le pregunté y me contestó. Pero ahora, aguarda (Al llegar aquí, Iván Andreievich, guiña los ojos con cara todavía más astuta y hace una pausa). Voy y mezclo las habas de un manotazo. Y ahora, vamos a ver, ¿a qué no aciertas cuál es el Zar y cuáles son los Ministros? “Es imposible”, me dice, “no hay manera”. ¡Pues claro que no, ahí está el quid! ¿Has visto? Pues eso es lo que hay que hacer, mezclar todas las habas de un manotazo.
Oyendo a Iván Andreievich, no podía contener mi entusiasmo. Al fin, después de tanto cavilar y vacilar, habíamos encontrado lo que buscábamos. El organillo seguía tocando; éramos unos verdaderos conspiradores, y aquel hombre, que echaba por tierra la mecánica de las clases con un puñado de habas, un propagandista revolucionario de primera fuerza.
—Sí, pero el caso está en saber cómo damos el manotazo —dijo ahora Muchin, ya en otro tono y mirándome de frente, con gesto severo—. Esto ya no son habas. ¿Eh, qué dices tú?
Y se puso a aguardar mi respuesta.
Desde aquel día, nos entregamos al trabajo en cuerpo y alma. No teníamos jefes experimentados que nos guiasen, y nuestra experiencia personal era muy escasa, perro con todo, apenas si encontrábamos dudas o dificultades. Las cosas iban Desarrollándose con la misma lógica que en la conversación de Muchin, junto a la mesa de la taberna.
A fines del siglo pasado, la vida económica de Rusia tendía a desplazarse poco a poco hacia las regiones del Sureste. En el Sur se alzaban, una tras otra, grandes fábricas; en Nikolaiev había dos.
En 1897, Nikolaiev albergaba a unos 8.000 obreros fabriles y hacia 2.000 artesanos. El nivel de cultura de los obreros y sus jornales eran relativamente altos. La proporción de analfabetos era pequeñísima. Hasta cierto punto, venían a ocupar el puesto de las organizaciones revolucionarias las sectas religiosas, que daban la batalla, con bastantes buenos resultados, a la Iglesia ortodoxa oficial. Y como no había grandes disturbios, la policía de Nikolaiev sesteaba tranquilamente. Gracias a esto, pudimos trabajar con cierto desembarazo. De otro modo, hubiéramos ido a la cárcel a la primera semana. Pero hay que tener en cuenta que formábamos la descubierta, y disfrutábamos de todas las ventajas que esto supone. Cuando la policía se vino a despertar, ya estaban despiertos los obreros.
A Muchin y a sus amigos me presenté con el nombre de Lvov. Esta primera mentira de conspirador no se me hizo fácil, pues parecíame imperdonable “engañar” de ese modo a quienes iban a consagrarse con uno a una causa tan grande y tan hermosa. El nombre de Lvov se me quedó, al cabo de pocos días, y hasta yo mismo me fui acostumbrando a él.
Los obreros acudían en tropel a nosotros, como si las fábricas nos hubieran estado esperando desde hacía largo tiempo. Todos venían con un amigo, algunos acudían con sus mujeres, y había obreros viejos que se presentaban en las reuniones acompañados de sus hijos. No les buscábamos, venían ellos a nosotros. Y como éramos unos caudillos jóvenes e inexpertos, pronto empezarnos a ahogamos en el movimiento que habíamos provocado nosotros mismos. No había palabra que no encontrase resonancia y acogida. En nuestras lecciones y discusiones secretas, que se celebraban unas veces bajo techado y otras en el bosque o en el río, solían congregarse de veinte a veinticinco personas, y a veces más. La mayoría de ellas eran obreros de primera fila, que ganaban jornales bastante crecidos. En los astilleros de Nikolaiev regía ya la jornada de ocho horas. A estos obreros no les interesaba la huelga, sino que buscaban la verdad en las relaciones sociales. Algunos de ellos se titulaban “anabaptistas”, otros “horistas”, otros “cristianos evangélicos”. Pero no se trataba de sectas fundadas sobre dogmas. Eran obreros que se habían separado de la Iglesia ortodoxa, y el “anabaptismo” representaba para ellos una etapa breve en el camino revolucionario. Durante las primeras semanas de nuestras reuniones, estaban usando constantemente giros religiosos y acudiendo, como comparación, a los tiempos de los primeros cristianos. Pero no tardaron en emanciparse de esta fraseología, que a los obreros más jóvenes les hacía reír.
Algunas de aquellas figuras, las más destacadas, se han quedado para siempre en mi memoria.
Korotkov era un carpintero que gastaba hongo y se había emancipado hacía ya mucho tiempo de todo misticismo; era un gran bromista y un poco poeta. “Yo soy “racialista” (racionalista)”, solía decir con cierta solemnidad. Taras Savelich, un viejo evangelista que tenía ya nietos, poníase a hablar por centésima vez de los primeros cristianos que se reunían secretamente como nosotros, y entonces Korotkov cogía el hongo y lo tiraba con gesto de rabia a lo alto de un árbol, diciendo: —¡Así hago yo con tus teologías!
Al cabo de un rato se iba a buscar tranquilamente el sombrero. Esto ocurría en el bosque, en las afueras de la ciudad.
Muchos obreros, inspirándose en las nuevas ideas, hacían versos. Korotkov escribió una Marcha proletaria, que empezaba así: “Somos el alfa y el omega, el principio y el fin”.
Nesterenko, otro carpintero, que formaba parte con su hijo del grupo de Alejandra Lvovna Sokolovskaia, compuso una canción popular ucraniana sobre Carlos Marx, que cantábamos todos a coro. Este Nesterenko acabó mal, pues, habiendo caído en manos de la Policía, acosado, nos traicionó a todos.
Iefimov era un jornalero joven, de talla gigantesca, pelo rubio muy claro y ojos azules, que descendía de una antigua familia de oficiales; sabía leer y escribir perfectamente y hasta tenía alguna cultura; vivía en uno de los barrios míseros de la ciudad. Di con él en una taberna miserable. Trabajaba de cargador en el muelle, no bebía, no fumaba, era morigerado y cortés, pero aquel hombre guardaba algún secreto extraño, que daba a su rostro de veintiún años un aspecto sombrío. Poco tiempo después, me confesé que mantenía relaciones con una organización secreta de los “narodwolzi”. (“Voluntad del pueblo”) y me propuso que nos reuniésemos con ellos. Un día, estábamos sentados los tres —Muchin, Iefimov y yo—, tomando té en la ruidosa taberna “Rossia”, aturdidos con la música del organillo y esperando. Por fin Iefimov apuntó con los ojos a un hombre alto y fuerte, con barbilla de mercader: —¡Es él!
El aludido se estuvo largo rato tomando su té en una mesa aparte, se levantó, cogió el abrigo y plantándose delante del icono se santiguó con gesto automático.
—¡Ahí tenéis lo que es un “narodowolez”! —exclamó en voz baja Muchin, aterrado.
El “narodowolez” rehuyó todo trato con nosotros y nos hizo llegar, por medio de Iefimov, unas cuantas palabras vagas. No llegamos nunca a explicarnos claramente la aventura. A poco de esto, Iefimov se quitó la vida, envenenándose con ácido carbónico. Es muy posible que aquel gigante de ojos azules no fuese más que un juguete en manos de un espía, aunque cabrían también otras hipótesis peores
Muchin, que era de oficio electrotécnico, había montado en su casa un complicado sistema de señales para prevenir una sorpresa policíaca. Tenía veintisiete años, tosía un poco, con esputos sanguinolentos, era hombre de gran experiencia, lleno de sentido práctico y viéndole se diría un viejo. Permaneció fiel toda la vida a las ideas revolucionarias. Después de un primer destierro, estuvo algún tiempo encarcelado, y luego volvieron a deportarle por segunda vez. Al cabo de una separación de veintitrés años volví a encontrarme con él en el Congreso del partido comunista ucraniano que se celebró en Kharkov. Nos estuvimos largo y tendido sentados en un rincón, hurgando en el pasado, recordando episodios de los tiempos viejos y refiriéndonos uno a otro la suerte que habían corrido aquellos camaradas con quienes laboráramos en la aurora de la revolución.
El Congreso votó a Muchin para la comisión central de control del partido ucraniano, puesto que se tenía sobradamente merecido por su vida al servicio de la causa. Pero, a poco de terminar las sesiones, se metió en cama enfermo para no levantarse más.
Poco tiempo después de conocernos, Muchin me puso en relación con su amigo Babenko, también de la secta y que tenía una casita con unos cuantos manzanos en el patio. Era un hombre cojo, muy lento en sus movimientos, que jamás bebía, y él fue quien me enseñó a tomar el té con un pedacito de manzana en vez de limón. Babenko fue encarcelado con todos los demás; y, después de una larga prisión, retornó a Nikolaiev. Luego, le perdí de vista. En 1925 me enteré, por casualidad, leyendo un periódico, de que vivía en el Cuban, paralítico de las dos piernas. Y aunque por entonces no me fuese ya fácil, conseguí que le trasladasen a Yesentuky para ponerle en cura. Al cabo de algún tiempo sus piernas empezaron a moverse. Le hice una visita en el sanatorio. Babenko, ignoraba que Trotsky y Lvov fuesen una misma persona. Volvimos a tomar té con pedacitos de manzana y hablamos del pasado. Me imagino cuál sería su asombro cuando, a poco de esto, se enterase de que su amigo Trotsky era un terrible contrarrevolucionario.
En Nikolaiev había muchas figuras interesantes, y sería imposible enumerarlas todas. Había unos magníficos muchachos, muy despiertos, preparados en la escuela técnica de los astilleros, a quienes bastaba medía palabra para comprender. De este modo, la propaganda revolucionaria se hacía mucho más fácil de lo que en nuestros sueños más atrevidos hubiéramos podido imaginar. Estábamos entusiasmados y asombrados del increíble rendimiento de nuestra labor. Sabíamos, por los informes de los revolucionarios, que la propaganda sólo iba conquistando a los obreros uno por uno, y el que sabía atraerse a dos o tres lo consideraba ya como un triunfo. Pero nosotros nos encontrábamos con que los obreros que pertenecían a los grupos o querían afiliarse no tenían cuento.
Lo que faltaba eran guías y libros. Los jefes de grupo se disputaban el único ejemplar manuscrito que teníamos del Manifiesto comunista de Marx y Engels, copiado en Odesa con qué sé yo cuantas clases de letra e innumerables erratas y mutilaciones.
En vista de ésta, empezamos a escribir nosotros mismos. Aquí comienza, en realidad, mi carrera de escritor, coincidiendo con mis primeros pasos de propagandista revolucionario. Me sentaba a escribir las proclamas o los artículos, que luego yo mismo me encargaba de copiar en caracteres de imprenta para el multicopista. Las máquinas de escribir no sabíamos aún ni que existían. Entreteníame en trazar las letras con la mayor meticulosidad, pues tenía el prurito de que ningún obrero, aunque sólo supiese deletrear, dejase de entender las proclamas y manifiestos salidos de nuestras “prensas”. Cada página me llevaba lo menos dos horas. A veces, me pasaba semanas enteras con las espaldas dobladas y no me levantaba de la mesa más que para asistir a alguna reunión o dirigir un curso obrero. Todo lo daba por bien empleado cuando llegaban los informes de fábricas y talleres contando la ansiedad con que los obreros devoraban aquellas hojitas misteriosas con las letras de color violeta, pasándoselas unos a otros y discutiendo acaloradamente su contenido. Para ellos, el autor de estas hojas volanderas debía de ser sin personaje importante y misterioso que sabía penetrar en todas las industrias, que averiguaba todo lo que ocurría entre los obreros y salía al paso de los sucesos por medio de una hojita nueva en término de veinticuatro horas.
Al principio, fundíamos la gelatina y sacábamos las copias por la noche en nuestro cuarto. Uno se quedaba en el patio montando la guardia. En el hornillo de la estufa estaban siempre preparadas las cerillas el petróleo para hacer desaparecer todos los indicios en caso de peligro. Nuestras precauciones no podían ser más simplistas. Pero la policía de Nikolaiev nos ganaba todavía en punto a simpleza. Más tarde, instalamos el copiador en casa de un obrero viejo que había perdido la vista en un accidente del trabajo. Puso su casa a nuestra disposición sin el menor reparo. “Para un ciego todo el mundo es cárcel”, nos dijo sonriendo apaciblemente. Poco a poco, fuimos reuniendo allí grandes existencias de glicerina, gelatina y papel. Trabajábamos por la noche. El cuarto, todo abandonado y con el techo a ras de nuestras cabezas, tenía un aspecto mísero, lamentable. Preparábamos al alimento revolucionario encima de una estufa de hierro y lo extendíamos sobre una hoja de lata. El ciego, que nos ayudaba, se movía con más seguridad que nadie por el cuarto envuelto en sombras. Un obrero joven y una obrera se me quedaban mirando con admiración y asombro cuando me ponía a sacar las copias recién impresas. ¿Qué hubiera pensado cualquier persona “cuerda” que hubiese posado la mirada desde lo alto en aquel grupo de mozos apiñados en la penumbra alrededor del mísero copiador, sabiendo que les congregaba allí el propósito de derribar a un Estado poderoso y secular? Y, sin embargo, apenas transcurrió una generación sin que el propósito se realizase: hasta 1905, no pasaron más que ocho años; hasta 1917, no fueron veinte completos.
En cambio, la propaganda por la palabra no me valía todavía, por entonces, las mismas satisfacciones que la escrita. Los conocimientos eran insuficientes, y, además, me faltaba la práctica necesaria para saber emplear bien los que tenía. Entre nosotros, no se conocían todavía los discursos en el verdadero sentido de la palabra. Sólo una vez, el 1.º de mayo, me vi en el trance de tener que pronunciar en el bosque algo parecido a un discurso. Esto me causó una gran perplejidad. Todas las palabras que se me ocurrían parecíanme falsas e insoportables, aun antes de pronunciadas. Lo que no me resultaba del todo mal eran los debates en los grupos. La labor revolucionaria iba viento en popa. Yo me encargaba de mantener y desarrollar las relaciones con Odesa, a donde me trasladaba con la mayor frecuencia posible. Iba al puerto al anochecer, tomaba un billete de tercera, que me costaba un rublo, y me tendía sobre la cubierta del vapor lo más cerca posible de la chimenea. Ponía la chaqueta de almohada y me tapaba con el abrigo. A la mañana siguiente, cuando me despertaba, estábamos en Odesa, donde me dirigía a las personas a quieres tenía que ver. La noche siguiente la pasaba también en el barco y, de este modo, no perdía ningún día de viaje. Mis relaciones en Odesa enriqueciéronse cuando menos lo esperaba, a la puerta de la Biblioteca pública. Fue allí donde trabé conocimiento con Alberto Poliak, obrero cajista, organizador de la que había de ser famosa Imprenta central del partido. Nos encontramos entrando en la Biblioteca, nos miramos el uno al otro y nos comprendimos. Este encuentro abre toda una época en la vida de muestra organización. A los pocos días, retornaba ya a Nikolaiev con una maleta llena de publicaciones clandestinas, aparecidas en el extranjero. Eran todos folletos nuevos de agitación, con unos forros vivos y alegres. No nos cansábamos de abrir la maleta para admirar aquel tesoro. Los folletos fueron rápidamente repartidos y contribuyeron a reforzar la autoridad de que gozábamos entre los trabajadores.
Por Poliak supe un día, casualmente, que Srenzel, un técnico que se hacía pasar por ingeniero y hacía mucho tiempo que andaba rondando para acercarse a nosotros, era un antiguo agente provocador. Tratábase de un hombrecillo tonto e importuno, que llevaba no sé qué insignia en la gorra.
Habíamos recelado de él instintivamente, pero, no obstante, sabía bastantes cosas de nosotros. Le invitamos a que viniese a casa de Muchin. Una vez reunidos, me puse a contar, con pelos y señales, su biografía, sin nombrarle, y conseguí que perdiese los estribos. Le amenazamos con quitarle de en medio si nos denunciaba. Y algo debió de servir la amenaza, pues nos dejaron en paz por cerca de tres meses. Pero más tarde, cuando ya nos habían detenido, Srenzel se despachó a su gusto contando horrores de nosotros.
Dimos a la organización el nombre de “Liga obrera del Sur de Rusia”, pues teníamos la intención de atraernos a otras ciudades. Yo me encargué de redactar los estatutos con un sentido socialdemócrata. Las direcciones de las fábricas intentaron darnos la batalla exhortando a los obreros. Al día siguiente, contestamos con nuevas proclamas. Este duelo no sólo tenía en tensión a los obreros, sino a gran parte de la ciudad. Ahora, ya hablaba todo el mundo de los revolucionarios, que tenían las fábricas inundadas de hojas y manifiestos. Ya se oía pronunciar nuestros nombres por todas partes. Pero la policía seguía vacilando: no podía creer que “los locos aquellos de la huerta” fuesen capaces de organizar una campaña semejante y sospechaba que detrás de nosotros se escondían gentes más expertas. Las sospechas recaían seguramente sobre los antiguos deportados.
Gracias a esto, pudimos seguir actuando todavía dos o tres meses más. Pero pronto empezaron a vigilarnos con más cuidado, y la Policía fue descubriendo un grupo tras otro.
En vista de esto, acordamos salir de Nikolaiev por unas semanas, para ver si la policía perdía la pista. Yo me iría con mis padres al campo, la Sokolovskaia a Iekaterinoslavia, con su hermano, y así sucesivamente. Pero, al mismo tiempo, convinimos resueltamente en que, caso de proceder a detenciones en masa, no nos esconderíamos, sino que nos dejaríamos apresar, para que la policía no pudiese decir a los obreros que sus jefes les habían traicionado.
Antes de marchar, Nesterenko quiso que le dejase un paquete con proclamas y me citó, por la noche, a una hora ya avanzada, detrás del cementerio. Había bastante nieve. Era una noche de luna.
Me esperaba en un paraje solitario. En el momento en que sacaba el paquete de debajo del abrigo y se lo alargaba, se destacó de la tapia del cementerio una figura que pasó por junto a nosotros y le tocó con el codo.
—¿Quién es? —le pregunté asombrado.
—No sé —me contestó Nesterenko, siguiendo con la mirada al otro.
Era evidente que andaba en relaciones con la policía. Sin embargo, entonces no se me ocurrió sospechar de él.
El 28 de enero de 1898 se decretaron una serie de detenciones en masa. En junto, fueron llevados a la cárcel unos doscientos hombres. Empezaba el ajuste de cuentas. A uno de los detenidos, el soldado Sokolov, le aterrorizaron de tal modo, que se tiró desde el segundo piso por el corredor de la cárcel, produciéndose graves heridas. Otro de los detenidos, Levandovsky, se volvió loco. Y no fueron éstas las únicas víctimas.
Entre los encarcelados había muchos que apenas habían tenido parte en el movimiento. Gentes de quienes habíamos fiado se desentendieron de nosotros y hasta llegaron a traicionarnos. En cambio, otros que apenas se habían destacado, demostraron gran fortaleza de carácter. Al tornero Augusto Dorn, un alemán de unos cincuenta años, que no nos había visitado más que una o dos veces, le detuvieron también y le tuvieron largo tiempo encarcelado. Era un hombre magnífico, y en la cárcel se dedicaba a cantar con voz potente alegres canciones alemanas, en las que no siempre brillaba la honestidad, hacía chistes en un ruso muy divertido y mantenía en pie la moral de los jóvenes. En la cárcel de depósito de Moscú nos pusieron en una celda común. Una de las gracias del tornero consistía en hablar con el samovar, queriendo convencerle de que viniese a su encuentro y cerrando el diálogo con estas palabras: —¿Qué, no quieres? ¡Pues entonces irá Dorn a buscarte!
Esta escena, a pesar de qué se repetía diariamente, causaba la risa de todos.
Nuestra organización había sufrido un rudo golpe, pero no había muerto. Pronto vinieron otros a sustituirnos. Ahora, los revolucionarios y la policía procuraban tener ya más cuidado.

1900: Foto tomada por la policía zarista
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Mis primeras prisiones
También yo fui detenido en la redada general del año 1898, pero no en Nikolaiev, sino en una finca de Sokovnin, un gran terrateniente con el que estaba de criado Svigovsky, el hortelano. Volviendo de Ianovka a Nikolaiev, me detuve a visitar a Svigovsky. Llevaba una gran carpeta llena de originales, dibujos, cartas y todo género de papeles clandestinos. Por la noche, el hortelano enterró el peligroso paquete en una zanja con coles y, al amanecer, antes de salir a hacer plantaciones de árboles, lo sacó para entregármelo. En este momento aparecieron los gendarmes. Svigovsky pudo todavía esconder el paquete junto a la puerta, detrás de un barril de agua. A la criada que nos sirvió de comer, bajo las miradas de los gendarmes, díjole en voz baja que viese el modo de quitar de allí el paquete y esconderlo en otro sitio mejor. A la vieja no se le ocurrió otra cosa que ir a enterrarlo en la nieve. Nosotros confiábamos, naturalmente, en que los documentos no fuesen a parar a manos del enemigo. Vino la primavera, se fundió la nieve, y la hierba volvió a cubrir el paquete, hinchado por las aguas primaverales. Ya estábamos nosotros encarcelados. Llegó el verano. Un jornalero se puso a segar la hierba de la huerta, y dos chicos suyos, que jugaban al lado, descubrieron el paquete y se lo dieron al padre; éste, lo llevó a casa de los amos, y el propietario de la finca, que era un liberal, muerto de miedo, se presentó con los papeles en Nikolaiev y sin pérdida de momento los puso en manos del jefe de policía. Los autógrafos sirvieron de indicio contra varias personas.
La vieja cárcel de Nikolaiev no estaba preparada para recibir a presos políticos, sobre todo en tan gran número. A mí me metieron en una celda con Iavich, un joven encuadernador. Era una celda grandísima, capaz para treinta personas, completamente desmantelada y sin apenas calefacción.
En la puerta había un gran agujero cuadrado que se abría sobre el pasillo, el cual estaba abierto y daba al patio. Caían las heladas propias del mes de enero. Para dormir, nos tendían en el suelo unos sacos de paja, que sacaban a las seis de la mañana. El levantarse y el vestirse era una tortura.
Envueltos en los abrigos y con los sombreros y los chanclos puestos, nos estábamos sentados en el suelo, pegando hombro con hombro, las espaldas metidas por la tibia estufa, y así soñábamos o dormitábamos una o dos lloras. Eran, quizá, las más hermosas del día. No nos llamaban nunca a declarar. Echábamos carreras de un rincón a otro de la celda para calentarnos y nos alimentábamos de recuerdos, conjeturas y esperanzas. Empecé a estudiar con Iavich. Así pasaron unas tres semanas, hasta que sobrevino un cambio. Un día, me sacaron de la celda con mi hatillo, me llevaron a las oficinas de la prisión y me entregaron a dos gendarmes altos, que me condujeron en un carruaje hasta la cárcel de Kherson. Ésta estaba instalada en un caserón todavía más viejo. La celda era espaciosa y tenía una ventana estrecha e impracticable, con barrotes de hierro, que en invierno estaba toda empañada y no dejaba pasar apenas luz. Allí la soledad era completa, absoluta, desesperante. No había paseos ni vecinos. No me entraban nada de fuera. No tenía té ni azúcar.
Una vez al día, a mediodía, me alargaban la sopa carcelaria. El desayuno y la cena: consistían en un pedazo de pan negro con sal. Me interpelaba a mí mismo largamente acerca de si tendría o no derecho a aumentar la ración del desayuno a costa de la cena. Todos los argumentos de por la mañana me parecían insensatos y criminales al llegar la noche. Por la noche sentía un odio mortal, contra el que se había desayunado por la mañana. No tenía ropa interior para mudarme. Estuve tres meses con lo puesto. No tenía jabón. Los insectos carcelarios me comían vivo. Me propuse por empresa dar mil ciento once pasos en sentido diagonal. No había cumplido todavía los diecinueve años. Jamás viví en un aislamiento tan completo, a pesar de haber conocido veinte cárceles.
No tenía ni un solo libro, ni lápiz ni papel. La celda jamás se aireaba. Si quería darme cuenta del aire que se respiraba allí, no tenía más que mirar a la cara que ponía el carcelero cuando entraba a algo. Después de echar un bocadito al pan de la cárcel, poníame a pasear de arriba abajo, en sentido diagonal, y a componer poesías. Transformé en una “Makinuska[4]” proletaria la “Dubinuska” de los narodniki. Compuse también una “Kamarinskaia”. Estos versos, bastante mediocres, estaban llamados a conquistar una gran popularidad. Todavía circulan por ahí, reproducidos en las colecciones de cantares. Pero había momentos en que mordía en mí la amarga melancolía de la soledad. En estos instantes, pisaba con una firmeza un poco exagerada sobre las gastadas suelas, al medir los mil ciento once pasos reglamentarios. Al final del tercer mes, cuando ya el pan de la cárcel, el saco de paja y los piojos que me devoraban se habían hecho parte inseparable de mi existencia como el día y la noche, se abrió la puerta —era al atardecer— y el carcelero me puso delante una montaña de objetos procedente de otro mundo, de un mundo fantástico: ropa limpia, una manta, una almohada, pan blanco, azúcar, té, jamón, conservas, manzanas y hasta unas cuantas naranjas grandes y relucientes Han pasado treinta y un años desde aquello, y todavía es el día en que no acierto a enumerar sin emoción todos estos objetos maravillosos, y aun advierto que he omitido un vaso con fruta en conserva, jabón y un peinecillo.
—Esto, que le manda su madre —me dijo el carcelero.
Y aunque yo no sabía leer todavía muy bien en las almas humanas, comprendí enseguida, por su tono de voz, que le habían sobornado. Poco tiempo después, me llevaron embarcado a la cárcel celular de Odesa, que había sido construida años antes con arreglo a los últimos métodos de la técnica. Para quien como yo venía de Nikolaiev y de Kherson, la cárcel celular de Odesa era una institución ideal. Había conversaciones por el sistema percutivo, papelitos que circulaban de celda en celda, “teléfono”, o sea, transmisión directa de una ventana en otra. Las comunicaciones circulaban casi sin interrupción. Percutí a mi vecino de celda las poesías de la cárcel de Kherson, y a cambio de aquello recibí, por el mismo conducto, una serie de noticias. Svigovsky me hizo saber, a través de la ventana, que la policía estaba en posesión del famoso paquete, y de este modo pudo deshacer sin esfuerzo alguno los planes del Comandante Dremliuga, que trataba de tenderme una celada. Conviene advertir que por entonces todavía no habíamos adoptado —como hicimos años más tarde—, el sistema de negarnos a declarar.
La cárcel estaba abarrotada de presos, a consecuencia de las detenciones en masa que se habían verificado por todo el país durante la primavera. El 1.º de marzo de 1898, estando yo en la cárcel de Kherson, se reunió en Minsk el congreso fundacional del partido socialdemócrata ruso. Lo formaban, en junto, nueve personas, y no tardó en ser arrastrado por el oleaje de los encarcelamientos. A los pocos meses, ya nadie hablaba de él. Sin embargo, los efectos están hoy patentes en la historia de la humanidad. El manifiesto aprobado en este Congreso trazaba la siguiente perspectiva de la cruzada política: “ Cuanto más se avanza hacia el Oriente de Europa, más cobarde y envilecida políticamente es la burguesía y mayores los problemas políticos y culturales que se alzan ante el proletariado”. No deja de ser curioso, históricamente, el hecho de que el autor de este manifiesto fuese ese Pedro Struve, personaje bastante conocido, a quien, corriendo el tiempo, habíamos de ver figurar entre los caudillos del liberalismo y más tarde entre los defensores de la reacción monárquica y clerical.
Durante los primeros meses que pasé en la cárcel de Odesa, no recibí ningún libro de fuera y hube de contentarme con lo que ofrecía la biblioteca de la prisión, que eran casi exclusivamente las colecciones de una serie de revistas históricas y religiosas de tipo conservador. A falta de otra cosa, me entregué a su estudio con un insaciable afán. Pronto me supe de memoria todas las sectas y herejías antiguas y modernas, todas las ventajas de la religión ortodoxa, los argumentos más poderosos contra el catolicismo, el protestantismo, el darwinismo y las teorías de Tolstoi. En la Galería ortodoxa venía un artículo en que se decía que la conciencia cristiana amaba las verdaderas ciencias, incluyendo las ciencias naturales, como aliadas espirituales de la fe, y que ni aun colocándose en el punto de vista de éstas, se podría contradecir un milagro como el de la burra de Balaam, la que discutió con los profetas, ya que “también existen papagayos y hasta canarios que hablan”. Este argumento, empleado por el Arzobispo Nicanor, no se me borró de la cabeza durante varios días, y hasta soñaba con él por las noches. Aquellas investigaciones acerca de los malos espíritus y los demonios y su príncipe Satanás y el sombrío reino del mal, toda aquella estupidez que habían ido codificando los siglos, era la admiración y el asombro del joven racionalista. Recuerdo una descripción muy detallada del Paraíso, de su geografía interior y del lugar en que se encontraba, a que el autor ponía fin con la nota melancólica siguiente: “No puede indicarse con seguridad el lugar en que se encuentra el Paraíso”. No me cansaba de repetir estas palabras estupendas, lo mismo a medio día que a la hora del té, que en los paseos: los geógrafos ignoran el grado de latitud a que se encuentra la bienaventuranza paradisíaca, ¡magnífico! A todas horas estaba discutiendo con un suboficial de gendarmes llamado Miklin acerca de temas teológicos. Este Miklin era un hombre avaricioso, pérfido, cruel, muy versado en los santos libros y extraordinariamente devoto. Subía y bajaba los chirriantes escalones de hierro cantando siempre en voz baja cosas de iglesia.
—Sólo por decir “Madre de Cristo” en vez de “Madre de Dios”, le quitaron la cabeza al hereje Arias —me dijo un día Miklin.
—¿Y cómo es que hoy las cabezas de los herejes están sanas y en su sitio?
—Hoy hoy —contestó Miklin—, hoy son otros tiempos.
Pedí a mi hermana, que había venido de la aldea a verme, que me trajese cuatro ejemplares de los Evangelios en lenguas extranjeras. Valiéndome de los conocimientos de alemán y francés que tenía de la escuela, fui leyendo éstos y comparándolos, versículo por versículo, con los que estaban en inglés y en italiano. Al cabo de algunos meses, había avanzado bastante, por medio de este procedimiento. Debo decir, sin embargo, que mi talento lingüístico es bastante mediocre. No he llegado a dominar con perfección ningún idioma extranjero, a pesar de haber vivido largas temporadas en varios países de Europa.
Los locutorios a que nos sacaban para recibir las visitas de los familiares eran una especie de jaulas de madera estrechas, separadas del visitante por dos rejas de hierro. Cuando mi padre me visitó por primera vez, creyó que los presos estábamos metidos todo el tiempo en aquellos cajones, y tal fue su terror, que no podía hablar. Acuciado por mis preguntas, movía los pálidos labios sin articular palabra. Jamás se me borrará del recuerdo aquella cara. A mi madre la habían preparado y estaba más serena.
A nuestras celdas llegaba, por fragmentos, un eco lejano de los sucesos del día. La guerra sudafricana apenas nos interesaba. Éramos todavía provincianos, en el más estricto sentido de la palabra.
Tendíamos a interpretar la lucha de los ingleses contra los boers casi exclusivamente con el criterio de un triunfo inevitable del capitalismo. El proceso de Dreyfus, que alcanzaba por entonces su apogeo, nos apasionaba en lo que tenía de dramático. Un día, llegó a nosotros el rumor de que en Francia había tenido lugar un golpe de Estado restableciendo la monarquía. Esta noticia nos llenó de vergüenza y humillación. Los carceleros iban y venían sin cesar por los férreos corredores y escaleras, tratando de apaciguar aquella tempestad de golpes y gritos. ¿Era una nueva protesta contra el rancho averiado? No, el ala política de la prisión protestaba ruidosamente contra la restauración de la monarquía francesa.
Los artículos sobre la masonería que venían en las revistas teológicas me interesaron bastante.
¿De dónde procedía este extraño movimiento?, me preguntaba. ¿Cómo lo explicaría el marxismo? Me resistí durante bastante tiempo a aceptar el materialismo histórico, aferrándome a la teoría de la variedad de los factores históricos, que, como es sabido, sigue prevaleciendo aún en las ciencias sociales. Los hombres dan el nombre de “factores” a una serie de aspectos de su actividad social, infundiendo a este concepto un carácter suprasocial y explicando luego supersticiosamente su propia actividad como un producto de la acción mutua de aquellas fuerzas independientes. El eclecticismo oficial no se preocupa de investigar cómo hayan nacido aquellos “factores”; es decir, bajo el imperio de qué condiciones hayan brotado de la sociedad humana primitiva. Conseguimos entrar de contrabando a la cárcel dos celebres folletos del viejo hegeliano marxista italiano Antonio Labriola, traducidos al francés, cuya lectura me entusiasmó. Labriola manejaba como pocos escritores latinos la dialéctica materialista en el campo de la filosofía de la historia, si bien en cuestiones Políticas no podía enseñar nada. Bajo el brillante diletantismo de sus doctrinas, se ocultaban profundas verdades. Labriola despacha de un modo magnífico esa teoría de la complejidad de factores que reinan en el olimpo de la historia y presiden desde allí los destinos del hombre. A pesar de los treinta años transcurridos desde que le leí, todavía recuerdo perfectamente su argumentación y aquél su refrán constante de “las ideas no se caen del cielo”. Al lado de este autor, ¡cómo palidecían los teóricos rusos como Lavrov, Mikailovsky, Kareiev y otros apologistas de la teoría clásica! Pasados muchos años, todavía no podía explicarme que hubiese marxistas en quienes causase sensación la obra del profesor alemán Stammler Economía y Derecho, ese libro tan estéril que se esfuerza, como tantos y tantos otros, por comprimir en los estrechos círculos de eternas categorías el gran proceso histórico y natural que va desde la ameba hasta el hombre, y más allá del hombre; en realidad, esas categorías no son más que el reflejo de aquel proceso vivo en el cerebro de un pedante.
Como digo, empecé a interesarme por la masonería. Me pasé varios meses leyendo afanosamente todos los libros que los parientes y los amigos pudieron encontrar en la ciudad sobre la historia de los francmasones. ¿Por qué, a título de qué, los comerciantes, los artistas, los banqueros, los abogados y los funcionarios se agrupaban en este movimiento, desde los primeros años del siglo XVII, restableciendo en él los ritos de los tiempos medievales? ¿Para qué toda esta extraña mascarada? Poco a poco, fue aclarándoseme el misterio. Los antiguos gremios no sólo daban la norma para la vida económica, sino también para la moral y las costumbres. Los gremios, principalmente los del ramo de construcción, compuestos por gentes mitad artesanas, mitad artistas, gobernaban en todos sus aspectos la vida de las ciudades. El derrumbamiento del régimen gremial equivalía a la crisis moral de una sociedad que rompía con los moldes de la Edad Media. Pero la nueva moral no se desarrollaba con la misma rapidez con que se sepultaba la antigua. De aquí el esfuerzo —nada raro en la historia de la humanidad— por conservar aquellas formas de disciplina ética cuya base social —que en este caso era el régimen gremial de producción— había sido enterrada hacía muchos años por el proceso histórico. La masonería productiva se tornaba en una masonería “especulativa”. Pero, como suele ocurrir en tales casos, en aquellas formas morales supervivientes a que se aferraban los hombres, se había plasmado, bajo el imperio de la vida, un contenido totalmente nuevo. En ciertas ramas de la masonería, como por ejemplo en la rama escocesa, predominaban todavía, visiblemente, los elementos de la reacción feudal. En el siglo XVIII las formas francmasonas adoptan en una serie de países un contenido de lucha por la cultura, de ideas racionalistas políticas y religiosas, por donde este movimiento desarrolla una acción prerrevolucionaria, creando, en su ala izquierda, la campaña de los carbonarios. Entre los francmasones contábase Luis XVI, pero también se contaba el doctor Guillotin, el inventor de la guillotina. En el Sur de Alemania, la masonería abraza abiertamente la revolución; en cambio, en la corte de la emperatriz Catalina de Rusia no hace más que reproducir en forma carnavalesca las jerarquías de la nobleza y la burocracia. La emperatriz masona manda a Siberia al masón Novikov.
Hoy, en la época de los trajes baratos y de confección, a nadie se le ocurre vestirse con las prendas de sus abuelos; en cambio, en el terreno del espíritu abundan todavía los vestidos y las modas del pasado. El menaje de las ideas se transmite de generación en generación, aunque las almohadas y las mantas de las abuelas se abandonen por apolilladas e inservibles. Y hasta aquellos que se ven obligados por cualquier causa a cambiar de opiniones, procuran, siempre que pueden, ataviarlas en las formas tradicionales. La técnica de nuestra producción había dejado muy atrás, con sus cambios, a la técnica mental, que suele preferir los remiendos y retoques a los edificios de nueva planta. Así se explica que esos parlamentarios franceses de la pequeña burguesía, empeñados en oponer a la fuerza disolvente de la sociedad moderna una red de relaciones morales entre los hombres, no se les ocurra nada mejor que ceñirse un mandil blanco y armarse de un compás de una plomada. Pero no porque intenten erigir un edificio nuevo, sino porque les parece que es el mejor camino para entrar en ese viejo edificio que se llama el Parlamento o el Gabinete ministerial.
Como en la cárcel para conseguir un cuaderno nuevo había que devolver el otro lleno, pedí para mis lecturas sobre la masonería un cuaderno de mil páginas numeradas en que, con letra diminuta, iba extractando los libros que leía y registrando mis ideas propias acerca de los francmasones y del materialismo histórico. Este trabajo me llevó, en total, un año. Una vez terminado un capítulo, lo redactaba, lo copiaba en un cuadernillo de contrabando y se lo mandaba a los camaradas que ocupaban las otras celdas, para que lo leyesen. Para esto, nos valíamos de un sistema bastante complicado, que llamábamos el “teléfono”. Si el destinatario moraba en una celda no lejos de la mía, ataba el extremo de una cuerda un objeto pesado y hacía oscilar el aparato alargando la mano por entre los hierros de la ventana todo lo que podía. Advertido por un golpecito, yo sacaba por mi ventana la escoba, y cuando el peso que pendía al extremo de la cuerda se había arrollado al mando, tiraba de la escoba y ataba a la cuerda el cuadernillo. En los casos en que el destinatario quedaba lejos, repetíase la misma historia en varias etapas, lo cual dificultaba, naturalmente, el transporte.
Cuando me sacaron de la cárcel de Odesa, aquel voluminoso cuaderno de apuntes, autorizado por la firma del viejo Ussov, suboficial de gendarmes, se había convertido en un verdadero centón de ciencias históricas y de ideas filosóficas. Ignoro si hoy se podría dar a la imprenta con su redacción primitiva. A mi cabeza acudían a un tiempo demasiadas cosas, traídas de los más diversos campos, épocas y países, y temo que en aquel primer trabajo haya querido yo decir mucho de una sola vez. Sin embargo, creo que las ideas fundamentales y las argumentaciones eran exactas. Por entonces, ya tenía yo la sensación de pisar en terreno firme, y esta sensación iba confirmándose en el transcurso del trabajo. Daría algo de bueno por encontrar el voluminoso cuaderno. Me acompañó al destierro, donde dejé las investigaciones sobre la masonería para consagrarme al estudio del sistema económico en Marx. Estando refugiado en el extranjero después de mi huida, Alejandra Lvovna me lo remitió por conducto de mis padres, que me visitaron en París el año de 1903. El cuaderno se quedó en Ginebra con mi modesto archivo de emigrado, al trasladarme clandestinamente a Rusia, y pasó a formar parte del archivo de la “Iskra”, donde prematuramente pereció.
Después de mi segunda huida de Siberia, estando nuevamente en el extranjero, intenté descubrir el paradero de aquellos apuntes. Lo más probable es que la señora suiza a quien dieron en depósito los papeles emplease mi cuaderno como combustible o le diese otro destino. No puedo menos de reprochar aquí la conducta de aquella honorable patrona.
El haberme visto obligado a hacer aquellos estudios sobre la masonería en la cárcel y sin disponer, por tanto, más que de unos cuantos libros, me fue muy provechoso. Hasta entonces, no había tenido ocasión de consultar las obras fundamentales del marxismo. Los trabajos de Labriola eran escritos filosóficos de carácter polémico. Exigían conocimientos que yo no tenía, y me veía obligado a suplirlos por medio de conjeturas. De las investigaciones de Labriola salí con una multitud de hipótesis en la cabeza. Los estudios sobre la masonería diéronme ocasión para contrastar y revisar mis ideas. No había descubierto nada nuevo. Todas las argumentaciones metodológicas a que llegué, hacía largo tiempo que estaban descubiertas y aplicadas. Pero el caso era que yo había llegado a encontrarlas por mi cuenta —hasta cierto punto— y tanteando en la sombra. Me figuro que esto tuvo cierta importancia para el desarrollo posterior de mi espíritu. Más tarde, encontré en Marx, en Engels, en Plejanov, en Mehring, confirmación de lo que en la cárcel creyera ideas mías propias y a las que entonces no había podido contrastar ni dar fundamentación. La forma primera en que asimilé el materialismo histórico no fue dogmática. En un principio, la dialéctica no se me reveló en fórmulas abstractas, sino que resorte vivo latente en el proceso histórico, donde lo descubría a poco que me esforzase por estudiarlo.
Entre tanto, Rusia empezaba a incorporarse. Aquí sí que la dialéctica histórica laboraba seriamente, de un modo práctico y en gran escala. El movimiento estudiantil descargaba su tensión en constantes manifestaciones. El látigo de los cosacos amorataba las espaldas de los estudiantes.
Los liberales se indignaban de que se ofendiera así a sus hijos. La socialdemocracia se fortalecía, al fundirse cada vez más íntimamente con el movimiento obrero. La revolución dejó de ser ocupación reservada a los círculos intelectuales. Crecía el número de obreros encarcelados. En las cárceles, a pesar de estar abarrotadas, se respiraba mejor. A fines del segundo año de encarcelamiento nos fue comunicada la sentencia recaída en nuestro proceso: los cuatro principales acusados éramos condenados a cuatro años de destierro en Siberia. Pero hubimos de pasar otro medio año en la cárcel de depósito de Moscú. Fue un período de trabajo teórico intensivo. Estando en esta cárcel, me hablaron por vez primera de Lenin, y me puse a estudiar su libro sobre la evolución del capitalismo ruso, que acababa de aparecer. Además, escribí un folleto sobre el movimiento obrero de Nikolaiev, que logramos hacer llegar a manos de nuestros amigos y fue publicado poco tiempo después en Ginebra. De la cárcel de depósito de Moscú salimos, para ser transportados a Siberia, en el verano. Después de hacer alto en viarias cárceles del camino, llegamos al lugar de nuestro destierro en otoño del año 1900.
Notas
[4] Diminutivo de máquina.

1900: En el exilio en Siberia
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Primera deportación
Íbamos río Lena abajo. La corriente del río arrastraba lentamente las barcas en que iban los presos y la escolta. Por la noche hacía un frío de hielo, y por la mañana los abrigos de pieles con que nos envolvíamos aparecían cubiertos de escarcha. Por el camino, los presos eran desembarcados y dejados en los puntos de destino, individualmente o por parejas. Tardamos en llegar a la aldea de Usti-Kut, si mal no recuerdo, unas tres semanas. Al llegar aquí me desembarcaron en unión de Alejandra Lvovna, con quien estaba en íntimas relaciones y a quien hablan condenado también al destierro por los sucesos obreros de Nikolaiev. Alejandra Lvovna ocupaba uno de los primeros lugares en nuestra Liga obrera del Sur. Profundamente entregada al socialismo, con un absoluto desprecio de todo lo que le fuese personal, gozaba de una autoridad moral indiscutible. El trabajo común por la causa nos había unido íntimamente, y para que no nos desterrasen a lugares distintos, habíamos hecho que nos desposasen en la cárcel de depósito de Moscú.
La aldea a que íbamos desterrados estaba formada por unas cien casas de madera, en la última de las cuales nos albergamos. En torno, extendíase el bosque y abajo discurría el río. Hacia el Norte, a lo largo del Lena, estaban las minas de oro, cuyo reflejo bailaba en las aguas del río. La aldea de Usti-Kut había conocido días mejores, días de orgías salvajes, saqueos y robos. Cuando nosotros arribamos a ella, ya estaba todo tranquilo. No quedaban más que las borracheras. El patrón y la patrona de la cabaña en que vivíamos estaban siempre bebidos. Era una vida sombría, estúpida, aislada del mundo. Por las noches, las polillas llenaban la casa de un ruido desagradable; se lanzaban sobre la mesa, sobre la cama, sobre la cara de uno. No había más remedio que abandonar la casa para tener las puertas y ventanas abiertas durante uno o dos días, con treinta grados bajo cero.
En verano, había una plaga de moscas. Cómo sería, que acosaron y llegaron a matar —literalmente— a una vaca extraviada en el bosque. Los campesinos llevaban encima de la cara una red hecha de cerdas de caballo y untada de brea. Durante el otoño y la primavera, la aldea desaparecía casi bajo el lodo. En cambio, el paisaje era magnífico. Pero en aquellos años, yo sentía una indiferencia absoluta por la naturaleza. Parecíame imperdonable perder el tiempo contemplándola. Vivía entre el bosque y el río casi sin enterarme. Los libros y las relaciones personales llenaban mi vida. Pasaba los días estudiando a Marx, con las páginas del libro plagadas de polillas.
El río Lena era la gran vía fluvial de los desterrados. Los cumplidos retornaban río arriba, camino del Sur. La comunicación entre los varios núcleos de desterrados, que iban aumentando conforme crecía la revolución, rara vez se interrumpía. Iba y venían cartas, que crecían hasta convertirse en verdaderos tratados teóricos. El gobernador de Irkutsk autorizaba los traslados de un lugar a otro con relativa facilidad. En unión de Alejandra Lvovna, me trasladé a unas doscientas cincuenta verstas hacia Oriente, junto al río Ilim, donde vivían unos amigos nuestros. Aquí, estuve algún tiempo empleado en la oficina de un mercader millonario, cuyos almacenes de pieles, tiendas y tabernas ocupaban, dispersos, una superficie tan grande como la de Bélgica y Holanda juntas. Era un poderoso señor feudal del comercio. Tenía sometidos a él a miles de tungusos, a quienes llamaba “mis tungusitos”. Y este hombre no sabía poner siquiera su nombre y tenía que firmar con una cruz. Se pasaba todo el año comiendo míseramente, como un avaro, para derrochar toda una fortuna en la feria de Nisni-Novgorod. Estuve a su servicio mes y medio. Hasta que un día anoté un pud de “negro de Alemania” en vez de anotar una libra, y pasé una cuenta monstruosa a un cliente lejano. Este desliz minaba considerablemente mi fama, y decidí dejar el cargo. Nos volvimos a Usti-Kut. Fue un invierno terrible, en que el frío llegó a cuarenta y cuatro grados Reaumur.
El carretero que nos conducía arrancaba con sus manos enguantadas los carámbanos que colgaban del hocico de los caballos. Yo llevaba encima del regazo a una niña de diez meses que nos había nacido. La criatura respiraba por una especie de chimenea que le habíamos hecho encima de la cara entre las pieles. Al llegar a una estación la desenvolvíamos cuidadosamente, temerosos de que se hubiese ahogado. Sin embargo, el viaje tuvo feliz término. Pero no estuvimos mucho tiempo en Usti-Kut. Pasados algunos meses, el gobernador nos autorizó para trasladarnos un poco más al Sur, a Werjolensk, donde teníamos también amigos.
La aristocracia del destierro la constituían los viejos narodniki, que habían acabado instalándose aquí, unos de una manera y otros de otra. Los jóvenes marxistas formaban grupo aparte. Por aquella época arribaron al Norte los primeros obreros condenados por delito de huelga; habían sido elegidos al azar entre la masa, y muchos de ellos eran medio analfabetos. Para estos obreros, el destierro fue una escuela preciosa de política y de cultura. Como donde quiera que se reúnen hombres sujetos por la fuerza, las diferencias de opinión tomaban muchas veces forma de agrias disputas. Conflictos de orden privado y carácter sentimental acababan con frecuencia en dramas.
No eran raros los suicidios. En Werjolensk nos turnábamos para vigilar a un estudiante de Kiev.
Un día, vi brillar encima de su mesa unos pedazos de metal; luego, resultó que había estado torneando balas de plomo para su escopeta de caza. No pudimos evitarlo. Se apoyó el cañón contra el pecho y apretó el gatillo con un dedo del pie. Le enterramos en silencio, en lo alto de una colina. Entonces, todavía rehuíamos los discursos como algo falso. En todas las colonias importantes de desterrados había tumbas de suicidas. Algunos deportados, principalmente en las ciudades, se dejaban ganar por el ambiente. Otros se daban a la bebida. En el destierro como en la cárcel, no había más áncora de salvación que el trabajo intelectual intenso. Puede decirse que los marxistas eran los únicos que trabajaban teóricamente.
Esperábamos con la mayor emoción la llegada o el paso de las nuevas conducciones. En las aguas del Lena conocí, en aquellos años, a Dserchinsky, a Uritsky y a muchos otros revolucionarios jóvenes a quienes aguardaba un gran porvenir. Recuerdo que en una noche oscura de primavera, junto a una hoguera que habíamos encendido en las orillas del Lena, salido de madre aquel año, nos leyó Dserchinsky un poema que había compuesto en lengua polaca. El gesto y la voz eran magníficos, pero el poema valía poco. Corriendo el tiempo, también la vida de este hombre se había de convertir en un poema sombrío.
A poco de llegar a Usti-Kut, comencé, a colaborar en un periódico de Irkutsk, llamado Revista Oriental. Era un periódico provinciano autorizado por la censura, que los viejos narodniki crearan en el destierro y del que por el momento se habían adueñado los marxistas. Yo empecé enviando correspondencias de la aldea, aguardé con cierta emoción a que apareciese la primera y, animado por los redactores, me pasé a los ensayos y a la crítica literaria. Abrí al azar un diccionario italiano para ver si encontraba un seudónimo y di con la palabra “antídoto”; durante muchos años firmé mis artículos con este nombre (Antid Oto). A mis amigos se lo explicaba en broma, diciendo que se trataba de poner un poco de contraveneno marxista en la Prensa autorizada. Cuando menos lo esperaba, el periódico me subió los honorarios de dos a cuatro kópeks la línea. ¿Qué mejor muestra de reconocimiento? Mis artículos versaban sobre los campesinos y los clásicos rusos, sobre Ibsen, Hauptmann y Nietzsche, sobre Maupassant y Estaunié, sobre Leónidas Andreiev y Gorky. Me pasaba las noches en claro puliendo las cuartillas línea a línea, en busca de la idea precisa o de la palabra adecuada. Y así, fui haciéndome escritor.
Desde el año 1896, en que me resistía todavía a aceptar las ideas revolucionarias, y desde el 97, en que, laborando ya como revolucionario, rehuía el marxismo, llevaba un buen trecho de camino andado. Cuando me desterraron, el marxismo era ya, definitivamente, la base de mis ideas y del método de mis razonamientos. En el destierro procuré ir analizando con el criterio que ya empezaba a dominar esos temas que se llaman “eternos” de la existencia humana: el amor, la muerte, la amistad, el optimismo, el pesimismo, etc. El hombre ama, odia o espera de distinto modo, según las distintas épocas y los distintos medios sociales en que se mueve. Y así como el árbol nutre a las hojas por medio de las raíces y las flores y los frutos se alimentan de las sustancias de la tierra, la personalidad humana encuentra en los fundamentos económicos de la sociedad el alimento para sus sentimientos y sus ideas, aun los más “elevados”. En los artículos que escribí por entonces acerca de la literatura, apenas sabía tratar, en realidad, más que un tema: la personalidad y la sociedad. No hace mucho que estos artículos han visto la luz coleccionados en un volumen. Si tuviera que escribirlos hoy, los escribiría indudablemente de otro modo, pero nos necesitaría cambiar grandes cosas, en lo que toca a su contenido.
El marxismo que podríamos llamar oficial o autorizado, atravesaba por entonces, en Rusia, una fuerte crisis. Yo mismo podía ver sobre ejemplos vivos con cuánto desembarazo las nuevas necesidades sociales se hacían una moda intelectual de la materia teórica destinada a fines muy distintos. Hasta la última década del siglo, una grandísima parte de la intelectualidad rusa seguía comulgando en las ideas de los “populistas”, renegando del capitalismo y exaltando el concejo campesino (la obchtchina). Entre tanto, el capitalismo iba llamando a todas las puertas y abriendo ante los intelectuales las perspectivas de grandes ventajas positivas y de un porvenir político importante. Los intelectuales burgueses necesitaban el afilado cuchillo de las teorías marxistas para cortar el cordón umbilical del “populismo”, que les unía a un pasado ahora molesto. Así se explica que aquellas ideas se difundiesen y triunfasen con tal rapidez en los últimos años del pasado siglo.
Cuando ya la teoría de Marx había llenado este cometido, los intelectuales empezaron a sentirse oprimidos por ella. La dialéctica les había venido bien para demostrar la tendencia de progreso de los métodos de evolución capitalista, pero tan pronto como se volvía contra el capitalismo resultaba un obstáculo y había que dejarla por inservible. En la intersección de los dos siglos —la época que coincide con mis años de cárcel y de destierro— la intelectualidad rusa atraviesa por un período de crítica general del marxismo. Bien estaban estas teorías en cuanto servían para legitimar históricamente la sociedad capitalista; lo que no podía aceptarse era su repudiación revolucionaria del capitalismo. Y así, dando un rodeo, los intelectuales arcaico-populistas se convirtieron en portavoces de la burguesía liberal.
Los críticos europeos del marxismo encontraban ahora gran mercado en Rusia, quienesquiera que ellos fuesen. Baste decir que Eduardo Bernstein fue uno de los guías más populares en este tránsito del socialismo al liberalismo. La filosofía normativa iba imponiéndose victoriosamente sobre la dialéctica materialista. La opinión pública de la burguesía que se estaba fraguando necesitaba de normas inflexibles que la amparasen no sólo contra los desafueros de la burocracia absolutista, sino también contra el desenfreno de las masas revolucionarias. Pero tampoco Kant se pudo sostener en pie por mucho tiempo, después de haber derribado a Hegel. El liberalismo ruso, que advino tarde a la vida, vivió desde el primer momento sobre un volcán. El imperativo categórico era para él una defensa demasiado abstracta e insegura. Había que echar mano de recursos más eficaces contra las masas revolucionarias. Los idealistas trascendentales acabaron por convertirse en cristianos ortodoxos. Bulgakov, un profesor de Economía política que había empezado por la revisión del marxismo en la cuestión agraria, se pasó luego a las filas del liberalismo para acabar vistiendo la sotana de cura. Cierto que lo de la sotana ocurrió unos años más tarde, pero no importa.
Durante los primeros años del siglo, Rusia era un gigantesco laboratorio de ideologías sociales.
Mis estudios sobre la historia de la masonería me habían equipado con el bagaje necesario para comprender la función subalterna de las ideas en el proceso histórico. “Las ideas no se caen del cielo”, repetía yo con el viejo Labriola. Ahora, no se trataba ya de una investigación de pura ciencia, sino de elegir un camino político. La batalla que se libraba por doquier en torno al marxismo nos ayudó, a mí y a otros muchos revolucionarios jóvenes, a concentrar las ideas y a aguzar las armas. Para nosotros, el marxismo no venía sólo a acabar con el “populismo”, con el que apenas si habíamos entrado en contacto, sino, y sobre todo, a encender una guerra sin cuartel y en su propio terreno contra el capitalismo. Luchando contra los revisionistas se afirmó nuestra personalidad teórica y política. Y de este duelo salimos convertidos en revolucionarios proletarios.
Por aquel tiempo, hubimos de chocar con la crítica de izquierda. En una de las colonias del Norte, en Wiluisk si mal no recuerdo, vivía desterrado Majaisky, que poco después había de adquirir bastante celebridad. Majaisky empezó haciendo la crítica del oportunismo socialdemócrata. Su primer cuaderno hectográfico, encaminado a desenmascarar el oportunismo larvado en la socialdemocracia alemana, tuvo gran éxito entre los desterrados. El segundo cuaderno traía una crítica del sistema económico de Marx, para llegar al resultado peregrino de que el socialismo era un orden social basado sobre la explotación del obrero por los intelectuales de profesión. El tercer cuaderno, orientado en un sentido anarcosindicalista, pretendía justificar el apoliticismo. Las doctrinas de Majaisky concentraron durante varios meses la atención de los desterrados de la zona del Lena. Para mí, aquello fue una especie de vacuna bastante eficaz contra el anarquismo, muy valiente en las palabras, pero inhibido e incluso cobarde ante los hechos.
En la cárcel del depósito de Moscú conocí al primer anarquista de carne y hueso. Era un maestro de escuela llamado Lusin, hombre retraído, parco en palabras, duro. Sentía una especial predilección por los presos de delitos comunes y seguía con gran interés lo que le contaban acerca de sus robos y asesinatos. Las discusiones teóricas las aceptaba de mala gana. Una vez, como yo le estuviese siempre preguntando cómo iban a regirse los ferrocarriles en el Estado anarquista, me contestó: —¿Y para qué diablo necesito yo viajar en tren cuando triunfe el anarquismo?
Esta contestación me bastaba.
Lusin hacia lo posible por ganar la convicción de los obreros hacia su causa, y entre nosotros se libraba un duelo encubierto y no siempre con armas nobles. Hicimos juntos la travesía a Siberia.
En la época de las grandes inundaciones se le ocurrió cruzar el Lena en una barca. Creo que estaba un poco bebido, y me echó un reto. Yo no tuve inconveniente en acompañarle. En la otra orilla flotaban, en medio de grandes remolinos, troncos de árboles y cadáveres de animales. La excursión, aunque bastante emocionante, se desarrolló sin contratiempo. Lusin, con ceño sombrío, me rindió no sé qué homenaje; me dijo que era un buen camarada, o algo así. Aquello suavizó un poco nuestras relaciones. A poco, hubo de seguir camino hacia el Norte. Unos meses después nos enteramos de que había dado una puñalada a un “ispravnik”. Éste no era cruel, y la herida no tenía nada de grave. Llevado ante los tribunales, Lusin declaró que, personalmente, no tenía motivo de queja contra el “ispravnik” y que había querido únicamente protestar en su persona contra el despotismo del Estado. Le recluyeron en la Catorga.
Mientras en las lejanas colonias de la Siberia, cubiertas de nieve, los desterrados discutían apasionadamente acerca de las diferencias existentes entre los campesinos rusos, acerca de las tradeunions inglesas y de la relación entre el imperativo categórico y los intereses de clase, entre el darwinismo y el marxismo, en las esferas gubernamentales se libraba otro duelo ideal. En febrero del año 1901, Tolstoi era excomulgado por el Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa. Todos los periódicos publicaban el decreto de excomunión. De seis crímenes distintos acusaban a Tolstoi: 1.º, de “negar la persona del Dios vivo, entronizado en la Santísima Trinidad”; 2.º, de “negar a Cristo, Hijo del Hombre, resucitado de entre los muertos”; 3.º, de “negar la Inmaculada Concepción y la virginidad de María antes y después del parto”; 4.º, de “negar la resurrección después de la muerte y el juicio final”; 5.º, de “negar la virtud y la gracia del Espíritu Santo”; 6.º, de “profanar el misterio de la Santa Eucaristía”. Aquellos metropolitanos barbudos y encanecidos, y su inspirador Pobedonozev, con todas, las demás columnas del Estado, que nos tildaban a nosotros, los revolucionarios, no sólo de criminales, sino de locos fanáticos, y que se tenían por la defensa y salvaguardia del sano sentido común apoyado en la experiencia histórica de la humanidad entera, querían exigir al gran escritor realista que creyese en el dogma de la Concepción Inmaculada y en el Espíritu Santo, revelado en el pan de la comunión. No nos cansábamos de leer aquella enumeración de los “errores y herejías” de Tolstoi. La leíamos con asombro creciente, y nos decíamos: No, no son ellos, sino nosotros los que nos apoyamos en la experiencia de la humanidad, los que representamos el porvenir; los que nos gobiernan desde arriba no son sólo criminales, sino dementes. Y estábamos seguros de que, tarde o temprano, acabaríamos con aquel manicomio.
La vieja fábrica del Estado empezaba a crujir por todas las juntas. Los estudiantes seguían atizando la hoguera. Acuciados por la impaciencia, se desbordaban en actos de terrorismo. Cuando sonaron los disparos de Karpovich y Balmachev, los desterrados nos estremecimos como si hubiese sonado un trompetazo de alarma. Se puso a discusión la táctica del terrorismo. Después de algunas vacilaciones aisladas, la fracción marxista se declaró contra estos procedimientos, por entender que la acción química de los explosivos no podía suplantar la fuerza de las masas y que perecerían muchos en la lucha heroica sin haber conseguido poner en pie a la clase obrera. Nuestra misión —decíamos— no es quitar de en medio a unos cuantos ministros zaristas, sino barrer revolucionariamente el sistema. Ante este problema, empezaban a separarse los socialistas y los social-revolucionarios. La cárcel me había servido para formarme una cultura teórica; el destierro servíame ahora para contrastar mis ideas políticas.
Así pasaron dos años de mi vida. Durante estos dos años, había corrido mucha agua bajo los puentes de San Petersburgo, de Moscú y de Varsovia. El movimiento empezaba a abandonar los escondrijos y a derramarse sobre las calles de las ciudades. En muchas regiones comenzaban a agitarse también los campesinos. Hasta en la Siberia fueron formándose, a lo largo de la línea del ferrocarril organizaciones socialdemócratas. Estas organizaciones se pusieron en relación conmigo, y yo les enviaba proclamas y manifiestos. Después de una interrupción de tres años, volvía a lanzarme a la lucha activa.
Ya los desterrados no querían seguir en el destierro. Empezaron las huidas en masa. No había más remedio que guardar un turno. Apenas había aldea en que no se topase con algún aldeano influido de joven por los revolucionarios de la vieja generación. Estos aldeanos se encargaban de transportar en barcas, carros o trineos a los presos políticos, reexpidiéndoselos de unos a otros. La policía siberiana era casi tan impotente como nosotros mismos. En aquellas distancias gigantescas tenían a la par un enemigo y un aliado. No era fácil echar el guante a los fugitivos. El peligro estaba en perecer ahogado en el río o muerto de frío en la taiga.
El movimiento revolucionario iba ganando en latitud, pero carecía aún de coordinación. Cada ciudad, cada comarca, luchaba por su cuenta. La unidad de la represión daba gran ventaja al zarismo. No había más remedio que crear un partido centralizado, y esta idea trabajaba en muchos cerebros. Yo escribí una memoria acerca de ese tema, que circuló en copias por las colonias de desterrados y fue calurosamente discutida. Nos parecía que los camaradas que vivían en Rusia o emigrados en el extranjero no prestaban a esto bastante atención. Pero nos equivocábamos; el asunto era objeto de sus preocupaciones, y no sólo deliberaban, sino que obraban. En el verano de 1902 recibía, vía Irkutsk, unos cuantos libros que traían ocultas en el forro, impresas en papel finísimo, las últimas publicaciones de los emigrados rusos. Por ellas, supimos que había sido fundado en el extranjero un periódico marxista, la Iskra, cuya misión era servir de órgano central a los revolucionarios profesionales, unidos por la disciplina férrea de la acción. En el envío venía el libro que Lenin acababa de publicar en Ginebra con el título de ¿Qué es lo que hay que hacer?, consagrado por entero a esta cuestión. Comparadas con la nueva y grandiosa misión que se nos ofrecía, aquellas mis memorias manuscritas, proclamas y artículos de periódico destinadas a la “Liga siberiana”, tenían que parecerme por fuerza insignificantes y mezquinas. No había más remedio que conquistarse un nuevo campo donde trabajar. Había que huir de allí.
Por entonces, ya teníamos dos niñas, la menor de las cuales no había cumplido aún cuatro meses.
La vida en Siberia era dura. Mi fuga habría de hacérsela doblemente difícil a Alejandra Lvovna.
Ella fue quien decidió que tenía que ser. Los deberes revolucionarios pesaban más sobre su espíritu que toda otra consideración, principalmente si ésta era de orden personal. Ella había sido la primera en hablar de la posibilidad de una huida, cuando vimos las grandes perspectivas que se abrían ante nosotros. Allanó todas las dudas que se oponían a la realización de este proyecto y supo disfrazar felizmente a los ojos de la policía, por espacio de tres días, mi ausencia. Desde el extranjero me era extraordinariamente difícil hacerle llegar mis cartas. Luego, hubo de sufrir aún un segundo destierro y pasaron muchos años en que sólo pudimos vernos incidentalmente. La vida nos había separado, pero supo mantener inconmovible nuestras relaciones intelectuales y nuestra amistad.

1902: Luego de huir del exilio
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Primera fuga
Se acercaba el otoño y con él, inminente, la época de los caminos intransitables. Para acelerar mi fuga, se decidió que los dos desterrados que estaban en turno se escapasen juntos. Un amigo aldeano prometió sacarme de Werjolensk en unión de E. G., la traductora de Marx. Salimos al campo, de noche, y el aldeano que había de conducirnos nos tapó con paja y toldos de lienzo, como si fuésemos una carga de mercancías. Mientras tanto, para sacarle dos días de delantera a la policía, mi mujer metía un muñeco en la cama, haciendo el papel de enfermo. El aldeano arreaba los caballos a la manera siberiana, es decir, a una velocidad de veinte verstas por hora. Mis costillas iban contando los baches del camino y a mis oídos llegaban los gemidos de mi vecina de viaje. Cambiamos el tiro dos veces. Antes de llegar a la estación del ferrocarril, me separé de mi compañera de expedición, para no doblar las sospechas y los posibles tropiezos. Sin grandes contratiempos pude tomar el tren, a donde los amigos de Irkutsk me habían mandado una maleta con camisas almidonadas, una corbata y otros atributos de la civilización. Llevaba en la mano un tomo de Homero traducido en hexámetros rusos por Gniedich y en el bolsillo un pasaporte extendido a nombre de Trotsky, nombre que había escrito al azar, sin sospechar ni mucho menos que había de quedarme con él para toda la vida. El tren siberiano llevábame rumbo a Occidente. Los gendarmes de guardia me dejaban pasar sin fijarse en mí. Las talludas mujeres siberianas salían a las estaciones con pollos y lechones asados, botellas de leche, montañas de pan recién amasado. Los andenes semejaban exposiciones de la abundancia de aquella tierra. Los viajeros del coche fueron todo el camino bebiendo té y comiendo los baratos panecillos siberianos empapados de grasa. Yo, entretanto, leía los exámenes homéricos y soñaba con el extranjero. La evasión no tenía nada de romántico; acababa en una vulgar bacanal de té.
Me detuve en Samara, donde residía entonces el estado mayor de la “Iskra”. (“La Chispa”) en el país (que no debe confundirse con el de los emigrados). A la cabeza de este grupo, y bajo el nombre supuesto de Claire, estaba el ingeniero Krischisjanovsky, actual presidente del “Gosplan[5]”. Él y su mujer eran amigos de Lenin desde los años de 1894 a 95, en que habían actuado juntos en la socialdemocracia de San Petersburgo, y desde el destierro en Siberia. A poco de ser reprimida la revolución de 1905, Claire abandonó el partido, como miles y miles de afiliados, y fue a ocupar como ingeniero un puesto considerable en el mundo industrial. Los obreros clandestinos quejábanse de que les negaba hasta el auxilio que antes les prestaran los liberales. A la vuelta de diez o doce años, Krischisjanovsky volvió a ingresar en el partido, cuando ya éste estaba en el Poder. He ahí la senda recorrida por buen número de intelectuales, que son hoy el apoyo más importante con que cuenta Stalin. En Samara me incorporé oficialmente, por decirlo así, a la organización de la “Iskra” con el nombre supuesto de “Pluma”, que Claire me asignó como homenaje a mis éxitos de periodista en Siberia. La “Iskra” tomó a su cargo la organización del partido. El primer congreso, celebrado en Minsk en marzo de 1898, no había conseguido crear una organización centralizada. Además, las detenciones en masa habían venido a cortar los hilos que empezaban a tenderse, cuando aún no habían tenido tiempo para afirmarse en el país. A consecuencia de esto, el movimiento se desarrolló en forma de hogares revolucionarios aislados y cobré un carácter provincial. A la vez que esto ocurría, descendía el nivel intelectual de la propaganda. En su afán por conquistarse las masas, los socialdemócratas iban dejando atrás sus postulados políticos. Surgió la llamada tendencia “económica”, que se nutría del potente auge que estaban tomando el comercio y la industria, y del gran movimiento de huelgas. Hacia fines de siglo sobrevino una crisis que agudizó los antagonismos todos del país y que vino a dar gran impulso a la campaña política. La “Iskra” empezó a librar una enérgica batalla contra los “economistas” provinciales por la implantación de un partido revolucionario centralizado. Los principales directores del grupo residían en el extranjero y aseguraban la cohesión ideológica de la organización. Estos directores habían sido elegidos entre los llamados “revolucionarios profesionales”, unidos estrechamente entre sí por la unidad de la teoría y de la acción. En aquella época, los partidarios de la “Iskra” eran, en su mayoría, intelectuales, que luchaban por la conquista de los comités socialdemócratas locales y preparaban la organización de un congreso del partido, en que aspiraban a que triunfasen las ideas y los métodos de su grupo. Era algo así como el primer ensayo de aquella organización revolucionaria que, a fuerza de desarrollarse y templarse, de atacar y retroceder, buscando siempre y cada vez más íntimamente el contacto con las masas obreras, abrazando empresas cada vez más osadas, había de derribar, a la vuelta de quince años, a la burguesía y adueñarse del Poder.
Por encargo de la organización de Samara visité en Kharkov, Poltava y Kiev, a una serie de revolucionarios, algunos de los cuales pertenecían ya a la “Iskra”, mientras que a otros había que convencerlos para que ingresasen en el grupo. Volví a Samara sin haber conseguido gran cosa; en el Sur, hacíase bastante difícil trabar relaciones; las señas que me habían dado para Kharkov resultaban ser falsas, y en Poltava hube de contender con el patriotismo local. Aquella campaña no admitía prisas, sino que reclamaba un trabajo serio y reposado. Entretanto, Lenin, que mantenía asidua correspondencia con la organización de Samara, me exhortaba a que saliese lo antes posible al extranjero. Claire me equipó con el dinero necesario para el viaje e instrucciones para pasar la frontera austríaca por las inmediaciones de Kamenez-Podolsk.
La cadena de aventuras, más cómicas que trágicas, empezó en la estación de Samara, al tomar el tren. Para no presentarme al gendarme por segunda vez, decidí entrar al andén en el último minuto, cuando el tren estuviera para salir. El estudiante Soloviev, uno de los actuales directores del sindicato del petróleo, era el encargado de reservarme el sitio y esperarme con la maleta. Haciendo tiempo hasta la hora de la salida del tren, me fui tranquilamente a pasear a un campo, a corta distancia de la estación, y estaba mirando el reloj, cuando de pronto oigo la segunda señal para la salida. Caí en la cuenta de que me habían informado mal acerca de la hora y eché a correr cuanto pude. Soloviev, que me había estado esperando concienzudamente, saltó del vagón con la maleta en la mano cuando ya el tren estaba en movimiento y viose cercado al punto por los gendarmes de servicio y los empleados de la estación. Pero en aquel momento vieron venir a un viajero jadeante que se lanzaba al tren en marcha, y este viajero, que era yo, desvió la atención del otro. Y el atestado con que habían amenazado al estudiante se disolvió en las chacotas crueles de que hubimos de ser víctimas los dos.
Hasta llegar a la zona fronteriza todo fue bien. Un policía me pidió en la última estación el pasaporte. ¡Y cuál no fue mi asombro cuando vi que no ponía el menor reparo a aquel documento fabricado por mí! Resultó que el encargado de guiarme para pasar encubiertamente la frontera era un estudiante de bachillerato. Hoy es un químico prestigioso que está al frente de un instituto científico de la República de los Soviets. Las simpatías del bachiller estaban del lado de los social-revolucionarios. Cuando se enteró de que yo pertenecía a la organización de la “Iskra” tomó un tono terrible y severo de acusación: —¿Ignora usted acaso que, en sus últimos números, la Iskra ataca vergonzosamente al terrorismo?
Ya me disponía a entrar en una discusión doctrinal, cuando el bachiller, montando en cólera, agregó estas palabras: —¡No seré yo el que le ayude a usted a pasar la frontera!
Este argumento, por lo que tenía de expeditivo, me dejó estupefacto. Y sin embargo, era perfectamente consecuente. Quince años más tarde hubimos de arrancar el Poder a los social-revolucionarios con las armas en la mano. Pero en aquel momento, confieso que no estaba como para pensar en perspectivas históricas. Intenté convencerle de que no era lógico que quisiera hacerme a mí responsable de los artículos de la Iskra y declaré, como remate, que no daría un pasó mientras no tuviese un guía. Por fin, el bachiller se ablandó.
—Está bien —me dijo—, pero hágales usted saber que es la última vez.
Me llevó a pasar la noche a la habitación de un viajante de comercio, soltero, cuyo dueño, según me dijo, no estaría de regreso hasta el día siguiente. Me acuerdo confusamente de que tuvimos que entrar en la habitación, que estaba cerrada, saltando por una ventana. Por la noche, cuando menos lo esperaba, me despertó una luz y vi inclinado sobre la cama, contemplándome, a un hombrecillo pequeño e insignificante con un sombrero duro en la cabeza, una vela en la mano y en la otra un bastón. Desde el techo descendía hacia mí una gran mancha de sombra coronada por un hongo gigantesco.
—¿Quién es usted? —le pregunté, indignado.
—¡Hombre, no está mal! —me contestó el desconocido, en tono trágico—. ¡Le encuentro acostado en mi cama y me pregunta quién soy!
Ya no podía dudar que tenía delante al dueño del cuarto. Fue en vano pretender explicarle que no tenía que haber vuelto hasta el día siguiente.
—¡Yo sé perfectamente cuándo tengo que volver, pues para eso es mi casa! —me replicó el hombre, no sin razón.
La situación era un tanto embrollada.
—¡Ya comprendo! —exclamó el legítimo propietario de aquella vivienda, sin dejar de alumbrarme la cara con la vela. Es otra bromita del Alejandro ese. ¡Ya nos las entenderemos con él mañana! Yo, naturalmente, apoyé muy convencido aquella idea feliz que hacía recaer la culpa de todo sobre el tal Alejandro. El resto de la noche lo pasé al lado del viajante, que hasta me obsequió con té y todo.
A la mañana siguiente, después de una ruidosa polémica con el dueño del cuarto, el bachiller me entregó a un contrabandista de la aldea de Brody. Hube de pasar todo el día escondido entre la paja del granero de aquel campesino ucraniano, que me alimentó con sandías. Por la noche, lloviendo, me llevó hasta el otro lado de la frontera. Estaba muy oscuro y había que andar a tientas un largo trecho.
—Encarámese usted sobre mis espaldas —me dijo el guía—, que hay que pasar un arroyo.
Yo no quería.
—Es que no le conviene a usted presentarse del otro lado con una mojadura —insistió el hombre.
No tuve más remedio que hacer sobre sus espaldas una parte del viaje, y todavía me entró agua en los zapatos. Como al cabo de quince, minutos, entramos a secarnos en una cabaña judía, que estaba ya en territorio austríaco. Allí me aseguraron que el guía me había conducido por el arroyo para sacarme más dinero. Por su parte, el aldeano, al despedirse, me precavió afectuosamente de los “judíos”, que eran muy capaces de pedirme el triple de lo que valían las cosas. El caso es que mis recursos se iban agotando rapidísimamente. Todavía tenía que recorrer ocho kilómetros en la oscuridad de la noche, antes de llegar a la estación. Los más difíciles y peligrosos eran los dos primeros, hasta la carretera, por un camino lleno de barro que iba bordeando la frontera. Me llevó un obrero judío viejo en un cochecito pequeño de dos ruedas.
—Ya verá usted cómo un día acaban quitándome la gaita por meterme en estos fregados —gruñó.
—¿Y cómo?
—Los soldados le echan a uno el alto, y si no se contesta disparan. Allí se ve fuego. Afortunadamente, tenemos una buena noche.
Era, en efecto, una noche magnífica, una noche de otoño, negra como boca de lobo; la lluvia persistente nos azotaba el rostro y las herraduras del caballo chasqueaban sobre la tierra reblandecida.
Íbamos cuesta arriba; el cochecillo, todo desvencijado, crujía, el viejo arreaba al caballo en voz baja, con cálido acento, las ruedas se hundían en los baches y el débil carruaje se hacía cada vez más a un lado, hasta que por fin volcó. El barro era como cumplía al mes de octubre: frío y abundante. Yo caí tan largo como era, me hundí en el lodo casi hasta la cintura y perdí los lentes. Pero lo más espantoso del caso era que, apenas volcar, sonó un grito penetrante, no se sabía dónde, allí cerca de nosotros; un grito de desesperación, clamando auxilio, invocando la ayuda del cielo; en medio de aquella noche obscura y lluviosa, no había manera de saber de dónde salía la misteriosa voz, una voz tan llena de expresión y que, sin embargo, no era una voz humana.
—¡Ya verá usted cómo nos trae la desgracia, ya lo verá —musitó rabiosamente el viejo—; ya verá cómo nos pierde!
—¿Pero qué es? —le pregunté, conteniendo la respiración.
—Es un maldito gallo que mi mujer me dio para el carnicero, para degollar el sábado
Ahora, los chillidos se sucedían por intervalos regulares.
—Este maldito gallo nos va a perder, pues estamos a doscientos pasos del puesto de vigilancia, y verá usted qué pronto se nos presenta un soldado.
—¡Retuérzale usted en seguida la cerviz! —le aconsejé va, furioso, en voz baja.
—¿A quién?
—¡Hombre, al gallo!
—¿Y cómo quiere usted que dé con él, si estará debajo de qué sé yo cuántas cosas?
Y los dos nos pusimos a buscar a gatas en medio de la noche, tanteando entre el barro, bajo la lluvia, maldiciendo del gallo y de nuestra suerte. Por fin, el viejo liberó a la desdichada víctima, que estaba debajo de mi manta. El animalito, agradecido, dejó de chillar. Echando mano los dos, logramos levantar el coche, y seguimos viaje. En la estación, tuve tres horas para secarme y limpiarme, antes de que llegase el tren. Cuando hube cambiado el dinero, resultó que no me alcanzaba para llegar hasta el punto de destino, es decir, hasta Zúrich, donde había de presentarme a Axelrod. En vista de esto, saqué billete hasta Viena; allí ya vería cómo me las arreglaba.
En la capital de Austria, lo que más me sorprendió fue que, a pesar de haber estudiado alemán en el Instituto, no lograba entender a nadie y los demás, en su mayoría, me pagaban en la misma moneda. A duras penas, conseguí hacer comprender a un hombre viejo, de gorra encarnada, que quería ir a la redacción del Arbeiter-Zeitung. Había decidido presentarme personalmente a Víctor Adler, jefe de la socialdemocracia austríaca y hacerle ver que la causa de la revolución rusa reclamaba mi presencia en Zúrich. El guía dijo que él me acompañaría. Anduvimos por espacio de una hora luego resultó que el periódico no estaba allí hacía dos años. Anduvimos otra media hora.
Cuando hubimos llegado al nuevo edificio, el portero nos dijo que hoy no era día de visita. Imagínese mi situación. No podía gratificar a mi acompañante, estaba muerto de hambre y —lo que importaba más que todo— debía continuar viaje inmediatamente hasta Zúrich. Vi bajar la escalera a un caballero alto, de aspecto nada acogedor. Me dirigí a él preguntándole por Víctor Adler.
—¿Cómo, no sabe usted qué día es hoy? —me preguntó, con tono severo.
No lo sabía. Entre el viaje, la aventura del cuarto del viajante, el granero del labriego ucraniano, la lucha con el gallo en medio de la noche, había perdido la cuenta de los días.
—¡Hoy es domingo! —dijo el caballero alto, subrayando mucho la palabra, e hizo ademán de seguir su camino.
—Lo mismo da, necesito verle.
Entonces, el caballero me contestó con una voz terrible, como si mandase a un batallón en un asalto:
—¡Ya se le ha dicho a usted que los domingos el doctor Adler no recibe!
—Pero es que traigo un asunto urgente —le contesté, sin rendirme.
—¡No importa! ¡Aunque fuese diez veces más urgente todavía! ¿Lo entiende usted?
El que así hablaba era el mismo Fritz Austerlitz en persona, el terror de su propia redacción, cuyas palabras —hubiera dicho Víctor Hugo— no eran palabras, sino rayos.
—¡Aun cuando trajese usted, ¿me comprende?, la noticia del asesinato del mismo Zar y de que había estallado la revolución en Rusia, ¿me comprende usted?, no tendría usted derecho a venir a turbar el descanso del doctor en un domingo!
Verdaderamente, este caballero me imponía, con su voz tonitruante. Pero parecíame que no estaba diciendo más que tonterías. ¿Cómo era posible que el descanso dominical de nadie fuese más importante que los postulados de la revolución? Resolví no ceder. Era necesario, a todo trance, seguir viaje a Zúrich, donde me aguardaba la redacción de la Iskra. Además, yo venía huido de Siberia, lo cual me parece que tenía su importancia. Me planté, pues, al pie de la escalera, cerrando el paso a aquel caballero malhumorado, hasta que, por fin, conseguí lo que deseaba, pues Austerlitz se avino a darme las señas de Víctor Adler, a cuya casa me trasladé, acompañado siempre por mi guía.
Salió a recibirme un hombre de estatura regular, encorvado, casi giboso, con ojos hinchados y cara de fatiga. En Viena estaban celebrándose a la sazón las alecciones para el Landtag. La noche anterior Adler había hablado en varios mítines y se había estado hasta el amanecer escribiendo artículos y proclamas. No le supe hasta una hora después, en que me lo dijo su nuera.
—Perdone usted, doctor, que venga a interrumpir su descanso en un domingo
—¡Siga, siga usted! —dijo mi interlocutor con cierta severidad externa, pero en un tono que no era para imponer, sino, al contrario, que animaba. Aquel hombre resplandecía espíritu por todas las arrugas de la cara.
—Soy un ruso
—No necesitaba usted decírmelo, pues ya había tenido tiempo sobrado para comprenderlo.
Le conté, mientras me estudiaba rápidamente con la mirada, la conversación que había tenido en el portal del periódico.
—¿Ah, sí? ¿Eso le han dicho a usted? ¿Y quién puede haber sido? ¿Alto? ¿Y gritaba mucho? ¡Ah, era Austerlitz! ¿Dice usted que gritaba? ¡Sí, era Austerlitz, no hay duda! No le dé usted importancia. Trayéndome noticias de la revolución rusa, puede usted llamar a mi puerta a cualquier hora de la noche ¡Katia!, ¡Katia! —se puso a gritar.
En seguida, acudió su nuera, que era rusa.
—Con ella se entenderá usted mejor —dijo Adler, saliendo del cuarto.
Ya estaba asegurado mi viaje.
Notas
[5] Abreviatura rusa de “Plan de Economía del Estado”.

1905: En su celda esperando juicio
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Primera emigración
Llegué a Londres —desde Zúrich, pasando por París— en el otoño del año 1902; creo que fue en octubre, una mañana temprano. Alquilé un “cab”, más por gestos que con palabras, y con ayuda de una dirección escrita en un papel, conseguí que me dejase en mi punto de destino. El punto de destino era el cuarto de Lenin. En Zúrich me habían dado instrucciones de cómo tenía que llamar a la puerta tres veces con el picaporte. Salió a abrirme Nadeida Konstantinovna, a la que probablemente había arrancado al sueño mi llamada. Era muy temprano y cualquiera que tuviese la menor idea de lo que era el trato social, hubiera esperado tranquilamente en la estación una o dos horas, para no presentarse a golpear en una casa desconocida al amanecer. Pero yo no acababa de convencerme de que ya no era el fugitivo siberiano. Con los mismos modos bárbaros me había presentado en Zúrich en casa de Axelrod a turbar su descanso a altas horas de la noche. Lenin estaba todavía en la cama, y en su cara, aunque me recibiera con afecto, se reflejaba cierto asombro. En estas condiciones, tuvo lugar nuestra primera entrevista y nuestra primera conversación.
Vladimiro Ilitch y Nadeida Konstantinovna me conocían ya por las cartas de Claire y me esperaban. Recibiéronme, pues, con estas palabras: —“Pluma” ha llegado.
Sin esperar a más, empecé a desembaular mis someras impresiones acerca de la situación en Rusia. Dije que en el Sur las relaciones eran flojas, que las señas de Kharkov estaban equivocadas, que la redacción del Juchny Rabotchy (El Obrero del Sur) se oponía a la fusión, que la frontera austríaca estaba en manos de un estudiante de bachillerato que se negaba a ayudar a los de la Iskra. En sí, los hechos no tenían mucho de alentador; pero, en cambio, la fe en el mañana era magnífica.
Aquella misma mañana, o acaso a la siguiente, di un gran paseo con Lenin por las calles de Londres. Desde un puente, me enseñó la Abadía de Westminster y otros edificios notables. No recuerdo, exactamente sus palabras, pero el sentido era éste: —¡He ahí su famoso Westminster!
Aquel su no se refería a los ingleses, sino a las clases gobernantes. Era el matiz, jamás rebuscado, sino profundamente orgánico y reflejado principalmente en el tono de voz; que se percibía en las palabras de Lenin siempre que hablaba de los valores culturales o de las nuevas conquistas de la ciencia, del tesoro de libros del “British Museum” de las informaciones de los grandes periódicos europeos, y años más tarde, de la artillería alemana o la aviación francesa; ellos pueden, ellos tienen, ellos hacen, ellos consiguen ¡vaya adversarios! La sombra invisible de la clase dominante se proyectaba sobre todos los aspectos de la civilización humana, y los ojos de Lenin percibían esta sombra en todo momento con la misma claridad de la luz del día. Me figuro que yo no pondría gran interés entonces en contemplar la arquitectura londinense. Para un hombre que acababa de saltar de Siberia al extranjero, sin transición, por primera vez, que había pasado por Viena, por París y andaba ahora por Londres casi sin enterarse, “detalles” como el de la Abadía de Westminster no tenían gran importancia. Además, Lenin no me había invitado a dar este gran paseo para enseñarme obras de arte. Lo que quería era conocerme de cerca y someterme a un examen, sin que lo advirtiese. Y, en efecto, el examen abarcó “todo el programa”.
Le conté nuestras discusiones en Siberia, principalmente acerca del tema de una organización central y la memoria que yo había escrito a este propósito; mis choques violentos con los viejos anarquistas de Irkutsk, donde había pasado unas cuantas semanas; le hablé de los tres cuadernos de Majaisky, y así sucesivamente. Lenin sabía escuchar.
—¿Y qué tal andaban ustedes de teoría?
Le dije que en la cárcel de depósito de Moscú habíamos estudiado colectivamente su libro sobre La evolución del capitalismo en Rusia, y que en el destierro nos habíamos puesto a trabajar sobre El capital, pero sin pasar del segundo torno. Díjele también que seguíamos con gran atención y remontándonos a las fuentes originales, la polémica entre Bernstein y Kautsky. Bernstein, apenas tenía partidarios entre nosotros. En materia filosófica, gozaba de gran predicamento el libro de Bogdanov, que relacionaba el marxismo con la teoría del conocimiento de Mach y Avenarius. A Lenin parecíale también acertado este libro, entonces.
—Yo no soy filósofo —recuerdo que me dijo, preocupado—, pero Plejanov rechaza la filosofía de Bogdanov, pues ve en ella una variante disfrazada del idealismo.
Años más tarde, Lenin consagró un extenso estudio a la filosofía de Mach y Avenarius, en que llegaba substancialmente a los mismos resultados de Plejanov.
Le dije, en el transcurso de la conversación, que a los desterrados nos había causado asombro la masa enorme de materiales estadísticos recogidos en su libro sobre el capitalismo ruso.
—Sí, pero hay que tener en cuenta que me dediqué a eso varios años —contestó Vladimiro Ilitch, un poco perplejo.
Se le veía, sin embargo, la satisfacción que le causaba el que los camaradas jóvenes comprendiésemos el esfuerzo gigantesco que representaba la más importante de sus investigaciones económicas.
En esta primera conversación sólo se habló muy vagamente de mi cometido. Me dijo que pasase algún tiempo en el extranjero, que estudiase los libros interesantes, que observase, y ya se vería luego lo que hacía. Yo, sin embargo, tenía el propósito de volver a Rusia clandestinamente, pasado algún tiempo, para entregarme de nuevo a la labor revolucionaria.
Nadeida Konstantinovna me buscó alojamiento unas cuantas calles más allá de la suya, en una casa en que vivían Vera Ivanovna Sasulich, Martov y Blumenfed, el regente de la imprenta de la Iskra. Pudo conseguirse un cuarto para mí. Las habitaciones, siguiendo la costumbre inglesa, no estaban en el mismo piso, sino en pisos distintos: en el de abajo vivía la patrona, y en los otros, los inquilinos. Había, además, una especie de sala común en que tomábamos café, fumábamos, charlábamos incesantemente, y en la que reinaba un gran desorden al que no eran ajenos la Sasulich ni Martov. La primera vez que estuvo allí de visita, Plejanov se fue diciendo que aquella sala era una cueva de gitanos.
Así comenzó la breve etapa londinense de mi vida. Devoré ansiosamente todos los números que iban publicados de la Iskra y los volúmenes de la Saria (La Aurora), publicada por la misma redacción. Eran unos artículos magníficos, en que la profundidad científica no cedía a la pasión revolucionaria, ni ésta a aquélla. Me enamoré verdaderamente de la Iskra, avergonzado de mi incultura y firmemente decidido a salir de ella a toda prisa. Pronto empecé yo también a colaborar en el periódico. Al principio, con noticias breves, a las que luego siguieron los ensayos políticos y los artículos de fondo.
Por aquellos días tomé también parte en una discusión en Whitechapel, donde hube de contender con el patriarca de la emigración rusa, Tchaikovsky, y con el anarquista Tcherkesov, que ya no era tampoco ningún joven. Estaba verdaderamente asombrado de ver los pueriles argumentos con que aquellos ancianos venerables intentaban pulverizar las teorías marxistas. Me acuerdo de que volví a casa muy contento, corriendo casi. Como elemento de enlace con Whitechapel y con el mundo que me rodeaba me servía Alexeiev un emigrado marxista que llevaba largo tiempo viviendo en Londres y simpatizaba con la redacción de la Iskra. Él fue quien me inició en la vida inglesa y me equipó con una serie de conocimientos muy útiles. Alexeiev hablaba siempre de Lenin con gran respeto. “No sé, pero creo que Lenin tiene más importancia para la revolución que Plejanov”, me dijo un día. A Lenin no se lo conté, naturalmente, pero sí a Martov. Éste lo oyó sin hacer el menor comentario.
Un domingo fui con Lenin y Nadeida Kostantinovna Krupskaia a una iglesia de Londres, donde se celebraba un mitin socialdemócrata alternando con cánticos de salmos. Subió a la tribuna un cajista que había estado en Australia, y habló de la revolución social. A seguida, se levantaron todos y empezaron a cantar: “¡Oh, Dios todopoderoso, haz que no haya reyes ni haya ricos!”. Yo no daba crédito a mis oídos ni a mis ojos. Cuando salimos de la iglesia, recuerdo que dijo Lenin:
—En el proletariado inglés andan dispersos una serie de elementos socialistas y revolucionarios, pero tan mezclados con ideas y prejuicios conservadores y religiosos, que éstos no los dejan manifestarse ni cobrar generalidad.
De vuelta de la iglesia aquella socialdemócrata, comimos en la pequeña cocina, que era a la vez salón, de la casa de dos cuartos en que vivían. Como de costumbre, bromeamos acerca de si acertaría a encontrar mi pensión sin preguntar a nadie; yo me orientaba muy mal por las calles, dando a esta torpeza —en el afán de sistematizarlo todo— el nombre de “cretinismo topográfico”. Más tarde, hice algunos progresos, pero mi trabajo me costó.
Mis modestos conocimientos de inglés, que había adquirido en la cárcel de Odesa, no aumentaron gran cosa durante el tiempo que pasé en Londres. Estaba demasiado absorbido por los asuntos rusos. El marxismo apuntaba apenas. La socialdemocracia tenía entonces su eje espiritual en Alemania, y seguíamos con la mayor atención el duelo que se estaba librando entre los ortodoxos y los revisionistas.
En Londres, como más tarde en Ginebra, veía con más frecuencia a Vera Sasulich a Martov que a Lenin. En Londres vivíamos, como he dicho, en la misma casa y en Ginebra solíamos comer y cenar en el mismo pequeño restaurante, y nos veíamos varias veces al día; Lenin, en cambio, hacía vida de familia, muy recogida y ordenada, y el reunirse con él, fuera de las sesiones oficiales, era un pequeño acontecimiento. No compartía, ni mucho menos, las costumbres y los gustos de la bohemia, a que tan aficionado era Martov; sabía que el tiempo, a pesar de su relatividad, es el más absoluto de los valores. Se pasaba días enteros en la biblioteca del “British Museum”, investigando, y allí solía escribir también sus artículos para los periódicos. Con su ayuda, pude conseguir acceso a este santuario, donde penetré con, un hambre insaciable de lectura y estudio, esponjándome en aquella abundancia de libros. Pero pronto hube de abandonarlo para regresar al continente.
En vista del “ensayo” de Whitechapel, me mandaron a dar varias conferencias a Bruselas, Lieja y París. La tesis era la defensa del materialismo histórico contra las críticas de la llamada escuela subjetiva rusa. Lenin estaba muy interesado en el tema. Le di a leer los apuntes que tenía tomados y me aconsejó que escribiese con ellos un artículo para el próximo volumen de la Saria. Pero no tuve valor para salir a la palestra con una investigación puramente teórica, al lado de Plejanov y de los maestros.
Estando en París, me llamaron telegráficamente a Londres. Habían convenido en enviarme clandestinamente a Rusia, de donde se quejaban de las detenciones en masa y de la falta de hombres, pidiendo mi regreso. Pero ya antes de llegar a Londres, habían cambiado de plan. Deutsch, que vivía por entonces en Londres y me apreciaba mucho, me contó que había “intercedido” por mí, haciéndoles ver que el “muchacho” (siempre me llamaba así) debía seguir algún tiempo en el extranjero estudiando, a lo cual había asentido Lenin. A pesar de lo tentador que era irse a trabajar en la organización rusa de la Iskra, yo tenía, a la verdad, deseos de seguir algún tiempo en el extranjero. Retorné a París, donde había —cosa que no existía en Londres— una gran colonia de estudiantes rusos. Los partidos revolucionarios forcejeaban duramente por ganarse, cada cual para su causa, a los estudiantes. Me permito reproducir aquí un pasaje de los Recuerdos de N. J. Sedova, de aquella época: “En el otoño de 1902 abundaron las discusiones de memorias en la colonia rusa. Del grupo de la Iskra a que yo pertenecía, desfilaron por allí primero Martov y luego Lenin. Los tiros iban contra los “economistas” y los social-revolucionarios. En nuestro grupo hablábase de la próxima llegada de un camarada joven, huido de Siberia. Se presentó en la habitación de J. M. Alexandrovna, que había andado antiguamente entre los narodniki y pertenecía ahora a la Iskra. Los “jóvenes” sentíamos gran simpatía por Iekaterina Mikailovna, la escuchábamos con gran interés y nos dejábamos influir por ella. Iekaterina me encargó de buscar por allí cerca un cuarto para el joven colaborador de la Iskra que acababa de llegar a París. Por doce francos al mes encontramos uno en la misma casa en que yo vivía; pero era tan pequeño, estrecho y oscuro, que más que cuarto parecía un calabozo. Le pinté a Iekaterina Mikailovna las condiciones del cuarto, con todo detalle, pero ella me interrumpió diciendo: —Basta, basta; está bien, ya se arreglará; que se instale allí.
Cuando ya el nuevo camarada (cuyo nombre nadie nos dijo) estaba instalado en su cuarto, me preguntó Iekaterina: —¿Y qué, se prepara para la conferencia? —No sé, seguramente —dije yo; ayer por la noche, cuando subía por la escalera, oí silbar suavemente en su cuarto. —Pues dígale usted que en vez de silbar procure prepararse. Iekaterina estaba preocupadísima con su discurso. No tenía por qué. Fue un gran éxito, y la colonia estaba entusiasmada, pues el joven colaborador de la Iskra superó todas las esperanzas”.
Estudié a París mucho más atentamente que a Londres. Era la influencia de N. J. Sedova. Y aunque nacido y criado en el campo, fue en París donde empecé a interesarme por la naturaleza. Aquí fue también donde, por vez primera, se me reveló el verdadero arte. Pero no se crea que me fuera fácil abrir el sentido a la naturaleza y a la cultura. Véase lo que decía de esto N. J. Sedova en sus Memorias: “Toda la impresión que ha sacado de París es ésta: parecido a Odesa, sólo que Odesa es mucho más hermoso. Este juicio, verdaderamente peregrino, sólo se explica sabiendo que L. D. vive tan entregado a los problemas políticos, que sólo se da cuenta de que hay otras cosas cuando éstas se le meten por los ojos, y aun entonces se resigna a ellas como a una carga, como a algo inevitable. Yo, que no compartía ni mucho menos esta apreciación de París, me reía un poco de él”.
Sí, así era. Entré en la atmósfera del centro del mundo a la fuerza y de mala gana. Los primeros días “negaba” a París y esforzábame por ignorarlo. En el fondo, todo esto eran los esfuerzos del bárbaro por afirmar su personalidad. Presentía que para conocer bien a París y comprenderlo debidamente, había que consagrar a ello mucho tiempo. Y yo tenía una misión que cumplir, una misión absorbente, celosa, que no toleraba rivalidades: la revolución. Poco a poco, y a fuerza de fatigas, fui sintiéndome ganado por el arte. Me repelían el Louvre, el Luxemburgo y las Exposiciones. Encontraba a Rubens demasiado rozagante y satisfecho, a Pubis de Chavannes demasiado pálido y asceta. Los cuadros de Carrières, con su misterio de penumbra, me irritaban. Otro tanto me ocurría con la escultura y la arquitectura. En realidad, me resistía a aceptar el arte como antes me había resistido a aceptar la revolución y el marxismo, y como, por espacio de varios años, me resistí contra Lenin y contra sus métodos. La revolución de 1905 vino a interrumpir el proceso de mi asimilación de Europa y su cultura. Ya en mi segunda emigración intimé más con el arte: vi y leí todo lo que pude acerca de esto, y hasta llegué a escribir algo, pero no he pasado nunca de ser un diletante.
En París oí hablar a Jaurés. Era en la época del Gabinete Waldeck-Rousseau, en que Millerand desempeñaba la cartera de Comunicaciones y Gallifet la de Guerra. Tomé parte en las manifestaciones callejeras de los guesdistas y, uniendo mi voz a los otros, llamé qué sé yo cuantas cosas a Millerand. Entonces, Jaurés no me produjo una gran sensación, acaso porque veía en él demasiado descarnadamente al adversario. Hasta unos cuantos años más tarde no supe apreciar en su verdadero valor a esta gran figura, aunque sin cambiar por ello de actitud respecto al jauresismo.
A petición de los estudiantes marxistas, Lenin vino a dar tres conferencias sobre el problema agrario, a la Universidad que habían fundado en París los profesores expulsados de Rusia. Los universitarios liberales rogaron al conferenciante, persona poco grata, que prescindiese en lo posible de dar a sus conferencias un tono polémico. Pero Lenin, en este punto, no admitía condiciones y empezó la primera lección declarando que el marxismo era una teoría revolucionaria y, por tanto, polémica por naturaleza. Me acuerdo de que estaba muy excitado antes de ponerse a hablar. Pero apenas pisó la cátedra, se serenó, por lo menos exteriormente. El profesor Gamdarov, que había acudido a oírle, comunicó su impresión a Deutsch con estas palabras: “¡Un verdadero profesor!”.
En sus labios, era seguramente la mejor alabanza.
Habíamos convenido llevar a Lenin a la Opera, y encargamos de esto a N. J. Sedova. Lenin se presentó en la Opera Comique con la misma cartera de los papeles con que había acudido a la conferencia. Tomamos asiento todos juntos arriba en la galería. Además de Lenin, Sedova y yo, creo que estaba también Martov. Por cierto, que con aquella función se me ha quedado asociado un recuerdo que tiene muy poco de musical. Lenin se había comprado en París unas botas y luego resulto que le apretaban. Quiso el destino que yo estuviese también vivamente necesitado de calzado nuevo. Probé las botas de Lenin, y como parecía que me sentaban a la maravilla, me quedé con ellas. Hasta llegar al teatro no anduvo mal la cosa, pero una vez allí, empezó el martirio. Al regreso sufrí lo indecible; Lenin se fue riendo todo el camino de mí, y su risa era doblemente cruel en quien, como él, había andado torturado durante varias horas por la misma causa.
Desde París recorrí, en viaje de conferencias, las colonias de estudiantes rusos de Bruselas, Lieja, Suiza y algunas ciudades alemanas. En Heidelberg oí explicar al viejo Kuno Fischer, pero, decididamente, las doctrinas kantianas no me atraían. La filosofía normativa me repelía de un modo orgánico. ¿A qué lanzarse sobre una pila de heno, cuando al lado crece la hierba verde y jugosa?
La Universidad de Heidelberg era la predilecta de los estudiantes rusos que simpatizaban con la escuela idealista. Entre ellos se encontraba Avxentiev, que, más tarde, había de ser Ministro del Interior bajo la presidencia de Kerenski. En Heidelberg rompí más de una lanza luchando ardorosamente en defensa de la dialéctica materialista.

1906: Parvus, LT, y Leon Deutsch en la Casa de Detención Perliminaria (San Petesburgo)
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El Congreso del partido y la escisión
Cuando Lenin salió al extranjero tenía treinta años y era ya un hombre formado. En Rusia —lo mismo en los círculos estudiantiles que en los primeros grupos socialdemócratas y en las colonias de desterrados— se había destacado siempre en el primer lugar. Podía tener conciencia de su poder, pues todos aquéllos con quienes hablaba o trabajaba se lo reconocían. Salió al extranjero equipado ya con un gran bagaje teórico y con grandes reservas de experiencia revolucionaría. En el extranjero había de colaborar con el “Grupo de la Emancipación de trabajo”, y sobre todo con Plejanov, intérprete brillantísimo de Marx, maestro de varias generaciones, teórico, político, publicista y orador de fama europea, relacionado con los socialistas de toda Europa. Con Plejanov estaban dos grandes autoridades: la Sasulich y Axelrod. Vera Ivanovna Sasulich tenía una personalidad preeminente, que no debía tan sólo a su pasado heroico, pues era una pensadora de gran agudeza y poseía grandes conocimientos, principalmente de historia, y una, intuición psicológica poco común. Vera Sasulich servía de elemento de enlace entre “el grupo” y el viejo Engels. A diferencia de Plejanov y la Sasulich, que mantenían relaciones muy estrechas con el socialismo de los países latinos, Axelrod representaba dentro del “grupo” las ideas y experiencias de la socialdemocracia alemana. Aquellos años señalan ya el comienzo de la decadencia de Plejanov. La personalidad de este hombre decrecía al contacto de la misma causa que infundía fuerza a la de Lenin: la proximidad de la revolución. La obra toda de Plejanov tiene un carácter de preparación ideológica. Plejanov era un propagandista y polémico del marxismo, pero no un político revolucionario del proletariado. Conforme iba acercándose la revolución, empezaba a perder la firmeza en el andar. Él mismo tenía que darse cuenta de ello y de aquí su irritabilidad contra la gente joven.
La Iskra estaba dirigida políticamente por Lenin. El mejor redactor que tenía el periódico era Martov, que escribía con la misma facilidad y fluidez con que hablaba. Martov no se sentía, manifiestamente, muy a gusto al lado de Lenin, de quien era, por entonces, el más íntimo colaborador.
Seguían tratándose de tú, pero sus relaciones eran ya bastante frías. Martov vivía al día, entregado a los temas cotidianos: sus perversidades, los temas literarios de actualidad, los artículos, las novedades y las conversaciones absorbían su vida. Lenin pisaba con pie firme en el hoy, pero su pensamiento se remontaba al mañana. Martov era hombre de ocurrencias innumerables, muchas veces ingeniosísimas, de hipótesis, de proyectos, de los cuales con frecuencia ni él mismo volvía a acordarse. En cambio, Lenin se asimilaba tan sólo aquello que necesitaba y a medida que lo necesitaba. La manifiesta fragilidad de las ideas de Martov hacía a Lenin, muchas veces, menear la cabeza preocupado. Por entonces, no se habían destacado todavía, ni siquiera revelado, los despectivos rumbos políticos. Más tarde, al producirse la escisión en el segundo congreso, el grupo de la Iskra se divide en los “duros” y los “blandos”. Estos términos, bastante corrientes en un principio, atestiguan que, aunque no existiese todavía una línea de separación bien marcada, mediaban ya diferencias de punto de vista, de temple, de consecuencia y decisión en el mantenimiento de la causa. Aplicándoles estos términos, podemos decir que Lenin, aun antes de la escisión y del Congreso, era de los “duros” y Martov de los “blandos”. Y ambos lo sabían. Lenin, que apreciaba mucho a Martov, le contemplaba inquisitivamente y con un cierto recelo, y Martov, que comprendía aquella mirada, sentíase agobiado bajo ella y en sus hombros escuálidos había un temblor nervioso. En sus charlas, cuando coincidían en algún sitio, no se percibía ya ninguna nota cordial ni la menor broma, a lo menos en mi presencia. Lenin no miraba a Martov cuando hablaba, y los ojos de éste se escondían, apagados, detrás de sus lentes torcidos y siempre sucios. Cuando Lenin me hablaba del otro, su voz tenía una entonación rara: “¡Ah, sí!, ¿eso ha dicho Julii?”, y pronunciaba el nombre de un modo especial, con una ligera inflexión, como si quisiera precaverle a uno y decirle: “Es un hombre excelente, magnífico; pero ¡cuidado! muy blando”. Es probable que en la actitud de Martov frente a Lenin influyese también, psicológicamente, aunque no de un modo político, Vera Ivanovna Sasulich.
Lenin había ido concentrando en sus manos las comunicaciones con Rusia. La secretaría de la redacción estaba a cargo de su mujer, Nadeida Kostantinovna Krupskaia. La Krupskaia era el centro de todo el trabajo de organización, la encargada de recibir a los camaradas que llegaban a Londres, de despachar y dar instrucciones a los que partían, de establecer la comunicación con ellos, de escribir las cartas, cifrándolas y descifrándolas. En su cuarto olía casi siempre a papel quemado, de las cartas y papeles que constantemente había que estar haciendo desaparecer. A veces, se la oía quejarse, con su voz dulce pero insistente, de lo poco que escribían, de que cambiaban la clave, de que no sabían emplear bien la tinta química, de que no había modo de descifrar aquellos renglones, etc.
La preocupación de Lenin, en su labor diaria de organización y de política, era irse emancipando lo más posible de los viejos, y sobre todo de Plejanov, con el que ya había tenido varios choques duros, principalmente a propósito de la redacción del proyecto de programa del partido. Plejanov, con el que ya había tenido varios choques duros, principalmente a propósito de la redacción del proyecto de programa del partido. Plejanov criticó implacablemente el primitivo proyecto de Lenin presentado contra el suyo, y lo hizo con ese tono de ironía displicente que en casos tales sabía emplear. Pero a Lenin era difícil amedrentarle ni desanimarle. El duelo cobró un carácter muy dramático, y hubieron de intervenir como mediadores la Sasulich y Martov. La primera al lado de Plejanov, y el segundo a favor de Lenin. Ambos mediadores estaban animados de un espíritu muy conciliador, aparte de que eran buenos amigos. Vera Ivanovna le dijo, según me contó ella misma, a Lenin:
—Jorge (Plejanov) es un lebrel, que aunque muerde y zamarrea, suelta lo que coge; pero usted es un perro de presa, cuyos zarpazos son mortales.
Recuerdo que cuando Vera Ivanovna me refirió esta conversación, le puso el siguiente comentario:
—A Lenin le gustó mucho la comparación y repitió, con complacencia, lo del “zarpazo mortal”. Y era gracioso oírla imitar la pronunciación y la erre arrastrada de Lenin.
Todos estos incidentes habían ocurrido antes de llegar yo, sin que tuviese ni sospecha de ellos.
Como tampoco sabía que las relaciones entre los miembros de la redacción se habían agriado por causa mía. A los cuatro meses de estar yo en el extranjero, Lenin escribió a Plejanov la siguiente carta: “2. III. 03. París. Propongo a todos cuantos componen la Redacción que incorporemos a ella a “Pluma” por cooptación y con plenitud de derechos. (A mi parecer, para el nombramiento por cooptación, no basta la mayoría, sino que hace falta unanimidad). Nos es muy necesario un nuevo redactor que haga el número siete, tanto, para facilitar las votaciones (6 es número par) como para ayudarnos en los trabajos. “Pluma” viene escribiendo en todos los números desde hace más de un mes, trabaja para la Iskra con la mayor energía y da conferencias (acompañadas de gran éxito).
No sólo nos es muy útil, sino indispensable para la redacción de artículos y noticias sobre temas de actualidad. Es, indiscutible, hombre enérgico y de condiciones, de talento extraordinario, que hará carrera. También puede ayudarnos mucho en materia de traducciones y en trabajos literarios de vulgarización. Posibles objeciones: 1) que es demasiado joven; 2) que está (probablemente) expuesto a tener que regresar pronto a Rusia; 3) que su pluma (sin comillas) guarda huellas del estilo folletinista, tiene excesivas preocupaciones de elegancia, etc. 1) No se le propone para desempeñar un puesto personal, sino para entrar en un organismo colegiado. Esto le servirá precisamente para adquirir experiencia. Teniendo ya, como indudablemente tiene, el “instinto” de un hombre de partido y de fracción, el saber y la experiencia son cosas que pueden adquirirse. También es indudable que estudia y trabaja. Este nombramiento es necesario para captarle definitivamente y para alentarle. 2) Si le interesamos en este trabajo, acaso no se marche tan pronto. Y caso de tener que marcharse, sus relaciones organizadoras con la Redacción, a la que estaría subordinado, más bien acrecientan considerablemente que disminuyen su valor. 3) Los defectos de estilo no tienen gran importancia. Ya actualmente acepta en silencio (aunque no de muy buen grado) las “correcciones”. En el seno de la Redacción tendrán lugar debates y votaciones, y las “instrucciones” cobrarán la forma y el carácter de cosas necesarias. Propongo, pues: 1.º Elegir a “Pluma” redactor, por cooptación entre las seis personas que hoy la forman; 2.º Caso de que sea elegido, que se proceda a establecer, de un modo definitivo, el régimen interno de la Redacción y de las votaciones y a redactar un reglamento detallado. Lo necesitamos, y tiene su importancia para el Congreso.
P. S. Consideraría como equivocado y torpe en el más alto grado que se aplazase la elección; en “Pluma” se nota ya bastante descontento aunque, naturalmente, no lo manifieste de un modo público, pues le parece que no pisa todavía en terreno firme y que le despreciamos como a un “muchacho”. Si no nos hacemos cargo de él y dentro de un mes, por ejemplo, se vuelve a Rusia, se considerará desdeñado por nosotros. Podemos desperdiciar la ocasión, lo cual sería lamentable”.
Reproduzco casi íntegra (omitiendo sólo algunos detalles de orden técnico) esta carta, de que yo mismo no tuve noticia hasta hace poco, porque refleja muy bien las circunstancias en que le desenvolvía en aquellos tiempos la Redacción de la Iskra y da idea de Lenin y de su actitud hacia mí.
Ya queda dicho que yo no sabía absolutamente nada de duelo que se estaba librando a mis espaldas en torno a mi nombramiento de redactor. Desde luego, no es cierto, como dice Lenin, ni tal era por entonces mi estado de espíritu, que yo estuviese “bastante descontento” por no ingresar en la Redacción. La verdad es que no se me había pasado por las mientes semejante cosa. Me mantenía respecto a la Redacción del periódico en la actitud del discípulo para con los maestros. Yo tenía entonces veintitrés años —el redactor más joven, que era Martov, tenía siete años más que yo; Lenin me llevaba diez años— y estaba entusiasmado de que la suerte me hubiera puesto en contacto con este magnífico puñado de hombres. Del menor de ellos podía yo aprender y estaba ansioso de aprender.
¿En qué se fundaba, pues, Lenin para hablar de mi descontento? Me inclino a creer que era, sencillamente, un golpe de táctica. Toda carta está animada por la aspiración de demostrar, de convencer, de salirse con la suya. Se ve que quiere asustar a los demás redactores con mi supuesto descontento y con el peligro de que me separe de la Iskra. Es un argumento más de que se vale. Y otro tanto puede decirse de la alusión que hace a lo del trato de “muchacho”. Deutsch era el único que me daba de vez en cuando este tratamiento, y con él, que no influía ni podía influir para nada en mí, políticamente, uníame una buena amistad. Éste es otro argumento a que Lenin acude para sugerir a los viejos la necesidad de que me consideren como a hombre políticamente adulto. Diez días después de la carta de Lenin, Martov escribíale a Axelrod la siguiente: “Londres, 10 marzo 1903. Vladimiro Ilitch nos propone nombrar a “Pluma” miembro de la Redacción con plenitud de derechos. Sus trabajos literarios revelan indudable talento. Por sus tendencias es absolutamente “nuestro”. Está consagrado de lleno a los intereses de la Iskra y goza de gran predicamento aquí (en el extranjero) por sus dotes oratorias, que son considerables. Habla maravillosamente; no cabe hacerlo mejor. Estoy firmemente convencido de esto, al igual que Vladimiro Ilitch. Posee conocimientos y trabaja por completarlos. Yo me adhiero incondicionalmente a la propuesta de Vladimiro Ilitch”.
En esta carta, en que Martov es el eco fiel de Lenin, no aparece ya referencia alguna a mi descontento. Martov, que vivía en la misma casa que yo, pared por medio, tenía sobradas ocasiones de observarme, y no podía sospechar en mi impaciencia alguna por conquistar un puesto de redactor.
¿Y por qué Lenin insistía tanto en incorporarme a la Redacción? Sencillamente, porque quería conquistarse una mayoría segura. Ante una serie de cuestiones de interés, la Redacción se dividía en dos bandos: en uno, figuraban los viejos (Plejanov, la Sasulich y Axelrod); en otro, los jóvenes (Lenin, Martov y Potressov). Lenin creía firmemente que yo estaría a su lado en los problemas fundamentales. Una vez, como fuese necesario levantarse a hablar contra Plejanov, Lenin me llamó a un lado y me dijo, con una sonrisa taimada:
—Es mejor que hable Martov, pues él sabe suavizar las cosas y usted pega duro.
Es probable que yo, oyendo aquello, pusiese cara de asombro, pues a seguida añadió:
—En general, a mí me gusta que se pegue duro; pero a Plejanov, esta vez, es preferible tratarle con suavidad.
Ante la resistencia de Plejanov fracasó la propuesta de Lenin de que yo ingresase en la Redacción.
Es más: aquella propuesta fue la causa principal de la gran aversión que me tomó Plejanov, el cual comprendió en seguida, naturalmente, que Lenin trataba de conseguir una mayoría segura contra él. La reforma de la Redacción se aplazó hasta e próximo Congreso. Sin embargo, los redactores acordaron admitirme en sus sesiones con voz aunque sin voto.
Plejanov se opuso terminantemente. Pero Vera Ivanovna dijo:
—¡Pues aunque usted se oponga, te traeré!
Y en efecto, me “llevó” a la sesión siguiente. Como yo no sabía lo ocurrido entre bastidores, me quedé asombrado al ver la refinada frialdad con que me saludaba Plejanov, que en estas cosas era un maestro consumado. Su hostilidad contra mí duró mucho tiempo. En rigor, no llegó a desaparecer nunca. En abril de 1904, Martov escribió a Axelrod una carta en que hablaba del “innoble odio personal, para él (Plejanov) deshonroso, que siente contra la persona consabida”. (Esta persona consabida era yo). La observación que en su carta hace Lenin acerca de mi estilo no deja de tener interés. Es, desde luego, acertada, tanto en lo que se refiere a la galanura, como en mi aversión a aceptar de nadie correcciones. Mi actividad de escritor apenas llevaba dos años de vida, y las cuestiones de estilo ocupaban en ella lugar preeminente. Sólo encontraba gusto en las palabras. Me pasaba algo así como a los niños cuando están echando los dientes, que no saben más que frotarse las encías y se lo llevan todo a la boca: esa rebusca, que a mí me parecía tan importante, tras una palabra, una fórmula, una imagen, representaba la época de la dentición en el período de crecimiento de mis dotes de escritor. La depuración del estilo tenía que ser obra del tiempo. Y como aquella preocupación mía por la forma no era puramente casual ni externa, sino que respondía a un proceso ideológico interno, no es extraño que, con todo el respeto que aquellos hombres me merecían, defendiese instintivamente mi individualidad de escritor, que empezaba a formarse, contra las invasiones de otros escritores, consumados sin duda, pero muy diferentes a mí
Entre tanto, la fecha del Congreso iba acercándose, y al fin se tomó el acuerdo de trasladar la Redacción del periódico, a Ginebra donde la vida era incomparablemente más barata y las comunicaciones con Rusia más fáciles. Lenin hubo de asentir, aunque muy contra su voluntad.
“En Ginebra —escribe Sedova en sus Recuerdos— nos instalamos en dos cuartuchos abuhardillados.
L. D. se ocupaba en los trabajos preparatorios del Congreso. Yo me disponía a marchar para Rusia, al servicio del partido”.
Empezaron a llegar los primeros delegados para el Congreso, con los que había que sostener inacabables deliberaciones. La dirección de estos trabajos preliminares la llevaba, indiscutiblemente, Lenin aun cuando no siempre de un modo visible. Algunos delegados venían llenos de reparos y de dudas. Los trabajos preparatorios absorbían mucho tiempo. Una gran parte de las deliberaciones se consagraba a la fijación de los estatutos, siendo el punto más importante del esquema de organización la cuestión de las relaciones mutuas entre el órgano central del partido (la Iskra) y el Comité central residente en Rusia. Yo, al venir al extranjero, traía el convencimiento de que la Redacción debía estar “sometida” al Comité central. Y ése era, desde Rusia, el modo de pensar de la mayoría de los partidarios de la Iskra.
—No, no puede ser —me replicó Lenin— cuando hablamos de esto, las fuerzas son muy desproporcionadas. ¿Cómo quieren dirigirnos desde Rusia? No puede ser Nosotros formamos un centro fijo, somos los más fuertes ideológicamente y dirigiremos el movimiento desde aquí.
—Entonces, se instaurará un régimen de plena dictadura por parte de la Redacción —objeté yo.
—¿Y qué se pierde con eso? —me contestó Lenin—. En las circunstancias actuales, no hay otro remedio.
Los planes de Lenin en punto a la organización no acallaban todas mis dudas. Pero no podía pensar, ni por asomo, que esta cuestión fuera a dar al traste con el Congreso.
Yo obtuve el mandato de la “Liga Siberiana”, con la que había mantenido estrechas relaciones durante el destierro. Partí para el Congreso en unión del delegado de Tula, que era el médico Ulianov, el hermano menor de Lenin. Para que no se nos pegase ningún espía, no tomamos el tren en Ginebra, sino en la estación inmediata, una estación pequeña y solitaria llamada Nion, donde los rápidos sólo paraban medio minuto. Como buenos provincianos rusos, no esperamos el tren en el andén donde paraba, y hubimos de lanzarnos a él atravesando la vía. Pero el tren se puso en movimiento antes de que hubiéramos tenido tiempo de saltar al estribo. El jefe de estación, al ver a dos viajeros entre las vías, dio la señal de alarma y el tren volvió a parar. Apenas habíamos tenido tiempo a acomodarnos en el departamento, cuando se presentó el interventor, dándonos a entender que no había, visto nunca dos sujetos tan tontos y advirtiéndonos que teníamos que pagar cincuenta francos de multa por haber parado el tren. Nosotros, por nuestra parte, le dimos a entender a él que no sabíamos una palabra de francés. Esto no era verdad, naturalmente, pero surtió su efecto, pues el interventor, que era un suizo gordo, después de chillar tres minutos, nos dejó en paz. Fue lo mejor que pudo hacer, pues entre los dos no hubiéramos podido reunir los cincuenta francos. Al pasar a hacer la revisión volvió a expresa a los demás viajeros la opinión altamente lamentable que tenía de aquellos dos sujetos a quienes había habido que recoger de la vía. El pobrecillo no sabía que la finalidad de nuestro viaje era nada menos que crear un partido.
El Congreso empezó sus sesiones en Bruselas, en el domicilio de las asociaciones obreras, la Maison du Peuple. Nos asignaron un local suficientemente recatado a los ojos del público en que tenían almacenados una serie de fardos de lana. Las pulgas nos acribillaban. Nos divertíamos en llamarlas las huestes de Anseele, lanzadas al asalto de la sociedad burguesa. Pero el hecho es que las sesiones resaltaban un verdadero tormento físico. Mas no era esto lo peor, sino que ya en los primeros días los delegados descubrieron que estaban seguidos por espías. Yo andaba con el pasaporte de un búlgaro llamado Samokovliev, a quien no conocía. A la segunda semana de estar en Bruselas, saliendo, ya tarde de la noche, con Vera Sasulich de un pequeño restaurant llamado “El Faisán de Oro”. Nos cruzamos con el delegado de Odesa, S., el cual, sin mirarnos, nos dijo en voz baja:
—Lleváis un espía detrás; separaos y seguirá al hombre.
S. era un gran especialista en materia de espías; sus ojos, en esto, tenían la precisión de un instrumento astronómico. Vivía en un primer piso junto al restaurant y había montado en la ventana un puesto de observación. Me separé, sin más dilación, de la Sasulich y seguí calle adelante. Llevaba en el bolsillo el pasaporte del búlgaro y cinco francos. El espía, que era un flamenco alto, flaco, con unos labios que parecían el pico de un pato, me seguía. Eran ya más de las doce de la noche y la calle estaba solitaria. Giré bruscamente sobre los talones, y le pregunté a boca de jarro:
—M’sieur, ¿qué calle es ésta?
El flamenco fue a refugiarse, asustado, contra la pared:
—Je ne sais pas.
Seguramente había esperado que le soltase un tiro.
Seguí andando, siempre por el boulevard adelante. Sonó la una en un reloj. Al llegar a una bocacalle, torcí por ella y eché a correr cuanto pude, seguido siempre por el flamenco. Aquella noche, dos hombres que no se conocían, corrían como locos por las calles de Bruselas, uno detrás de otro. Todavía me parece estar oyendo sus pisadas. Di la vuelta a la manzana y volví a llevar a mi flamenco al boulevard. Los dos estábamos cansados, irritados, y seguimos andando con cara de mal humor. Nos encontramos con un punto de coches de alquiler. De nada me hubiera servido tomar uno, pues el espía habría saltado inmediatamente a otro. Seguimos andando. El boulevard, inacabable, parecía tocar allí a su término; estábamos en un extremo de la ciudad. A la puerta de una pequeña taberna nocturna estaba parado un coche de punto. Tomé un poco de carrerilla y salté a él.
—¡Eche usted a andar, aprisa!
—¿Adónde vamos?
El espía era todo oídos. Le di el nombre de un parque que estaba a cinco minutos de la casa en que vivía.
—¡Cien sous!
—¡Tire usted!
El cochero empuñó las bridas. El espía entró corriendo a la taberna, salió con un camarero y apuntó con el dedo a su enemigo. A la media hora de esto, entraba yo en mi cuarto. Encendí la vela y me encontré encima de la mesa de noche una carta dirigida a mi nombre búlgaro. ¿Quién podría escribirme a aquellas señas? Era un aviso de la Policía, ordenando a monsieur Samokovliev que se presentase al día siguiente, a las diez de la mañana, con su pasaporte. Esto indicaba que ya me había descubierto el día antes otro espía y que todas aquellas carreras nocturnas por el boulevard habían sido infructuosas para ambas partes. Fueron varios los delegados que aquella noche se encontraron con el mismo tributo de homenaje. A los que se presentaron ante la policía les fue ordenado que pasasen la frontera de Bélgica en término de veinticuatro horas. Yo no me molesté en acudir a presencia del Comisario, sino que tomé directamente el tren para Londres, adonde se había trasladado el congreso.
Harting, que dirigía la sección de espionaje ruso de Berlín, informó al Departamento de orden público que “la policía de Bruselas se había visto sorprendida por una invasión de extranjeros, sobre diez de los cuales recaían sospechas de manejos anarquistas”. El “asombro” de la policía de Bruselas se había encargado de infundírselo el propio Harting, cuyo verdadero nombre era Hekkelmann y su oficio el de terrorista-provocador; condenado a presidio en rebeldía por los Tribunales franceses, viose más tarde ascendido por el zarismo a general de la “Okhrana”, y acabó siendo, bajo nombre supuesto, caballero de la Legión de Honor. A Harting le dio el soplo otro agente provocador, el doctor Shitomirsky, que desde Berlín había tomado parte activa en la organización del congreso. Todo esto lo supimos algunos años después. Diríase que el zarismo tenía en sus manos todos los resortes. Y, sin embargo, ya se ve de qué le sirvió
El congreso puso de manifiesto las disidencias que existían en los cuadros dirigentes de la Iskra; salieron a la luz los dos grupos de los “blandos” y los “duros”. Al principio, estas divergencias giraban en torno a un punto del estatuto: el referente a quiénes debía reconocerse la condición de miembros del partido. Lenin se obstinaba en identificar el partido con la organización clandestina.
Martov quería que se admitiesen también dentro del partido aquellos que trabajaban bajo las órdenes de esta organización. La diferencia no era de alcance práctico inmediato, pues las dos fórmulas convenían en no reconocer voto más que a los que formasen parte de aquélla. Sin embargo, era innegable que había aquí dos tendencias divergentes. Lenin aspiraba a una forma cerrada y a una absoluta claridad en los asuntos del partido. Martov, por el contrario, propendía al confusionismo.
La cristalización de fuerzas en torno a esta cuestión trazó ya el cauce que había de seguir el congreso y determinó la formación de los grupos alrededor de los dirigentes. Entre bastidores librábase un verdadero duelo por la conquista de cada delegado. Lenin se esforzó lo indecible por ganarme para su causa. Me llevó a dar un largo paseo con él y con Krassikov; entre los dos, pretendieron convencerme de que Martov no era lo que me convenía, de que era un “blando”. La fisonomía que Krassikov iba trazando de las gentes de la Iskra era tan desahogada, que Lenin fruncía el ceño. Yo estaba aterrado. En mi actitud respecto a los miembros de la Redacción había todavía mucho de juvenil y de sentimental, y esta conversación más me repelió que me atrajo.
Las diferencias no estaban todavía dibujadas; había que moverse por tanteos y operando a base de imponderables. Se convino en convocar una reunión del grupo central de la Iskra para que deliberase y viese el modo de llegar a una armonía. Pero ya la elección de presidente daba lugar a dificultades.
—Propongo —dijo Deutsch, buscando una salida— que elijamos al Benjamín de la reunión. Y he aquí cómo hube de ser yo designado para presidir aquella asamblea de la Iskra, en la que apuntó ya la escisión de bolcheviques y mencheviques, que más tarde había de dividir el partido. Todo el mundo estaba excitadísimo. Lenin, se salió de la reunión dando un portazo. Es la única vez que recuerdo haberle visto perder la serenidad, que siempre conservaba por dura que fuese la lucha en el seno del partido. La situación iba agriándose cada vez más. En el congreso salieron ya a luz, abiertamente, las divergencias de parecer. Lenin hizo una última tentativa para llevarme al lado de los “duros”, mandándome al delegado S. y a Dimitrii, su hermano. Varias horas duró la conversación que tuvimos en el parque. Los comisionados no querían ceder.
—Tenemos órdenes de llevarle a usted con nosotros, sea como sea.
Por fin, hube de negarme, resueltamente a acompañarles.
La escisión se produjo sin que ningún congresista lo esperase. Lenin, que había tomado parte más activamente que nadie en la lucha, no la había previsto tampoco, ni la deseaba. Los dos bandos lamentaban profundamente lo ocurrido. Lenin sufrió, después del congreso, una enfermedad nerviosa que le duró varias semanas. “L. D. escribía casi diariamente desde Londres —dice Sedova en sus Recuerdos—, y sus cartas reflejaban cada vez mayor preocupación, hasta que por fin nos informó, desesperado, de que había producido la escisión en la Iskra; la Iskra ya no existe, ha muerto
A todos nos dolió extraordinariamente la escisión. Cuando L. D. hubo regresado de Londres, salí para San Petersburgo, y me hice cargo de los materiales del congreso, que habían conseguido introducir, extendidos en papel muy fino y con letra diminuta, en la tapa de un Larousse”.
¿Cómo se explica que yo me pusiese en el congreso del lado de los “blandos”? Téngase en cuenta que me unían grandes vínculos a tres redactores: Martov, la Sasulich y Axelrod. Estos tres influían en mí de un modo indiscutible. En el seno de la Redacción producíanse, antes del congreso, diferentes matices de opinión, pero sin que llegasen nunca a manifestarse divergencias acusadas. Con quien menos afinidad tenía era con Plejanov, que no podía tragarme desde que había surgido entre nosotros la primera colisión, harto leve a decir verdad. Lenin estaba conmigo en excelentes relaciones. Pero sobre él pesaba, a mis ojos, la responsabilidad de aquel atentado contra la Redacción de un periódico, que a mi modo de ver formaba una unidad y que tenía aquel nombre fascinador de la Iskra. Sólo el pensar en que pudiera malograrse aquella unión, parecíame un crimen intolerable. En los movimientos revolucionarios, el centralismo es un principio duro, imperioso, absorbente, que no pocas veces adopta formas despiadadas contra personas y grupos enteros que ayer todavía luchaban a nuestro lado. No en vano en el vocabulario de Lenin abundan tanto las palabras “despiadado” e “irreconciliable”. Esta crueldad sólo puede tener una justificación cuando la imponen los altos ideales revolucionarios, exentos, de todo interés bajamente personal. En 1903 no había otra mira que eliminar de la Redacción de la Iskra a Axelrod y a la Sasulich. Yo sentía por ellos, no sólo respeto, sino simpatía. También Lenin les había tenido aprecio, en consideración a su pasado. Pero habiendo llegado al convencimiento de que eran un estorbo cada vez más molesto en la senda de porvenir, sacó la conclusión lógica de esta premisa y creyó necesario separarlos del puesto directivo que ocupaban. Yo no podía avenirme a ello. Todo mi ser se rebelaba contra esa mutilación despiadada de viejos luchadores que habían llegado hasta el umbral de nuestro partido. Este sentimiento de indignación me hizo romper con Lenin en el segundo congreso. Su conducta parecíame intolerable, indignante, espantosa. Y, sin embargo, era políticamente acertada y, por consiguiente, necesaria para la organización. No había más remedio que romper con los viejos, que se obstinaban en seguir aferrados a la fase preparatoria. Lenin supo comprenderlo antes que nadie. Quiso ver si aún era posible retener a Plejanov, separándolo de los otros dos. Pero los hechos se encargaron de demostrar muy pronto que no podía ser.
Me separé, pues, de Lenin por motivos que tenían mucho de “morales” y hasta de personales. Sin embargo, aunque al exterior sólo pareciese así, en el fondo la divergencia encerraba un carácter político y afectaba a algo más que a las cuestiones de mera organización.
Yo contábame entre los centralistas. Pero es indudable que por entonces no podía darme todavía clara cuenta del centralismo severo o imperioso que había de reclamar un partido revolucionario creado para lanzar a millones de hombres al asalto de la vieja sociedad. Hay que tener en cuenta que había pasado los primeros años de mi juventud en la penumbra de la reacción, pues en Odesa ésta se había rezagado un siglo; Lenin, en cambio convivió en su juventud con el movimiento liberal de la “narodnaia volia”. Los que tenían unos cuantos años menos que yo formáronse ya en un ambiente de progreso político. Al celebrarse el congreso de Londres, en el año 1903, la revolución tenía para mí, todavía, mucho de abstracción teórica. El centralismo leninista no podía brotar aún, en mi cerebro, de una concepción revolucionaria, clara y definitiva, a la que hubiese llegado por mi cuenta. Y si no me equivoco, mi vida intelectual ha estado presidida siempre, imperiosamente, por la tendencia a concebir por mi cuenta los problemas, sacando de ellos todas las consecuencias lógicas y necesarias.
La agudización del conflicto desatado en el congreso debíase, no sólo a los problemas de principio que se plantearon, sino a la incapacidad de los viejos para saber apreciar la magnitud y la importancia de Lenin. Ya durante las sesiones, y al acabar éstas, Axelrod y los demás redactores estaban dominados por la indignación y por el asombro. Pero ¿cómo, es posible que se atreva a eso? —decían, refiriéndose a Lenin—. ¿Cómo es posible —pensaban— que un hombre que acaba, o poco menos, de salir al extranjero para aprender y que hasta ahora no ha sido más que un buen discípulo quiera ya moverse por su cuenta, y con tal seguridad?
Pero Lenin podía atreverse. Y se había atrevido. Para ello, bastábase con estar convencido de que aquellos hombres viejos eran totalmente incapaces de tomar en sus manos, bajo el imperio de la revolución que se acercaba, la organización de la vanguardia obrera y de ponerse inmediatamente a la cabeza de ella para llevarla al combate. Los viejos —y no eran ellos solos— se equivocaban; aquel hombre era algo más que un magnífico colaborador: era un caudillo; su mirada estaba fija siempre en el triunfo. Y bien podemos decir sin temor a equivocarnos que, si ya no lo estaba, pudo convencerse definitivamente de sus dotes de caudillo al contacto con los viejos maestros, al comprender que era más fuerte y más necesario para el movimiento que sus adoctrinadores. En aquellos espíritus, todavía un tanto oscuros, que se agrupaban en torno a la bandera de la Iskra, sólo Lenin representaba íntegramente y en toda su entereza el día de mañana, con todos sus tremendos problemas, sus choques crueles y sus víctimas innumerables.
Lenin logró ganar para sí a Plejanov durante el congreso, pero por poco tiempo; en cambio, perdió para siempre a Martov. Parece que en aquellas sesiones, Plejanov tuvo una cierta intuición de lo que era Lenin. “De esa madera —le dijo a Axelrod, refiriéndose a él— se hacen los Robespierres”.
Personalmente, Plejanov no hizo un papel muy brillante en el Congreso. Sólo una vez le vimos y oímos en todo su esplendor; fue en el seno de la comisión encargada de redactar el proyecto de programa. Le nombraron para presidirla, y había que verle allí, con una visión clara y científica del problema en la cabeza, seguro de sí mismo, de sus conocimientos, de su superioridad, con aquella mirada gozosa y llena de fuego irónico, con aquellos mostachos puntiagudos y divertidos, ya salpicados de canas, con aquel gesto un tanto teatral, pero vivo y lleno de expresión, ilustrando a la numerosa asamblea y derramando sobre ella, como un viviente fuego de artificio, su cultura y su ingenio.
Martov, el jefe de los mencheviques, es una de las figuras más trágicas del panorama revolucionario. Era un escritor de extraordinario talento, un político pletórico de ideas y un pensador sutil, cualidades todas que le ponían muy por encima de la corriente ideológica por él representada.
Pero en sus ideas faltaba la audacia y en su agudeza la médula de la voluntad. Y estas dotes no era posible suplirlas con la capacidad para aferrarse a las cosas. La primera reacción que los hechos producían en él era siempre revolucionaria. Pero como la idea no estaba apoyada en el resorte de la voluntad, duraba poco. Las buenas relaciones que nos unían no pudieron resistir a la prueba de los primeros sucesos de la revolución que se acercaba.
El segundo congreso representa desde luego en mi vida uno de los grandes jalones, aunque sólo sea por haberme mantenido separado de Lenin durante muchos años. Volviendo la vista atrás y enfocando el pasado en conjunto, no lo lamento. Es cierto que retorné a Lenin más tarde que otros muchos, pero lo hice por la senda que yo mismo me tracé, a través de las experiencias de la revolución, la contrarrevolución y la guerra imperialista, y de sus enseñanzas. Y cuando hube de retornar a él lo hice con bastante más firmeza y seriedad que aquellos que se dicen “discípulos” suyos; los que, mientras vivió, no hicieron más que repetir, viniese o no a cuento, sus palabras e imitar sus gestos, para revelarse como impotentes epígonos, instrumento inconsciente en manos de poderes hostiles, apenas faltó el maestro.

1906: Los acusados y sus abogados - Durante el juicio al Soviet
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Retorno a Rusia
Mi contacto con la minoría del congreso fue de corta duración. En el transcurso de pocos meses empezaron a dibujarse en el seno de esta fracción dos orientaciones. Yo era partidario de que se fuese lo antes posible a una fusión con la mayoría, entendiendo que la escisión no podía significar más que un episodio, por importante que éste fuera.
Pero no pensaban así los otros, para quienes, la ruptura producida en el seno del congreso, no era más que el punto de arranque de su evolución oportunista. Me pasé todo el año de 1904 librando una serie de batallas políticas y de organización con el grupo dirigente de los mencheviques. Estas batallas giraban en torno a dos puntos: la actitud del grupo frente al liberalismo y su posición respecto a los bolcheviques. Mi opinión era que debían rechazarse, sin transigir en esto, todas las tentativas que hiciesen los liberales para apoyarse en las masas, razón por la cual abogaba enérgicamente y a un tiempo mismo por que volviesen a unirse las dos fracciones socialistas. En septiembre me separé formalmente de la minoría, a la que en realidad ya había dejado de pertenecer en el mes de abril. Pasé una temporada en Múnich, considerada entonces como la ciudad más democrática y artística de toda Alemania, al margen por completo de los emigrados rusos. Durante estos meses estudié y llegué a conocer bastante bien la socialdemocracia bávara, los museos muniqueses y los caricaturistas del Simplicissimus.
Ya durante las sesiones del congreso se había desatado en todo el Sur de Rusia una potente oleada de huelgas. La agitación campesina era cada vez más fuerte. Las Universidades andaban revueltas. La guerra ruso-japonesa, que había detenido de momento este proceso, convirtiose en seguida, al sobrevenir la hecatombe militar del zarismo, en motor eficaz de la revolución. La Prensa empezaba a perder el miedo, los ataques terroristas sucedíanse cada vez con mayor frecuencia; los liberales comenzaron a moverse y empezó la “campaña de los banquetes”. Los problemas fundamentales de la revolución se agudizaron. En mi cerebro, las abstracciones cobraban un contenido muy plástico de carácter social. Los mencheviques, por su parte, y principalmente Vera Sasulich, ponían sus esperanzas, cada vez más abiertamente, en los liberales. Ya antes del congreso se quejaba un día Vera Sasulich, al terminar una reunión que habíamos tenido los redactores en el “Café Landolt”, con esa voz especial, tímida y a la vez pertinaz, que sacaba en trances como éste, de que atacábamos demasiado a los liberales. Era su punto sensible.
—Yo creo que no debíamos despreciar sus esfuerzos por aproximarse a nosotros. —Y al decir esto no miraba a Lenin, aunque era principalmente a él a quien quería referirse—. Struve entiende que los liberales rusos no deben romper con el socialismo, sí no quieren exponerse a la triste suerte del liberalismo alemán, y que sería mucho mejor que tomasen el ejemplo de los radicales socialistas franceses.
—Cuanto más pretendan acercarse a nosotros, más duro hay que pegarles —dijo Lenin riendo de buena gana y con ánimo visible de irritar a Vera Ivanovna.
—¡Hombre, es curioso! —exclamó Vera, indignada—. ¿De modo que si nos tienden la mano, vamos a contestarles con una paliza?
En esta cuestión, que con el tiempo fue adquiriendo extraordinaria importancia, yo estaba plenamente identificado con Lenin.
En otoño de 1904, en plena campaña de los banquetes liberales, metida en un atolladero apenas iniciada, formulé esta pregunta: “¿Y ahora?”. Y la contesté del modo siguiente: “La solución sólo puede venir de una huelga general, a la que seguirá necesariamente el levantamiento del proletariado que poniéndose a la cabeza del pueblo dé la batalla al liberalismo”.
Esto ahondó las diferencias que ya me separaban de los mencheviques.
El 23 de enero de 1905 regresaba yo a Ginebra de un viaje de conferencias, fatigado y molido, después de pasar toda una noche en el tren sin dormir. Compré un periódico. Y como en él se hablaba en futuro de la procesión obrera ante el Palacio de Invierno, deduje que no se había celebrado. No me fijé en que el periódico era del día anterior. Como a las dos horas de llegar, me presenté a la Redacción de la Iskra, donde encontré a Martov enormemente excitado.
—¿Qué, no se ha celebrado, verdad? —le pregunté.
—¿Cómo que no se ha celebrado? —exclamó apasionadamente, volviéndose a mí—. Hemos pasado toda la noche en el café, leyendo los telegramas que llegaban. ¿No está usted enterado? Lea, lea, lea —y me alargó el periódico.
Recorrí las primeras diez líneas de la información telegráfica sobre el “domingo sangriento”, y sentí que una confusa oleada como de fuego me invadía.
Era imposible seguir viviendo en el extranjero. Desde el congreso había roto las relaciones con los bolcheviques. Tampoco me unía ya a los mencheviques ningún lazo de organización. No me quedaba, pues, otro camino que arreglármelas como pudiese. Obtuve un pasaporte con la ayuda de los estudiantes y salí para Múnich acompañado de mi mujer, que había vuelto al extranjero en el otoño. Nos alojamos en casa de Parvus. Esté leyó con gran atención, en el original, mi trabajo sobre el desarrollo de los sucesos hasta el 9 de enero, y sus impresiones no podían ser más halagüeñas.
—Lo ocurrido no ha hecho más que confirmar en un todo estos pronósticos. Ahora ya nadie puede dudar que no cabe otro método fundamental de lucha que la huelga general. El 9 de enero representa la primera huelga política de nuestro país, aunque estuviese organizada bajo la sotana de un pope. Hay que hacer ver a la gente que la revolución rusa pude llevar al Poder a un gobierno obrero democrático.
Tales son las ideas que Parvus desarrolló en el prólogo que puso a mi folleto.
Parvus era, indiscutiblemente, una de las figuras más notables entre los marxistas de fines del siglo pasado y comienzos del presente. Dominaba perfectamente el método del marxismo; tenía una visión muy amplia y seguía con interés todos los sucesos de alguna importancia que ocurrían en el mundo, cualidades todas que, con una extraordinaria audacia de pensamiento y un estilo viril y musculoso, hacían de él un escritor realmente magnífico. Yo debo a sus trabajos de la primera época el haberme familiarizado con los problemas de la revolución social, y en ellos me acostumbré a enfocar la conquista del Poder por el proletariado, que hasta entonces había tenido por una especie de “meta” astronómica, como una aspiración práctica y actual. Desdichadamente, en aquel hombre había siempre un no sé qué de incalculable e inseguro. Había, sobre todo, una pasión terrible que lo dominaba: el deseo de enriquecerse. Pero, por aquellos años, todavía asociaba este sueño a su modo de concebir la revolución social.
—La organización del partido —decía lamentándose— está fosilizada; no hay manera de hacer entrar una idea ni siquiera en la cabeza de un Bebel. Nosotros, los marxistas revolucionarios, necesitamos un gran periódico que se publique en tres idiomas al mismo tiempo. Pero esto exige dinero, mucho dinero
En aquella cabeza voluminosa y carnal de bulldog, la idea de la revolución social iba aliada extrañamente a la preocupación de la riqueza. En Múnich quiso fundar una editorial propia, pero la aventura terminó lamentablemente. Luego se trasladó a Rusia, donde tomó parte en la revolución de 1905. A pesar de su gran talento y de su espíritu de iniciativa, nunca tuvo dotes de caudillo. El fracaso de la revolución del 5 señala el comienzo de su decadencia. De Alemania pasó a Viena y de aquí a Constantinopla, donde le cogió la guerra. Intervino en no sé qué transacciones comerciales al servicio del ejército, con las que se hizo rico a escape. Además, empezó a cantar abiertamente los méritos y la misión de cultura del militarismo teutón y, rompiendo definitivamente con la izquierda, pasé a ser uno de los inspiradores de la extrema derecha socialdemócrata alemana.
Huelga decir que corté con él todas las amarras, no sólo políticas, sino personales, desde la guerra.
Desde Múnich me trasladé con Sedova a Viena. Los emigrados rusos volvían a afluir en masa hacia Rusia. Víctor Adler vivía casi exclusivamente consagrado a los rusos: les proporcionaba pasaportes, dinero, direcciones Fue en su casa donde un peluquero me cambió el pelaje, pues los espías zaristas que pululaban por el extranjero me conocían demasiado bien.
—Acabo de recibir —me dijo Adler— un telegrama de Axelrod, en que me comunica que Gapon ha salido para el extranjero y que se ha declarado socialdemócrata. ¡Es una lástima! Si hubiera sabido desaparecer a tiempo para siempre, habría dejado detrás de sí una bella leyenda; en cambio, en la emigración no hará más que el ridículo. Mire usted —añadió, y el fuego que había en sus ojos suavizaba la dureza de la ironía—, a hombres como éste, es mejor tenerlos de mártires históricos que de compañeros dentro del partido
En Viena me sorprendió la noticia de que habían asesinado al príncipe Sergio. Los acontecimientos se precipitaban. La Prensa socialdemócrata volvía la vista hacia Oriente. Mi mujer se me adelantó en el viaje, con objeto de buscar cuarto y abrirse conocimientos en Kiev. Yo llegué a esta ciudad con un pasaporte extendido a nombre del oficial Arbusov, separado del ejército, y por espacio de algunas semanas no hicimos más que peregrinar de cuarto en cuarto. Primero nos alojamos en casa de un ahogado joven, que tenía miedo hasta de su sombra, de allí nos fuimos a casa de un profesor de la Escuela técnica, y más tarde vivimos en el cuarto que nos alquiló una viuda liberal. Hasta hube de refugiarme una temporada en una clínica de ojos. Siguiendo las instrucciones del médico director, complicado en el asunto, la enfermera me daba baños de pies y me lavaba los ojos con no sé qué líquidos inofensivos. Tenía que montar una doble conspiración guardándome, para escribir las proclamas, de la enfermera, que me vigilaba estrictamente para que no fatigase los ojos. A la hora de la visita, y después de haber alejado con cualquier pretexto al antipático ayudante, el director corría a mi cuarto acompañado de una señora médica que le ayudaba y en quien tenía absoluta confianza, cerraba rápidamente la puerta, y entornaba los montantes de la ventana, como si fuese a examinarme la vista. Entonces, nos echábamos a reír los tres cautelosamente, aunque de muy buena gana.
—¿Qué tal andamos de cigarrillos? —me preguntaba el director.
—Muy bien —le contestaba.
—Quantum satis?
—Quantum satis!
Y volvíamos a echarnos a reír. Con esto, dábase por terminada la visita, y yo volvía a entregarme a mis proclamas. Esta vida me divertía la mar. Sólo me daba un poco de pena de la pobre enfermera, aquella señora vieja tan amable y que tan concienzudamente me preparaba los pediluvios.
En Kiev funcionaba por entonces una famosa imprenta clandestina, que, a pesar de la furia de detenciones que se había desencadenado, estuvo varios años lanzando hojas a la calle, en las mismas narices de Novitsky, el General de la gendarmería. Fue la imprenta en que se imprimieron mis proclamas durante el año 1905. Únicamente cuando eran un poco extensas, se las entregaba a Krasin, un ingeniero joven a quien conocí en Kiev. Krasin pertenecía al Comité central de los bolcheviques y disponía de una imprenta clandestina maravillosamente instalada en el Cáucaso. Muchos de los manifiestos redactados por mí en Kiev salieron de esta imprenta con una impresión magnífica, a pesar de las difíciles condiciones en que se tiraban.
En aquella época de temprana juventud en que vivía el partido y la revolución, había siempre en los hombres y en los actos, algo de inexperiencia y de falta de madurez. Krasin no se libraba tampoco, por supuesto, de esta ley natural, pero tenía una firmeza, una decisión y un temple “administrativo” poco comunes. Era, como he dicho, ingeniero, gozaba de una clientela considerable, ocupaba un puesto magnífico, era hombre muy estimado y se hallaba relacionado harto mejor que ningún revolucionario joven de aquella época. Krasin tenía amigos y conocidos lo mismo en los barrios obreros que entre los ingenieros y en los palacios de los industriales de Moscú y en los círculos de escritores, en todas partes. Además, como sabía combinar hábilmente esas relaciones, se le ofrecían una serie de posibilidades prácticas con que los demás no podíamos ni soñar. En 1905, Krasin, además de intervenir en la labor general del partido, dirigía las empresas más arriesgadas: grupos de acción, compras de armas, preparación de explosivos, etc. A pesar de su vasto horizonte, era, ante todo y sobre todo, lo mismo en política que en los demás aspectos de la vida, un hombre de acción. La acción era su fuerte. Pero era también su talón de Aquiles. Los largos y penosos años de concentración de fuerzas, de disciplinamiento político, de aprovechamiento teórico de las experiencias adquiridas, no se habían hecho para él. Liquidada la revolución de 1905 sin que hubiese realizado nuestras esperanzas, consagrose en cuerpo y alma a la electrotécnica y a la industria. Estas actividades encontraron en él al mismo hombre de acción y de capacidad extraordinaria, y los grandes triunfos que la ingeniería le deparaba, le valían la misma satisfacción personal que años antes encontrara en las campañas revolucionarias. Recibió la revolución de Octubre con esa incomprensión hostil con que se juzga una aventura condenada de antemano al fracaso, y se pasó mucho tiempo sin creer que fuésemos capaces de poner término a aquel proceso de descomposición. Al fin, sintiose arrastrado por las grandes posibilidades de trabajo que se ofrecían bajo el nuevo régimen
La amistad de Krasin fue para mí, en 1905, un verdadero hallazgo. Nos pusimos de acuerdo para reunirnos en San Petersburgo y me dio una serie de nombres y direcciones de personas interesadas en el movimiento. La primera y más importante de todas era el Médico mayor de la escuela de artillería de Constantino, llamado Alejandro Alejandrovich Litkens, con cuya familia me unió la suerte para muchos años. En su casa, situada en el mismo edificio de la escuela, en la avenida de Sabalkansky, hube de refugiarme más de una vez en aquellos agitados días y noches del año 1905.
A veces, venían a visitarme a casa del Médico mayor, pasando por delante de las narices del centinela, tipos como jamás habían pisado aquellos patios y escaleras. El personal de servicio sentía todo él enorme simpatía por el médico. No hubo una sola denuncia y las cosas marchaban admirablemente. El hijo mayor, Alejandro, que tenía entonces dieciocho años, estaba ya afiliado al partido y se puso, unos meses más tarde, al frente de los campesinos sublevados en el departamento de Orel, pero no pudo resistir las conmociones nerviosas, y se enfermó para morir al poco tiempo. El hermano pequeño, Ievgrav, estudiante todavía de bachillerato, había de tener más tarde un importante papel en las guerras civiles y en la labor cultural de la República de los Soviets: murió en 1921, asesinado por una partida de bandidos en Crimea.
Yo vivía en San Petersburgo, con el nombre supuesto de Vikentiev, terrateniente. En los círculos revolucionarios me hacía llamar Pedro Petrovich. No pertenecía a ninguna de las fracciones organizadas. Seguía trabajando con Krasin, que había adoptado una posición conciliadora entre los bolcheviques, cosa que, dada mi actitud de entonces, tenía que satisfacerme. Al mismo tiempo, mantenía relaciones con el grupo petersburgués de los mencheviques, que seguían por aquel entonces una trayectoria muy revolucionaria. Cediendo a presiones mías, el grupo adoptó la resolución de boicotear a aquella Duma puramente consultiva, lo cual dio origen a que chocase con el Comité central, residente en el extranjero. Pero este grupo menchevique no tardó en desaparecer.
Fue delatado por uno de sus miembros activos, un tal Dobroskok, a quien decían “Nicolás, el de las gafas cae oro”, que resultó ser un provocador profesional. Este sujeto sabía que yo estaba en San Petersburgo y me conocía de cara. Mi mujer había sido detenida en el bosque en la reunión del 1.º de mayo. No había más remedio que desaparecer de allí por algún tiempo. Al llegar el verano, me trasladé a Finlandia.
La temporada de Finlandia fue como un alto en el camino; durante unos meses pude dedicarme, intensivamente a mis trabajos de escritor, combinados con cortos paseos. Devoraba los periódicos, observaba la formación de los partidos, hacía recortes, agrupaba hechos. Durante aquellos días, cristalizaron definitivamente mis ideas acerca de las fuerzas interiores que latían en la sociedad rusa y las perspectivas de la revolución. “Ante Rusia se abre —escribía yo por entonces— la perspectiva de una revolución democrática burguesa. Esta revolución tendrá por, base el problema agrario. ¿Quién conquistará el Poder? La clase, el partido que sepa acaudillar a las masas campesinas contra el zarismo y los terratenientes. Ahora bien; esto no puede hacerlo el liberalismo, ni pueden hacerlo los demócratas intelectuales: su misión histórica está ya cumplida. Hoy, la escena revolucionaria pertenece al proletariado. La socialdemocracia es la única que representada por sus obreros, puede ponerse al frente de los campesinos. Esta circunstancia brinda a la socialdemocracia rusa la posibilidad de anticiparse en la conquista del Poder a los partidos socialistas de los Estados occidentales. Su misión inmediata directa será consumar y llevar a término la revolución democrática. Pero, una vez en el Poder, el partido del proletariado no se podrá contentar con el programa de la democracia. Verase forzado, quiera o no, a abrazar el camino del socialismo. ¿Hasta dónde? Esto dependerá del modo cómo se dispongan las fuerzas dentro del país y de la situación internacional. La más elemental estrategia exige, pues, que el partido socialdemócrata libre una guerra sin cuartel contra el liberalismo hasta adueñarse de la dirección del movimiento campesino, a la par que se propone como objetivo, ya en el momento de la revolución burguesa, la conquista del Poder público”.
El problema de las perspectivas generales de la revolución hallábase íntimamente ligado a las cuestiones de táctica. El partido tenía por consigna política central la Asamblea constituyente.
Pero el giro de la campaña revolucionaria planteó con carácter inminente esta cuestión: ¿Y quién ha de convocar, y cómo, esta Asamblea constituyente? Razonando a base de un levantamiento popular que acaudillase el proletariado, no cabía, lógicamente, más respuesta que ésta: un Gobierno provisional revolucionario. El proletariado, por el solo hecho de ponerse al frente de la revolución, conquistaría el derecho a empuñar la dirección de este Gobierno provisional. Este tema dio lugar a que se manifestasen grandes divergencias de opinión entre los dirigentes del partido; en el modo de apreciarlo, nos separábamos también Krasin y yo. Esto me movió a escribir una serie de tesis en que demostraba que el triunfo completo de la revolución sobre el zarismo tenía por necesidad que significar el advenimiento al Poder del proletariado, apoyado por las masas campesinas o, cuando menos, la transición a ello. Krasin vacilaba ante una fórmula tan taxativa. Aceptaba, sin embargo, la consigna del Gobierno provisional revolucionario, y no tenía tampoco inconveniente en admitir el programa trazado por mí para él, pero negábase a prejuzgar lo referente a la mayoría socialista en el seno de ese Gobierno. Hube de adaptar mis tesis a este modo de ver, y así impresas en San Petersburgo, Krasin tomó a su cargo el sostenerlas en el congreso conjunto del partido que había de celebrarse en el extranjero en el mes de mayo. Pero el congreso no llegó a reunirse. En la asamblea de los bolcheviques, Krasin intervino activamente en el debate que se abrió sobre el problema del Gobierno provisional y presentó mis tesis como otras tantas enmiendas a la proposición formulada por Lenin. Puesto que se trata de un episodio de gran interés político, créome obligado a traer aquí una cita tomada de las actas del tercer congreso.
“En cuanto a la proposición de Lenin —dijo el camarada Krasin—, entiendo que peca de un defecto, y es que no subraya debidamente la cuestión del Gobierno provisional, ni pone de manifiesto con la claridad suficiente la relación que media entre el Gobierno provisional y la sublevación. En realidad, es el pueblo en armas el que levanta el Gobierno provisional como órgano suyo Entiendo, además, que la proposición mencionada se equivoca al decir que el Gobierno provisional revolucionario no debe implantarse hasta después que triunfe el levantamiento armado y sea derrotado el zarismo. No; ha de instaurarse precisamente en el curso de la sublevación e intervenir activamente en ella, cooperando al triunfo por medio de su auxilio organizador. Y opino que es candoroso pensar que el partido socialdemócrata puede abstenerse de entrar en el Gobierno provisional revolucionario hasta el momento en que hayamos aniquilado definitivamente la autocracia; si dejamos que otro saque las castañas del fuego, ¿cómo vamos a exigirle que reparta luego con nosotros?”.
Son, casi a la letra, los pensamientos formulados en mis tesis.
Lenin, que al exponer la cuestión, se había limitado casi exclusivamente a su aspecto teórico, acogió con la mayor simpatía las observaciones de Krasin. He aquí sus palabras: “En términos generales, comparte la forma en que el camarada Krasin ha planteado el asunto. Es natural que yo, como escritor, me limitase a poner de relieve el aspecto doctrinal. El camarada Krasin ha apuntado certeramente a la meta a que debemos enderezar la lucha y me adhiero sin reservas a lo dicho por él. No cabe entablar una lucha sin contar con que se alcanzará la posición por la que se lucha ”.
La proposición hubo de ser modificada a tono con las enmiendas de Krasin. No estará de más advertir que esta proposición acerca del Gobierno provisional, votada en el tercer congreso del partido, ha sido invocada cientos de veces, en las polémicas de estos últimos años, como argumento contra el “trotskismo”. Los “profesores rojos” del bando de Stalin no tenían ni la más remota idea de que me oponían como modelo de ortodoxia leninista las tesis qué yo mismo había escrito.
El ambiente en medio del cual vivía en Finlandia no podía distar más de la “revolución permanente”; colinas, pinos, lagos, un aire otoñal transparente, paz. A fines de septiembre me interné todavía más en el bosque, y fui a instalarme a una pensión llamada “Rauha”, situada a la orilla de un lago. “Rauha” quiere decir, en finlandés, “Descanso”. La pensión, que era grande, permanecía en el otoño perfectamente desierta. Un escritor sueco y una artista inglesa de teatro se fueron sin pagar, después de pasar allí juntos unos cuantos días. El dueño se puso en viaje a ver si daba con ellos en Helsingfors. La dueña estaba en cama, enferma de muerte; su corazón sólo funcionaba ya —según me decían, pues yo no llegué a verla— a fuerza de sorbos de champagne. Estando fuera su marido, falleció. Encima de mi cuarto yacía su cadáver. El único camarero que había en la pensión, un hombre ya viejo, se fue a Helsingfors detrás del dueño, a avisarle de lo que ocurría. Todo el servicio de la casa quedó a cargo de un pobre chico. Nevaba copiosamente. Los pinos envolvíanse en un sudario. En la pensión no había un alma. El chico se pasaba el día entero metido en la cocina, que estaba debajo de tierra, no se sabía dónde. Encima de mí, yacía la dueña, muerta. El silencio y la soledad me cercaban por todas partes. No estaba mal el nombre: “Rauha”, descanso, paz. No se oía un solo ruido, no se veía un ser viviente. Yo escribía y daba mis paseos. Al anochecer, venía el cartero con un voluminoso paquete de periódicos de San Petersburgo. Los iba desdoblando, uno tras otro. Y era como si un furioso huracán se precipitase al cuarto por la ventana abierta. El movimiento de huelga avanzaba, se extendía, iba prendiendo de una en otra ciudad.
En medio de la paz de aquel hotel, el crujir de los periódicos tenía, en mis oídos, el rugido de una avalancha. La revolución navegaba ya a velas desplegadas. Pedí la cuenta al chico, mandé que me trajesen el caballo y dejé aquel “Descanso” para salir al encuentro de la avalancha revolucionaria.
A la noche siguiente, dirigía la palabra a las masas desde la tribuna del Instituto Politécnico.

Iurii Annenkov, retrato Cubo-futurista de Trotsky
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1905
La huelga de octubre no se desarrollaba con sujeción a un plan. Empezó por los obreros tipógrafos de Moscú, y en seguida decayó. Los combates decisivos habían sido organizados para el aniversario del 9 (22) de enero. He aquí por qué no me apresuraba a poner fin a mis trabajos en aquel remanso finlandés. Pero la huelga, puramente casual y ya en descenso, prendió, cuando menos lo esperábamos, en los ferroviarios, y ya no hubo quien la contuviera. A partir del día 10 de octubre, el movimiento de huelga, que había arrancado de Moscú, abrazaba todo el país, y sus reivindicaciones eran ya francamente políticas. El mundo no había presenciado jamás una huelga general de tal importancia. En muchas ciudades hubo encuentros entre los huelguistas y la tropa, si bien en general puede decirse que los sucesos de aquellos días se mantuvieron dentro de las lindes de la huelga política y no trascendieron al verdadero levantamiento armado. Y sin embargo, bastaron para que el absolutismo perdiese la cabeza e iniciase la retirada. A ellos se debió el Manifiesto constitucional del 17 (30) de Octubre. El zarismo, aunque herido, seguía manteniendo en pie toda su maquinaria de poder. Y la política del Gobierno era, para emplear palabras de Witte, “un nido de cobardía y de ceguera, de estupidez y de felonía”, como jamás se conocieran. Pero la revolución había conseguido el primer triunfo, aunque incompleto henchido de promesas.
“La parte más seria de la revolución rusa de 1905 —escribía años más tarde el mismo Witte— estaba naturalmente en la reivindicación de los campesinos: ¡Queremos tierra! ”. Y esto es verdad.
Pero Witte prosigue así: “Al Soviet de los obreros no le di gran importancia, pues no la tenía”.
Esto demuestra que aun el más eminente de los burócratas era incapaz de penetrar el sentido de sucesos en que las clases gobernantes debieron ver un último aviso. Witte tuvo la fortuna de morir a tiempo para no verse obligado, a cambiar de parecer en punto a los Soviets obreros.
A mi llegada a San Petersburgo, la huelga de octubre estaba en su apogeo. Sin embargo, aunque el movimiento seguía extendiéndose, había el peligro de que remitiese infructuosamente por falta de una organización directora de masas. Yo traía de Finlandia el proyecto de implantar una representación obrera al margen de todo partido, en que cada mil trabajadores eligiesen un delegado. Por Iordansky, un escritor —a quien los Soviets habían de nombrar, años más tarde, embajador de Italia—, supe, el mismo día de mi llegada, que los mencheviques habían tomado, ya por su cuenta la formación de un órgano revolucionario integrado por un representante por cada 500 obreros. La idea no podía ser más acertada. Sin embargo, la parte del Comité central bolchevista que se encontraba en San Petersburgo oponíase resueltamente a este sistema directo de representación obrera, por creerlo peligroso para el partido. No compartían este temor los trabajadores afiliados a él. Esta actitud sectaria de los dirigentes bolchevistas ante la cuestión del Soviet no cesó hasta la llegada de Lenin a Rusia, en el mes de noviembre. Sobre las dotes de dirección de los “leninistas” sin Lenin podrían escribirse páginas muy instructivas. Tan por encima estaba el maestro de sus discípulos más afines, que en su presencia, éstos creíanse relevados en absoluto de la obligación de resolver por su cuenta los problemas teóricos y tácticos. ¡Y qué lamentable desamparo el suyo cuando la fatalidad los separaba de él en los momentos críticos! El espectáculo fue el mismo en el otoño de 1905 y en la primavera de 1917. Y como en estos dos casos, en muchos otros de menos relieve histórico. Los de abajo, guiados por su instinto, sabían orientarse con harta mayor seguridad que aquellos semidirectores confiados a sus propias fuerzas. El retraso con que Lenin llegó del extranjero fue una de las razones de que, la fracción bolchevista no consiguiera ponerse a la cabeza de la primera revolución.
Ya he dicho que Natalia Ivanovna Sedova había sido detenida en el bosque, en una redada hecha por los cosacos el día 1.º de mayo. Pasó en la cárcel unos seis meses aproximadamente, al cabo de los cuales la confinaron en Tver bajo la vigilancia de la policía. Pudo retornar a San Petersburgo después del Manifiesto de octubre. Adoptando el nombre de Vikentiev, alquilamos un cuarto en casa de un caballero que resultó ser un especulador de Bolsa. Los negocios bursátiles andaban mal, y muchos especuladores veíanse obligados a introducir economías en sus casas. Un recadero nos traía por las mañanas todos los periódicos que se publicaban en la capital. El casero, a veces se los pedía a mi mujer, y rechinaba los dientes leyéndolos. Sus negocios iban cada vez peor. Un día, entró por el cuarto adentro hecho una furia, agitando el periódico, y dirigiéndose a Natalia Ivanovna, chilló, a la par que apuntaba con el dedo a mi último artículo, titulado “¡Buenos días, porteros de San Petersburgo!”.
—¿Lo ve usted? ¿Lo ve usted? ¡Hasta con los porteros se meten ya! ¡Si tuviese delante al presidiario que ha escrito esto, le digo a usted que ahora mismo lo dejaría seco!
Y sacando un revólver del bolsillo, lo blandió con gesto de amenaza. Parecía haberse vuelto loco, y a todo trance quería que la interlocutora asintiese a sus bravatas. Mi mujer se presentó en la Redacción a llevarme esta noticia. Había que buscar a toda costa otro cuarto. Pero como no teníamos un instante libre, nos echamos en brazos del destino. Seguimos, pues, bajo el techo del bolsista hasta mi detención. Por fortuna, ni el casero ni la Policía lograron averiguar quién se ocultaba detrás del nombre de Vikentiev. No nos hicieron el menor registro domiciliario.
En el Soviet adopté el nombre de Ianovsky, por la aldea en que había nacido. En los periódicos me firmaba Trotsky. Trabajaba en tres a la vez. Parvus y yo nos pusimos al frente de la pequeña Russkaia Gazella (Gacela Rusa), que convertimos en un órgano de lucha para las masas. En el transcurso de pocos días, el número de ejemplares vendidos subió de 30 a 100.000. Al cabo de un mes, los pedidos ascendían a medio millón. Los elementos técnicos de que disponíamos en la imprenta no respondían a las necesidades de la tirada. Por fin, vino a sacarnos de este conflicto el Gobierno, ordenando la suspensión del periódico. El 13 de noviembre fundamos, formando para ello un bloque con los mencheviques, un gran órgano político con el título de Natchalo (Comienzo). La tirada del periódico aumentaba por días y por horas. El Novaia Skhisn (Vida Nueva), que hacían los bolcheviques, era bastante incoloro, pues faltaba en él la pluma de Lenin. En cambio, nuestro periódico alcanzaba un éxito fabuloso. Era seguramente el que más se parecía, de todos los publicados en los últimos cincuenta años, a la Nueva Gacela del Rin, dirigida por Marx en el año 1848, al cual se atenía como a su modelo clásico. Kamenev, que formaba parte de la Redacción del órgano bolchevista, me contaba algún tiempo después cómo, en sus viajes por tren, le gustaba observar en las estaciones la venta de periódicos. A la llegada del tren de San Petersburgo, se formaban unas colas interminables esperando la prensa. Allí, no tenían venta más que los periódicos revolucionarios.
—¡Natchalo! ¡Natchalo! ¡Natchalo! —gritaba la gente— ¡Deme el Natchalo!
De vez en cuando, oíase una voz pidiendo el Novaia Skhisn, y vuelta al ¡Natchalo! ¡Natchalo!
—No tuve más remedio que reconocer, bastante fastidiado —me confesó Kamenev—, que los del Natchalo lo hacían mejor que nosotros.
Además de intervenir en los dos mencionados periódicos, escribía artículos de fondo para Isvestia (Noticias), órgano oficial de los Soviets, amén de las innumerables proclamas, manifiestos, propuestas y resoluciones. En los cincuenta y dos días que duró el primer Soviet, entre éste, el Comité Ejecutivo, los mítines, que no se acababan nunca, y los tres periódicos, no tenía un momento de descanso. Todavía es hoy el día en que no sé cómo pudimos vivir en aquella vorágine. Proyectadas sobre el pasado, hay muchas cosas que uno no se explica, y es natural, pues en el recuerdo se borra el dinamismo, uno se contempla a sí mismo, en cierto modo, como a persona extraña. Alas en aquellos días, nuestra actividad no dejaba nada que apetecer. Y no sólo dábamos vueltas en la vorágine, sino que contribuíamos a crearla. Allí todo se hacía de prisa, vertiginosamente. Y, sin embargo, no nos salió del todo mal; hasta hubo algunas cosas que resultaron magníficamente bien. D. M. Herzenstein, un viejo demócrata, médico, que era el redactor responsable de nuestro periódico, presentábase alguna que otra vez en la Redacción, con su levita negra impecable, se plantaba en medio de la pieza y quedábase maravillado del caos que reinaba allí. Al año siguiente hubo de comparecer ante los Tribunales a responder de la furia revolucionaria del periódico, en el que no había influido en lo más mínimo. El viejo no nos traicionó. Por el contrario, con los ojos arrasados en lágrimas, contó a los jueces cómo aquellos hombres que tenían en sus manos la redacción del periódico más popular de Rusia, vivían de unos cuantos pasteles secos que el portero les llevaba, envueltos en papel de periódico, de la panadería más próxima, y que engullían sin levantar cabeza de su trabajo. Y el pobre viejo hubo de pasarse un año en la cárcel, como castigo a la revolución que no había triunfado, a su amistad con los emigrados y a los pasteles secos
“Diríase —escribe Witte en sus Recuerdos— que en el año 1905 la gran mayoría de Rusia se había vuelto loca. A los conservadores, la revolución les parece un estado de demencia colectiva sólo porque exalta hasta la culminación la “locura normal” de las contradicciones sociales. Hay muchos que se niegan a reconocer su retrato si se les presenta en atrevida caricatura. Todo el proceso social moderno nutre, intensifica, agudiza hasta lo intolerable las contradicciones, y así va gastándose poco a poco esa situación en que la gran mayoría use vuelve loca”. En trances tales, suele ser la mayoría demente la que pone la camisa de fuerza a la minoría que no ha perdido la cordura.
Y la historia sigue adelante.
El caos revolucionario es algo muy distinto a un terremoto o una inundación. En el seno del desorden de las revoluciones empieza a dibujarse automáticamente un orden nuevo; los hombres y las ideas van ordenándose en torno a nuevos ejes. Sólo a aquéllos a quienes barre y aniquila puede parecer la revolución la locura absoluta. Para nosotros era, aunque tempestuoso y agitado, nuestro elemento. Cada cosa ocupaba su lugar y su hora, y había quienes disponían aún de tiempo para sus negocios personales, para enamorarse, para echarse amigos nuevos, y hasta paya asistir a las, funciones en los teatros revolucionarios. A Parvus le entusiasmó de tal manera una comedia satírica nueva que vio representar, que sin aguardar a más, sacó allí mismo cincuenta entradas con destino a la función siguiente, para repartirlas entre sus amigos. Acababa de cobrar —importa tenerlo presente— los honorarios de algunos libros. Cuando le detuvieron y le encontraron en el bolsillo las cincuenta entradas para el teatro, los gendarmes no sabían qué pensar. ¿Qué misterio revolucionario era aquél? Parvus todo lo hacía a lo grande.
El Soviet logró poner en pie a masas gigantescas de hombres. Detrás de él estaba toda la clase obrera. En el campo había gran agitación y también reinaba el desasosiego entre las tropas repatriadas del lejano Oriente después de la paz de Portsmouth. Pero los regimientos de los cosacos y de la guardia permanecían fieles al zarismo. Existían todos los elementos para que la revolución triunfase, pero estos elementos no habían alcanzado todavía el grado necesario de madurez.
El 18 de octubre, al día siguiente de publicarse el Manifiesto zarista, se estacionaba delante de la Universidad de San Petersburgo, una muchedumbre de miles de hombres, ávidos todavía de lucha, todavía embriagados por el entusiasmo de la primera victoria. Desde, lo alto de un balcón, les dirigí la palabra y les grité que aquel triunfo a medias no garantizaba nada, que el enemigo era irreconciliable, que se nos tendía una celada; y cogiendo el Manifiesto del Zar lo rasgué y el aire arrastró los pedazos de papel. Pero las prevenciones políticas de esta naturaleza sólo dejan en la conciencia de las masas la huella de un arañazo. Los que disciplinan son los grandes acontecimientos. A este propósito, recuerdo dos escenas ocurridas en el seno del Soviet de San Petersburgo.
El día 29 de octubre corrían por la ciudad, con gran insistencia, rumores de que los “Cien Negros” estaban preparando un pogromo. Los delegados, que acudían directamente de las fábricas a la sesión del Soviet, enseñaban desde lo alto de la tribuna las armas con que venían pertrechados contra los provocadores. Se les veía blandir todo género de instrumentos: navajas, llaves, puñales, porras; pero sus gestos eran más bien de alegría que de preocupación; en el ambiente flotaban los chistes y las bromas. Creían, sin duda, que el mero hecho de disponerse a rechazar el ataque bastaba para dar por cumplida su misión. La mayoría no estaba todavía penetrada de que la lucha era a vida o muerte. Ni lo comprendieron hasta llegar las jornadas de Diciembre.
En la noche del 3 de diciembre, el Soviet de San Petersburgo se vio cercado por las tropas. Fueron copadas todas las entradas y salidas del edificio. Desde lo alto de la tribuna en que estaba reunido el Comité Ejecutivo deliberando, grité a la sala, donde se apiñaban cientos de delegados: —¡No hacer resistencia ni entregar las armas al enemigo!
Me refería a las armas de mano, a los revólveres. Los obreros congregados en la sala de sesiones, cercada por tropas de la guardia de Caballería y de Artillería, empezaron a inutilizar diestramente sus armas, el máuser contra la browing, la browing contra el máuser. Esto ya no tenía el aire de broma y de juego del 29 de Octubre. Aquellos chasquidos y aquel estrépito del metal al romperse eran el rechinar de dientes del proletariado, que por primera vez comprendía, y lo comprendía plenamente, que para hacer morder el polvo al enemigo era necesario un esfuerzo mucho mayor, más potente y despiadado.
El triunfo a medias de la huelga de Octubre tuvo para mí, aparte de su importancia política, una significación teórica inmensa. No había sido el movimiento de oposición de la burguesía liberal, ni el levantamiento elemental de los campesinos, ni los actos de terrorismo de los intelectuales, sino la huelga obrera, la que, por vez primera en la historia, había conseguido que el zarismo hincase la rodilla. Después de aquello, ya no podía dudarse, pues era un hecho indiscutible, de la hegemonía revolucionaria del proletariado. Yo veía claro que la teoría de la revolución permanente había resistido a la primera prueba. La revolución abría, nítidamente, ante el proletario las perspectivas de la conquista del Poder. Los años de reacción que pronto sobrevinieron no lograron desalojarme de esta posición conquistada. Mas de los hechos rusos podían sacarse también, y yo las saqué, conclusiones de interés para los países occidentales. Si en un país como Rusia el proletariado, en plena juventud, tenía tal poder, ¿cuál no sería su fuerza revolucionaria en las naciones de mayor progreso?
Con esa imprecisión y ligereza que le caracteriza, Lunatcharsky pretendía definir, años más tarde, mi concepción revolucionaria del modo siguiente: “El camarada Trotsky sostenía (en 1905) el punto de vista de que ambas revoluciones (la burguesa y la socialista), aunque no coincidan en absoluto, están de tal modo ligadas, que se puede hablar de una revolución permanente. Una vez que la parte rusa de la humanidad, y con ella el resto del mundo, entre en el período revolucionario por una sacudida política burguesa, no podrá salir de él hasta que se consume y remate la revolución social. No puede negarse que el camarada Trotsky, al exponer estas ideas, demostraba tener una gran agudeza de visión, aun cuando se equivocase en quince años”.
Es la misma equivocación que había de echarme también en cara Radek, corriendo el tiempo, pero la coincidencia no la hace ganar en profundidad. Todas nuestras perspectivas y reivindicaciones del año 1905 contaban con el triunfo de la revolución, y no con su derrota. No conseguimos implantar la República ni el nuevo régimen agrario, ni la jornada de ocho horas, es cierto. Pero ¿quiere esto decir que nos equivocásemos al formular tales reivindicaciones? La derrota de la revolución echó por tierra todos nuestros cálculos, los míos y de los demás. Mas no se trataba tanto de señalar un plazo a la revolución como de analizar las fuerzas escondidas en su seno y de anticipar su desarrollo de conjunto.
¿Cuáles fueron, durante la revolución de 1905, mis relaciones con Lenin? Al morir éste y rehacerse oficialmente la historia, resultó que también en 1905 se había librado un duelo entre los dos principios del bien y del mal. ¿Cuál fue la realidad? Lenin no compartía directamente los trabajos del Soviet, ni actuaba en él. Huelga decir que seguía atentamente todos sus pasos, influyendo en su política por medio de los representantes de la fracción bolchevique y analizando sus actos desde el periódico. No hubo una sola cuestión en que mediasen diferencias entre Lenin y la política del Soviet. Y hay pruebas documentales, de que todos los acuerdos tomados por el Soviet, si se exceptúan acaso unos pocos, de carácter secundario, fueron formulados y propuestos por mí, primero en el Comité ejecutivo, y luego, en nombre de éste, ante el Soviet. Al crearse la Comisión federativo, en que se hallaban representados los bolcheviques y los mencheviques, hube de actuar también en nombre suyo dentro del Comité ejecutivo, sin que se originase conflicto, de ninguna especie.
Antes de llegar yo de Finlandia, el Soviet se hallaba presidido por un abogado joven, Krustaliev, un personaje adventicio en el panorama de la revolución, una especie de figura intermedia entre Gapon, el pope, y la socialdemocracia. Krustaliev ocupaba la presidencia, pero no llevaba la dirección política. Cuando le detuvieron eligiose una Junta directiva, para la cual me designaron a mí de presidente. Svertchkov, una de las figuras visibles que intervinieron en el Soviet, escribe en sus Recuerdos: “El que dirigía ideológicamente el Soviet era L. D. Trotsky. El presidente, Nossari-Krustaliev, era en realidad una figura decorativa, pues no hubiera sabido contestar ni una sola cuestión de principio. Pero como estaba poseído de una vanidad enfermiza, no podía ver a Trotsky, a quien constantemente tenía que acudir, quisiera o no, pidiendo consejos e instrucciones”.
“Me acuerdo —refiere Lunatcharsky en el citado libro— de que alguien dijo en presencia de Lenin que la hora de Krustaliev había pasado, y que al presente la gran fuerza del Soviet era Trotsky. El rostro de Lenin se oscureció por un momento, al cabo del cual dijo: “Trotsky se lo ha ganado, trabajando infatigablemente y de un modo magnífico””.
Las relaciones entre los redactores de los dos periódicos no podían ser más cordiales. Entre ellos no surgió polémica alguna. “Acaba de aparecer el primer número del Natchalo —escribía el órgano bolchevista—, al que saludamos desde aquí como a compañero de lucha. En el primer número se destaca el brillante estudio del camarada Trotsky sobre la huelga de noviembre”. No es así como se habla de un adversario. Pero no había tal. Por el contrario, los periódicos se defendían mutuamente contra la crítica burguesa. Después de la llegada de Lenin, el Novaia Skhisn tomó la palabra para salir a la defensa de mis artículos sobre la revolución permanente. Al igual que las fracciones, sus órganos orientábanse en el sentido de una fusión. El Comité central de los bolcheviques votó por unanimidad —y en ello intervino Lenin— una propuesta en que se decía que la escisión de las dos ramas, originada por circunstancias transitorias ocurridas en el extranjero, no tenían ya razón alguna de ser ante el desarrollo de la revolución. El mismo punto de vista defendía yo en nuestro periódico, aunque con la resistencia pasiva de Martov.
Acuciados por las masas, los mencheviques hacían todo género de esfuerzos por inclinarse hacia el ala izquierda, en el seno del Soviet. Hubo de pasar algún tiempo antes de que se consumase, ya bajo los primeros golpes de la reacción, el giro iniciado. En febrero de 1906, Martov, caudillo de los mencheviques, escribía una carta a Axelrod llena de lamentaciones: “Ya han pasado dos meses No acierto a llevar a término ninguna obra empezada No sé si será la neurastenia o la fatiga psíquica, pero lo cierto es que no consigo desarrollar debidamente una sola idea”. La enfermedad que Martov no acertaba a diagnosticar tenía un nombre muy claro: menchevismo. Sí; en un momento revolucionario ser oportunista es, ante todo, sufrir un gran embrollo mental y la incapacitad de “desarrollar debidamente una idea”.
Cuando los mencheviques empezaron a arrepentirse públicamente de lo hecho y a atacar la política del Soviet, yo me lancé a defenderla, primero en la Prensa rusa, y luego en los periódicos alemanes y en la revista polaca que editaba Rosa Luxemburgo. De esta polémica en torno a los métodos y las tradiciones del primer movimiento, nació mi libro Rusia en la revolución, publicado y reeditado más tarde en diversos países con el título de 1905. Después del golpe de Octubre, este libro gozaba de gran predicamento, y teníase por una especie de tratado oficial del partido, no sólo en Rusia, sino entre los comunistas de los países occidentales. Mas después de morir Lenin, desatada contra mí la cruzada que se venía preparando tan celosamente, aquel libro cayó bajo anatema. Al principio, los contradictores se limitaron a unas cuantas observaciones mezquinas e insignificantes. Pero poco a poco la crítica fue haciéndose más atrevida; creció, se multiplicó, hízose más complicada y más insolente, alzó la voz cuanto le fue preciso para ahogar en ella la de su propio desasosiego. Y así fue formándose retrospectivamente aquella leyenda del duelo librado entre Lenin y Trotsky durante la revolución de 1905. Este primer movimiento revolucionario agitó la vida del país, la vida del partido y la mía propia. Íbamos fortaleciéndonos y haciéndonos aptos para la acción. Mi primera empresa revolucionaria de Nikolaiev había sido un mero ensayo provinciano hecho a tientas. Sin embargo, el ensayo no fue estéril. Puede que en ninguno de los años que después vinieron me fuese dado entrar en tan íntimo contacto con los obreros de la masa como en Nikolaiev. Entonces, no tenía todavía un “nombre”, ni nada que me separase de ellos.
Allí, se me quedaron fijados en la conciencia para siempre los tipos fundamentales del proletariado ruso. Los que luego conocí, no fueron, con leves excepciones, más que variantes. En la cárcel hube de iniciarme en los estudios revolucionarios comenzando casi por el Abc. Dos años y medio de encarcelamiento y otros dos de destierro me brindaron ocasión para cimentar teóricamente mis ideas revolucionarias. La primera emigración fue para mí una alta escuela de política. Bajo la dirección de los mejores marxistas revolucionarios aprendí a contemplar los acontecimientos con el enfoque de las grandes perspectivas históricas y bajo el ángulo visual de las relaciones internacionales. Al terminar aquel período de emigración, me había separado de los dos grupos que llevaban la dirección del movimiento: el bolchevista y el menchevista. Retorné a Rusia en el mes de febrero de 1905, varios meses antes que los otros emigrados dirigentes, los cuales no se presentaron hasta octubre y noviembre. Entre los camaradas rusos no había uno sólo que me pudiera enseñar nada. Lejos de eso, hube de ocupar yo mismo la tribuna del maestro. En aquel año turbulento, los acontecimientos sucedíanse con una extraordinaria celeridad. Había que adoptar unas posiciones sin pararse a pensarlo, rápidamente. Las proclamas iban a las cajas con la tinta todavía fresca. La lucha me daba ocasión para aplicar por vez primera, de un modo directo, los fundamentos teóricos adquiridos en la cárcel y en el destierro, el método político asimilado en la emigración. Los acontecimientos que se desarrollaban, no me cogían desprevenido. Su mecánica no me era desconocida —a lo menos, así lo creía yo—; me parecía verlos reflejarse en la conciencia de los obreros, y en mi mente iba dibujándose en escorzo el día de mañana. De febrero a octubre, mi intervención en el movimiento tuvo un carácter predominantemente periodístico. En octubre me lancé a la vorágine que, personalmente, representaba para mí la suprema prueba. Había que adoptar las resoluciones a pie firme y bajo el fuego del enemigo. Las resoluciones adoptadas —puedo decirlo— no me costaron el menor trabajo, por lo que tenían de evidentes. No me volvía a ver qué decían ni qué pensaban los otros, pues rara vez me era dado aconsejarme de nadie; todo se hacía con prisa. Imagínense mi asombro y mi extrañeza al observar más tarde a Martov, el más inteligente de los mencheviques, y ver que todo le sorprendía y le dejaba perplejo. Sin pararme a pensar mucho en ello, pues no sobraba tiempo para la introspección, comprendí que mis años de aprendizaje habían terminado. No quiero decir, ni mucho menos, que dejase de estudiar. La necesidad y el gusto del estudio no me han abandonado un solo momento en la vida, ni jamás decayeron en mí, en lo que tenían de intenso y de espontáneo. Pero ya no necesitaba estudiar como discípulo, sino como maestro. Cuando me detuvieron por segunda vez, tenía veintiséis años. Ahora, hasta el viejo Deutsch me consideraba ya como a hombre, pues en la cárcel dejó de llamarme “muchacho”, para aplicarme solemnemente el tratamiento que a un hombre cumple: el de su nombre personal y el paterno.
En su citado libro Siluetas, puesto ahora en el índice, Lunatcharsky caracteriza en los términos siguientes el papel que desempeñaron los caudillos en la primera revolución: “Su popularidad (se refiere a mí) entre el proletariado de San Petersburgo, era por entonces muy grande, y aumentó al conocerse la extraordinaria actitud heroica y de gran efecto que había adoptado en la, vista del proceso. Los años de 1905 a 1906, encontraron a Trotsky, a pesar de ser tan joven, como uno de los dirigentes socialdemócratas mejor preparados; en ningún otro se notaba menos que en él el cuño de la emigración, que se percibía hasta en un Lenin. Trotsky comprendía más claramente que ningún otro lo que significa librar una lucha extensa contra el Estado. Fue el que salió de la primera revolución más enriquecido de popularidad; Lenin y Martov no ganaron nada en ella, realmente. Y Plejanov, por su parte, perdió bastante terreno, por culpa de las tendencias semiliberales que en él se echaron de ver. Desde entonces, Trotsky ocupa un lugar entre los primeros”. La lectura de estas líneas, escritas en 1923, no deja de causar hoy cierta impresión, si se tiene en cuenta que actualmente Lunatcharsky se dedica a escribir —aunque no sea precisamente “de mucho efecto” ni muy “heroico”— todo lo contrario de lo que en ellas se dice.
No hay nada grande que se pueda hacer sin intuición, es decir, sin ese instinto subconsciente, que puede enriquecerse y fortificarse por la práctica y la teoría, pero que ha de dar la naturaleza. No hay cultura teórica, ni rutina práctica, por grandes que sean, capaces de suplir el golpe de vista político que le permite a uno orientarse en medio de las cosas, saber apreciar certeramente la situación y anticiparse a su desarrollo. Esta capacidad tiene una importancia decisiva en los momentos de agudas crisis y bruscos virajes, y por tanto, en las revoluciones. Creo que los sucesos ocurridos en 1905 y su desarrollo, demostraron que yo poseía esta intuición revolucionaria, autorizándome para confiarme a ella en el porvenir. Las faltas que entonces cometí, por grandes que fuesen —las hubo muy notables— se refirieron siempre a cuestiones de táctica y de organización, nunca a puntos fundamentales de carácter estratégico. En el modo de apreciar la situación política, en conjunto y sus perspectivas revolucionarias, la conciencia, pie absuelve de haber cometido ninguna falta grave.
Para Rusia, el movimiento de 1905 fue el ensayo general que había de preceder a la revolución de 1917. Y lo mismo fue para mí. La decisión y la firmeza con que pude afrontar los sucesos del 17 nacían de ver en ellos la continuación y el desarrollo de aquella labor revolucionaria que vino a interrumpir, el 3 de diciembre de 1905, la detención del Soviet de Petrogrado.
A mí me detuvieron al día siguiente de haberse publicado el llamado “Manifiesto financiero”, en que proclamábamos que la bancarrota de la Hacienda zarista era inevitable, declarando categóricamente que el pueblo victorioso no reconocería las deudas contraídas por Romanovs. “La autocracia no ha tenido jamás la confianza del pueblo, ni ha recibido de éste mandato alguno”, decía en aquella declaración el Soviet de los diputados obreros. “Decretamos, por tanto, que no hemos de consentir que sean saldadas las deudas nacidas de todos esos empréstitos emitidos por el Gobierno zarista, en abierta guerra contra el pueblo ruso”. A los pocos meses, la Bolsa francesa contestaba a nuestro manifiesto abriendo al Zar un nuevo empréstito de tres mil doscientos cincuenta millones de francos. La prensa reaccionaria y la liberal burlábanse de aquella amenaza fanfarrona que los Soviets dirigían a la Hacienda zarista y a los banqueros europeos. Pasado algún tiempo, el manifiesto cayó en olvido. Él mismo se encargó de aflorar nuevamente a la memoria del mundo, en momento oportuno. El derrumbamiento militar del zarismo fue acompañado por la bancarrota financiera del régimen, que venía gastándose desde muy atrás. Al triunfar la revolución, los Comisarios del pueblo, el 10 de febrero de 1918, decretaron que quedaban canceladas totalmente las deudas zaristas. Este decreto sigue en vigor. Se equivocan los que dicen que la revolución rusa viene a dejar incumplidas las obligaciones. ¡Las suyas, no! La obligación que contrajo ante el país el día 2 de diciembre de 1905, con el manifiesto de los diputados obreros de Petrogrado, quedó cumplida íntegramente el 10 de febrero de 1918. Y la revolución puede decir con justicia a los acreedores del zarismo: “¿De qué os quejáis, señores? ¡Bien a tiempo se os advirtió!”.
En esto, como en otras muchas cosas, el año 1905 no hizo más que preparar el advenimiento del 17.

1915: En Francia, con su hija, Nina
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Proceso, destierro y fuga
Y comenzó el segundo ciclo carcelario. Éste se toleraba ya más fácilmente que el anterior, aparte de que el régimen de las prisiones era también incomparablemente más llevadero. Pasé algún tiempo en la “Kresty”; de allí fui trasladado a la fortaleza de San Pedro y San Pablo, y por fin me recluyeron en la cárcel preventiva. Antes de ser transportados a Siberia, volvimos a pasar una temporada en la cárcel de depósito. En total, vine a estar detenido unos quince meses. Cada una de estas cárceles tenía sus particularidades, a las que era menester irse adaptando. Sería, sin embargo, enojoso entrar en detalles acerca de esto, pues por mucho que se diferenciasen, todavía era mayor su parecido. En mi vida se abrió una nueva etapa de estudio sistemático y de producción doctrinal. Me dediqué a estudiar la teoría de la renta del suelo y la historia de las condiciones sociales de Rusia. Un trabajo extenso, aunque incompleto, que había hecho acerca del primer tema, se me perdió en los años siguientes a la revolución de Octubre. Fue una pérdida muy sensible para mí, la mayor después de la del trabajo sobre la masonería. Mis estudios acerca de la historia social de Rusia dieron por fruto el ensayo titulado Resultados y perspectivas, en que procuraba fundamentar, de un modo más o menos perfecto para aquella época, la teoría de la revolución permanente.
Una vez instalados en la cárcel preventiva, tuvieron acceso a nuestras celdas los abogados. La primera Duma vino a agitar un poco la vida política. En los periódicos empezaban a alzarse de nuevo voces atrevidas. Revivían las editoriales marxistas. Podía reanudarse el combate pluma en mano. Me pasaba los días llenando cuartillas, que luego los abogados se encargaban de sacar en sus carteras, entre los folios de los sumarios. De aquella época procede el folleto titulado Pedro Struve, en política. Y con tal ardor me entregué a este trabajo, que el tener que salir a los paseos reglamentarios se me hacía un suplicio. Enderezado contra el liberalismo, este folleto quería ser, en el fondo, una defensa del Soviet de Petrogrado, del alzamiento armado de Moscú y de la política revolucionaria en general, contra las críticas del oportunismo. La prensa bolchevista no ocultó sus simpatías hacia mi trabajo. Los periódicos mencheviques permanecieron impasibles. Al cabo de pocas semanas, el folleto circulaba en miles y miles de ejemplares.
En su libro En la aurora de la revolución, D. Svertchkov, que estaba preso conmigo, describe aquel período de cárcel en los términos siguientes: “L. D. Trotsky escribió de un tirón su libro Rusia y la revolución, que iba dando a imprimir por partes y en el cual formula claramente por vez primera (aquí se equivoca el informador) la idea de que la revolución comenzada en Rusia no llegaría a su término hasta que no se implantase el régimen socialista. Esta teoría de la “revolución permanente” —que tal era el nombre que se le daba—, no encontraba entonces partidario alguno. Sin embargo, el autor obstinábase en mantener su punto de vista, y ya a la sazón veía en la situación económica de todos los Estados del mundo los indicios de descomposición de la Economía capitalista burguesa y la proximidad relativa de la revolución social ”.
“La celda de Trotsky —prosigue Svertchkov— no tardó en convertirse en una especie de biblioteca.
Puede decirse, sin exageración, que apenas había libro nuevo de importancia que no le llevasen; Trotsky se pasaba entregado a la lectura y a la escritura el día entero, de la mañana a la noche.
Aquí —solía decirnos—, se está maravillosamente; se lee, se trabaja y no vive uno sujeto a la preocupación constante de que le encarcelen ¡No me negarán ustedes que esto, en la Rusia zarista, es algo extraordinario! ”.
Para distraerme, me dedicaba a leer los clásicos de la literatura europea. Tendido en el camastro, devoraba sus obras con ese sentimiento físico de voluptuosidad con que los gourmets paladean un trago de buen vino o echan chupadas a un buen cigarro. Eran las horas mis hermosas del día. Todos mis trabajos de aquella época guardan, en forma de citas y lemas, huellas de mi comercio con los clásicos. Fue entonces cuando leí por vez primera, en su lengua original, a los grandes señores de la literatura francesa. El arte de contar es un arte francés por excelencia. Y aunque conozco bien el idioma alemán y seguramente lo domino mejor que el francés, principalmente en punto a la terminología científica, la amena literatura francesa se me hace de lectura más fácil que la alemana. Jamás ha decaído mi amor por la novela francesa, y hasta en lo más álgido de la guerra civil, cuando cruzaba el territorio ruso en mi vagón del tren de guerra, sabía encontrar una hora libre para dedicarla a las novedades literarias de aquel país.
En realidad, no puedo quejarme de las cárceles ni del tiempo que me hicieron pasar en ellas. Fueron, para mí, una excelente escuela. Al abandonar la celda individual, bien cerrada y tapiada, donde me habían recluido en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, tuve un leve sentimiento de pena; ¡era tan tranquila, tan monótona, tan silenciosa, tan apropiada para los trabajos del espíritu aquella celda! En cambio, la cárcel preventiva era una colmena de hombres y de ruido, en que había no pocos condenados a muerte; el terrorismo y los golpes de mano armada sacudían el país de punta a punta. El régimen carcelario era, gracias a la primera Duma, bastante liberal. Las celdas no se cerraban durante el día, y los presos salían juntos a pasear al patio. Nos pasábamos horas enteras jugando al salto, entusiasmados. Los condenados a muerte saltaban y doblaban la espalda como los demás. Mi mujer venía a visitarme dos veces a la semana. Los vigilantes de guardia, que nos veían pasarnos cartas y originales, hacían la vista gorda. Había uno, ya un hombre de edad, que estaba con nosotros especialmente amable. Me rogó que le dedicase un libro y un retrato.
—¡Tengo hijas estudiantes! —me dijo al oído entusiasmado, guiñándome el ojo con aire de misterio.
Volví a encontrarme con él después del triunfo de la revolución, e hice por él lo que podía hacerse en aquellos años de hambre.
Parvus solía pasear en el patio en compañía del viejo Deutsch. De vez en cuando, yo me unía también al grupo. Hay una fotografía en que aparecemos los tres en la cocina de la cárcel. Deutsch, infatigable siempre, planeaba una fuga colectiva; no le fue difícil convencer a Parvus, e hizo esfuerzos por convencerme también a mí. Pero yo me negué, pues la importancia del proceso que nos aguardaba tentábame mucho más. El plan de fuga tenía el inconveniente de haberse confiado a más gente de la necesaria. Un día, el vigilante descubrió en la biblioteca de la cárcel, que era el centro de operaciones, toda una colección de herramientas de cerrajería.
Suerte que la dirección del establecimiento echó tierra al asunto, en la creencia de que aquellas herramientas habían sido escondidas allí por los gendarmes para provocar un régimen carcelario de mayor rigor. De todos modos, Deutsch hubo de aplazar la fuga para ponerla por obra desde Siberia.
Las divergencias intestinas que existían en el seno del partido se agudizaron después de la derrota de diciembre. La disolución de la Duma puso de nuevo sobre el tapete todos los problemas de la revolución. A ellos dediqué un folleto de carácter táctico, que Lenin publicó en una editorial bolchevista. Los mencheviques batíanse ya en retirada en toda la línea. Sin embargo, en la cárcel las diferencias entre las fracciones no eran tan marcadas ni tenían la dureza de la calle. Así, pudimos ponernos a redactar un trabajo colectivo sobre el Soviet de Petrogrado, en el que colaboraron todavía los mencheviques.
El día 19 de septiembre, en plena luna de miel de los tribunales campesinos estatuidos por Stolypin, empezó a verse la causa contra los diputados del Soviet. El patio de la Audiencia en que se celebraba la vista y todas las calles adyacentes se convirtieron en un verdadero campamento militar. Fue movilizada toda la policía de San Petersburgo. Sin embargo, la vista en sí se llevó con relativa libertad; la reacción triunfante apuntaba a inutilizar definitivamente a Witte, dejando que apareciese bien al descubierto su “liberalismo” y las alas que había dejado tomar a la revolución.
Habían sido citados unos cuatrocientos testigos, de los cuales comparecieron y declararon más de doscientos. Por los estrados estuvieron desfilando durante un mes, y fueron reconstruyendo, rasgo a rasgo, la actuación del Soviet obrero y las incidencias todas de aquel período, bajo un fuego graneado de preguntas que les formulaban los jueces, el fiscal, la defensa y los acusados —sobre todo los acusados—, una muchedumbre de personas: obreros, fabricantes, gendarmes, ingenieros, recaderos, buenos burgueses, periodistas, empleados de Correos y Telégrafos, comisarios y agentes de policía, estudiantes de bachillerato, diputados de la Duma municipal, porteros, senadores, vagabundos, diputados obreros, profesores y soldados. Llegó la hora de que los acusados hiciesen sus declaraciones. Yo pronuncié un discurso acerca del levantamiento armado en la revolución.
Ya estaba conseguido lo más importante. Y en vista de que el tribunal se negaba a llamar, para que declarase como testigo, al senador Lopuchin, que en el otoño de 1905 había descubierto en el Departamento de policía una imprenta de pogromo, conseguimos que se suspendiese la tramitación normal de la vista y que nos volviesen a nuestras celdas. Detrás de nosotros abandonaron los estrados los defensores, los testigos y el público, y los jueces se quedaron mano a mano con el fiscal. No tuvieron más remedio que dar lectura a la sentencia sin que estuviesen presentes los acusados. Hasta hoy, no se ha dado a la publicidad ni se han encontrado siquiera, según parece, las actas taquigráficas de aquel proceso interesantísimo, cuya vista duró todo un mes. En mi obra 1905 se recogen los datos más esenciales.
Mis padres asistieron a la vista. Sus pensamientos y sentimientos eran encontrados. Mi conducta ya no podía considerarse aturdimiento de muchacho, como cuando vivíamos en Nikolaiev en la huerta de Svigovsky. Ya era redactor de un periódico, había sido presidente del Soviet, tenía cierto prestigio como escritor. Todo esto tenía que imponerles un poco. Mi madre hablaba con los defensores, deseosa de oír siempre algo agradable acerca de mí. Durante mi discurso, cuyo sentido no podía comprender claramente, lloraba en silencio. El llanto arreció, cuando vio que los defensores, que eran cerca de veinte, desfilaban por delante de mí estrechándome la mano. Uno de los abogados pidió que se suspendiese la sesión en vista de la gran emoción que había en la sala.
Era A. S. Saruvny. El mismo que luego fue Ministro de justicia con Kerenski y me mandó a la cárcel bajo la acusación de crimen de esa patria Pero esto ocurrió diez años después. Durante las pausas, mis padres me contemplaban con ojos de satisfacción. Mi madre estaba convencida de que saldría, no sólo absuelto, sino, condecorado. Yo le dije que no tendría nada de particular que nos enviasen a la Catorga. Asustada de aquellas palabras, a las que no encontraba sentido, mirábame, miraba a los defensores, esforzábase por comprender cómo podía ser posible aquello. Mi padre estaba pálido, silencioso, contento y descorazonado a un tiempo mismo.
Fuimos condenados todos a la pérdida de los derechos civiles y al destierro en Siberia. La condena era relativamente benigna. Creíamos que nos mandarían a la Catorga. Sin embargo, el destierro siberiano no era ya aquel destierro administrativo al que me habían mandado la primera vez.
Era una deportación indefinida y cualquier tentativa de fuga castigábase con tres años de presidio.
La pena de cuarenta y cinco latigazos, que completaba tradicionalmente la de presidio, había sido suprimida dos o tres años antes.
“Hace dos o tres horas que nos han traído a la cárcel de depósito —escribía a mi mujer el 3 de enero de 1907—. Confieso que me separé con cierto desasosiego nervioso de aquella celda de la cárcel preventiva. Me había acostumbrado ya al pequeño camarote, en que se trabajaba tan cómodamente. Sabíamos que en la cárcel de depósito nos pondrían otra vez en celda común, y nada hay más fatigoso. Luego vendrá la suciedad, el ruido, el trajín de las etapas, que conozco tan bien. ¡Quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que lleguemos al punto de destino! ¡Y quién puede predecir cuándo estaremos de vuelta! ¿No me hubiera valido más seguir tranquilamente en la celda número 462, leyendo, escribiendo y esperando?
Nos trajeron aquí hoy, súbitamente, sin habernos preparado ni dicho nada. En el departamento de entrega nos obligaron a vestir el traje de presidiario. Nos sometimos a esta disciplina con la curiosidad de chicos de la escuela. Era divertido verse unos a otros vestidos con aquellos pantalones grises, zamarra y gorra gris. Una cosa faltaba, sin embargo, y era el clásico rombo de la espalda.
Nos permitieron continuar con la ropa interior y los zapatos que llevábamos. Así ataviados a la nueva usanza, irrumpimos todos juntos estrepitosamente en la celda”.
El poder seguir calzando los zapatos que traía, no dejaba de tener su importancia para mí, pues en la suela de uno de ellos llevaba escondido un magnífico pasaporte, y los tacones, que eran altos, albergaban unas cuantas monedas de oro. Íbamos destinados todos a la aldea de Obdorsk, situada mucho más allá del círculo polar. Desde Obdorsk hasta la estación del ferrocarril más próxima hay mil quinientas verstas, hasta la estación telegráfica más cercana, ochocientas. No hay correo más que una vez cada quince días, y en la época de las grandes avenidas, en la primavera y el otoño, se pasan mes y medio o dos meses sin recibir una carta. Para el tránsito habían adoptado grandes precauciones. La escolta de San Petersburgo no parecía merecerles gran confianza. El suboficial que montaba la guardia de nuestro coche con el sable desenvainado nos declamó las poesías revolucionarias más nuevas. En el coche inmediato al nuestro venía un destacamento de gendarmes que rodeaba nuestro vagón en todas las estaciones. Por su parte, los empleados de las cárceles se comportaban muy afectuosamente con nosotros. La balanza de la revolución y la contrarrevolución bailaba aún, y no se sabía de qué lado iba a inclinarse. El oficial de la escolta empezó enseñándonos las instrucciones de sus jefes, en que le autorizaban para no ponernos esposas, a pesar de que la ley lo exigía. El día 11 de enero, escribía a, mi mujer lo siguiente: “Y la cortesía y atenciones del oficial no son nada, comparadas con las de los soldados; casi todos han leído la información que publicaron los periódicos de la vista, y nos tratan con una simpatía extraordinaria Hasta el último momento no supieron a quienes tenían que escoltar ni a dónde. A juzgar por las precauciones con que les habían sacado repentinamente de Moscú para traerlos a San Petersburgo, imaginábanse que sería para llevar a la prisión de Schlüsselburg algún condenado a muerte. Yo había notado, al entregarnos a la escolta de la cárcel de depósito, que los soldados estaban poseídos de gran emoción y que desplegaban una extraña disciplina, en la que había una sombra de conciencia culpable, pero no supe la razón de ello hasta que no estábamos en el tren.
¡Qué alegría la suya cuando supieron que escoltaban a los “diputados obreros”, y que éstos no iban a la muerte, sino al destierro! Los gendarmes, que forman una especie de escolta superior, no se presentan nunca en nuestro coche. Montan la guardia fuera: en las estaciones rodean el vagón, se quedan de centinela en la puerta y, sobre todo —pues ésa parece ser su principal misión—, vigilan a la escolta que nos acompaña”.
Los soldados que nos custodiaban encargábanse de ir echando a escondidas las cartas en los buzones del trayecto.
En Tiumen dejamos el ferrocarril y proseguimos el viaje tirados por caballos. Para catorce desterrados, nos mandaban una escolta de cincuenta y dos soldados, a más del capitán, el oficial de policía y el sargento. La caravana se componía de unos cuarenta trineos. Desde Tiumen hasta pasado Tobolsk, el camino iba bordeando el río Ob. “Avanzamos —escribía a mi mujer— unas 70 a 100 verstas diarias hacia el Norte, que viene a ser cerca de un grado. Gracias a esta marcha ininterrumpida, el descenso de la civilización —si cabe hablar de civilización, en estas latitudes— salta bruscamente a los ojos. Todos los días descendemos un escalón más en el reino del frío y la barbarie”.
Después de cruzar las comarcas apestadas de tifus, el día 12 de febrero, a las treinta y tres jornadas de viaje, llegamos a Beresov, donde había estado desterrado en tiempos el príncipe Menchikov, colaborador de Pedro el Grande. Aquí nos dieron dos días de descanso. Hasta Obdorsk faltaban 500 verstas. Nos dejaban salir a pasear al aire libre. Las autoridades no temían ya que pudiéramos fugarnos. Sólo había un camino para volver atrás: el que seguía el curso del río a lo largo de la línea del telégrafo, donde era fácil echar el guante al fugitivo. En Beresov vivía desterrado el agrimensor Rochkovsky, con quien deliberé acerca de las posibilidades de una evasión. Me dijo que podía intentar tomar directamente, por la senda occidental, río Sossiva arriba, en la dirección de los Montes Urales y de allí, en un trineo tirado por renos, hasta las minas. Desde la mina de Bogoslovsky había un pequeño ferrocarril de vía estrecha que me llevaría a Kuchva, de donde partía el ramal de Perma. Y aquí, la línea general: Perma, Wiatka, Wologda, San Petersburgo, Helsingfors Pero por el río Sossiva no iba camino alguno. A pocos pasos de Beresov comenzaba el yermo, la soledad salvaje. No me encontraría con un policía en un espacio de mil verstas, ni tropezaría con el menor poblado ruso, y de telégrafo ni hablar. Sólo alguna que otra cabaña de ostiacos, diseminada aquí y allá, y en vez de caballos, que no existían por esos parajes, tendría que valerme de renos. No era fácil que la policía me echase el guante en, cambio, corría el riesgo de perderme en medio de la estepa o de perecer entre la nieve. Estábamos en febrero, el mes de las grandes nevadas
El doctor Veit, un viejo revolucionario que iba en nuestra partida, me enseñó a fingir un ataque de ciática, con objeto de poder quedarme unos cuantos días hospitalizado en Beresov. No me fue difícil llevar a término esta parte modesta del plan preconcebido. La ciática no es, como todo el mundo sabe, enfermedad susceptible de comprobación. Me instalaron en el hospital. Aquí, el régimen de vida era de una libertad absoluta. En cuanto empecé a sentirme “mejor”, me alejaba del hospital y estaba fuera, a veces, varias horas seguidas. El médico me incitaba a p asear. Dada la estación del año en que estábamos, no podían sospechar en mí el menor propósito de fuga. Había que decidirse. Y me decidí por la senda directa de los Urales.
Rochkovski, el agrimensor, puso mi propósito en conocimiento de un campesino de la aldea, al que conocían por el mote de “Pata de cabra”, y este hombrecillo pequeño, seco, ponderado, fue el verdadero organizador de la fuga, sin lucrarse para nada en ella. Cuando se descubrió su intervención, hubo de pagar duramente las consecuencias. Al sobrevenir la revolución de Octubre, “Pata de cabra” tardó en averiguar que aquel desterrado a quien había ayudado a fugarse hacía diez años era yo. No se presentó en Moscú hasta el año 1923; el encuentro fue cordialísimo. Le ataviamos con el uniforme de gala de un soldado rojo, le llevamos al teatro y le regalamos un gramófono y otras cuantas cosas. A poco de esto, el viejo moría en sus lejanas tierras del Norte.
De Beresov teníamos que salir tirados por renos. Lo más importante era dar con un guía que se atreviese a ir por aquellos caminos, tan inseguros en esta época del año. “Pata de cabra” me habló de un ziriano, hábil y experto como lo suelen ser los de su raza.
—¿Pero no beberá? —le pregunté.
—¿Cómo, beber? Es un borracho impenitente. Pero, en cambio, habla ruso, zirio y dos dialectos ostiacos que se hablan en la montaña y en el llano y que no se parecen en nada. No podría encontrar usted quien mejor le tripulase. ¡Es un tunante!
Este “tunante” era quien después le había de denunciar. Pero a mí me sacó sano y salvo de la aventura[6].
Habíamos fijado la partida para el domingo a media noche. Las autoridades locales tenían organizada para ese día una función de aficionados. Me presenté en el cuartel, que hacia veces de teatro, y procuré hacerme el encontradizo con el jefe del distrito, a quien dije que ya me sentía mucho mejor y que pronto podría reanudar viaje camino de Obdorsk. La cosa no podía ser más deshonesta, pero, no había más remedio que mentir.
Tan pronto como dieron las doce en el reloj de la torre, sin que nadie me viese, corrí al patio de la casa de “Pata de cabra”, donde estaba preparado el trineo. Me tendí en el suelo, sobre una piel extendida; el aldeano me cubrió con un montón de paja helada, lo ató y arrancamos. La paja goteaba y el agua me corría por la cara en hilillos fríos. Después de andar algunas verstas el trineo se detuvo. El campesino desató la carga y salí a galas de mi escondite. “Pata de cabra” púsose a silbar. Lo contestaron voces que eran, a todas luces y desgraciadamente, voces de borracho. El ziriano se presentaba embriagado y venía, encima, acompañado de un amigo. Mal empezaba la cosa.
Pero como no había opción, subí con mi pequeño bagaje a un trineo tirado por renos. Llevaba dos abrigos de pieles. Uno, con el forro para afuera, y otro hacia adentro; calzas de piel, botas forradas, un gorro de piel doble y grandes guantes; todo el equipo de invierno de un ostiaco. En el equipaje llevaba unas cuantas botellas de alcohol, que era la moneda más segura por aquellos parajes nevados.
“Desde la torre de los bomberos de Beresov —cuenta Svertchkov en sus Memorias— se divisaba todo lo que ocurría sobre la blanca sábana de nieve de la villa o fuera de ella, hasta una versta por lo menos a la redonda. Rochkovsky, presumiendo con razón que la policía preguntaría al vigía de la torre si había visto salir a alguien de la villa aquella noche, lo arregló para que otro vecino saliese por el camino de Tobolsk, llevando en el trineo una ternera sacrificada. Desde la torre observaron, como Rochkovsky había supuesto, esta expedición, y la policía, que, pasados dos días, descubrió la fuga de Trotsky, se lanzó detrás de la ternera muerta, en lo cual perdió dos días más” Yo no me enteré de esto hasta mucho tiempo después.
Tomamos por la senda que cruzaba el río Sossiva. Los renos eran unos animales magníficos, que el guía había elegido en un rebaño de varios cientos de cabezas. Al principio, el cochero, borracho, se quedaba dormido, y los renos se paraban en seco. Aquellas paradas eran peligrosas para él y para mí. Al cabo de algún tiempo ya no hacía el menor caso de mis empellones. Le quité la gorra de la cabeza, el aire helado le agitó la cabellera y, poco a poco, volvió a recobrar la claridad de juicio. Reanudamos la marcha. Era un viaje realmente fascinador a través de aquellos desiertos nevados, sin huella de plantas humanas, entre abetos y rastros de animales. Los renos trotaban alegremente con las lenguas colgando y respirando aceleradamente: chu-chu-chu La senda era angosta, los animalillos se metían unos por otros, y era maravilloso que no se estorbasen en la marcha. El reno es un animal extraordinario, de una resistencia increíble al hambre y a la fatiga.
Llevaban veinticuatro horas sin comer cuando salimos, y pronto iba a hacer otras tantas que caminábamos sin hacer alto para que pastasen. Según me decía mi acompañante, empezaban a “animarse” ahora. Trotaban uniforme e infatigablemente a una marcha de ocho o diez verstas por hora. Ellos mismos se encargaban de buscarse pasto. No había más que atarles una tablilla de madera al pescuezo y soltarlos. En seguida encontraban un sitio en que barruntaban musgo debajo de la nieve, escarbaban con la pezuña, hundían la cabeza en el hoyo y se ponían a rumiar. Yo sentía por estas bestias el cariño que debe de sentir el piloto por el motor del aeroplano cuando vuela a unos cientos de metros sobre el Océano. El reno que iba a la cabeza del tiro, el reno cabezalero, empezó a cojear. ¡Oh, dolor! No había más remedio que cambiarlo. Tendimos la mirada en torno, buscando un campamento de ostiacos. De unos a otros había una distancia de docenas y docenas de verstas. El guía sabía descubrirlos por señales que pasaban completamente desapercibidas para mis sentidos. Desde muy lejos olía ya el humo. Perdimos veinticuatro horas en aquello. Pero esto me valió el ser testigo de un cuadro maravilloso, bajo la luz indecisa del amanecer: tres ostiacos a toda marcha, cazaron a lazo tres renos que habían elegido previamente entre un rebaño de varios cientos de cabezas y que los perros echaban a los cazadores. Seguimos viaje a través de la selva, cruzando sobre grandes pantanos cubiertos de nieve y por delante de gigantescos bosques incendiados. De vez en cuando, nos deteníamos a hervir agua de nieve para hacer té. Mi guía daba preferencia al alcohol, pero yo me encargaba de velar celosamente porque no se excediese de la tasa.
El camino parece siempre el mismo, pero cambia constantemente. Para darse cuenta de esto hay que fijarse en los animales. Ahora vamos atravesando una extensión descubierta, entre un bosquecillo de abedules y el lecho de un río. Es un camino criminal. El aire nos manda contra los ojos el leve polvillo que levanta el trineo. El tercer reno del tiro se sale constantemente de la senda. Se hunde en la nieve hasta la barriga y aún más: da unos cuantos saltos desesperados, vuelve al camino, empuja al del medio y echa a un lado al cabezalero. Más adelante, el camino, calentado por el sol, es tan penoso que se rompen las correas del tiro delantero; cuando nos detenemos, la superficie de deslizamiento se hiela y cuesta gran trabajo hacer que el trineo arranque. Después de las dos primeras carreras se ve que los animales están cansadísimos; pero el sol se traspone, el camino se hiela y todo vuelve a marchar bien. Es un camino suave, pero que no se hunde; “un camino como Dios manda”, dice el guía. Los renos trotan sin hacer ruido apenas y tiran del trineo como jugando. No tenemos más remedio que desenganchar al tercero y atarlo atrás, pues amenazan desbocarse y sería peligroso: podrían hacernos migajas el trineo. Éste se desliza suavemente, sin ruido, como una barca por un tranquilo lago. El bosque, en la espesa penumbra, parece mucho más gigantesco. Yo no veo por dónde va el camino y apenas siento moverse el trineo. Los árboles fascinantes parecen venir corriendo hacia uno, las ramas se precipitan ruidosamente a los lados, los viejos troncos desnudos y cubiertos de nieve desfilan, alternando con los esbeltos abedules.
Todo parece lleno de misterio, y los renos dejan oír su jadear rápido y uniforme: chu-chu-chu-chu en medio del silencio de la noche en la selva.
Ocho días duró el viaje. Llevábamos recorridos setecientos kilómetros y nos íbamos acercando a los Urales. Ahora eran cada vez más frecuentes los viajeros que se cruzaban con nosotros en el camino. Yo hacíame pasar por un ingeniero de la expedición polar del barón de Toll. No lejos de los Urales nos encontramos con un viajante de comercio que había servido en esta expedición y conocía a los expedicionarios. Me acribilló a preguntas. Por fortuna, estaba un poco bebido, y yo me apresuré a salir de aquel paso difícil con la ayuda de una botella de ron que traía conmigo a todo, evento. El camino, que iba bordeando los montes Urales, podía recorrerse ya con caballos.
Ahora me troqué en funcionario público e hice el camino hasta el ferrocarril minero de vía estrecha con un recaudador de contribuciones que recorría su distrito. El gendarme de la estación, ante quien me despojé de mis pieles de ostiaco, me contemplaba con indiferencia.
Todavía no estaba salvado, ni mucho menos; nada hubiera tenido de particular que se hubiese recibido orden telegráfica de Tobolsk mandando detenerme, cosa nada difícil, aquí, donde cualquier “forastero” llamaba la atención. No las tenía todas conmigo. Hasta que, pasadas veinticuatro horas, no me vi sentado cómodamente en un coche de la línea de Perma, no di por segura la victoria. Ahora, el tren iba recorriendo las mismas estaciones en que hacía tan poco tiempo nos recibieran con tal solemnidad gendarmes, escolta y policía. ¡Pero cuán distinta la meta del viaje y cuán diferentes los sentimientos que animaban al viajero! En los primeros momentos, aquel coche espacioso y casi vacío pareciome estrecho y sofocante. Salí a la plataforma, donde soplaba el viento, y en medio de la noche mi pecho dejó escapar, involuntariamente, un grito de alegría y de libertad.
En la primera parada, puse un telegrama a mi mujer, para que saliese a recibirme a una estación en que se cruzaban los dos trenes. Ella estaba muy ajena a este telegrama, que no esperaba, a lo menos tan pronto. Y no tenía nada de extraño. Habíamos tardado un mes en llegar a Beresov. Los periódicos de San Petersburgo publicaban grandes noticias dando cuenta de nuestra expedición.
Empezaban a llegar las cartas. Todo el mundo me creía camino de Obdorsk. Yo, entre tanto, había desandado todo el camino en once días. Era natural que a mi mujer le pillase desprevenida aquella cita que le daba para una estación próxima a San Petersburgo. La sorpresa hizo mucho más grato el encuentro.
En los Recuerdos de N. J. Sedova, se dice lo siguiente: “Cuando recibí el telegrama, estando sola en Terioky, un pueblecillo finlandés, cerca de San Petersburgo, con el niño pequeño, no supe contener la emoción y la alegría. Acababa de recibir una larga carta de L. D. escrita en ruta, en que después de contarme las incidencias del viaje me rogaba que, si iba a Obdorsk, le llevase algunos libros que me indicaba y otros objetos necesarios en aquellas latitudes. Y de pronto, venía este telegrama dándome una cita para una estación en que se cruzaban los trenes, como si hubiese decidido dar la vuelta repentinamente, volando por un camino fantástico. Me chocó que el telegrama no mencionase el nombre de la estación. A la mañana siguiente salí para San Petersburgo, cogí una guía y me puse a estudiar el itinerario, a ver si daba con la estación para la que tenía que sacar billete. No me atrevía a preguntar a nadie y me puse en camino sin haber averiguado el nombre de la estación. Saqué billete hasta Wiatka y tomé un tren que salía por la noche. El coche en que viajaba iba lleno de propietario rurales que volvían de San Petersburgo, cargados con paquetes de golosinas para celebrar las fiestas de la masleniza; todas las conversaciones giraban en torno al “blini[7]”, al caviar, esturión, vinos y otras cosas por el estilo. Yo, excitada como estaba, pensando en que iba a volver a reunirme con L. D., y temerosa de que surgiese algún contratiempo, no podía soportar semejantes conversaciones Y, sin embargo, tenía, no sé por qué, la seguridad interior de que nos encontraríamos. Llena de impaciencia, aguardaba a que se hiciese de día, pues el tren en que venía tenía su entrada por la mañana en la estación de Samino; había averiguado el nombre durante el viaje y ya no se me ha vuelto a olvidar nunca. Pararon los dos trenes, aquél en que yo iba y el que venía en dirección contraria. Corrí al andén. ¡Nadie! Salté al otro tren, recorrí, presa de una terrible inquietud, todos los coches. ¡Nadie, nadie! De pronto, veo en uno de los departamentos su abrigo de pieles; eso quiere decir que va aquí, ¿pero dónde? Al saltar del tren doy de bruces con él; venía de buscarme en la sala de espera. Se indignó al conocer la mutilación del telegrama, y ya quería echarlo todo por tierra, haciendo una reclamación entonces mismo. A duras penas, logré contenerle. Al cursar el telegrama había contado, naturalmente, con la posibilidad de que saliesen a su encuentro los gendarmes en vez de salir yo, pero pensó que en San Petersburgo le sería más fácil ocultarse conmigo, y lo demás lo encomendaba a su buena estrella. Volvimos al departamento y recorrimos juntos lo que quedaba de viaje. Yo estaba asombrada, viendo la libertad y desembarazo con que L. D. se movía, riéndose y hablando en voz alta en el tren y en los andenes de las estaciones. De buena gana le hubiera hecho invisible o le hubiera ocultado pues aquella fuga podía costarle el presidio. Pero él no se escondía delante de nadie y afirmaba que esto era la mejor salvaguardia”.
Desde la estación fuimos directamente a la Escuela de Artillería, a casa de nuestros buenísimos amigos. Jamás he visto a nadie tan asombrado como la familia del médico militar, al verme delante. Estaba plantado en medio del gran comedor, y todos me miraban, sin querer dar crédito a sus ojos, conteniendo la respiración, como si fuese un espectro. Después de abrazarnos y besarnos, volvieron el asombro y las exclamaciones de que aquello era imposible. Al fin, se convencieron de que era a mí a quien tenían delante. Todavía me parece estar viviendo aquellas horas magníficas. Pero el peligro no había pasado, ni mucho menos, y fue el doctor Litkens quien me lo recordó. En cierto modo, era ahora cuando comenzaba. Seguramente que ya habrían llegado telegramas de Beresov dando cuenta de mi evasión. Aquí, en San Petersburgo, eran muchos los que me conocían del Soviet. Decidimos, por tanto, trasladarnos a Finlandia, donde las libertades conquistadas por la revolución se mantenían más estables que en la capital rusa. El punto, de verdadero peligro era la estación. Poco antes de arrancar el tren, entraron en nuestro coche unos cuantos oficiales de la gendarmería que andaban revisando los vagones. En los ojos de mi mujer, que iba sentada cara a la puerta, leí el espanto. Pasamos un momento de terrible tensión nerviosa. Los gendarmes nos dirigieron una mirada indiferente y siguieron su camino. Era lo mejor que podían hacer. Lenin y Martov llevaban ya largo tiempo fuera de San Petersburgo viviendo en Finlandia. Las dos fracciones, que se habían fundido en Estocolmo en el mes de abril de 1906, volvían a estar muy distanciadas. Las aguas de la revolución iban bajando de nivel. Los mencheviques estaban arrepentidos de las torpezas cometidas en 1905. Los bolcheviques, que no tenían nada de qué arrepentirse, navegaban con la proa puesta hacia una nueva revolución. Fui a visitar a los dos caudillos, que vivían en dos aldeas vecinas. En el cuarto de Martov reinaba, como siempre, un desorden loco. En uno de los rincones alzábase del suelo, hasta la altura de un hombre, una pila de periódicos.
De vez en cuando, en el curso de la conversación, Martov se lanzaba a ella y sacaba el número que quería consultar. Las cuartillas, cubiertas de ceniza de tabaco, rodaban por encima de la mesa. Los empacados lentes seguían danzando torcidos sobre la naricilla delgada. Martov rebosaba, como siempre, ideas sutiles y brillantes; sólo una le faltaba, la más importante de todas: Martov era incapaz de saber nunca lo que había que hacer.
En el cuarto de Lenin reinaba, como siempre, un orden perfecto. Lenin no fumaba. Tenía a mano, debidamente acotados y anotados, los recortes de periódicos que le interesaban. Y lo que importaba más que todo: en aquel semblante prosaico, aunque extraordinario, había una seguridad imperturbable, de que no se habían borrado la atención y la espera. La situación no estaba aún claramente definida: no se sabía si aquello era la reacción definitiva o la pausa preparatoria de un nuevo ataque. De cualquier modo, era necesario dar la batalla con igual ardor a los escépticos, ponderar teóricamente las experiencias de 1905, ir formando los cuadros para la próxima oleada o la revolución que habría de sobrevenir. Lenin, en su conversación, se mostró conforme con mis trabajos de la cárcel, si bien me reprochó el que, en punto a organización, no sacase las consecuencias lógicas de ellos, afiliándome a los bolcheviques. Tenía razón. Al despedirme, me dio unas cuantas direcciones para Helsingfors, que me prestaron servicios inapreciables. Los amigos con quienes me puso en relación ayudáronme a buscar refugio en un lugar escondido cerca de Helsingfors, que se llamaba Oglbü; allí pasó también una temporada Lenin, después de irnos nosotros. El comisario de policía de Helsingfors era “activista”, es decir, nacionalista revolucionario finlandés, y prometió que me avisaría, caso de que llegase de San Petersburgo algún aviso peligroso. Pasé unas cuantas semanas en Oglbü, en compañía de mi mujer y de un niño que había nacido estando yo en la cárcel. Me aproveché de aquel recogimiento para describir mi viaje a Siberia y mi evasión en el librillo titulado Ida y vuelta, cuyos honorarios me vinieron muy bien para pasar al extranjero, vía Estocolmo. Mi mujer se quedaba provisionalmente en Rusia, con el niño.
Una joven “activista” finlandesa me acompañó hasta la frontera. En aquel entonces, los “activistas” eran amigos nuestros. En 1917 se convirtieron en fascistas y enemigos rabiosos de la revolución.
Un vapor escandinavo me llevaba nuevamente camino de la emigración; esta vez, el destierro había de durar diez años.
Notas
[6] En mi libro 1905 he procurado desfigurar esta parte de la fuga. En aquellos tiempos, un relato fiel hubiera puesto a la policía del Zar en la pista de mis cómplices. Confio en que Stalin no irá a perseguirlos ya por la ayuda que me prestaron; además, el crimen ha prescrito. Y concurre asimismo la atenuante de que en la última etapa de la evasión fui auxiliado, como se verá, por el propio Lenin.
[7] Una especie de tortilla dulce, plato nacional ruso con que suele festejarse la masleniza.

1915: Foto de pasaporte
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La segunda emigración y el socialismo alemán
El congreso del partido del año 1907 hubo de celebrarse en una iglesia socialista de Londres. Fue un congreso muy concurrido, largo, turbulento y caótico. En San Petersburgo continuaba viviendo la segunda Duma. La revolución iba en descenso, pero el interés por ella era cada vez mayor y había contagiado hasta la política inglesa. Los liberales ingleses invitaban a sus casas a los delegados famosos que intervenían en el congreso, para enseñarlos a sus visitas. El descenso revolucionario iniciado empezaba a revelarse ya en la caja del partido. No había fondos bastantes para pagar el viaje de regreso de los delegados ni aún siquiera para llevar a término los trabajos del congreso. Cuando esta triste noticia resonó en las bóvedas de la iglesia, viniendo a cortar la discusión acerca del levantamiento armado, los delegados se quedaron mirando unos para otros, perplejos y llenos de inquietud. ¿Qué hacer? Desde luego, no estarse allí metidos en la iglesia, con los brazos cruzados. Pero he aquí que de pronto, y cuando menos lo esperábamos, se encontró una solución. Un liberal inglés mostrábase dispuesto a hacer un empréstito a la revolución rusa, por valor —si mal no recuerdo— de tres mil libras. Mas para ello exigía que la letra extendida por la revolución nevase las firmas de todos los congresistas. Y así fue. Se le entregó al inglés un documento en que aparecían estampadas unos cuantos cientos de firmas con el signo de todas las naciones rusas. Aquella letra tardó en vencer. Los años de reacción y la guerra no permitieron a nuestro partido pensar en el reembolso de semejante suma. Fue el Gobierno de los Soviets quien se encargó de recoger la letra librada en el Congreso de Londres. La revolución cumple siempre con sus obligaciones, aunque a veces lo haga con algún retraso.
En uno de los primeros días del congreso, se me acercó en los claustros de la iglesia un hombre alto y huesudo, con cara ancha, pómulos salientes y sombrero redondo.
—Soy un admirador de usted —me dijo con una sonrisa afectuosa.
—¿Un admirador? —le pregunté asombrado.
Quería referirse, por lo visto, a mis obras polémicas y políticas escritas en la cárcel. Tenía delante a Máximo Gorki. Era la primera vez que le veía.
—No necesito decir que también yo soy un gran admirador suyo —le dije, pagándole su amabilidad en la misma moneda.
Por entonces, Gorki simpatizaba con los bolcheviques. Con él estaba la Andreieva, conocida actriz. Días después salimos juntos a ver Londres.
—¿Lo concibe usted? —me dijo Gorki meneando la cabeza con un gesto de asombro, a la par que apuntaba para su amigo—. Esta mujer habla todos los idiomas de la tierra.
Él, por su parte, no hablaba más que ruso; pero el ruso lo hablaba bien. Cuando se acercaba un mendigo a cerrar la puerta del coche de punto, Gorki se volvía a su acompañante en tono de súplica: —¡Démosle estas perras!
A lo cual replicaba la Andreieva:
—Ya le he dado, Aliochenka, ya le he dado.
En el congreso de Londres trabé relación con Rosa Luxemburgo, a la que ya conocía desde 1904.
Era una mujer pequeña, delicada y casi enfermiza, con rasgos de gran nobleza en la cara y unos ojos magníficos, por los que rebosaba el espíritu; esta mujer se imponía por la fuerza de su carácter y la audacia de sus pensamientos. En su estilo —concentrado, preciso, despiadado— nos ha quedado perenne el espejo de su heroico espíritu. Era la suya una naturaleza compleja, rica en matices.
El alma de Rosa Luxemburgo, que tenía muchas cuerdas, vibraba por igual con la revolución y sus pasiones que con el hombre y el arte; con la naturaleza, sus pájaros y sus hierbas. “Pero tengo que tener alguien que me crea —escribía a Luisa Kautsky— que si ando debatiéndome en este torbellino de la historia del mundo es por equivocación, pues en realidad, yo he nacido para guardar gansos”. Yo no mantenía relaciones personales de cerca con Rosa Luxemburgo; nos veíamos rara vez y sólo por poco tiempo. La admiraba de lejos, y acaso por entonces no la estimase todo lo que ella merecía Ante el problema de la llamada revolución permanente, adoptaba, en principio, la misma posición que yo. Un día, estaba con Lenin en las naves de la iglesia, discutiendo medio en serio, medio en broma, sobre este tema. Un grupo de delegados formaba corro en torno nuestro.
—Todo proviene —dijo Lenin refiriéndose a Rosa— de que no habla bien el ruso.
—Pero, en cambio —contesté yo—, habla magníficamente el marxismo.
Los delegados se echaron a reír, y nosotros con ellos.
En las sesiones del congreso tuve ocasión de exponer mi punto de vista acerca del papel que incumbía al proletariado en la revolución burguesa y sobre todo acerca de la actitud que debiera adoptar ante el problema campesino. He aquí lo que dijo Lenin, resumiendo mis palabras: “Trotsky sostiene la comunidad de intereses del proletariado y la clase campesina en la revolución actual”, entendiendo que “media entre ellos una solidaridad en cuanto a los puntos fundamentales de su posición frente a los partidos burgueses”. A la vista de estas palabras, ¿habrá alguien capaz de seguir manteniendo la leyenda de que en 1905 yo “desdeñé” el problema campesino? Permítaseme añadir que el discurso programático pronunciado por mí en Londres en 1907, y que sigo considerando perfectamente acertado, fue impreso y reimpreso repetidas veces después de la revolución de Octubre como modelo de cuál debiera ser la posición bolchevista frente a los campesinos y la burguesía.
Desde Londres me trasladé a Berlín, para reunirme allí con mi mujer, que había de llegar de San Petersburgo. Parvus, que estaba huido ya de Siberia, había colocado en Dresden, en la editorial socialdemocrática de Kaden, mi libro Ida y vuelta. Me comprometí a escribir para este folleto, en que relataba mi fuga, un prólogo acerca de la revolución. De este prólogo fue surgiendo, en unos cuantos meses, un libro: Rusia en la revolución o 1905. Luego nos fuimos los tres —mi mujer, Parvus y yo— a hacer una excursión a pie por la Suiza sajona. Era a fines de verano; hacía unos días magníficos y por las mañanas soplaba un fresco delicioso; bebíamos leche y aire serrano a todo pasto. Por empeñarnos en no bajar la montaña por el camino trazado, por poco nos desnucamos mi mujer y yo. Nos quedamos a pasar unas cuantas semanas en un pueblecillo de la Bohemia llamado Hirschberg, lugar de veraneo para gentes sin pretensiones. Cuando se nos acababa el dinero —que era con mucha frecuencia—, Parvus o yo nos sentábamos y escribíamos a escape un artículo para los periódicos socialdemócratas. Allí, en Hirschberg, puse fin a un libro sobre la socialdemocracia alemana para una editorial bolchevista. En él, y por segunda vez (pues ya lo había hecho también el año 1905), formulaba el temor de que el aparato gigantesco de la socialdemocracia alemana se convirtiese, llegado un momento crítico para la sociedad burguesa, en una firme columna del orden conservador. No podía sospechar siquiera, por entonces, cuán cumplidamente habían de venir los hechos a confirmar esta suposición teórica mía. En Hirschberg nos dispersamos, cada cual por su lado: mi mujer, camino de Rusia, a recoger al niño; Parvus, hacia Alemania; yo me fui al congreso de Stuttgart.
En el congreso de la Internacional, celebrado en Stuttgart, percibiese todavía un hálito de la revolución rusa. Predominaba el ala izquierda. Pero la decepción acerca de los métodos revolucionarios empezaba a dibujarse en el ambiente. En el interés que aquellas gentes mostraban por los revolucionarios rusos había ya un cierto toque de ironía: “¿Qué, ya están ustedes otra vez aquí, eh?”.
En febrero de 1905, estando en Viena, camino de Rusia, se me había ocurrido preguntarle a Víctor Adler qué pensaba acerca de una posible intervención de la socialdemocracia en un Gobierno provisional que pudiera formarse. Adler me contestó con aquella ironía mordaz que le era peculiar:
—Antes de quebrarse la cabeza pensando en un Gobierno futuro vean ustedes cómo se las arreglan con el Gobierno presente.
En Stuttgart le recordé esta conversación.
—Confieso —me dijo— que han estado ustedes más cerca del Gobierno provisional de lo que yo creía.
Adler estaba siempre muy amable conmigo. No ignoraba que el régimen del sufragio universal implantado en Austria era, en rigor, una conquista que debían al Soviet de los diputados obreros de Petrogrado.
Quelch, que en el año 1902 me había facilitado la entrada al “British Museum”, llamó a la conferencia diplomática, en una sesión del congreso, sin guardar el respeto ni las formas, una reunión de bandidos. El epíteto no le agradó al príncipe de Bülow, a la sazón Canciller. El Gobierno de Wurtemberg, coaccionado por el de Berlín, expulsó al delegado inglés de su territorio. Bebel se disgustó mucho. Pero el partido no creyó oportuno hacer nada contra la expulsión. Ni siquiera organizar una manifestación de protesta. Los congresos de la Internacional eran, por lo visto, como un colegio de muchachos, en que el profesor expulsaba a un alumno molesto y los demás se quedaban tan calladitos. Cualquiera que no estuviese ciego podía ver que detrás de aquellas cifras imponentes de que hacía ostentación la socialdemocracia alemana empezaba a alzarse una sombra de impotencia.
En octubre de 1907 me encontraba ya en Viena, donde a poco se presentó mi mujer con el niño.
Entre tanto que se desencadenaba la nueva oleada revolucionaria, nos fuimos a vivir a un pueblecillo de las afueras, llamado Hütteldorf. La espera había de ser larga. La oleada que nos sacó de Viena, después de siete años, no fue precisamente la revolución, sino aquella otra, muy distinta, que empapó de sangre el suelo de Europa. ¿Por qué nos íbamos a vivir a Viena, en una época en que todos los emigrados se congregaban en Suiza y en París? A mí me interesaba mucho, entonces, la vida política alemana, y, no pudiendo fijar nuestra residencia en Berlín, por razones de policía, nos fuimos a vivir a Viena. En los siete años que pasé allí dediqué mucha más atención a la política alemana que a la austríaca, la cual le estaba recordando a uno constantemente las vueltas que da la ardilla dentro del tambor.
A Víctor Adler, en quien todos acataban al jefe del partido, le conocía desde el año 1902. Había llegado el momento de conocer también a los que le rodeaban y al partido en conjunto. Hilferding me lo presentaron en el verano de 1907, en casa de Kautsky. Era la época en que estaba escalando las cumbres de su revolucionarismo, lo cual no le impedía odiar pasionalmente a Rosa Luxemburgo y despreciar a Carlos Liebknecht. Sin embargo, por lo que a Rusia se refería, estaba dispuesto entonces, como tantos otros, a llegar a las conclusiones más radicales. Alabó mis artículos, que habían visto la luz, traducidos en la Neue Zeit, antes de mi fuga al extranjero, y, con gran asombro mío, cuando aún no habíamos cambiado más que unas cuantas palabras, me propuso que nos tuteásemos. Esto daba a nuestras relaciones, exteriormente, una forma de intimidad que no respondía a fundamento alguno político ni moral.
Hilferding hablaba en aquel entonces con el mayor desprecio de la fosilización y pasividad de la socialdemocracia alemana, comparándola con la actividad que desplegaban los austríacos. Sin embargo, estas críticas no salían de entre las cuatro paredes del cuarto en que se pronunciaban. La posición de Hilferding era la de un funcionario doctrinal al servicio del partido; ni más ni menos.
Siempre que venía a Viena me visitaba, y una noche me presentó en un café a sus amigos austro-marxistas Yo le visitaba también a él, cuando iba por Berlín. Un día, nos reunimos en un café berlinés con Macdonald Eduardo Bernstein hacía oficio de intérprete. Hilferding formulaba preguntas, y Macdonald las contestaba. Por más que me esfuerzo, no acierto a recordar una sola de aquellas preguntas ni de aquellas respuestas, que brillaban tanto unas como otras por su magnífica vulgaridad. Oyéndolos, me preguntaba para mis adentros: “¿Cuál de estos tres individuos cae más lejos de lo que uno está acostumbrado a entender por socialismo?”. Y no me era fácil contestar a esta duda.
Estando en Brest-Litovsk durante las negociaciones de paz, recibí una carta de Hilferding. Aunque sabía que nada importante podía contener, no dejé de rasgar el sobre con cierto interés: era la primera voz directa de los socialistas occidentales que llegaba a nosotros, después del golpe de Octubre. ¿Qué decía la carta? En ella, Hilferding me rogaba que viese el modo de interceder por la libertad de un prisionero perteneciente a la familia, tan numerosa, de los “doctores” vieneses.
¡De la revolución, ni una palabra! En cambio, en la carta abundaban las fórmulas de tuteo. Parecíame tener motivos bastantes para conocer a mi corresponsal, de quien no podía hacerme la menor ilusión. Y sin embargo, no podía dar crédito a mis ojos. Todavía me acuerdo del interés con que me preguntó Lenin:
—He oído decir que ha tenido usted una carta de Hilferding.
—Sí, es cierto.
—¿Y qué le dice?
—Me recomienda a un compatriota suyo, prisionero, para ver si se le puede poner en libertad.
—Sí; pero ¿qué dice de la revolución?
—De la revolución no dice nada.
—¿Na-da?
—¡Ni una palabra!
—¡No es posible!
Lenin me miraba de hito en hito. Esta vez le había ganado la partida, pues yo estaba perfectamente hecho a la idea de que para aquel socialista la revolución de Octubre y la tragedia de Brest-Litovsk no eran más que otras tantas ocasiones que se le deparaban para recomendarnos a un patriota. Hago gracia al lector de los epítetos en que tomó cuerpo el asombro de Lenin.
Hilferding me puso en relación con sus amigos vieneses: Otto Bauer, Max Adler y Carlos Renner.
Eran personas extraordinariamente cultas, que sabían de muchas cosas bastante más que yo, y seguí con vivo, por no decir que devoto, interés su conversación en la primera reunión a que asistí en el Café Central. Pero pronto al interés vino a unirse el asombro. Aquellos hombres no eran revolucionarios. Más aún, encarnaban un tipo de hombre que es precisamente lo opuesto al revolucionario. Se les veía en todo: en el modo de afrontar los problemas, en sus observaciones políticas y en sus juicios psicológicos, en lo satisfechos que estaban de sí mismos —satisfechos, no seguros de sí mismos, que es otra cosa—; a veces, parecíame percibir ya en la vibración de sus voces el tono del filisteo.
Lo que más me sorprendía era que unos marxistas tan cultos fueran completamente incapaces para aplicar el método de Marx a los grandes problemas políticos y, sobre todo, a su aspecto revolucionario. Con quien primero me convencí de esto fue con Renner.
Se nos pasó la hora en el café charlando, y como ya no había tranvía a Hütteldorf, donde yo vivía, Renner me propuso que pasase la noche en su casa. Este funcionario habsburgués, inteligente y culto, no podía en aquel entonces sospechar, ni por asomo, que el triste destino del Imperio austrohúngaro, de que él era abogado histórico, hubiera de llevarle, a la vuelta de diez años, a ser Canciller de la República austríaca. Por el camino, fuimos hablando acerca de las perspectivas que ofrecía el desarrollo de Rusia, donde se había consolidado ya por aquellas fechas la contrarrevolución. Mi interlocutor hablaba de estas cosas con la cortesía y la indiferencia propias de un extranjero culto. La verdad era que le interesaba mucho más el Gabinete austríaco, presidido por el Barón de Beck. Sus ideas acerca de Rusia reducíanse, en esencia, a entender que el bloque formado por los terratenientes y la burguesía, al que daba expresión el régimen implantado por Stolypin después del golpe de Estado del 16 de junio de 1907, correspondía cumplidamente al desarrollo de las fuerzas productivas del país, y tenía, por tanto, probabilidades de mantenerse. Le repliqué que, a mi juicio, el bloque gobernante de los terratenientes y la burguesía estaba preparando una segunda revolución, que probablemente llevaría al Poder al proletariado. Todavía me parece estar viendo a la luz de un farol la mirada rápida de superioridad y de desprecio que me lanzó aquel hombre. Seguramente reputó mi pronóstico por la fantasía de un analfabeto político, algo así como las profecías de aquel místico australiano que, hacía algunos meses, en el congreso socialista internacional de Stuttgart, nos había predicho el día y la hora en que estallaría la revolución mundial.
—¿Cree usted ? —me preguntó Renner—. Es posible que yo no sepa apreciar debidamente la situación de Rusia —añadió con una cortesía anonadadora.
Ya no había posibilidad de seguir hablando, pues no pisábamos el mismo terreno. Mi interlocutor estaba tan lejos de la dialéctica revolucionaria como podría estarlo el más conservador de los faraones egipcios.
Con el tiempo, aquellas primeras impresiones no hicieron más que confirmarse. Tratábase de personas extremadamente cultas, capaces, a fuerza de rutina política y sin salirse de ella, de escribir buenos artículos marxistas. Pero yo no podía sentirme unido a ellos. Me fui convenciendo de esto cada vez más resueltamente, conforme se dilataba el campo de mis relaciones y observaciones. En sus charlas espontáneas, en que no tenían por qué recatarse se traslucía más sinceramente que en sus artículos y discursos aquel patriotismo descarado, aquel puntillo de honor del pequeño burgués, aquel espanto que les inspiraba la policía, aquellos sus juicios vulgares acerca de la mujer.
Oyéndoles, no podía por menos de decirme, con una voz interior de asombro: ¡Y éstos se llaman revolucionarios! No me refiero, al decir esto, a los obreros, entre los cuales se descubrían también, naturalmente, no pocos rasgos de pequeño burgués, aunque más candorosos y simplistas. No; me refiero a la flor y nata de los marxistas austríacos de antes de la guerra, a los diputados, escritores y periodistas. Viendo y observando a estos hombres comprendí qué disparidad de elementos es capaz de esconder el alma de un individuo y cuánta distancia hay entre la asimilación pasiva de un sistema o de una parte de él y la consustanciación con el sistema que se vive y que se erige en norma y disciplina del propio espíritu. El tipo psicológico del marxista sólo puede darse en una época de conmoción social, de ruptura revolucionaria con las tradiciones y las costumbres. Estos austro-marxistas no eran, en general, más que unos buenos señores burgueses que se dedicaban a estudiar tal o cual parte de la teoría marxista como podían estudiar la carrera de Derecho, viviendo apaciblemente de los intereses del Capital. En aquella vieja ciudad de Viena, imperial y jerárquica, activa y vanidosa, los marxistas se daban unos a otros, placenteramente, el título de “herr Doktor”. Los obreros, muchas veces, hacían una graciosa amalgama con el tratamiento socialista y el académico, y decían: “camarada herr Doktor”. En los siete años completos que pasé en Viena no me fue posible hablar con entera sinceridad a ninguno de estos dirigentes, y eso que estaba afiliado a la socialdemocracia austríaca, asistía a sus reuniones, tomaba parte en las manifestaciones, colaboraba en sus órganos, y de vez en cuando, pronunciaba pequeños discursos en alemán. No acertaba a sentirme compenetrado con los jefes, y, en cambio, no me costaba trabajo alguno entenderme con los obreros, en las reuniones o en las manifestaciones del 1.º de mayo.
En tales condiciones, encontré en la correspondencia entre Marx y Engels el libro que vivamente necesitaba, y este libro, que sentía tan próximo a mí, era el resorte más seguro de que disponía para contrastar la verdad de mis opiniones y, en general, de mi modo de sentir el mundo. Los caudillos de la socialdemocracia vienesa usaban, en apariencia, las mismas fórmulas que yo. Pero no había más que hacerlas girar unos cinco grados en torno a su eje y se veía que, aun siendo los mismos conceptos, el contenido no podía ser más diferente. Lo que nos unía era transitorio, aparente y superficial. La correspondencia entre Marx y Engels fue para mí una revelación, no teórica, sino psicológica. Guardando la debida distancia y las proporciones debidas, puedo decir que no había página que no me convenciese de la íntima afinidad de alma que me unía con aquellos dos hombres. La actitud que ellos adoptaban ante las personas y las ideas me era a mí familiar.
Leía entre líneas los pensamientos no expresados, compartía sus simpatías, su indignación y su odio. Marx y Engels eran revolucionarios de los pies a la cabeza. No había en ellos asomo de sectarismo ni de espíritu ascético. Los dos, y sobre todo Engels, podían decir que nada humano les era ajeno. Y, sin embargo, la conciencia revolucionaria, que llevaban en los nervios se alzaba siempre en ellos por encima de las contingencias del destino y de las obras de la mano del hombre. La mezquindad era incompatible, no ya con ellos, sino con su sola presencia. La vulgaridad huía hasta de la suela de sus zapatos. Todos sus juicios, sus simpatías, sus bromas, hasta las más corrientes estaban nimbadas por esa brisa de nobleza espiritual que sopla en las cumbres. No se echaban atrás cuando había que sepultar a un hombre bajo un juicio demoledor; pero jamás murmuraban. Y siendo como eran despiadados, no eran nunca desleales. Sentían un serene, desprecio por todo lo que fuese brillo aparente, por los títulos, las jerarquías y las dignidades. Y lo que el vil y el filisteo llamaban su desdén aristocrático no era, en realidad, más que su superioridad revolucionaria. Esta superioridad se revelaba en un signo, acaso el más importante de todos: la independencia verdaderamente orgánica con que sabían sostenerse siempre y dondequiera frente a la opinión oficial y consagrada. Leyendo sus cartas, comprendía todavía con más fuerza y evidencia que por la lectura de sus obras que me unía íntimamente, a Marx y a Engels; y esto era cabalmente lo que me separaba de un modo irreconciliable de los austro-marxistas. Éstos se enorgullecían de su realismo y de su método materialista. Pero tampoco en esto pasaban de la superficie. En el año 1907 el partido acordó, con objeto de engrosar sus fondos, montar y explotar por su cuenta una fábrica de pan. Era una aventura desgraciada, peligrosa desde un punto de vista doctrinal y prácticamente insostenible. Yo la combatí desde el primer día, pero los marxistas vieneses sólo se dignaron dedicarme una sonrisa desdeñosa de superioridad. Fue necesario que pasasen cerca de veinte años para que el partido, después de una serie de vejaciones de todo género, se decidiese a traspasar la industria a un particular, saldando con pérdidas materiales y morales aquel desastroso negocio. Para defenderse contra el descontento de los obreros, cansados ya de tanto sacrificio estéril, y demostrar que era necesario abandonar la empresa, Otto Bauer no tuvo más remedio que acogerse a las mismas prevenciones que yo había puesto de relieve contra ella, al crearse. Pero no dijo por qué él mismo no vio entonces lo que yo vi y por qué no concedió la menor importancia a mis advertencias, que no eran, ni mucho menos, fruto de la agudeza personal, de nadie. Para formularlas, no tuve necesidad de apuntar a la coyuntura del mercado de trigos ni a la situación de la caja del partido; me bastó con atenerme a la posición que ocupa el proletariado en el seno del capitalismo. Y esto, que entonces les pareció un argumento doctrinario, resultó ser el criterio más realista. Claro está que la justeza de mis prevenciones, luego de comprobadas, no demuestra más que la superioridad del método marxista sobre aquel producto austríaco de imitación.
Víctor Adler estaba en todos los respectos a cien codos por encima de los demás. Pero se había hecho ya un escéptico. Su temperamento, que era el de un luchador, había ido gastándose en pequeñas escaramuzas, en medio de aquella baraúnda austríaca. Las perspectivas del mañana eran impenetrables, y Adler les volvía la espalda, muchas veces con gesto ostensible. “El oficio de profeta es un oficio ingrato, sobre todo en Austria”. Tal era el refrán constante de sus discursos. “Séase lo que se quiera —había dicho en los pasillos del local en que se celebraba el congreso de Stuttgart, comentando los augurios de aquel australiano a que nos hemos referido—, a mí, personalmente, los pronósticos políticos basados en el apocalipsis me son más simpáticos que las profecías derivadas del materialismo histórico”. Era, naturalmente, una broma. Pero en esta broma había algo de sincero. Y esto era lo que a mí me repelía en Adler, tocando al punto más sensible de mi vida: sin pronosticar, en una visión amplia, las perspectivas históricas, yo no concebía que fuese posible una actividad política ni que pudiera haber siquiera una vida intelectual; Víctor Adler se había hecho un escéptico, y su escepticismo lo toleraba todo y se adaptaba a todo, principalmente al nacionalismo, que estaba corroyendo hasta los huesos el partido austriaco.
Mis relaciones con los jefes del partido todavía se agriaron más cuando, en el año 1909, me manifesté públicamente contra el chovinismo imperante en la socialdemocracia austro-alemana En mis conversaciones con los socialistas de los Balcanes, principalmente con los servios y sobre todo con Dimitri Tuzovich, que había de morir luego de oficial en la guerra balcánica, estaba oyendo constantemente quejas de que los periódicos burgueses de Servia citaban y divulgaban con una malísima intención los ataques chovinistas de la Arbeiter-Zeitung contra los servios, como prueba de que la solidaridad internacional de los obreros era una leyenda mentirosa. Envié a la Neue Zeit un artículo muy suave y cauteloso contra aquellos excesos del periódico socialdemócrata austríaco. Kautsky, después de muchas vacilaciones, se decidió a publicarlo. S. L. Kliatchko, un viejo emigrado ruso con el que yo llevaba gran amistad me contó al día siguiente que entre los directivos del partido había una gran indignación contra mí. “¡Cómo se atreve!” Otto Bauer, y con él otros austro-marxistas, reconocían en privado que Leitner, el redactor de la sección política extranjera, iba más allá de la cuenta. Con ello, no hacían más que expresar la opinión de Víctor Adler, el cual toleraba, pero no aprobaba, los excesos patrioteros. Sin embargo, ante el atrevimiento y la intromisión de un extranjero, todos se sentían unidos. Uno de los sábados siguientes, Otto Bauer se acercó a la mesa del café en que yo estaba sentado con Kliatchko y empezó a llamarme severamente al orden. Confieso que aquel borbotón de palabras casi me aturdía. Pero lo que me causaba más asombro no era el tono magistral con que me hablaba, sino su modo de argumentar.
—¿Y qué importancia tienen —me decía, con un gesto cómico de soberbia— los artículos de Leitner?
Para Austria-Hungría, la política exterior no existe. No hay un solo obrero que lea esa sección. No tiene la menor, importancia
Yo le escuchaba con los ojos muy abiertos, sin dar crédito a lo que oía. ¿De modo que aquella gente, no sólo no creía en la revolución, sino que no creía tampoco en la guerra? Es verdad que todos los años, en el manifiesto del 1.º de mayo, hablaban de la guerra y de la revolución, pero empleaban estas palabras sacramentalmente, sin tomarlas en serio, y no se daban cuenta de que la Historia había levantado ya su botaza gigantesca de soldado sobre aquel hormiguero en que vivían tan ajenos a todo lo que pasaba a su alrededor. Seis años después no tuvieron más remedio que convencerse de que también para la Monarquía austrohúngara existía la política exterior. Y al estallar la guerra todos hablaron, naturalmente, aquel lenguaje desvergonzado que habían aprendido de Leitner y de otros patrioteros por el estilo.
En Berlín reinaba otro espíritu. Acaso, en el fondo, fuese igualmente malo; pero era distinto. No se encontraba uno fácilmente con aquellos ridículos mandarines académicos de Viena. El panorama era más sencillo. No había tanto nacionalismo, o, a lo menos, no se manifestaba con la frecuencia ni con el clamor callejero de Austria en que el problema de razas era mucho mayor. El orgullo nacional venía a resumiese, en cierto modo, en el orgullo del partido, en el prurito de tener la socialdemocracia más, potente del mundo, la que llevaba la batuta en la Internacional.
Para nosotros, los rusos, la socialdemocracia alemana era la madre, la maestra, el ejemplo vivo. A través de la distancia, cobraba a nuestros ojos contornos ideales. En Rusia jamás pronunciábamos los nombres de Bebel y de Kautsky sin un cierto tinte de devoción. Y aunque tuviese ya algún presentimiento teórico de alarma respecto al partido alemán, lo cierto es que por entonces yo era todavía un devoto y admirador suyo. A ello contribuía en gran parte el hecho de vivir en Viena, pues siempre que iba a Berlín, que la, hacía de vez en cuando, comparando las dos capitales de la socialdemocracia, no tenía más remedio que decirme, a guisa de consuelo: ¡No, Berlín es otra cosa!
Dos veces tuve ocasión de asistir, en Berlín, a las reuniones semanales del ala izquierda, que se celebraban los viernes, en el restaurant “Rheingold”. El alma de estas reuniones era Franz Mehring. A veces, acudía también Carlos Liebknecht, siempre tarde, para retirarse antes que los demás. A mí me presentó Hilferding, que se contaba entre los de la izquierda, a pesar de que, como he dicho más arriba, ya por entonces odiaba a Rosa Luxemburgo con aquel odio que había sembrado en Austria Daschinsky. No se me ha quedado en la memoria nada importante de aquellas conversaciones. Recuerdo que Mehring me preguntó irónicamente, con aquel temblor de mejilla que a veces era en él habitual, cuáles, entre sus “obras inmortales”, estaban traducidas al ruso. Y como Hilferding, en el curso de la conversación, calificase de revolucionarios a los del ala izquierda alemana, Mehring le interrumpió diciendo: —¡Vaya unos revolucionarios! ¡Ellos, ellos sí que son revolucionarios!
Y apuntó para donde yo estaba. Yo no conocía bastante a Mehring, y como estaba tan acostumbrado a las ironías de aquellos buenos señores siempre que hablaban de la revolución rusa, no sabía si lo decía en serio o en broma. Pero no; hablaba en serio, como luego había de demostrarlo con su conducta y su vida entera.
A Kautsky le vi por primera vez en el año 1907. Fue Parvus quien me llevó a su casa. ¡Y con qué emoción subí la escalera de aquella limpia casita de Friedenau, en los alrededores de Berlín! Me encontré con un viejecillo alegre y de pelo blanco, claros ojos azules, que me saludaba en ruso. La primera impresión, unida a lo que ya sabía de él por sus libros, hizo que su figura me resultase muy simpática. Lo que más me agradaba era la total ausencia de vanidad, aunque ello se debía según hube de comprender más tarde a la autoridad indiscutida de que gozaba por aquel entonces y a la serenidad interior, que era el resultado de ello. Sus enemigos le llamaban “el Papa” de la Internacional, tratamiento que a veces le daban también cariñosamente sus amigos. La madre de Kautsky, una señora vieja, autora de novelas tendenciosas que dedicaba “a mi hijo y maestro”, recibió el día en que cumplía los setenta y cinco años un saludo de los socialistas de Italia concebido en estos términos: “alla mamma del papa”.
Kautsky entendía que su misión teórica magna estaba en conciliar el reformismo con la revolución. Su formación ideológica databa de la época reformista. La revolución era para él una perspectiva histórica muy confusa. Kautsky recogió el marxismo como un sistema acabado y completo y se dedicó a vulgarizarlo como un maestro de escuela. Este hombre no estaba cortado para los grandes acontecimientos. Su estrella empezó a declinar con la revolución de 1905. Las conversaciones que podían sostenerse con él no eran muy fructíferas, que digamos. Tenía una mentalidad esquinada, seca, falta de agudeza y de psicología; sus juicios eran esquemáticos y sus ocurrencias vulgares. Por eso no tuvo nunca prestigio como orador.
Su amistad con Rosa Luxemburgo coincidió con su época mejor de labor intelectual. Pero poco después de la revolución de 1905, empezaron a manifestarse en esta amistad los primeros síntomas de retraimiento. Kautsky simpatizaba con la revolución rusa y la comentaba de un modo excelente desde lejos. Había en él una aversión orgánica contra todo lo que significase trasplantar los métodos revolucionarios al suelo alemán. Visitando yo a Kautsky, momentos antes de celebrarse la manifestación del parque de Treptov, me encontré allí a Rosa Luxemburgo, que discutía acaloradamente con él. Y aunque se trataban de tú y hablaban en un tono de intimidad, no era difícil percibir la ira contenida en las réplicas de Rosa y la profunda perplejidad, disfrazada entre pobres bromas, que latía en las palabras de su interlocutor. Fuimos juntos a la manifestación, Rosa, Kautsky, su mujer, Hilferding, Gustavo Eckstein, que luego había de morir en la guerra, y yo.
También por el camino hubo discusiones bastante agrias. Kautsky deseaba ver la manifestación como mero espectador; Rosa Luxemburgo quería formar en ella.
Aquel antagonismo latente condujo a una abierta ruptura en el año 1910, ante la cuestión del sufragio universal en Prusia y modo de conquistarlo. Fue entonces cuando Kautsky desarrolló su filosofía de la estrategia de agotamiento frente a la estrategia de conquista y destrucción. En la polémica se enfrentaban dos tendencias irreconciliables. La que Kautsky sostenía predicaba, en el fondo, la adaptación cada vez más completa al régimen existente. Con esta táctica no se “agotaba” solamente la sociedad burguesa, sino el idealismo revolucionario de las masas obreras. En torno a Kautsky vinieron a agruparse todos los filisteos, todos los burócratas, todos los arrivistas, a quienes el manto ideológico que el maestro tejía venía de perlas para encubrir su natural desnudez.
Estalló la guerra, y la “estrategia de agotamiento” fue arrollada por la estrategia de las trincheras.
Kautsky se adaptó a guerra como antes se adaptara a la paz. En cambio, Rosa Luxemburgo demostró que sabía lo que era mantenerse fiel a la idea abrazada.
En casa de Kautsky asistimos a la fiesta que dieron en honor de Ledebour al cumplir los sesenta años. Entre los invitados, que éramos unos diez, se encontraba Augusto Bebel, próximo ya a cumplir ochenta. Era la época en que el partido estaba llegando a su apogeo. La unidad táctica parecía perfecta. Los viejos registraban los triunfos y miraban confiadamente al porvenir. Ledebour, el héroe de la fiesta, dibujó de sobremesa unas caricaturas muy divertidas. En esta fiesta íntima fue donde tuve ocasión de conocer a Bebel y a su Julia. Todos los allí presentes, sin excluir a Kautsky, estaban pendientes de los labios del viejo Bebel en cuanto pronunciaba una palabra, y yo no digamos.
La persona de Bebel encarnaba el proceso ascensional, lento y obstinado, de la nueva clase. Aquel viejo seco parecía hecho todo él de una paciente, pero indomable voluntad, concentrada sobre un único blanco. En sus pensamientos, en sus discursos, en sus artículos, Bebel no malgastaba una sola energía espiritual que no estuviese puesta directamente al servicio de un fin práctico. Y esto, era lo que daba una especial belleza y patetismo a su personalidad política. Bebel personificaba esa clase que sólo puede dedicar al estudio las horas libres, que sabe lo que significa cada minuto y se asimila codiciosamente lo imprescindible, pero sólo eso. ¡Figura humana incomparable la suya! Bebel murió durante la conferencia de la paz de Bucarest, entre la guerra de los Balcanes y la guerra mundial. Supe la noticia en la estación de Ploischti, en Rumanía. Parecía imposible. No podía uno hacerse a la idea de Bebel muerto. ¿Qué sería sin él de la socialdemocracia? Me acordé de las palabras de Ledebour, que describía la vida interior del partido socialdemócrata alemán en estos términos: “Un veinte por ciento de radicales, un treinta por ciento de oportunistas; el resto, vota con Bebel”.
Bebel había elegido para sucesor suyo a Haase. Al viejo le atraía sin duda el idealismo de éste, que no era ese amplio idealismo revolucionario, desconocido para Haase, sino un idealismo mezquino, personal, cotidiano, que se revelaba por ejemplo en el renunciar a un gran bufete de abogado en Konisberga para consagrarse por entero al partido. Bebel —con gran asombro de los revolucionarios rusos— sacó a relucir este sacrificio, no muy heroico a la verdad, en su discurso ante el congreso del partido, creo que en Jena, al recomendar calurosamente a Haase para el puesto de vicepresidente del Comité directivo. Yo tuve ocasión de conocer a Haase bastante bien. Hicimos juntos un pequeño viaje por Alemania, después de un congreso, y visitamos juntos la ciudad de Nuremberg. Haase, que en sus relaciones personales era un hombre delicado y atento, fue siempre en política, hasta el postre, lo único que podía ser, por ley de naturaleza: una honorable mediocridad, un demócrata provinciano sin temperamento revolucionario ni horizonte teórico. En materia de filosofía decíase, con un poco de vergüenza, kantiano. Era uno de esos hombres que, colocados ante una situación crítica, procuran rehuir las decisiones irrevocables, y se acogen las soluciones a medias y al recurso de la espera. Por eso no me maravilló que los independientes, al producirse la escisión, hicieran de él su caudillo.
¡Cuán distinto hombre era Carlos Liebknecht! Le conocí y traté durante muchos años, aunque sólo nos veíamos muy de tarde en tarde. La casa de Liebknecht era el cuartel general de los emigrados rusos en Berlín. Siempre que hubiera que alzar una voz de protesta contra los servicios de lacayo prestados por la policía alemana al zarismo, acudíamos antes que a nadie a Liebknecht, el cual se encargaba de llamar a todas las puertas y a todas las cabezas. A pesar de su formación marxista, Liebknecht no era un teórico. Era un hombre de acción. Tenía un temperamento impulsivo, apasionado, presto al sacrificio, una gran intuición política, instinto para las masas y los hechos y un incomparable valor y espíritu de iniciativa. Era un revolucionario de cuerpo entero. Por eso se sintió toda la vida como gallina en corral ajeno entre la socialdemocracia alemana, en que imperaba aquella pobre complacencia burocrática y aquel espíritu dispuesto siempre a batirse en retirada al menor pretexto. ¡A cuántos filisteos y majaderos les vi mirarle irónicamente de arriba abajo!
En el congreso socialdemócrata de Jena, de año 1911, me propusieron, a instancia de Liebknecht, para que hablase acerca de las tropelías del régimen zarista en Finlandia. Pero antes de que me llegase el turno se recibió la noticia telegráfica de que, había sido, asesinado en Kiev Stolypin.
Bebel me sometió en seguida a un interrogatorio: ¿Qué significaba aquel atentado? ¿Qué partido podía asumir la responsabilidad de él? Hízome observar si acaso mi intervención en el debate no atraería sobre mí la atención, poco grata, de la policía alemana.
—¿Es que teme —le pregunté cautelosamente, recordando el episodio de Quelch en Stuttgart— que mi intervención pueda provocar algún conflicto?
—Sí —me contestó Bebel—, no oculto que me agradaría más que no interviniese.
—Bien, pues no hay que hablar más.
Bebel respiró tranquilo. No habría pasado un minuto, cuando se me presentó Liebknecht, todo excitado:
—¿Es verdad que le han dado a entender que no intervenga? ¿Y usted se presta a ello?
—¿Pues qué quiere usted que haga? El amo aquí es Bebel y no yo.
Cuando a Liebknecht le llegó la hora de hablar, dio rienda suelta a su indignación, atacando duramente al Gobierno zarista, sin hacer caso de los avisos de la presidencia, que no tenía ganas de exponerse a complicaciones por ningún delito de lesa majestad. En este pequeño episodio está contenida bien claramente toda la historia posterior del partido
Al promoverse la oposición de los sindicatos checos contra la dirección alemana, los austro-marxistas salieron al encuentro de los disidentes con una argumentación en que se manejaba muy hábilmente la tesis internacionalista. Plejanov habló acerca de esta cuestión en el congreso internacional de Copenhague. Plejanov, como todos los rusos, defendía incondicionalmente la posición alemana, frente a los checos. Le había propuesto para que consumiese aquel turno el viejo Adler, a quien resultaba muy cómodo que fuese un ruso el que se levantase a acusar al patrioterismo eslavo en una cuestión tan delicada. Yo, naturalmente, no podía estar, ni mucho menos, al lado de gente como Nemec, Soukup y Smeral, de una cerrazón nacionalista tan mezquina, a pesar de que el último hacía esfuerzos indecibles por convencerme de la razón que les asistía. Pero por otra parte, conocía demasiado bien la vida íntima del movimiento socialista austríaco para echar toda la culpa, ni aun siquiera su parte principal, sobre los hombros de los checos. Había indicios más que suficientes para creer que el partido checoslovaco, en lo que tocaba a la masa, era más radical que el germano-austriaco, y que los patrioteros del corte de Nemec no hacían más que explotar hábilmente este legítimo estado de descontento de las masas obreras de su país con la tendencia oportunista de los dirigentes de Viena.
Yendo de Viena a Copenhague para asistir al congreso, en una estación en que había que transbordar me encontré casualmente con Lenin, que venía de París. Teníamos que esperar una hora, y entablamos una gran conversación, que en su primera parte fue muy afectuosa, pero que ya no lo fue tanto en la segunda. Yo esforzábame en demostrar que la culpa principal de la escisión de los sindicatos checos la tenían los dirigentes vieneses, que concitaban públicamente a todos los obreros de los países, entre ellos los de Bohemia, a la lucha, y acababan siempre pactando entre bastidores con la monarquía. Lenin escuchaba con, el mayor interés. Tenía un talento especial para oír atentamente, cuando de las palabras de su interlocutor quería sacar a todo trance lo que le convenía; en estos casos, su mirada resbalaba sobre la persona que hablaba y se perdía a lo lejos.
Pero cuando me puse a contarle el último artículo que había escrito para el Vorwärts sobre la socialdemocracia rusa, la conversación tomó un cariz muy distinto. Era un artículo enviado a propósito del congreso, en el que criticaba duramente a mencheviques y bolcheviques. Uno de los pasajes más duros era aquél en que hablaba de las “expropiaciones”. Después de una revolución fracasada, las expropiaciones a mano armada y los asaltos terroristas son causa inevitable de desorganización, aun en el partido más revolucionario. En el congreso de Londres había sido decretada, con los votos de los mencheviques, de los polacos y de una parte de los bolcheviques, la prohibición de expropiaciones. A los gritos de “¿Y Lenin? ¡Qué hable Lenin!”, éste había sonreído misteriosamente. Mas las expropiaciones no cesaron a pesar del congreso de Londres, e infirieron graves daños al partido. Era el punto sobre el que yo concentraba mis ataques en el artículo del Vorwärts.
—¿Pero, de veras dice usted eso? —me preguntó Lenin con acento de reproche una vez que le hube expuesto de memoria, a requerimiento suyo, las ideas y párrafos más importantes del artículo—.
¿No habría tiempo a retirar las cuartillas telegráficamente?
—No —contesté—, pues aparecerán mañana; y, además, ¿retirarlas, por qué, si son acertadas?
Pero no lo eran, pues en ellas dábase por descontado que el partido se formaría mediante la unión de bolcheviques y mencheviques, prescindiendo de todos los elementos extremos, y en realidad brotó de una guerra sin cuartel de los primeros contra los segundos. Lenin intentó que la delegación rusa condenase mi artículo. Fue el momento de mayor tirantez que jamás medió entre nosotros. Lenin estaba, además, enfermo, tenía unos dolores horribles de muelas y la cara toda vedada.
La hostilidad que el artículo y su autor provocaron entre los delegados rusos no podía ser mayor.
Los mencheviques, contra quienes se dirigían los principales disparos, era natural que no estuviesen tampoco satisfechos. “¡Y qué indignante su artículo de la Neue Zeit, más indignante acaso, si cabe, que el del Vorwärts!”, escribía Axelrod a Martov, en el mes de octubre de 1910. “Plejanov, que no podía ver a Trotsky —dice Lunatcharsky—, aprovechó la ocasión para pedir contra él algo así como un juicio de residencia. A mí, aquello me parecía injusto, intervine enérgicamente en defensa de Trotsky y, ayudado por Riazanov, conseguí que fracasasen aquellas intenciones malévolas” La mayoría de los delegados sólo conocían el artículo de oídas. Pedí que se leyese. Zinoviev intentó demostrar que no era necesario conocer el artículo para condenarlo. Pero no consiguió que la mayoría se aviniese a este parecer. Si no me equivoco, fue Riazanov quien dio lectura al artículo y lo tradujo. Y como en las conversaciones de los pasillos, por lo que les contaban, a todos les había parecido espantoso, la lectura produjo la impresión contraria, pues la gente encontró el artículo inofensivo. La delegación denegó la condena por una mayoría aplastante. Lo cual no impide que yo mismo impugne ahora aquel artículo como falso, en lo que tenía de crítica contra la fracción bolchevique.
En la cuestión de los sindicatos checos, la delegación rusa votó por la proposición de Viena contra la de Praga. Intentó introducir en ella una enmienda, pero fue en vano. Por lo demás, yo no sabía aún, por entonces, bastante bien la “enmienda” a que era necesario someter la política de la socialdemocracia. Esta enmienda, consistía en declararle la guerra santa. Hubo de llegar el año 1914, para que abrazásemos el buen camino.

Sept. 16, 1916: Orden de expulsión de Trotsky de Francia
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Preparando la nueva revolución
La mayor parte de mis actividades durante los años de reacción, se encaminaron a estudiar la revolución de 1905 y a allanar teóricamente el camino para la próxima.
A poco de llegar al extranjero, emprendí un viaje de conferencias por las colonias de estudiantes y emigrados rusos, con estos dos temas: “La suerte de la revolución rusa” (sobre el momento político presente) y “Capitalismo y socialismo” (perspectivas de la revolución social). El estudio del primer tema demostraba que enfocada la revolución rusa con el criterio de la revolución permanente, esta idea aparecía confirmada por las experiencias de 1905. El segundo tema se encaminaba a buscar las relaciones entre la revolución rusa y la mundial.
En Viena, desde el mes de octubre de 1908, publicábamos un periódico ruso con el nombre de Pravda, destinado al gran público obrero. Lo pasábamos a Rusia de contrabando, parte por la frontera de Galizia y parte por el Mar Negro. La publicación duró tres años y medio, y aunque sólo aparecía dos veces al mes, nos imponía un trabajo enorme y fatigoso. Las comunicaciones por debajo de cuerda con Rusia nos robaban mucho tiempo. Además, yo estaba en estrecho contacto con la organización clandestina de los “Marineros del Mar Negro”, a quienes ayudaba a hacer su periódico.
Mi principal colaborador en la Pravda era A. A. Joffe, que luego había de hacerse celebre como diplomático con los Soviets. De aquella época de Viena data nuestra amistad. Joffe era hombre de gran espíritu, muy sensible personalmente, y entregado por entero a la causa, que sacrificaba al periódico su tiempo y su dinero. Padecía una enfermedad nerviosa y estaba tratándose por el psicoanálisis con el conocido médico vienés Alfredo Adler, que había empezado siendo discípulo del profesor Freud, y que luego se declaró contra su maestro, fundando una escuela propia de psicología individual. Joffe me inició en los problemas del psicoanálisis, que me fascinaban a pesar de ser éste terreno en que hay mucho de vacilante y de inseguro, y abonado siempre para la fantasía y el capricho. Mi segundo colaborador era Skobdeliev, estudiante, que había de ser con el tiempo ministro del Trabajo en el Gabinete Kerensky; en el año 1907 volvimos a encontrarnos frente a frente como enemigos. La secretaría del periódico corrió durante algún tiempo a cargo de Víctor Kopp, hoy embajador de los Soviets en Suecia.
Joffe hubo de trasladarse a Rusia para asuntos del periódico. En Odesa lo apresaron, tuviéronle largo tiempo en la cárcel y luego le mandaron a Siberia, de donde no salió hasta la revolución de febrero de 1917. Joffe fue de los que más activamente intervinieron en el movimiento de Octubre.
El valor personal de este hombre, enfermo de gravedad, era verdaderamente admirable. Todavía me parece estar viendo su oronda figura en el campo otoñal cerca de San Petersburgo, bajo una lluvia de granadas, en 1919. Vestido atildadamente como un diplomático y con una leve sonrisa, en su cara imperturbable, empujando un bastoncillo, como si se estuviese paseando por la avenida de Unter den Linden, observaba con un aire de curiosidad las granadas que estallaban allí cerca, sin acelerar el paso ni refrenarlo. Era un buen orador, ponderado y animoso, y como escritor mostraba las mismas cualidades. Prestaba atención hasta a los menores detalles, cualquiera que fuese el trabajo que realizaba, lo que no es corriente en muchos revolucionarios. Lenin tenía en mucha estima la labor diplomática de Joffe. Viví muchos años en relación más íntima que nadie con este hombre, que se entregaba a la amistad de un modo íntegro y guardaba una fidelidad incomparable a sus ideas. La vida de Joffe tuvo un fin trágico. Graves enfermedades hereditarias tenían minada su salud. La batida salvaje de los epígonos contra los marxistas le dolía también profundamente.
No pudiendo luchar contra su enfermedad, lo cual le incapacitaba a la vez para intervenir activamente en la política, puso fin a su vida en el otoño de 1927. Los agentes de Stalin arrebataron de la mesa de noche la carta que había dejado escrita para mí. Y Iaroslavsky y otros sujetos tan desmoralizados como él, desgajaron, desfiguraron y amañaron a su antojo las líneas escritas para el amigo. Mas no por ello el nombre de Joffe dejará de quedar grabado para siempre y entre los primeros en el libro de la revolución.
En los días más sombríos y turbios de la reacción, esperamos juntos, confiadamente, la nueva revolución que se avecinaba, y la esperamos con aquella faz con que había de presentarse en el año 17. Svertchkov, que era por entonces menchevique y hoy es stalinista, escribe en sus Recuerdos, al hablar de la Pravda de Viena: “Desde este periódico Trotsky seguía defendiendo porfiadamente y con gran obstinación, su antigua idea de la “permanencia” de la revolución rusa; es decir, intentaba demostrar que la revolución, una vez comenzada, no cesaría hasta que echase por tierra el capitalismo y levantase un régimen socialista en el mundo entero. Todo el mundo se reía de él, mencheviques y bolcheviques, echándole en cara su romanticismo, y acusándole de los siete pecados capitales; pero él seguía terne y firme en su criterio, sin hacer el menor caso de los ataques”.
En 1909, escribí un artículo para la revista que Rosa Luxemburgo publicaba en Polonia, en el cual caracterizaba del modo siguiente las relaciones mutuas entre el proletariado y la clase campesina: “El cretinismo localista es la maldición histórica de todos los movimientos campesinos. La cerrazón política del aldeano, que en su aldea saquea al terrateniente para adueñarse de la tierra y en cuanto se ve metido dentro del uniforme de soldado dispara sobre los obreros fue el escollo contra el que hubo de estrellarse la primera ola de la revolución rusa de 1905. Y el curso todo de ésta podría considerarse como una lección plástica despiadada de la Historia para llevar al campesino, a martillazos, la conciencia de la relación directa que existe entre su penuria local de tierra y el problema central del Poder público”.
Y aludiendo al ejemplo de Finlandia, donde la socialdemocracia había conquistado un ascendiente enorme sobre los pueblos del campo a través del problema de los pequeños colonos, añadía “¡Qué enorme influencia sobre la clase campesina podría ganar nuestro partido, si supiese plantear y encauzar un movimiento de masas incomparablemente más extenso que el actual, en las ciudades y en los pueblos! Naturalmente, siempre que no depusiésemos las armas por miedo a las tentaciones del Poder político que inevitablemente nos pondría en las manos la nueva oleada”. ¿Puede decirse de quien así escribía que “ignorase al campesino” o “pasase por alto la cuestión agraria?”.
El día 4 de diciembre de 1909, cuando ya la revolución parecía definitivamente liquidada sin dejar lugar a esperanza alguna, yo escribía para la Pravda lo siguiente: “Por entre las negras nubes de la reacción que nos cercan, se atisba ya el resplandor triunfante de un nuevo Octubre”. Estas palabras fueron entonces el blanco de las burlas, no sólo de los liberales, sino de los mencheviques, pues les parecían simples frases retóricas, vacía de todo contenido. El profesor Miliukov, al que cabe el honor de haber inventado la palabra “trotskismo”, salió a mi encuentro, replicándome: “La idea de la dictadura del proletariado es una idea completamente pueril que nadie en Europa toma en serio”. Supongo que los sucesos ocurridos en el año 1917 habrán hecho vacilar un poco el firme convencimiento del profesor liberal.
En los años de la reacción, me dediqué a estudiar el problema de la coyuntura en la industria y el comercio, tanto desde un punto de vista universal, como bajo el ángulo visual de nuestra nación.
Me movía un propósito revolucionario, que era señalar la relación de dependencia existente entre las oscilaciones comerciales e industriales, de una parte, y de la otra la fase en que se encontraba el movimiento obrero y revolucionario. En este punto, tuve buen cuidado, como siempre, de no establecer una relación de dependencia automática de la política respecto a la Economía. Existía una relación de interdependencia, que era necesario demostrar por la marcha general del proceso.
Al ocurrir en la Bolsa de Nueva York la catástrofe del “Viernes negro”, nos encontrábamos todavía veraneando en el pueblecillo bohemio de Hirschberg. Aquella sacudida fue la primera manifestación de una crisis mundial, que necesariamente tenía que afectar también a Rusia, tan trabajada por la guerra ruso-japonesa y por los sucesos de la revolución. ¿Cuáles serían las consecuencias de esta crisis? El punto de vista que prevalecía en el partido, en sus dos fracciones, era que la crisis agudizaría el movimiento revolucionario. Yo no compartía esta opinión. Después de un período de grandes luchas y descalabros, las crisis no actúan sobre la clase obrera como acicate de exaltación, sino de un modo depresivo, quitándole la confianza en sus fuerzas y descomponiéndolas políticamente. En circunstancias tales, sólo un nuevo florecimiento industrial puede mantener en cohesión al proletariado, infundirle vida nueva, devolverle la confianza en sí mismo y ponerlo en condiciones de volver a luchar. Esta perspectiva, que era la mía, tropezaba con la crítica y la desconfianza. Además, los economistas oficiales del partido entendían que aquel auge industrial que yo estimaba necesario, era absolutamente imposible que se diese ante el régimen de la contrarrevolución. Yo, por el contrario, lo creía inevitable y afirmaba que provocaría un nuevo movimiento de huelgas, tras el cual una nueva crisis económica desencadenaría otra vez la lucha revolucionaria. Los hechos vinieron a confirmar plenamente esta previsión. La industria rusa empezó a fortificarse, pese a la contrarrevolución, a partir del año 1910. El movimiento ascensional vino acompañado de una serie de huelgas. El fusilamiento de los obreros de las minas de oro del Lena, en el año 1912, tuvo una resonancia gigantesca en todo el país. En 1914, cuando ya la crisis era innegable, San Petersburgo volvió a presenciar las barricadas obreras. Poincaré, huésped del Zar en vísperas de la guerra, pudo ser testigo de ellas.
Estas experiencias teóricas y políticas habían de prestarme más adelante preciosos servicios.
Cuando en el tercer congreso de la Internacional comunista predije que en la Europa de la postguerra se produciría, inevitablemente, un auge económico en el cual germinarían nuevas crisis revolucionarias, tuve enfrente a una aplastante mayoría. Y todavía, en fecha bastante reciente, en el sexto congreso de los “Cominters” hube de acusar a éstos de no haber sabido percibir el cambio de la situación económica y política producida en China, cuando, al ser cruelmente reprimida la revolución, cometieron el error de pensar que ésta seguiría adelante, alentada por la aguda crisis económica del país.
La dialéctica del proceso no tiene en sí nada de complicada. Pero es más fácil formularla en sus rasgos generales que irla descubriendo paso a paso y en vivo, a la vista de la realidad. Todos los días está uno tropezando, en estas cuestiones, con los prejuicios más irreductibles, de donde nacen en política errores de monta y graves consecuencias.
En el modo de apreciar la suerte que aguardaba al menchevismo y los problemas de organización planteados al partido, confieso que la Pravda no llegó nunca a la claridad de un Lenin. Yo esperaba todavía que una nueva revolución obligara a los mencheviques —como en 1905— a abrazar la senda revolucionaria. No sabía apreciar debidamente la importancia que tenía la disciplina ideológica y el endurecimiento político como preparación. En punto al desarrollo interior del partido, cometí el pecado de entregarme a una especie de fatalismo social-revolucionario. Reconozco que era una posición falsa. Pero con todo, estaba a cien codos por encima de ese fatalismo burocrático y huero en que comulgan la mayoría de los que hoy me combaten desde el campo de la Internacional comunista.
En el año 1912, cuando ya empezaba a dibujarse claramente una nueva línea política ascensional, intenté ver si lográbamos reunir una conferencia en que estuvieran representadas todas las fracciones del partido socialdemócrata. El ejemplo de Rosa Luxemburgo demuestra que, por aquel entonces, la esperanza de reconstituir la unidad de la socialdemocracia rusa no alentaba solamente en mí. He aquí lo que escribía Rosa en el verano de 1911: “A pesar de todos los pesares, todavía conseguiremos salvar la unidad del partido, si obligamos a las dos partes a que convoquen la conferencia conjuntamente”. Y en el mes de agosto del mismo año, insistía: “El único modo que hay de salvar la unidad es convocar a una reunión general de representantes enviados de Rusia, pues cuantos allí vivan desean la paz, y la concordia, y son los únicos que pueden hacer entrar en razón a los gallos de pelea que andan por el extranjero”.
Hasta entre los propios bolcheviques se manifestaba por entonces una fuerte corriente de reconciliación, y yo no perdía la esperanza de que el propio Lenin, movido por ella, acudiese a la conferencia. Pero lejos de esto, se opuso con todas sus fuerzas a que la fusión que llevase a cabo. Andando el tiempo, los hechos y el modo cómo ocurrieron habían de darle la razón. La conferencia se reunió en Viena en el mes de agosto de 1912, sin que en ella tomasen parte los bolcheviques, y yo hube de entrar en un “bloque” puramente formal con los mencheviques y algunos grupos sueltos de disidentes bolchevistas. Este bloque no tenía la menor base política, pues me hallaba en desacuerdo con los mencheviques en todos los puntos fundamentales. Apenas había terminado la conferencia cuando la lucha se reanudó en los mismos términos de antes. Y no pasaba día sin que surgiese algún conflicto agudo, informado por las dos tendencias profundamente antagónicas que allí se debatían la de la revolución social y la del reformismo democrático.
“De la carta de Trotsky —escribe Axelrod, el 4 de mayo, pocos días antes de reunirse la conferencia— he sacado la impresión, para mí dolorosa, de que no está seria y resueltamente animado del deseo de aliarse a nosotros y a nuestros amigos de Rusia para dar la batalla unidos contra el enemigo común”. En efecto, yo no abrigaba ni podía abrigar la intención de unirme a los menchevistas para librar batalla a su lado contra los bolcheviques. Después de la conferencia, Martov, en una carta dirigida a Axelrod, se quejaba de que Trotsky hacía resucitar de nuevo “las peores mañas del individualismo de literatos de un Lenin y un Plejanov”. La correspondencia entre Axelrod y Martov, publicada hace algunos años, atestigua el auténtico odio que los dos abrigaban contra mí. A pesar del abismo que nos separaba, a mí no me animaron jamás contra ellos sentimientos dé esa naturaleza. Y todavía es hoy el día en que guardo un recuerdo agradecido de lo que de los dos aprendí en mi juventud.
Este episodio del “bloque” de agosto no falta en ninguno de los manuales “antitrotskistas” de los epígonos. Quiere presentarse el pasado a los ojos de los catecúmenos y analfabetos como si el bolchevismo hubiera surgido del laboratorio de la Historia armado y equipado de un golpe. La verdad es que la historia de la lucha entre bolcheviques y mencheviques está salpicada de incesantes aspiraciones de unión. Al regresar a Rusia en el año 1917, Lenin hizo todavía un último esfuerzo para llegar a una inteligencia con los mencheviques internacionalistas. En mayo, al volver yo de Norteamérica, la mayoría de las organizaciones socialdemócratas de las provincias estaban formadas por bolcheviques y mencheviques. En una conferencia del partido, celebrada en marzo de 1917, pocos días antes de llegar Lenin, Stalin predicó la unión con el partido de Zeretelli. Y ya había triunfado la revolución de Octubre, cuando Zinoviev, Kamenev, Rikov, Lunatcharsky y muchos otros, luchaban desaforadamente porque se fuese a una coalición con los social-revolucionarios y los mencheviques. ¡Y estos hombres son los mismos que nutren hoy su espíritu con las terribles leyendas de la conferencia de Viena del año 1912!
El Kievskaia Mysl (El Pensamiento de Kiev) me brindó con un puesto de corresponsal de guerra en los Balcanes. La oferta me venía muy bien, pues llegó cuando ya la conferencia de Viena había abortado. Sentía la necesidad de vivir algún tiempo apartado del mundo de los emigrados rusos.
Los pocos meses que pasé en la península de los Balcanes fueron meses de guerra, y en ellos aprendí muchas cosas.
En el mes de septiembre de 1912 me puse en camino con dirección al Sudeste, dando la guerra no sólo por probable, sino por inevitable e inminente. Pero cuando me encontré en las calles de Belgrado y vi desfilar aquellos largos cortejos de reservistas, cuando me convencí por mis propios ojos de que no había escape, de que la guerra estaba encima y estallaría de un día a otro, cuando supe que algunos amigos míos estaban ya en la frontera con el arma al brazo, forzados a matar y morir entre los primeros; entonces, la guerra, con que tan llanamente había contado en mis ideas y en mis artículos me pareció imposible, inverosímil. El 18.º regimiento de Infantería, al que vi marchar camino de la guerra, con sus uniformes de paño gris, sus alpargatas y sus kepis adornados con ramitas verdes, parecíame un espectro. Las ramitas verdes en la cabeza daban a los soldados —pertrechados para la guerra— todo el aspecto de víctimas consagradas para un sacrificio. Aquellas ramas y aquel pobre calzado de campesinos hacíanse más insoportables a mi conciencia que todas las locuras de la matanza. ¡Cuán lejos están las gentes de hoy de las costumbres y el espíritu del año 1912! Yo sabía ya perfectamente que el punto de vista humanitario y moralizador es el más inofensivo que puede adaptarse frente al proceso de la historia. Pero allí no se trataba ya de predicciones, sino, de hechos vividos. Un sentimiento indescriptible, palpitante, inundaba el alma en presencia de aquella tragedia histórica: la impotencia ante el destino, un terrible dolor a la vista de aquella asolación humana.
A los dos o tres días se declaraba la guerra. “Los que están en Rusia y ven las cosas desde lejos —escribía, comentándolo—, lo saben y lo creen; pero yo, que lo tengo delante, me resisto a dar crédito a mis ojos. No encuentro lugar en mi espíritu para conciliar el espectáculo de lo vulgar y lo cotidianamente humano —gallinas, cigarrillos, chicuelos descalzos con las narices llenas de mocos— y el hecho inverosímilmente trágico de la guerra. Sé que ha sido declarada la guerra, que ha comenzado ya; pero aún no me he hecho a creer en ella”. No hubo más remedio que rendirse a la evidencia, firmemente y por mucho tiempo.
Los años de 1912 y 1913 me pusieron en íntima relación con Servia, con Bulgaria, con Rumanía y con la guerra. Fue, en muchos respectos, una buena escuela, cuyas enseñanzas habían de serme útiles, no sólo en el 14, sino en el 17. En mis artículos comencé a librar una campaña contra las mentiras de la eslavofilia y del patrioterismo en general, contra la ilusión de la guerra, contra todo aquel sistema científicamente montado y enderezado a engañar la opinión pública. La dirección del periódico tuvo la valentía suficiente para publicar aquellos artículos en que describía las bestialidades de los búlgaros con los turcos heridos y prisioneros y desenmascaraba los manejos de la Prensa rusa, conjurada para ocultarlas. Esta campaña desató una tempestad de indignación en los periódicos liberales. El día 30 de enero de 1913 dirigí a Miliukov desde la Prensa una “interpelación extra-parlamentaria” sobre las salvajadas “eslavas” que se cometían contra los turcos. Miliukov, representante jurado de la Bulgaria oficial, viéndose acosado, se defendió balbuciendo no sé qué excusas. La polémica duró unas cuantas semanas, sin que en ella faltasen discretas alusiones de los periódicos gubernamentales, dando a entender que detrás de aquel seudónimo de Antid Oto se ocultaba, no ya un emigrado ruso, sino un agente a sueldo de Austria-Hungría.
El mes que pasé en Rumanía me valió el conocer a Dobrudchanu Gherea, y selló para siempre mi amistad con Rakovsky, a quien ya conocía desde 1903.
En vísperas de la guerra ruso-turca se presentó en Rumanía, “de paso” un revolucionario ruso del siglo pasado; hubo de detenerse allí casualmente algún tiempo, y a los pocos años, aquel ruso, conocido con el nombre de Gherea, conquistaba gran ascendiente entre la intelectualidad rumana primero, y luego entre los obreros avanzados. Para formar la conciencia de los elementos progresivos de la intelectualidad rumana, Gherea valíase principalmente de la crítica literaria, inspirada en criterios sociales. De la estética y la ética individual pasaba luego al socialismo científico. La mayoría de los personajes que componen hoy los partidos políticos de Rumanía pasaron en su juventud, más o menos fugazmente, por la escuela marxista de Gherea. Claro que esto no les estorbó para entregarse, en su edad madura, a una política de bandidaje reaccionario.
Ch. G. Rakovsky es una de las figuras más internacionales del movimiento europeo. Búlgaro de nacimiento, pues nació en Kotel, en el corazón de Bulgaria, aunque de nacionalidad rumana por obra y gracia del mapa de los Balcanes, de profesión médico francés, ruso por sus amistades, simpatías y trabajos literarios, Rakovsky domina todas las lenguas balcánicas y habla y escribe cuatro idiomas europeos; tuvo épocas de intervenir activamente en la vida de cuatro partidos socialistas —el búlgaro, el ruso, el francés y el rumano—, fue uno de los caudillos de la Federación de los Soviets, fundador de la Internacional comunista, presidente del Soviet ucraniano de los Comisarios del Pueblo, embajador de la Unión de los Soviets en Inglaterra y Francia, y comparte hoy la suerte de la oposición izquierdista. Era natural que las dotes personales de este hombre: su vasto horizonte internacional y su carácter noble y profundo, le valiesen el odio de Stalin, en quien se personifican las cualidades más opuestas. Rakovsky fue uno de los que, en el año de 1913, fundaron y dirigieron el partido socialista rumano, que había de adherirse más tarde a la Internacional comunista. El partido progresaba. Rakovsky dirigía un periódico diario, que sostenía de su bolsillo.
Poseía una pequeña finca heredada en la orilla del Mar Negro, no lejos de Mangalia, cuyos rendimientos dedicaba a sostener el partido socialista rumano y toda una serie de grupos y revolucionarios en otros países. Se pasaba tres días de la semana en Bucarest, escribiendo artículos para el periódico, dirigiendo las secciones del Comité central, hablando en mítines, tomando parte en las manifestaciones de las calles. Al cabo de estos tres días, tomaba el tren y se iba a la finca, cargando con cuerdas, clavos y todo género de objetos por el estilo, salía al campo, vigilaba el trabajo del nuevo tractor y, sin despojarse de la americana, iba corriendo por los surcos detrás de él, y a los pocos días estaba de vuelta, para no perder un mitin o una sesión. Le acompañé en uno de los viajes y me quedé maravillado de la energía incansable y la constante frescura espiritual que desplegaba aquel hombre, atento siempre y afectuoso con las gentes humildes. En las calles de Mangalia, Rakovsky, se liaba a hablar con los colonos y agentes comerciales, y en un espacio de quince minutos saltaba del idioma rumano al turco, de éste al búlgaro, del búlgaro al alemán o al francés, para acabar hablando ruso con cualquiera de los muchos “skopzos[8]” que vivían en aquella comarca. A unos les hablaba como terrateniente, a otros como médico, como búlgaro, como súbdito rumano, y ante todo y sobre todo, como socialista. Viéndole moverse por las calles de aquel pueblecillo marino perezoso, indolente y aislado del mundo, diríase asistir a un milagro. Aquel mismo día por la noche estaba ya otra vez en su puesto de lucha. En todas partes se sentía a gusto y como en su casa, lo mismo en Bucarest que en Sofía, en París, en San Petersburgo o en Kharkov. Durante la segunda emigración me dediqué a colaborar en los periódicos demócratas rusos. Debuté en el Kievskaia Myst con un extenso artículo acerca del Simplicissimus, que durante algún tiempo —cuando las caricaturas de Th. Heine estaban todavía llenas de intención social— me interesó hasta el punto de repasar atentamente todos los números que iban publicados de la revista. De esta época data también mi conocimiento un poco detenido de la literatura alemana moderna. Hube de escribir un largo ensayo de crítica social sobre el poeta Wedekind, cuyo predicamento en Rusia parecía crecer a medida que descendía el nivel revolucionario. El Kievskaia Mysl era el periódico de tinte marxista más leído en el Sur. Un periódico como sólo podía darse en Kiev, con su industria pobre, su débil movimiento de clases y su fuerte tradición de radicalismo intelectual. Mutatis mutandis, puede afirmarse que aquel periódico radical de Kiev debía su nacimiento a los mismos orígenes que habían traído al mundo al Simplicissimus de Mnich. Yo enviaba al periódico artículos sobre los temas más diversos, y a veces los más arriesgados, desde el punto de vista del censor. Muchos de aquellos articulillos suponían un trabajo previo considerable. En un periódico imparcial y legal como aquél, no podía decir, naturalmente, cuanto se me antojaba. Pero nunca dije tampoco más de lo que quise. Las Ediciones del Estado han recogido en varios volúmenes todos aquellos trabajos míos. No tengo por qué retirar nada de ellos. No estará de más advertir que para colaborar en la Prensa burguesa se me había autorizado formalmente por el Comité central, en el que Lenin tenía mayoría. Ya he dicho que a poco de llegar a Viena nos instalamos a vivir en las afueras de la ciudad. “Hütteldorf me gustó para vivir —escribe mi mujer—. Aquí podíamos tener mejor casa que en el centro, puesto que los hotelitos no solían arrendarse hasta la primavera, y nosotros habríamos de alquilar para el otoño y el invierno. Por las ventanas se veían las montañas, teñidas con el rojo oscuro otoñal. Podía salirse al campo por una puertecita, sin necesidad de pisar la calle. Durante el invierno, los domingos, los vieneses que salían de excursión a la montaña pasaban por delante de nuestra casa con sus eskies y sus bufandas, tocados con gorros y jerseys de colores. En abril, en el preciso instante en que debíamos desalojar la casa para no pagar doble alquiles, florecían en el jardín y detrás de la tapia las violetas, cuyo aroma entraba en el cuarto por la ventana abierta. Allí nació Sergioska. En primavera nos íbamos a vivir al democrático barrio de Sievering”.
Los niños hablaban ruso y alemán. En el “Kindergarten” y en la escuela se entendían en alemán, que era el idioma que hablaban también encasa, en sus juegos; pero tan pronto como su padre o yo les hablábamos, empleaban el ruso. Y si nos dirigíamos a ellos en alemán, quedábanse perplejos y nos contestaban en ruso. Ya en los últimos años, se habían hecho al dialecto vienés, y lo hablaban perfectamente.
Les gustaba mucho ir de visita a casa de los de Kliatcho, donde, todos, el cabeza de familia, la señora de la casa y los hijos mayores estaban atentísimos con ellos, les enseñaban la mar de cosas interesantes y les convidaban con magníficas golosinas. También sentían gran afecto por Riazanov, el conocido investigador marxista. Riazanov, que vivía entonces en Viena, les entusiasmaba con sus heroicidades gimnásticas y con su porte ruidoso y divertido. Recuerdo que una vez estaba el peluquero cortándole el pelo al niño pequeño. Sergioska me hizo seña con el dedo de que me acercase y me dijo al oído: “Dile que me corte el pelo como lo lleva Riazanov”. Estaba entusiasmado con la magnífica calva monda de Riazanov; una calva muy particular, que no se parecía a las demás, sino que era mucho más lucida y hermosa.
Al ingresar Liova en la escuela se planteó el problema de la enseñanza de la religión. Según la ley vigente a la sazón en Austria, los niños menores de catorce años debían ser educados en la religión de sus padres. Como en nuestros papeles no se indicaba religión alguna, elegimos para los niños la enseñanza de la protestante, por entender que era la religión que mejor podían soportar las espaldas y el alma de un niño. De explicarles las doctrinas de Lutero se encargaba una maestra, fuera de las horas de clase, aunque en la misma escuela. Noté que a Liova le gustaba esta clase, pero en casa no debía de parecerle oportuno hablar del asunto. Una noche, estando ya metido en la cama, le oí mascullar algo, y como le preguntase, respondió: “Es una oración; las hay muy bonitas, ¿sabes?, como poesías”.
Mis padres habían empezado a salir al extranjero ya durante mi primera emigración. Estuvieron conmigo en París, y más tarde fueron a visitarnos a Viena, acompañados de nuestra hija mayor, que vivía con ellos en la aldea. En 1910 nos reunimos en Berlín. Ya por entonces se habían resignado al giro de mi vida. Creo que el argumento más poderoso que les decidió fue la publicación de mi primer libro en alemán. Mi madre estaba gravemente enferma de “actinomycosis”. Los últimos diez años de su vida tiró por la enfermedad como por una carga más que unir a tantas otras, sin abandonar el trabajo. En Berlín le amputaron un riñón. Tenía sesenta años cuando la operaron, y en los primeros meses experimentó un rejuvenecimiento sorprendente. Fue un caso muy comentado, en el mundo médico. Pero al poco tiempo la enfermedad se reprodujo, y la llevó a la tumba en unos cuantos meses. Murió en Ianovka, donde había llevado su trabajosa vida y criado a sus hijos.
No quedaría completo el gran capítulo de mi época vienesa, si no mencionase aquí a la familia del viejo emigrado S. L. Kliatchko, que se contaba entre nuestros mejores amigos de Viena. La historia de mi segunda emigración hállase íntimamente relacionada con esta familia que era un verdadero hogar de preocupaciones políticas e intelectuales de la más varia especie; en aquella casa se cultivaba música, se hablaban como propios cuatro idiomas europeos y se mantenían relaciones con toda Europa. La muerte del cabeza d familia, Semion Lvovich, ocurrida en abril de 1914, fue un gran golpe para mi mujer y para mí. Tolstoi decía de su hermano Sergei, hombre de gran talento, que sólo le faltaban algunos defectos para llegar a ser un gran artista. Lo mismo podía decirse en otro aspecto de Semion Lvovich; tenía todo lo que hacía falta para ser un formidable político; sólo carecía de los defectos indispensables. La familia de los Kliatchko nos dispensó siempre ayuda y amistad, cosa ambas de las que estábamos con frecuencia necesitados.
Lo que me pagaban por los artículos del periódico de Kiev nos hubiera bastado para sostenernos, pues vivíamos muy modestamente. Pero había meses en que la Pravda no me dejaba tiempo para escribir una sola línea de pago, y sobrevenía la crisis. Mi mujer conocía harto bien el camino de la casa de empeños, y mis libros adquiridos en días boyantes, iban poco a poco, uno detrás de otro, a parar a manos del librero de viejo. Llegamos a ver embargado nuestro modesto ajuar para responder de los alquileres atrasados. Teníamos dos niños pequeños y no podíamos sostener una niñera.
Los agobios de la vida pesaban doblemente sobre mi mujer. Y sin embargo, todavía le quedaban tiempo y fuerzas para ayudarme en mis tareas revolucionarias.
Notas
[8] Una secta rusa.

Mayo 4, 1917: Arribando en Petrogrado por tren
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Estalla la guerra
Las vallas de Viena aparecieron cubiertas de letreros diciendo: “¡Mueran los servios!”. Tal era también el grito de los chicos de la calle. Sergioska, nuestro pequeño, alentado como siempre por el espíritu de la contradicción, tuvo la ocurrencia de gritar en la pradera de Sievering: “¡Viva Servía!”, y volvió a casa lleno de cardenales y con una buena lección de política internacional.
Sir Buchanan, a la sazón embajador de Inglaterra en San Petersburgo, habla en sus Memorias con gran entusiasmo de aquellos “primeros días maravillosos del mes de agosto”, en que “Rusia parecía otra”. Manifestaciones de entusiasmo semejantes a ésta se encuentran en las Memorias de otros hombres de Estado, aunque no reflejen de un modo tan perfecto como Buchanan la placentera cerrazón mental de las clases gobernantes. En todas las capitales europeas fueron “maravillosos”, al modo como lo entiende el embajador inglés, aquellos primeros días de agosto; todos los países parecían “otros”, en el entusiasmo con que se lanzaban A la empresa de su mutua destrucción.
El ardor patriótico que de pronto se apoderó de las masas en Austria-Hungría, tenía mucho de sorprendente. ¿Qué era lo que empujaba al zapatero vienés de portal, a Pospichil, medio alemán y medio checo, a Frau Marech, la verdulera, o a Frankl, el cochero de punto, a estacionarse en patriótico manifestación delante del Ministerio de la Guerra? ¿La idea nacional? ¿Pero cuál, si la Monarquía austrohúngara era precisamente la negación de la idea nacional? No; el resorte motor de aquel entusiasmo era otro.
El mundo está lleno de seres como éstos, cuya vida entera transcurre, día tras día, en un hastío monótono, sin esperar en nada. Sobre los hombros de estas gentes descansa la sociedad actual. El clarinazo de la movilización es como un mensaje de anunciación que hace vibrar su vida. Echa por tierra todo lo habitual y cansino, de que tantas veces habían maldecido, y trae una vida nueva, desacostumbrada, extraordinaria. En el horizonte se dibujan cambios imprevisibles. ¿Para mejor o para peor? Para mejor, ¡qué duda cabe!, pues por mal que vengan las cosas, a hombres como a Pospichil no es fácil que les vaya peor que en tiempos “nominales”.
Salí a pasear por las calles principales de aquella ciudad de Viena, que tan bien conocía, y observé la muchedumbre de gente desacostumbrada que se congregaba en los elegantes bulevares del “Ring”, dando expansión a sus esperanzas. ¿Y en el mero hecho de estar allí, no se realizaba ya una pequeña parte de esas esperanzas? ¿Cuándo, aquellos mozos de cuerda, aquellas lavanderas, aquellos zapateros y recaderos, aquellos raquíticos tipos de los arrabales habían soñado con poder discurrir por lujosas calles, sintiéndose los dueños de la situación? La guerra estalla para todos, y los oprimidos, los defraudados por la vida, sentíanse ante ella iguales a los ricos y poderosos. No tiene nada de paradójico si digo que en aquella muchedumbre vienesa que se manifestaba a la mayor honra y gloria de las armas de los Habsburgo pude observar las mismas características psicológicas que había observado en San Petersburgo en las jornadas de Octubre de 1905. No en vano la guerra ha sido muchas veces en la historia la madre de la revolución.
Lo que varía fundamentalmente, en uno y otro caso, es la actitud de las clases dominantes. A Buchanan, aquellos días parecíanle maravillosos y Rusia otra. En cambio, el conde de Witte, hablando de los días más patéticos de la revolución de 1905, decía que “la inmensa mayoría de Rusia parecía haber perdido de pronto la cabeza”.
La guerra, al igual que la revolución, saca de quicio toda la vida, de los pies a la cabeza. Pero hay la diferencia de que la revolución dirige sus tiros contra el Poder existente, mientras que la guerra lo afirma y consolida, por encontrar en él el único apoyo seguro en medio del caos bélico, hasta que este caos se encarga de enterrarlo en la misma zanja que él abrió. Las esperanzas que se pusieron en los movimientos internacionales y fuertes conmociones sociales que habrían de producirse al estallar la guerra, eran completamente infundadas lo mismo en Praga que en Trieste, en Varsovia que en Tiflis. En septiembre de 1914 decía yo lo siguiente, en un artículo que envié a Rusia: “La movilización y la declaración de guerra parecen haber borrado del país, por el momento, todos los antagonismos sociales y de raza. Pero esto no es más que un respiro histórico, una especie de moratoria política, por decirlo así. Las circunstancias han cambiado la fecha del vencimiento de la letra, pero ya llegará la hora de ponerla al cobro”. Estas líneas, que me tachó la censura, no se referían solamente al Imperio austrohúngaro; se referían también a Rusia, y a ésta muy principalmente.
Los acontecimientos se precipitaban. Llegó un telegrama dando cuenta del asesinato de Jaurés.
Como los periódicos venían plagados de mentiras malévolas, todavía pudimos dudar y esperar por unas cuantas horas que aquello no fuese verdad. Pero la noticia no tardó en confirmarse. Jaurés había sido asesinado por sus enemigos y traicionado por sus partidarios.
¿En qué actitud se colocaron ante la guerra las personalidades más destacadas de la socialdemocracia vienesa? Los había que estaban en sus glorias, que despotricaban contra los serbios y los rusos, sin detenerse a establecer grandes diferencias entre los Gobiernos y los pueblos: eran los nacionalistas de nacimiento; la cultura socialista no había hecho más que cubrir con un leve barniz la realidad, y este barniz iba cayéndoseles ahora por momentos. Todavía me acuerdo de cómo aquel Julio Deutsch, que luego había de ser algo así como Ministro de la Guerra, hablaba sin recato de esta guerra inevitable y beneficiosa que al fin libraría a Austria de la “pesadilla” serbia. Los demás —a la cabeza de éstos, se encontraba Víctor Adler— aceptaban la guerra como una catástrofe fatal, a la que no había más remedio que resignarse. Esta pasividad expectante servía para cubrir la retirada del ala nacionalista activa. Alguno que otro recordaba ingeniosamente el triunfo de las armas alemanas en 1871, que había imprimido tan fuerte impulso a la industria y a la socialdemocracia.
El día 2 de agosto, Alemania declaró la guerra a Rusia. Ya habían empezado a desfilar los rusos residentes en Viena. El 3 de agosto por la mañana me fui a consultar con los diputados socialistas lo que debíamos hacer los emigrados rusos. Federico Adler, sentado a la mesa de su despacho, seguía revolviendo mecánicamente libros, papel y contraseñas para el congreso socialista internacional que había de reunirse próximamente en Viena. Pero aquel congreso había pasado ya a la historia. Ahora, estaban en turno otros poderes Adler padre me dijo que lo mejor era que fuésemos a beber a las fuentes, es decir, a preguntárselo en derechura a Geyer el jefe de la policía política. En el auto, camino de la Dirección, le hice notar a Adler que la guerra revestía exteriormente un aire de fiesta.
—Sí —contestó mi acompañante—, los que no necesitan empuñar las armas están muy contentos. Además, todos los exaltados y los locos se lanzan ahora a la calle, pues ha llegado su hora. El asesinato de Jaurés no es, más que el comienzo. La guerra desencadena todos los instintos del hombre y todas las formas de la demencia.
Adler, que era psiquiatra de profesión, solía contemplar los sucesos políticos, “sobre todo los de Austria” —como él decía irónicamente—, desde el punto de vista psicopatológico. ¡Cuán lejos estaba de pensar, que su propio hijo había de cometer un asesinato político, años más tarde! Precisamente hacía pocos días que en la revista La lucha, dirigida por Adler hijo, había publicado yo un artículo combatiendo el terrorismo individual. El director de la revista —¡cosa curiosa!— me dedicó grandes elogios por mi trabajo. El acto terrorista de Federico Adler era, sencillamente, el oportunismo desesperado que se rebelaba. Cuando hubo dado escape a su desesperación, Adler, ya tranquilo, se reintegró a los antiguos cauces.
Geyer apuntó discretamente la posibilidad de que a la mañana siguiente temprano se comunicase la orden de detención de todos los rusos y serbios residentes en el territorio.
—¿De modo que, me recomienda usted marchar?
—Cuanto antes, mejor.
—Magnífico, pues mañana saldré con mi familia para Suiza.
—¡Hum! ; mejor sería que lo hiciese usted hoy mismo.
Esta conversación tenía lugar a las tres de la tarde; hacia las seis y diez estaba sentado con mi familia en el tren de Zúrich. A mi espalda se quedaban siete años de relaciones y amistades, los libros, los archivos, los trabajos empezados, entre ellos una polémica con el profesor Masaryk acerca de su libro sobre el destino de la cultura rusa.
El telegrama dando cuenta de la capitulación de la socialdemocracia alemana me conmovió bastante más que la declaración de guerra, aunque estaba muy lejos de comulgar con ningún idealismo simplista respecto al socialismo de los alemanes. En el año 1905 había dado expresión a la idea siguiente, reiterada luego en muy diversas ocasiones: “En los partidos socialistas europeos se está desarrollando un espíritu conservador muy peculiar, cuya intensidad aumenta en proporción a las masas afiliadas Esto puede hacer que, llegado el momento de dar la batalla contra la reacción burguesa, la socialdemocracia se levante como un obstáculo ante los obreros. O dicho de otro modo, el conservadurismo de la propaganda socialista que se está infiltrando en el partido proletario, puede, en un determinado momento, interponerse ante el proletariado para impedir que se lance al asalto del Poder”. Nunca pensé que los directivos oficiales de la Internacional fuesen capaces de tomar una iniciativa revolucionaria ante la guerra. Pero tampoco pude creer que la socialdemocracia se arrastrase de ese modo a los pies del militarismo patriotero.
Cuando recibimos en Suiza el número del Vorwärt en que se daba cuenta de la sesión celebrada en el Reichstag el día 4 de agosto, Lenin estaba firmemente convencido de que era un número falsificado, redactado por el Estado mayor alemán para engañar y atemorizar al enemigo. Como se ve, la confianza que aún sentía Lenin por el partido socialista alemán era grande, pese a todas las críticas. Al tiempo que esto ocurría, el Diario obrero de Viena cantaba al día en que había capitulado el socialismo del país vecino como “el día grande de la nación alemana”. Era el apogeo de Austerlitz, ¡su “Austerlitz”! Yo no creía que aquel número del periódico socialista alemán fuese falsificado; las impresiones directas que traía de Viena me habían preparado para recibir las peores sorpresas. Y sin embargo, la vocación del día 4 de agosto en el Reichstag, fue una de las decepciones más trágicas de mi vida. ¿Qué diría Engels a esto?, me preguntaba. La respuesta no podía ofrecerme dudas. Pero ¿cómo habría obrado Bebel? De esto ya no estaba tan seguro. Pero Bebel ya no existía. Existía en cambio Haase, aquel honorable demócrata provinciano, sin horizonte teórico ni temperamento revolucionario que, acosado por una situación crítica, rehuía toda resolución irrevocable y se refugiaba en las soluciones a medias y en la espera. Aquel hombre no estaba a la altura de los acontecimientos. Y tras él venían los Scheidemann, los Ebert, los Wels
Suiza era un reflejo de Alemania y Francia, si bien, claro está, en la escala más tenue y reducida de un país neutral. Para que la imagen plástica fuese completa, en los escaños del Parlamento suizo se sentaban dos diputados socialistas que tenían el mismo nombre y el mismo apellido: Johann Sigg, de Zúrich, y Jean Sigg, de Ginebra. Johann era un furioso germanófilo; Jean, un francófilo irreductible. He aquí el espejo suizo de la Internacional.
Hacia el segundo mes de la guerra me encontré en la calle, en Zúrich, al viejo Molkenbuhr, que venía a preparar un poco la opinión pública. Y preguntándole yo cómo creía su partido que iba a desarrollarse la guerra, aquel antiguo socialista me contestó en los siguientes términos:
—En dos meses más habremos liquidado con Francia; en seguida nos lanzaremos sobre el frente oriental para acabar con el ejército zarista, y a la vuelta de tres o a lo sumo cuatro meses, daremos a Europa una paz duradera.
Estas palabras están registradas literalmente en mi diario. Claro está que Molkenbuhr no expresaba una opinión personal, sino el juicio oficial del partido socialista. Por aquellos días, el embajador de Francia en San Petersburgo, apostaba con sir Buchanan cinco libras esterlinas a que la guerra habría terminado antes de Navidades. Nosotros, los “utopistas”, parece que tuvimos para muchas cosas una mirada bastante más clara que la de estos caballeros “realistas”, los diplomáticos y los socialdemócratas.
Suiza, entre cuyas fronteras me veía obligado a esperar el término de la guerra, recordábame aquella tranquila pensión finlandesa, la “Rauha”, donde en el otoño de 1905 me habían sorprendido las primeras noticias del movimiento revolucionario. Aunque también el ejército suizo estuviese en pie de guerra y desde Basilea se oyese el retumbar de los cañones, nuestra pensión helvética, cuya principal preocupación era el exceso de quesos y la falta de patatas, tenía mucho de un tranquilo oasis ceñido por el cerco de fuego de la guerra. ¡Quién sabe —pensaba yo—, acaso no esté lejos la hora en que podamos salir de este oasis suizo de paz (“Rauha”) para volver a reunimos en la sala del Instituto tecnológico con los obreros de Petrogrado! Pero hubieron de pasar treinta y tres meses antes de que la ansiada hora sonase.
La necesidad que sentía de esclarecer ante mí mismo los hechos vividos, me movió a abrir un diario. Con fecha de 9 de agosto aparecen estampadas en él las líneas siguientes: “Es evidente que ya no estamos ante tales o cuales errores, ante éste o el otro traspiés oportunista, ante una serie de discursos torpes pronunciados desde la tribuna del Parlamento, ni ante los votos emitidos a favor del presupuesto de guerra por los socialistas del Gran Duque de Baden, ni ante el experimento del ministerialismo francés, ni ante la deserción de unos cuantos caudillos: estamos presenciando la bancarrota de la Internacional, en el momento más crítico y de mayor responsabilidad, de que todos los trabajos anteriores no eran más que una preparación”.
Y con fecha de 11 de agosto: “Sólo desencadenando un movimiento socialista revolucionario, que revista desde el primer instante carácter violento, se podrán echar los cimientos para la nueva Internacional. Los años que sigan a éstos serán un vivero de revoluciones sociales”.
Durante aquellos meses, intervine activamente en la vida del socialismo suizo. La corriente internacionalista encontraba las simpatías casi unánimes de las masas obreras. No había reunión ni mitin de que no volviese con un convencimiento acrecentado respecto a la firmeza de mi posición.
En la asociación obrera “Concordia”, de composición internacional, encontré el primer apoyo. A principios de septiembre, y de acuerdo con los dirigentes de ésta organización, redacté un manifiesto contra la guerra y el socialpatriotismo. El Comité directivo invitó a las personas más destacadas del partido a un mitin, en que yo había de pronunciar un discurso en alemán, explicando y defendiendo el manifiesto. Pero los invitados no comparecieron. Parecioles muy arriesgado adoptar una posición frente a un problema tan agudo, y prefirieron esperar, limitándose por el momento a murmurar de los “excesos” del patrioterismo francés y alemán entre las cuatro paredes de un cuarto. La asamblea convocada por la “Concordia” aprobó casi por unanimidad el manifiesto, que, a pesar de mantenerse retraído ante muchos puntos, contribuyó muy eficazmente a remover la opinión pública dentro del partido. Fue, seguramente, el primer documento internacionalista que se publicó desde el comienzo de la guerra en nombre de una organización obrera.
Por aquellos días, entré por vez primera en contacto con Radek, que al estallar la guerra se había trasladado de Alemania a Suiza. Figuraba en la extrema izquierda del partido alemán, y yo confiaba encontrar en él a un aliado. En efecto, Radek expresábase con una dureza extraordinaria respecto a los dirigentes del partido. En esto, estábamos de acuerdo. Pero en una conversación que tuve con él, hube de notar con asombro que no pensaba en la posibilidad de una revolución proletaria traída por la guerra ni en la época que a ésta siguiese. Según él, las fuerzas productoras de la humanidad, consideradas en conjunto, no se habían desarrollado aún lo bastante para que pudiera pensarse en ésta. Yo estaba cansado de oír a la gente razonar así; pero no concebía que un político revolucionario de un país de tan avanzado capitalismo pudiera emplear semejante argumento.
Pocos días antes de que yo abandonase Zúrich, Radek pronunciaba ante los obreros de la “Concordia” un discurso de grandes proporciones, encaminado a demostrar ce por be que el mundo capitalista no estaba aún maduro para la revolución social.
El escritor suizo Fritz Brupbacher, en sus Recuerdos, que no dejan de tener cierto interés, hace referencia a este discurso de Radek e informa acerca de las diversas corrientes socialistas que se debatieron en Zúrich al comienzo de la guerra. Es curioso que este escritor califique de pacifistas las tendencias sostenidas por mí en aquella época. No hay modo de saber qué entiende él por “pacifismo”. Por lo que se refiere a la trayectoria recorrida por el propio autor desde aquellos tiempos, está suficientemente definida en el título de una de sus obras: De pequeño burgués, a bolchevique. Tengo una imagen suficientemente clara de las ideas que abrazaba el autor por aquel entonces, para poder adherirme sin reservas a la primera parte del título. De la segunda, ya no puedo responder.
Tan pronto como los periódicos socialistas alemanes y franceses empezaron a ofrecer una visión clara de la catástrofe moral y política del socialismo oficial, dejé a un lado el diario y me puse a escribir un folleto político acerca de la guerra y la Internacional. Impresionado todavía por la primera conversación que había sostenido con Radek, escribí para este folleto un prólogo en el que hacía resaltar con especial energía que la actual guerra no era sino la rebelión de las fuerzas productoras del capitalismo, consideradas en un plano universal, contra lo propiedad privada, por una parte, y por otra las fronteras de los Estados. Mi libro sobre La Guerra, y la Internacional tuvo, como tienen todos los libros, sus vicisitudes, primero en Suiza, luego en Alemania y Francia, más tarde en América y por último en la República de los Soviets. Acerca de esto quisiera decir aquí algunas palabras.
Hizo la traducción sobre el original un ruso que conocía el alemán harto imperfectamente. De revisar el estilo de la traducción, se encargó el profesor Ragaz, de Zúrich. Ragaz, que era un creyente cristiano, más aún, teólogo de vocación y de profesión, figuraba en la más extrema izquierda del socialismo suizo, propugnaba los métodos activos más radicales contra la guerra y era partidario de la revolución proletaria. Tanto él como su mujer ganaron mis simpatías, por la seriedad y profunda fuerza moral con que se enfrentaban ante los problemas políticos; esto poníalos a cien codos por encima de aquellos hueros burócratas de la socialdemocracia austríaca, alemana y suiza. Según mis noticias, algún tiempo después Ragaz viose obligado a sacrificar la cátedra universitaria a sus convicciones. Para el sector social en que vivía, no era pequeño sacrificio. Siempre que hablaba con este hombre notable, a pesar de la gran estimación que por él sentía, notaba que entre nosotros se interponía, casi físicamente, un velo muy tenue, pero absolutamente impenetrable. Él era un místico de los pies a la cabeza, y aunque a nadie pretendía imponer su fe, ni aludía siquiera a ella, en sus palabras, hasta la idea del levantamiento armado parecía velarse con ese halo misterioso del más allá, que a mí me producía un escalofrío desagradable. Yo fui siempre, desde que tuve uso de razón, primero de un modo intuitivo, y luego conscientemente, materialista, y no sólo no sentía la menor necesidad de creer en otra vida, sino que no acertaba siquiera a tender un puente psicológico hacia esas personas que se las arreglan para conciliar las doctrinas darwinistas y la fe en la Santísima Trinidad.
Gracias a Ragaz, pudo publicarse en libro en buen alemán. En diciembre de 1914 logró introducirse en Austria y Alemania, por obra principalmente de la izquierda suiza, de V. Platten y otros.
El folleto, escrito pensando en los países germanos, dirigía sus principales tiros contra la socialdemocracia alemana, que iba a la cabeza de la Segunda Internacional. Creo que fue el periodista Heilmann, primer violín de la charanga patriotera, el que dijo de mi libro que era equivocado, pero consecuente dentro de su error. No podía apetecer yo mejor elogio. No faltó, naturalmente, quien viese en el folleto una maniobra hábil al servicio de la propaganda aliadófila.
Algún tiempo después, estando ya en Francia, me encontré casualmente en un periódico francés con un telegrama suizo donde se decía que un tribunal alemán me había condenado a prisión en rebeldía por mi folleto zuriqués. De esto deduje que el librito había dado en el clavo. Los jueces de Su Majestad Imperial, sin saberlo, me prestaron con esta sentencia, de la que no me apresuré a apelar, un servicio muy considerable. Los calumniadores y espías al servicio de los aliados, que tan noblemente se esforzaban en presentarme como un agente de la causa alemana, tenían que retroceder un poco, por fuerza, ante aquel fallo condenatorio.
Esto no impidió que las autoridades francesas confiscasen el libro en la frontera, alegando como razón el ser “de origen alemán”. En el periódico de Hervé apareció una noticia equívoca defendiendo el folleto de la censura. Tengo motivos para sospechar que aquella noticia procedía de Ch.
Rappaport, sujeto bastante conocido, casi marxista y autor de la más larga serie de juegos de palabras que haya podido formar un hombre, dedicando a ello toda su vida.
Después de la revolución de Octubre, un editor neoyorquino inteligente vio allí un buen negocio y convirtió el folleto alemán en un magnífico libro norteamericano. Según él mismo dijo, Wilson, al saber que el libro se estaba imprimiendo, le telefoneó de la Casa Blanca, rogándole que le enviase las pruebas; el Presidente estaba elaborando sus consabidos “14 puntos” y le sacaba de quicio, según dicen los bien enterados, que los bolcheviques se le adelantasen, arrebatándole sus mejores fórmulas. Al cabo de dos meses, se habían vendido 16.000 ejemplares de la obra. Pero vinieron los días de la paz de Brest-Litovsk, en los periódicos americanos se desencadenó una campaña terrible contra mí, y el libro desapareció del mercado.
En la República de los Soviets, el folleto zuriqués se editó y reeditó en numerosas tiradas y sirvió de material para el estudio de la apreciación marxista de la guerra, hasta que en el año 1924, al descubrirme el “trotskismo”, se esfumó del “mercado” de la Internacional comunista. Hoy vuelve a ser un libro prohibido, como antes de la revolución. Bien dice, pues, el dicho de que también los libros tienen su estrella.

Mayo 4, 1917 (detalle)
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París y Zimmerwald
El 19 de noviembre de 1914 crucé la frontera de Francia en calidad de corresponsal de guerra del Kievskaia Mysl. Acepté de muy buen grado la oferta del periódico, puesto que me brillaba la posibilidad de ver la guerra más de cerca. París estaba triste. Al caer la noche, las calles se hundían en las tinieblas. De vez en cuando, presentábanse a girar una visita los zeppelines. Después de la batalla del Marne, en que se rompió la ola arrolladora de los ejércitos alemanes, la guerra se hizo cada vez más exigente y despiadada. En medio de aquel caos desmandado que devoraba a Europa, en medio del silencio de las masas obreras, defraudadas y traicionadas por la socialdemocracia, funcionaban automáticamente las máquinas de destrucción. La civilización capitalista, al esforzarse por hundir el cráneo a la humanidad, desarrollaba ad absurdum la idea en ella implícita.
Por aquellos días en que los alemanes se acercaban a París los patriotas burgueses de Francia evacuaban la capital, dos emigrados fundaban en París un pequeño periódico impreso en ruso. Este periódico tenía por misión ilustrar a los rusos residentes en aquella ciudad acerca de los acontecimientos que se estaban desarrollando, e impedir que la llama de la solidaridad internacional se extinguiese del todo. La “caja” de los editores contaba, antes de lanzar al mercado el primer número, con un capital de 30 francos, ni uno más ni uno menos. Nadie “que estuviese en su sano juicio” podía pensar que con semejante capital efectivo pudiera fundarse un periódico diario. Y la verdad es que a pesar de no tener que pagar redactores ni colaboradores, atravesábamos, todas las semanas, una vez cuando menos, una crisis de la que parecía que no íbamos a poder salir. Y, sin embargo, salíamos. Los cajistas, entusiastas del periódico, pasaban hambre, los redactores recorríamos la ciudad con la lengua fuera buscando las dos docenas de francos que nos hacían falta, y el número salía puntualmente. El periódico fue bandeándose como pudo, acosado de un lado por el déficit y del otro por la censura, desapareciendo a temporadas para volver a reaparecer en cuanto podía, durante año y medio; es decir, hasta la revolución de Febrero de 1917. A poco de llegar a París, empecé a colaborar ardorosamente en el Nasche Slovo, que por aquel entonces se publicaba todavía con el título de Golos (La Voz). La necesidad de producirme diariamente en el periódico era, para mí mismo, un medio magnífico paya mantenerme al tanto de los sucesos importantes y aguzar la orientación. Y las experiencias recogidas en el Nasche Slovo habían de prestarme magníficos servicios más adelante, cuando hube de tomar en mis manos los asuntos de la guerra.
Mi familia no vino a Francia hasta el mes de mayo de 1915. Nos instalamos en Sèvres, en una casita que puso a nuestra disposición por algunos meses un amigo nuestro, el pintor italiano René Parece. Los niños iban a la escuela de Sèvres. La primavera era espléndida y el verde de los campos parecía aquel año mucho más delicado y hermoso. Pero cada vez era mayor el número de mujeres enlutadas. Los chicos de la escuela se quedaban sin padres. Los dos ejércitos iban hundiéndose en la tierra. No se veía salida. Clemenceau comenzó a atacar a Joffe desde su periódico. La reacción latente se preparaba para un golpe de Estado. De ello corrían rumores, de boca en boca.
Hacía dos días que en las columnas de Le Temps no se llamaba al Parlamento más que “el asno”.
Esto no era obstáculo para que el mismo Temps exigiese de los socialistas el más estricto respeto a la unidad nacional.
Jaurés ya no existía. Fui a visitar el Café du Croissant, donde le habían asesinado deseoso de descubrir sus huellas. Por muy alejado que estuviese políticamente de aquel hombre, era imposible no sentir la atracción de su gran personalidad. El mundo espiritual de Jaurés, hecho de tradiciones nacionales, de la metafísica de los principios morales, del amor a los oprimidos y de una gran imaginación poética, encerraba rasgos aristocráticos muy acusados; nada más opuesto que la suya a la faz espiritual de Bebel, de una magnífica sencillez plebeya, y, sin embargo, los dos estaban a cien codos por encima de sus sucesores. Yo había oído hablar a Jaurés en los mítines parisinos, en los congresos y en las comisiones internacionales, y siempre le escuchaba como si le oyese por primera vez. No solía confiarse a la rutina, casi nunca se repetía, buceaba constantemente en sí mismo y movilizaba una y otra vez, con vigor siempre nuevo, las fuerzas subterráneas de su espíritu. A una energía imponente, obra de la naturaleza como una catarata, unía aquella suavidad que brillaba sobre su espíritu como el reflejo de una elevadísima cultura. Aquel hombre derribaba rocas, conjuraba el trueno estremecía el bosque, pero no se ensordecía jamás ni se embotaba, estaba siempre en guardia, atento con su fino oído a todos los ecos, para recogerlos y oponerles su réplica, réplica a veces despiadada, que barría como una tempestad los obstáculos que se alzaban en su camino, a veces bondadosa y blanda como de maestro o hermano mayor. Jaurés y Bebel eran los antípodas, y a la vez las dos personalidades descollando la Segunda Internacional. Y los dos eran profundamente nacionales: Jaurés, por su fogosa retórica latina Bebel, por su sequedad protestante. Yo sentía admiración por ambos, aunque por cada uno a su modo. Bebel había muerto por agotamiento físico. Jaurés cayó en lo mejor de la vida. Pero los dos murieron a tiempo. Su muerte señala el momento en que termina la misión histórica de progreso de la Segunda Internacional.
El partido socialista francés atravesaba por una crisis de total desmoralización. No había nadie que pudiese ocupar el lugar que Jaurés dejara vacante. Vaillant, antiguo “antimilitarista”, daba rienda suelta en sus artículos diarios al patriotismo más furioso. Un día, hube de encontrarme casualmente con el viejo Vaillant en el “Comité d’action”, integrado por representantes del partido y de las organizaciones sindicales. Vaillant se asemejaba a su sombra, a la sombra del blanquismo hermanada con las tradiciones de la guerra los sansculottes en la época de Raimundo Poincaré.
Aquella Francia de antes de la guerra, con su población cada vez más mermada y las formas conservadoras de su Economía y su cultura, parecíale a este socialista el único país de vitalidad y de progreso, la nación elegida y libertadora que con sólo tocar a otros pueblos los despertaba a la vida espiritual. Su socialismo era patriotero, y su patrioterismo mesiánico. Julio Guesde, el caudillo del ala marxista, que se había agotado luchando largos años contra los fetiches de la democracia, sólo encontró fuerzas para ir a poner su autoridad moral inmaculada a los pies del “altar” de la defensa nacional. Aquello era un verdadero barullo. Marcel Sembat, autor del libro titulado ¡Traed un rey o dejadnos en paz!, secundada a Guesde en el Gabinete de Briand. La “dirección” del partido fue a parar por algún tiempo a manos de Renaudel. Al fin y al cabo, alguien tenía que ocupar la vacante de Jaurés. Con mucho esfuerzo, conseguía imitar un poco los gestos y la voz tonantes del caudillo asesinado. Longuet seguía las huellas de Renaudel, aunque con una cierta perplejidad, que quería hacer pasar por tendencia izquierdista. Con su conducta, nos daba a entender que a Marx no podía hacérsele responsable de sus nietos. El sindicalismo oficial representado por Jouhaux, presidente de la “Confédération Genérale”, había palidecido en veinticuatro horas.
Los mismos que habían “negado” el Estado en tiempos de paz, se postraban de hinojos ante él, al estallar la guerra. Aquel clown revolucionario llamado Hervé, el antimilitarista furibundo de ayer, nos mostraba ahora su reverso, y, aunque convertido en patriotero furibundo, seguía siendo el mismo clown complacido de sí mismo. Y como si quisiera burlarse de sus ideales de ayer, conservaba a su periódico el título de La Guerre Sociale. Todo aquello parecía una luctuosa mascarada, un carnaval fúnebre. No era extraño que uno pensase: no, nosotros estamos hechos de una materia más sólida; los acontecimientos no nos han arrollado; hemos previsto muchas cosas que han ocurrido, predecimos algo de lo que ha de acontecer y no nos cruzamos de brazos. ¡Cuántas veces no apretamos los puños viendo a aquellos Renaudel, Hervé y demás gentes que pretendían confraternizar desde lejos con Carlos Liebknecht! Los elementos de oposición que andaban dispersos por el partido y las organizaciones sindicales no daban apenas señales de vida.
La figura más interesante con que me encontré en París entre los emigrados rusos fue, sin duda alguna, Martov, caudillo de los mencheviques, una de las cabezas más inteligentes que he conocido. La desgracia de este hombre era que el destino le había hecho político en una época revolucionaria, sin haberle equipado con la fuerza de voluntad indispensable. En la economía espiritual de Martov no reinaba el equilibrio, y esto se revelaba trágicamente siempre que tenía que enfrentarse con algún gran acontecimiento. Pude observarle en tres momentos históricos: en 1905, en 1914 y en 1917. La primera reacción que provocaban en él las cosas era, casi siempre, revolucionaria. Pero antes de que tuviese tiempo para llevarla al papel, empezaban a acosarle por todas partes las dudas. En su espíritu, rico, elástico y variado, faltaba el nervio de la voluntad. En las cartas que escribía a Axelrod en 1905, en el momento culminante de la primera revolución rusa, Martov lamentábase amargamente de que no acertaba a concentrar sus ideas. Y cuando pudo concentrarlas, ya había sobrevenido la reacción. Al estallar la guerra, se lamentaba nuevamente, diciendo que los sucesos ocurridos le habían hecho perder casi la razón. Finalmente en 1917, después de dar un viraje inseguro hacia la izquierda, entrega la jefatura de su fracción a dos hombres como Zeretelli y Dan, el primero de los cuales no le llegaba ni a las rodillas, en punto a inteligencia, y el otro, ni en eso ni en nada.
El 14 de octubre de 1914, Martov escribía a Axelrod lo siguiente: “Antes que con Plejanov, podíamos aliarnos acaso con Lenin, que, según indican todas las apariencias, se dispone a dar la batalla contra el oportunismo dentro de la Internacional”. Pero estos estados de ánimo duraban poco en él. En París, le encontré ya en un estado de depresión. En el Nasche Slovo se libró entre nosotros, desde el primer día, un duelo reñidísimo, que acabó separándose Martov de la Redacción y más tarde de la lista de colaboradores.
A poco de llegar a París, fui con Martov a visitar a Monatte, uno de los redactores de la revista sindicalista La vie ouvrière. Monatte, que había sido maestro de escuela y luego corrector de imprenta, y que tenía todo el aspecto de un obrero parisino típico y una cara inteligente y de gran carácter, no pactó ni un momento con el militarismo ni con el Estado burgués. ¿Pero dónde encontrar la salida? En este punto, se desviaban nuestros pareceres. Monatte “negaba” al Estado y la lucha política. Sin embargo, el Estado no se preocupó en lo más mínimo de su “negación” y le obligó a vestir los pantalones encarnados y la guerrera después de haber lanzado Monatte una protesta ruidosa contra el patrioterismo sindicalista. A través de Monatte, trabé relaciones bastante íntimas con el periodista Rosmer, que pertenecía también a la escuela anarcosindicalista, aunque estaba ya —como habían de demostrar los hechos— más cerca del marxismo que los guesdistas. Con Rosmer me une desde entonces una estrecha amistad, que ha resistido a todas las pruebas de la guerra, la revolución, los Soviets y la campaña contra la oposición En aquella etapa parisina conocí, además, a una serie de representantes del partido obrero francés de que entonces no había tenido noticia: al secretario de la asociación de metalúrgicos, Merrheim, aquel hombre tan cauto, tan astuto y tan obsequioso, cuya vida tuvo tan triste fin; al periodista Guilbeaux, condenado más tarde a muerte en rebeldía por supuesto delito de “alta traición”; a “papá”, Bourderon, secretario del sindicato de toneleros; a Loriot, un maestro que caminaba hacia el socialismo revolucionario, y a muchos más. Nos veíamos todas las semanas en el Quai de Jemappes, y a veces nos reuníamos con más gente en la Grange-aux-Belles, nos comunicábamos las noticias reservadas acerca de la guerra y los manejos de la diplomacia, criticábamos al socialismo oficial, acechábamos los menores signos del despertar socialista, nos esforzábamos por convencer a los vacilantes, preparábamos el porvenir.
El día 4 de agosto de 1905, escribí en el Nasche Slovo: “Y sin embargo, llegamos al sangriento aniversario sin la menor depresión de espíritu ni el menor escepticismo político. Los internacionalistas revolucionarios hemos sabido mantenernos firmes en nuestra posición de análisis, de crítica y de previsión política, frente a la mayor catástrofe que conoce la historia del mundo. Hemos renunciado, a ver las cosas a través de esas gafas “nacionales” que hoy reparten en todos los países, no sólo gratis, sino dando dinero encima. Hemos mirado a las cosas de frente, llamándolas por su nombre y previendo la lógica de su desarrollo ulterior”.
Hoy, pasados trece años, puedo repetir estas palabras tal como fueron escritas. La sensación, que no nos abandonó ni un solo día, de estar muy por encima de la idea política nacional, incluyendo en ella al socialismo patriótico, no era el fruto de nuestra soberbia. No era un sentimiento personal, sino consecuencia de la posición de principio que habíamos abrazado y que se encontraba en la cima. El punto de vista crítico, permitíanos, sobre todo, abarcar con gran claridad las perspectivas de la guerra. Ambas partes contaban, como todo el mundo sabe, con una rápida victoria. Fácil sería traer aquí un sinnúmero de testimonios que abonan este necio optimismo. “Mi colega francés —escribe Buchanan en sus Memorias— sentíase tan optimista, que apostó conmigo cinco libras esterlinas a que la guerra terminaría antes de Navidad”. Buchanan guardaba en el arcano de su alma la creencia de que llegaría hasta la Pascua. Nosotros no nos cansábamos de repetir en nuestro periódico, desde el otoño de 1914, contra todas las profecías, día tras día, que la guerra tendría una duración desesperante y que de ella saldrían agotados todos los pueblos de Europa. En el Nasche Slovo dijimos, docenas de veces, que, aun supuesto el caso de que triunfasen los aliados, disipados el vapor y la niebla, Francia quedaría en medio de la palestra internacional como una Bélgica grande, ni más ni menos; y predijimos la dictadura mundial de los Estados Unidos.
“El imperialismo —escribíamos por centésima vez el día 5 de septiembre de 1916— apuesta en esta guerra por el más fuerte, y éste se hará dueño del mundo”.
Mi familia hacía ya largo tiempo que se había trasladado de Sèvres a París, yéndose a vivir a la pequeña rue Oudry. Poco a poco, París iba quedando vacío. Los relojes de las calles se iban parando uno tras otro. Al león de Belfort le asomaba, no sé por qué, un puñado de paja sucia por los hocicos. La guerra se iba hundiendo en la tierra cada vez más hondo. ¡Fuera de las trincheras, fuera de la pasividad, fuera de las fosas! ¡A moverse, a moverse!, gritaba el patriotismo. Y así, se desencadenó aquella locura espantosa de los combates de Verdún. Hurtando al cuerpo por entre los rayos que fulminaba la censura de guerra, pude escribir por aquellos días en el Nasche Slovo: “Por grande que sea la importancia militar de los combates de Verdún, su significación política es incomparablemente más grande. En Berlín y en otros sitios (¡sic!) pedían “movimiento”, y se lo van a dar. En Verdún va a forjarse nuestro día de mañana”.
En el verano de 1915, se presentó en París el diputado italiano Morgari, secretario de la fracción socialista del Parlamento y ecléctico simplista, con la intención de convocar a los socialistas franceses e ingleses a una conferencia internacional. Sentados en la terraza de un café de uno de los grandes bulevares, sostuvimos una conversación con Morgari y algunos otros diputados socialistas, que, no sé por qué razones, se decían de la “izquierda”. La cosa marchó bien, mientras la conversación no se salió de los consabidos tópicos pacifistas y de la repetición de los manoseados lugares comunes sobre la necesidad de restablecer las relaciones internacionales. Pero cuando Morgari, bajando trágicamente la voz, empezó a hablar de que había que conseguir pasaportes falsos para entrar en Suiza —se veía que lo que le entusiasmaba era el lado “carbonario” del asunto—, aquellos caballeros diputados pusieron unas caras muy largas, y uno de ellos, no me acuerdo ya quién, se apresuró a llamar al mozo y pagó todo el gasto hecho por la concurrencia. Sobre la terraza flotaba el espíritu de Molière, y acaso también el de Rabelais Y allí terminó la escena. Por el camino, de vuelta, Martov y yo nos reímos mucho, con una risa que era, a la vez, de diversión y de rabia. Monatte y Rosmer habían tenido que empuñar el fusil y no podían acudir a la reunión.
Yo tomé el tren con Merrheim y Bourderon, pacifista muy moderado. Ninguno de nosotros necesitó falsificar el pasaporte. El Gobierno, que no se había emancipado aún por completo de las prácticas de antes de la guerra, nos dio a todos papeles en regla.
La organización de la conferencia corrió a cargo de Grimm, dirigente socialista de Berna, que por entonces se esforzaba cuanto podía por arrancarse al nivel de limitación de su partido, y al suyo propio. Había elegido para la reunión un lugar situado a diez kilómetros de Berna, un pueblecillo llamado Zimmerwald, en lo alto de las montañas. Nos acomodarnos como pudimos en cuatro coches y tomamos el camino de la sierra. La gente se quedaba mirando, con gesto de curiosidad, para esta extraña caravana. A nosotros no dejaba de hacernos tampoco gracia que, a los cincuenta años de haberse fundado la Primera Internacional, todos los internacionalistas del mundo pudieran caber en cuatro coches. Pero en aquella broma no había el menor escepticismo. El hilo histórico se rompe con harta frecuencia. Cuando tal ocurre, no hay sino anudarlo de nuevo. Esto precisamente era lo que íbamos a hacer a Zimmerwald.
Los cuatro días que duró la conferencia —del 5 al 8 de septiembre— fueron días agitadísimos. Costó gran trabajo hacer que se aviniesen a un manifiesto colectivo, esbozado por mí, el ala revolucionaria representada por Lenin, y el ala pacifista a la que pertenecían la mayoría de los delegados. El manifiesto no decía, ni mucho menos, todo lo que había que decir; pero era, a pesar de todo, un gran paso de avance. Lenin manteníase en la extrema izquierda. Frente a una serie de puntos, estaba solo. Yo no me contaba formalmente entre la izquierda, aunque estaba identificado con, ella en lo fundamental. Lenin templó en Zimmerwald el acero para las empresas internacionales que había de acometer, y puede decirse que en aquel pueblecillo de la montaña suiza fue donde se puso la primera piedra para la internacional revolucionaria.
Los delegados franceses subrayaron en sus informes la importancia que tenía para ellos el que siguiese publicándose el Nasche Slovo, que mantenía en pie las relaciones espirituales con el movimiento internacional de otros países. Rakovsky hizo notar que nuestro periódico contribuía notablemente a formar una posición internacional en la socialdemocracia balcánica. El partido italiano conocía el periódico por las frecuentes traducciones de la Balabanova. Pero donde más se citaba el Nasche Slovo era en la Prensa alemana, sin excluir la oficiosa; pues, del mismo modo que Renaudel intentaba apoyarse en Liebknecht, Scheidemann, no sentía reparo alguno en tomarnos a nosotros por aliados.
Liebknecht no se presentó en Zimmerwald. Estaba ya prisionero en el ejército de los Hohenzoller, antes de estarlo en el presidio. Pero envió una carta, en la que se pasaba bruscamente del frente pacifista al frente revolucionario. Su nombre sonó muchas veces en la conferencia. Aquel nombre era ya una consigna en la lucha, que estaba desgarrando al socialismo mundial.
Se había prohibido rigurosamente escribir nada acerca de la conferencia desde Zimmerwald, para que no trascendiesen a la Prensa antes de tiempo ciertas noticias que podían causar trastornos a los delegados en su viaje de regreso y cerrarles las fronteras. A los pocos días, el nombre de Zimmerwald, hasta entonces perfectamente ignorado, resonaba en el mundo entero. Esto causó una sensación estremecedora al dueño del hotel en que nos alojamos. Aquel honorable suizo díjole a Grimm que tenía firmes esperanzas de que aumentase el precio de su finca y que, en agradecimiento, estaba dispuesto a contribuir con una cantidad a los fondos de la Tercera Internacional.
Creo, sin embargo, que lo habrá pensado mejor.
La conferencia de Zimmerwald imprimió gran impulso al movimiento antiguerrero en los diversos países. En Alemania, contribuyó a intensificar la acción de los espartaquistas. En Francia, creose el “Comité para el fomento de las relaciones internacionales”. Los obreros de la colonia rusa de París se compenetraron más íntimamente con nuestro periódico y tomaron sobre sus hombros el lado financiero y otras cargas. Martov, que durante la primera época había colaborado calurosamente en el Nasche Slovo, se separó de él en vista del giro que tomaba. Las diferencias de opinión, puramente accidentales, que me habían separado de Lenin en Zimmerwald, se borraron en el transcurso de los meses siguientes.
Entre tanto, iban concitándose sobre nuestras cabezas nubes cada vez más cargadas. El periódico reaccionario Liberté empezó a publicar entre los anuncios noticias de origen anónimo, acusándonos de germanofilia. Arreciaban los anónimos amenazadores. Es seguro que, tanto las acusaciones como las amenazas, procedían de la embajada rusa. Por las inmediaciones de la imprenta en que se tiraba el periódico, rondaban constantemente figuras sospechosas. Hervé nos amenazaba con el dedo de la policía. El profesor Dürckheim, presidente de la comisión nombrada por el gobierno para atender a los asuntos de los emigrados rusos, nos informó de que en las esferas gubernamentales se hablaba de prohibir el Nasche Slovo y expulsar a su director. Sin embargo, no se decidían a hacerlo. No tenían ni asomo de causa, puesto que yo me atenía a las leyes y hasta a la ausencia de toda ley porque se regía la censura. Por lo menos, había que encontrar un pretexto un poco decoroso. Por fin, después de mucho esperar, lo encontraron, o mejor dicho, lo crearon.

Dic. 27, 1917: Delegación rusa es recibida por oficiales alemanes en Brest-Litovsk
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Expulsado de Francia
A poco de llegar yo a Constantinopla, algunos órganos de la Prensa francesa se apresuraron a publicar la noticia de que la orden por la que se me había expulsado de Francia hacía trece años seguía vigente. De ser cierto, hay en ello un motivo más para convencerse de que en la pasada catástrofe, la más terrible que viera el mundo, no se han perdido todos los valores. Cierto que, en unos cuantos años perecieron generaciones enteras y fueron destruidas gran número de ciudades; cierto también que rodaron por el polvo de Europa varías coronas de reyes y emperadores y que las fronteras de los Estados cambiaron de sitio, incluyendo entre ellas esas fronteras de Francia que a mí se me cierran. Pero, en medio de este cataclismo grandioso, queda en pie como signo consolador una orden firmada por monsieur Malvy, a principios del otoño de 1916. ¿Qué importa que el propio Malvy hubiera de ser más tarde expulsado de su país y hoy se encuentre reintegrado a él? En la historia, es frecuente que la obra de un hombre sobreviva a su creador.
Puede que un jurista un tanto exigente echase de menos la continuidad necesaria para la vigencia de esa orden. En 1918, la Misión francesa de Moscú puso a mi disposición a sus oficiales, conducta bien extraña en verdad para con un “extranjero poco grato”, a quien se priva del derecho a pisar territorio francés. También es bastante extraño que el día 10 de octubre de 1922 me visitase, en Moscú, monsieur Herriot, y no, por cierto, para recordarme que aquella orden de expulsión seguía vigente. Al contrario; fui yo quien hubo de hacer alusión a la orden consabida, en vista de que monsieur Herriot me preguntaba, muy amablemente, cuándo iba a ir por París. Claro está que mi alusión no pasaba de ser una broma. Los dos nos echamos a reír. Cada cual por sus razones, pero nos echamos a reír los dos. Asimismo es extraño que al inaugurarse, en el año de 1921, la estación eléctrica de Schatura, el embajador de Francia, monsieur Herbette, contestando a mi discurso en nombre de los diplomáticos allí presentes, me dirigiese un saludo muy amable, en el que ni aun el oído más receloso pudo percibir un eco de la orden de expulsión de monsieur Malvy.
¿Cuál es la conclusión de todo esto? Llevaba razón aquel inspector de policía, uno de los dos que me acompañaron en 1916 en el viaje de París a Irún, cuando me decía:
—Los Gobiernos cambian, pero la policía permanece.
Para comprender debidamente las circunstancias en que fui expulsado de Francia, hay que decir algo acerca de las condiciones en que vivía aquel pequeño periódico ruso redactado por mí. Su principal enemigo era, naturalmente, la embajada zarista, donde se traducían celosamente al francés los artículos de Nasche Slovo, para luego enviarlos, adobados por las glosas oportunas, al Quai d’Orsay y al Ministerio de la Guerra. La misma embajada se encargaba de telefonear, nerviosamente, al censor de guerra, monsieur Chasles, que había vivido muchos años en Rusia dando clases de francés. Chasles no se distinguía precisamente por ser un carácter resuelto. Sus perplejidades y vacilaciones terminaban siempre entendiendo que era preferible tachar a dejar pasar.
¡Lástima que no aplicase la misma regla a la biografía de Lenin que había de escribir unos años después, y que es, por todos conceptos, deplorable! Aquel temeroso censor, no sólo tomaba bajo su protección al Zar, a la Zarina, a Sasonov, a Miliukov y a sus sueños de expansión en los Dardanelos, sino hasta al propio Rasputín. No costaría ningún trabajo demostrar que toda la guerra —una guerra a muerte— que se estaba librando contra el Nasche Slovo, no se dirigía contra las tendencias internacionales del periódico, sino contra su actitud revolucionaria ante el zarismo.
Hubimos de sufrir el primer ataque de paroxismo agudo de la censura en la época de los avances rusos en Galizia. Al menor triunfo de sus armas, la embajada zarista levantaba la cabeza con un atrevimiento insolente. El paroxismo llegó hasta el punto de tacharnos íntegra la necrología del conde de Witte, incluso el título del artículo, que constaba de cinco letras: “Witte”.
Importa advertir que al tiempo que esto ocurría, el órgano oficial del Ministerio de Marina de San Petersburgo estaba publicando unos artículos de una violencia inaudita contra la República francesa, burlándose de su parlamentarismo y de su pequeño “Zar”, el diputado. Me eché debajo del brazo un tomo de la revista petersburguesa y me fui a la censura a pedir cuentas al censor.
—En realidad —me dijo monsieur Chasles—, éste no es asunto de mi competencia; las instrucciones referentes al periódico de ustedes parten todas del Ministerio de Negocios extranjeros. Es mejor que hable usted con uno de nuestros diplomáticos.
Como a la media hora, se presentó en el Ministerio de la Guerra un caballero diplomático de pelo canoso. Entre nosotros tuvo lugar, en términos casi literales, el siguiente diálogo, que transcribí a poco de ocurrido: —¿Quiere usted hacer el favor de decirme por qué se me ha tachado un artículo en que se hablaba de un burócrata ruso jubilado, que estaba en desgracia y acababa de morir, y qué relaciones puede haber entre esto y las operaciones de guerra?
—Es que, ¿sabe usted?, esos artículos no les agradan —dijo el diplomático, haciendo un gesto vago con la cabeza; yo me figuro que para apuntar hacia el sitio en que se encontraba la embajada rusa.
—Pero, tenga usted en cuenta que precisamente por eso los escribimos nosotros, porque sabemos que no les agradan.
El diplomático sonrió desdeñosamente ante esta respuesta, como si se tratase de una linda broma.
—Estamos en tiempo de guerra, y nuestra suerte depende de la de nuestros aliados.
—¿Acaso quiere usted decir con eso que el régimen interior de Francia se halla mediatizado por la diplomacia zarista? En este caso, entiendo que sus antepasados se equivocaron al cortar la cabeza a Luis Capeto.
—¡Oh, exagera usted! Pero no olvide, se lo ruego, que estamos en tiempos de guerra
A partir de aquel momento, la conversación careció ya de sentido. El buen diplomático me dio a entender, con una sonrisa muy compuesta, que a los vivos no les agrada que se hable mal de los muertos, pues también los dignatarios son mortales. Las cosas siguieron como antes. El censor tachaba sin duelo, y muchas veces, en vez de un periódico, salía a la calle una hoja de papel en blanco. Jamás se me ocurrió quebrantar las órdenes de monsieur Chasles, a las que me atenía con la misma fidelidad que él a las de sus comitentes.
De nada me sirvió, pues en el mes de septiembre de 1916 me fue comunicada en la Prefectura de Policía una orden de expulsión, conminándome a salir de Francia. ¿Cuál era la causa? En la orden no se daban razones. Poco a poco, fuimos descubriendo que el pretexto provenía de una provocación maligna organizada por la policía rusa destacada en Francia.
El diputado Juan Longuet se presentó ante Briand para protestar contra mi expulsión, o, mejor dicho, para lamentarse de ello, pues las protestas de Longuet tenían siempre un tono melódico de gran dulzura. Briand, Presidente del Gobierno, le dijo: —¿Y no sabe usted que en los bolsillos de los soldados rusos que asesinaron en Marsella a su Coronel se encontraron números del Nasche Slovo?
Longuet no contaba con esto. Ya se le hacía duro avenirse a las tendencias “zimmerwaldistas” del periódico; pero aquello de asesinar a un Coronel era demasiado.
Longuet pidió informes del caso a mis amigos franceses, éstos acudieron a mí; yo no tenía del asesinato de Marsella más noticias que las que pudieran tener ellos. Los corresponsales de la Prensa liberal rusa, adversarios patrióticos del Nasche Slovo, hubieron de mezclarse en el asunto, y, sin querer, pusieron en claro la tramitación del crimen.
La cosa ocurrió del modo siguiente: El Gobierno zarista había movilizado a toda prisa, para mandarlos a tierra francesa, además de los soldados rusos —que eran tan pocos, que los llamaban destacamentos “simbólicos”—, una nube de espías y agentes provocadores. Entre ellos, se encontraba un tal Winning —creo que se llamaba así—, que vino a París con una recomendación del Cónsul de Rusia en Londres. A lo primero, Winning intentó ganarse a los corresponsales de los periódicos rusos moderados para hacer entre los soldados propaganda “revolucionaria”; pero le dieron con la puerta en las narices. En la Redacción del Nasche Slovo no se atrevió a presentarse, y nosotros no teníamos la menor noción de la existencia de este personaje. Fracasado en París, se trasladó a Tolón, donde seguramente tendría cierto éxito entre los marinos rusos, a quienes, naturalmente, no les era fácil penetrar en el fondo de sus intenciones. “Aquí tenemos un magnífico campo para trabajar; enviad libros y periódicos revolucionarios” escribía Winning desde Tolón a una serie de periodistas rusos, elegidos al azar; ninguno le contestó. En el crucero ruso Askold, fondeado en Tolón, estalló un motín, que fue cruelmente sofocado. Como la intervención de Winning en este suceso había sido demasiado manifiesta, pareciole oportuno trasladar a Marsella su campo de acción, antes que fuese tarde. También aquí encontró “un campo magnífico” para trabajar. A los pocos días estallaba en Marsella, entre los soldados rusos —sin que Winning fuese ajeno al caso—, una sublevación, como consecuencia de la cual fue muerto a pedradas en el patio del cuartel el Coronel Krause. Al ser detenidos los soldados complicados en el asunto, se les ocupó a varios el mismo número del Nasche Slovo. A los periodistas rusos que acudieron a Marsella a informarse de lo ocurrido, les dijeron varios oficiales que durante la sublevación se había presentado allí un tal Winning, que, quieras que no, colocaba a todo el mundo el Nasche Slovo. Los detenidos, cuando les encontraron el periódico, no habían tenido todavía tiempo a leerlo.
Advertiré que inmediatamente de conocer la conversación que había tenido Longuet con Briand acerca de mi expulsión, es decir, antes de que se aclarase el papel de Winning en el asunto, dirigí una carta abierta a Julio Guesde, en la que apuntaba la sospecha de que el Nasche Slovo hubiera sido puesta en los bolsillos de los soldados por un agente provocador. Esta sospecha se confirmó de un modo irrefutable, y por los más furibundos adversarios del periódico, mucho antes de lo que yo pensaba. No importa. La diplomacia zarista había dado a entender al Gobierno republicano con la suficiente claridad que, si quería tener soldados rusos, había de acabar inmediatamente con aquel nido de revolucionarios. Al fin, se conseguía lo deseado: el Gobierno francés, después de tanto vacilar, se decidió a suspender el Nasche Slovo, y Malvy, Ministro del Interior, firmó la orden de mi expulsión que le puso delante la Prefectura de Policía.
Ahora, el Gobierno creíase a seguro. A Juan Longuet y a algunos otros diputados que le interpelaron, principalmente a Leygues, Presidente de la Comisión parlamentaria, Briand dio como fundamento de mi expulsión lo sucedido en Marsella. Aquello convencía a cualquiera. Sin embargo, como nuestro periódico, que estaba sujeto a una rigurosa censura previa y se vendía sin recato en los quioscos de París, no podía haber incitado a nadie a que asesinase a ningún Coronel, aquella historia quedó flotando en el misterio, hasta que se descubrió su verdadera trama. La noticia del caso y de su verdadero desarrollo llegó hasta la Cámara. Me contaron que Painlevé, que era a la sazón Ministro de Instrucción pública, cuando le refirieron los detalles de lo sucedido, no pudo contenerse exclamó: —¡Es una vergüenza , no, eso no puede quedar así!
Pero estábamos en tiempos de guerra, y el Zar era un aliado de la República. No podía dejarse al descubierto a Winning. No quedaba, pues, más camino que ejecutar la orden de Malvy.
En la Prefectura de Policía de París me comunicaron que podía trasladarme al país que mejor me pareciese, si bien advirtiéndome que tanto Inglaterra como Italia renunciaban al honor de brindarme hospitalidad. Bien, pues retornaría a Suiza. Pero ocurría que el Consulado suizo se negaba a visarme el pasaporte. Telegrafié a mis amigos de Suiza, y obtuve de ellos una respuesta aquietadora: que descuidase, que el asunto se arreglaría en sentido favorable. Sin, embargo, el Consulado suizo seguía negándose a ponerme el visado. Luego se descubrió que la Embajada rusa, ayudada por los aliados, había ejercido sobre Berna la coacción necesaria para que las autoridades suizas diesen largas al asunto, con objeto de ganar tiempo hasta que me expulsasen de Francia. A Holanda y Escandinavia no había modo de ir más que pasando por Inglaterra. El Gobierno inglés se llegó categóricamente a permitirme que atravesase por su territorio. No me quedaba, pues, más que España. Ante tal coyuntura, me negué a pasar voluntariamente los Pirineos.
Unas seis semanas duraron las negociaciones y los debates con la policía de París. Los espías me seguían a todas partes, no me perdían paso, montaban la guardia delante de mi vivienda y a la puerta de la Redacción del periódico. Laurent, el prefecto de policía, me llamó a su despacho y me dijo que, puesto que me negaba a salir voluntariamente, se presentarían en mi casa a buscarme dos inspectores de Policía, claro está que “de paisano”, agregó, como si me hiciese un gran favor.
La Embajada zarista había conseguido lo que quería por fin, iba a ser expulsado de Francia.
Puede que en los detalles de mi relato, hecho sobre las notas que conservo de aquella época, se haya deslizado alguna pequeña inexactitud. Pero los datos esenciales son absolutamente ciertos e indiscutibles. Además, aún viven la mayoría de las personas que intervinieron en el asunto. Muchas de ellas se encuentran en Francia. Asimismo existen documentos. No costaría ningún trabajo reconstruir los hechos tal como sucedieron. Yo, por mi parte, no dudo que si se sacase de los archivos policíacos la orden de expulsión decretada contra mí por monsieur Malvy y se sometiese el documento a una investigación dactiloscópica, en una de las puntas aparecerían las huellas del dedo índice de Mr. Winning.

Caricatura política occidental: “Ese diablillo Trotsky”
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De paso por España
En la habitación que ocupaba en la pequeña rue Oudry me esperaban dos inspectores de policía.
Uno de ellos era pequeño y viejo, un anciano casi; el otro tenía una talla gigantesca, era calvo, como de unos cuarenta y cinco años de edad, y negro como la pez. El traje de paisano les sentaba desmañadamente, y cuando decían algo hacían el gesto de llevarse la mano a una visera invisible.
Mientras me despedí de los amigos y la familia, se ocultaron con extremada cortesía detrás de la puerta. Y al salir, el viejo se quitó varias veces el sombrero, deshaciéndose en excusas.
Delante de la casa montaba la guardia uno de los espías que me habían perseguido maligna e infatigablemente durante los dos meses últimos. Muy cordial, como si nada hubiese ocurrido, puso en orden el “plaid”, y cerró la puerta del auto. Tenía todo el aire del cazador que entrega al comprador la caza. Nos pusimos en marcha.
Tren rápido. Departamento de tercera. El policía viejo resulta ser un buen geógrafo. Tomsk, Kazán, la feria de Nishni-Novgorod: todo lo conoce. Habla español y conoce también España. El otro, el alto y moreno, se está largo tiempo callado, mirando de reojo y con gesto de malhumor.
Pero al fin, sale de su mutismo para decir:
—La raza latina no hace más que dar vueltas a la misma cosa, las demás le están tomando la delantera.
Tal dijo, inesperadamente, mientras en una de las manos, peludas y llenas de gordos anillos, tenía cogido un pedazo de tocino, en el que de vez en cuando daba un corte con la navaja.
—¿Cuál es —prosiguió— el estado de nuestra literatura? Pura decadencia. Y lo mismo la filosofía.
Desde los tiempos de Descartes y Pascal, no ha habido nada que valga la pena La raza latina no hace más que dar vueltas a la misma cosa.
Yo aguardaba, lleno de asombro, a ver en qué paraba aquello. Pero el inspector, vuelto a su silencio, mascaba el tocino y el pan.
—Ustedes tuvieron no hace mucho a Tolstoi, pero Visen es más inteligible para nosotros que Tolstoi. —Y vuelta a callar.
El viejo, herido en su susceptibilidad por aquel alarde de erudición, empezó a explicar la importancia del ferrocarril transiberiano. Y luego, completando, y a la par suavizando, la conclusión pesimista de su colega, añadió:
—Sí, nos falta iniciativa. Aquí, todo el mundo quiere vivir del presupuesto. Es triste, pero no puede negarse que es así.
Yo les oía a los dos, porque no tenía otro remedio; pero no dejaba de poner interés en sus palabras.
—¿La vigilancia? ¡Oh, ahora no hay vigilancia posible! Para que tenga sentido vigilar a una persona es necesario que el que vigila permanezca oculto, ¿no es cierto? Hay que decirlo sin reservas: el “Metro” ha acabado con la vigilancia. Para que ésta pudiera llevarse a cabo, sería necesario ordenar a las personas sujetas a ella que no tomasen el “Metro”. —Y el policía moreno se echó a reír, con una risa de pocos amigos.
—Muchas veces vigilamos a una persona sin que nosotros mismos sepamos por qué —dijo el viejo, amortiguando las palabras del otro.
—Los policías somos unos escépticos —tornó a hablar, siempre sin transición, el moreno—. Usted tiene sus ideas propias. Nosotros estamos aquí para proteger lo existente. Tome usted, por ejemplo, la gran Revolución. ¡Formidable movimiento de ideas! Catorce años después de estallar la revolución, el pueblo vivía peor que nunca. Lea usted a Taine. Los policías somos conservadores por razón del cargo. El escepticismo es la única filosofía que conviene a nuestro oficio. Y al fin y al cabo nadie elige su camino en la vida. Eso del libre albedrío es una quimera. Todo está predeterminado por la marcha de las cosas.
Y comenzó a beber estoicamente vino, por la botella. Luego, mientras taponaba la botella, volvió al tema:
—Renan ha dicho que las ideas nuevas vienen siempre demasiado pronto. Y tiene razón.
En este momento, como yo hubiese puesto la mano casualmente en el cerrojo de la puerta, dirigió hacia ella su mirada acechante. Para tranquilizarte, me llevé la mano al bolsillo.
El viejo volvía a tomarse la revancha. Ahora nos hablaba de los vascos, de su idioma, de sus mujeres, de la forma de su peinado, y por ahí adelante. Nos estábamos acercando a la estación de Hendaya.
—Aquí vivió Déroulède, nuestro poeta romántico nacional. Le bastaba con tener delante las montañas de Francia. Era un Don Quijote sitiado en un rincón de España. —Y el moreno sonrió con discreto desdén. —Tenga usted la bondad, monsieur, de seguirme al puesto de policía de la estación.
En Irún se me acercó un gendarme francés a preguntarme no sé qué; pero mi acompañante le hizo la seña masónica y me llevó rápidamente por una de las salidas de la estación.
—C’est fait avec discrétion? N’est-ce pas? —me preguntó el moreno—. Desde Irún puede usted tomar el tranvía hasta San Sebastián. Procure usted, darse aires de turista, para no despertar las sospechas de la policía Española, que es extraordinariamente recelosa. Y ahora, como si no nos conociésemos, ¿verdad?
Nos despejamos fríamente
En San Sebastián, donde admiré el mar y me quedé espantado en los precios, tomé el tren para Madrid. Heme aquí en una ciudad en que no conocía a nadie —ni a un alma— y en que de nadie era conocido. Y como no sabía tampoco español, no podía sentirme más solo ni en medio del Sahara ni recluido en la fortaleza de San Pedro y San Pablo. No me quedaba otro camino que acogerme al lenguaje del arte. Los dos años de guerra me habían hecho casi olvidar que existía arte en el mundo. Me lancé con la furia del hambriento sobre los tesoros deliciosos del Museo del Prado, y, como en otro tiempo, volví a sentir en este arte el elemento de lo “eterno”. Rembrandt, Ribera. Los cuadros de jerónimo Bosch, genial en su simplista goce de vivir. El vigilante, un hombre viejo, me dio una lupa para que pudiese ver mejor las figurillas de los aldeanos, los asilos y los perros que pululaban en los cuadros de Miguel. Aquí no se notaba para nada la guerra. Cada cosa ocupaba, imperturbable, su lugar, y los colores vivían su vida propia y libre.
En mi libro de notas senté en el Museo la siguiente reflexión:
“Entre nuestra época y estos artistas antiguos vino a interponerse, antes de la guerra —sin eliminar ni empequeñecer lo viejo—, el arte nuevo, más íntimo, más individual, más matizado, más sugestivo, más movido. Es probable que la guerra avente para mucho tiempo estas concepciones y este modo, sustituyéndolas por las pasiones y los sufrimientos de las masas; pero aunque así sea, no es fácil que retornemos a las formas antiguas, a esas formas de belleza, anatómica y botánicamente perfectas, a las caderas de un Rubens (si bien las caderas tendrán probablemente gran predicamento en el nuevo arte de la posguerra, ansioso de vida). Difícil cosa es profetizar; pero tengo la evidencia de que estas sensaciones insólitas que se han adueñado de casi toda la humanidad civilizada, producirán un arte nuevo ”.
Sentado en el hotel, leía, diccionario en mano, los periódicos españoles, y aguardaba a que llegasen las respuestas a las cartas que había escrito a Italia y a Suiza. Todavía tenía la esperanza de que me dejasen entrar en territorio suizo. Al cuarto día de estar en Madrid recibí una carta de París dándome la dirección del socialista francés Gabier, que dirigía en la capital de España una Compañía de seguros. A pesar de la posición social burguesa que ocupaba, Gabier resultó ser adversario resuelto de la política patriótica que estaba siguiendo su partido. Por él supe que los socialistas españoles estaban plenamente influenciados por el socialpatriotismo francés. No había más oposición seria que la de los anarquistas de Barcelona.
El secretario del partido socialista, Anguiano, a quien tenía el propósito de visitar, estaba por aquellos días en la cárcel cumpliendo quincena, por haber faltado al respeto a un santo de la Iglesia católica. De haber ocurrido esto unos siglos antes, le habrían quemado en la hoguera sin más contemplaciones.
Mientras llegaba la contestación de Suiza, seguía estudiando algunas palabras de español, charlando con Gabier y visitando los Museos. El día 9 de noviembre fui llamado al pasillo con gestos de terror por la doncella de la pequeña pensión en que me había instalado Gabier. En el pasillo, aguardaban dos sujetos de pelaje inconfundible, que sin perder el tiempo en grandes cortesías, me invitaron a que les acompañase. ¿Adónde? No hace falta preguntarlo: a la Dirección de policía de Madrid. Llegados al punto de destino, me sentaron en un rincón.
—¿De modo, que estoy detenido? —pregunté.
—Sí, por una horilla o dos.
Mis siete buenas horas me tuvieron en la Dirección, sin cambiar de postura. Hacia las nueve me llevaron escaleras arriba. Hube de comparecer ante un Olimpo bastante numeroso.
—¿Y por qué se me detiene, si puede saberse?
Esta pregunta, a pesar de ser tan sencilla, causó el asombro de los olímpicos. Una tras otra, fueron aventurándose diversas hipótesis. Uno de aquellos señores habló de las dificultades que el Gobierno ruso ponía para los pasaportes de los extranjeros que se dirigían a aquel país.
—¡Si supiera usted el dinero que nos cuesta perseguir a nuestros anarquistas! —dijo otro, como si quisiera con esto moverme a compasión.
—Pero, permítame usted, no es posible que se me haga responsable al mismo tiempo de la policía rusa y de los anarquistas españoles
—Cierto, cierto, lo decía sólo a modo de ejemplo
—¿Qué ideas profesa usted? —me preguntó, después de mascullar un poco, el jefe.
Procuré explicarles, en forma vulgar, cuáles eran mis ideas.
—¡Hola, ahí lo tiene usted! —me contestó el hombre.
Por fin, el jefe me hizo saber por medio de un intérprete que se me invitaba a salir de España cuanto antes, y que entre tanto no tenía más remedio que someter mi libertad “a algunas retracciones”.
—Sus ideas son demasiado avanzadas (trop avancées) para España —me dijo, con una hermosa sinceridad, a través del intérprete.
A las doce de la noche, un agente de policía me condujo en un taxi a la cárcel de Madrid. El inevitable cacheo en el centro de la “estrella”, donde se cruzan las cinco alas del edificio, de cuatro pisos cada una. Escaleras de hierro. Silencio, ese especial silencio nocturno de la celda, lleno de fuertes emanaciones y de pesadillas. En los corredores, bombillas eléctricas mortecinas. Todo conocido, todo igual. El chirrido de la puerta blindada que se abre. Una pieza grande medio en tinieblas, el aire recargado de la prisión, el mísero camastro que da asco ver. El chirrido de la puerta que se cierra. ¿Cuántas veces se ha repetido ya esta historia? Abro el ventanuco cruzado por barrotes. Se cuela una bocanada de aire fresco. Sin desvestirme, con todos los botones abrochados, me tiendo en la cama y me arropo con mi abrigo. Hasta ahora, no me di cuenta de lo absurdo que era todo lo sucedido. ¡Encarcelado en Madrid! Jamás pude soñarlo. No puede negarse que Isvolsky había trabajado a conciencia. ¡En Madrid! Y allí, tendido en un camastro de la “Cárcel Modelo”, sin poder contenerme, me eché a reír con todas mis ganas. Riendo, me quedé dormido.
En el paseo, los presos por delitos comunes me dijeron que en esta cárcel había celdas gratis y celdas de pago. Una celda de primera costaba peseta y media, y siendo de segunda, 75 céntimos al día. El preso tenía opción a una habitación alquilada; pero no se le reconocía derecho a rechazar la que le daban gratis. Mi celda era una de las de primera clase, de las caras. Oyendo aquello, volví a echarme a reír muy de buena gana. Pero en realidad, no podía negarse que la organización era lógica. ¿Por qué ha de reinar la igualdad en las cárceles de una sociedad cuyo fundamento es la desigualdad en todas las cosas? Dijéronme también que los moradores de las celdas caras podían pasear dos veces al día, una hora de cada vez, mientras que los demás sólo tenían media hora de paseo. También aquello era lógico. Los pulmones de un estafador, por ejemplo, que puede pagar peseta y media al día, tienen derecho a una ración de aire mayor que los del huelguista que respira gratis.
Al tercer día de estar en la cárcel me llevaron a tomarme las medidas antropométricas, y me ordenaron que pusiera las yemas de los dedos encima de una plancha sobre la que habían extendido tinta de imprimir, para sacar las huellas dactilares. Como me negara, lo hicieron por la “fuerza”, aunque con una refinada cortesía. Yo me puse a mirar por la ventana mientras el vigilante me iba ensuciando cuidadosamente los dedos, uno tras otro, y sellando con ellos no sé cuántas fichas y hojas de papel, lo menos diez; primero la mano, derecha y luego la izquierda. Hecho esto, me dijeron que me sentase y me quitase las botas. Me negué a ello. Con los pies, la cosa no, era tan sencilla. Los empleados de la cárcel me rodeaban sin saber qué hacer. Por fin, me dejaron y lleváronme al locutorio, donde me aguardaban Gábier y Anguiano, a quien habían sacado de la cárcel —pero no de ésta— el día antes. Me comunicaron que habían puesto en movimiento todos los resortes para conseguir mi libertad. Al salir, me crucé en el corredor con el cura de la cárcel, el cual no manifestó sus simpatías católicas hacia mi pacifismo, y añadió, a guisa de consuelo: —¡Paciencia, paciencia[9]! Realmente no me quedaba otro recurso, por el momento.
El día 12 por la mañana se presentó un agente de policía a comunicarme que aquella noche debía salir para Cádiz, y me preguntó si deseaba pagarme yo mismo el billete. Como aquel viaje no respondía, ni mucho menos, a mi propósito, di las gracias y me negué resueltamente a costeármelo. Ya estaba bueno con que pagase la pensión en la Cárcel Modelo. Aquella noche íbamos camino de Cádiz, viajando a costa del Rey de España. ¿Pero por qué a Cádiz? Volví a mirar el mapa. Cádiz está situado en el punto más saliente de la Península Ibérica. De Beresov, en un trineo tirado por renos, cruzando los Montes Urales, a San Petersburgo; de aquí, dando un rodeo, a Austria; de Austria a Francia, pasando por Suiza; de Francia a España y, finalmente, desde los Pirineos, atravesando toda la Península, a Cádiz. Dirección: de Nordeste a Sudoeste. Allí acaba la tierra firme y empieza el Océano. ¡Paciencia, que diría el cura!
Los agentes que me acompañaban no rodeaban nuestra expedición de ningún misterio. Todo lo contrario, estaban dispuestos a relatar ce por be mi historia a cuantos por ella se interesasen. Y al hacerlo, me presentaban en la mejor de las formas, insistiendo en que no se trataba de un monedero falso, ni de un carterista, sino de un “caballero”, aunque con ideas un tanto extrañas. Todo el mundo me consolaba diciéndome que el clima de Cádiz era excelente.
—¿Y cómo dieron ustedes conmigo? —les pregunté a los policías.
Habían dado conmigo muy fácilmente, por un telegrama cursado desde París. Como yo lo sospechaba. La Dirección de Policía de Madrid recibió un telegrama de la Prefectura de París concebido en estos términos: “Anarquista peligroso, cuyo nombre damos, ha pasado la frontera por San Sebastián. Piensa instalarse en Madrid”. De modo que me esperaban, me buscaron y, como pasase toda una semana sin dar conmigo, ya estaban un tanto intranquilos. Los policías franceses me habían puesto delicadamente del otro lado de la frontera; el admirador de Montaignes y Renan me había preguntado incluso: “C’est fait avec discrétion, n’est-ce pas?”. ¡Y la misma policía telegrafiaba inmediatamente a Madrid, diciendo que un “anarquista” peligroso había penetrado en España por Irún!
En este asunto tuvo un papel de bastante relieve el jefe de la llamada “Policía jurídica”, Bidet-Faupas. Él fue el alma de mi vigilancia y expulsión. Bidet se distinguía de todos sus colegas por una rudeza y malignidad extraordinarias. A mí se empeñaba en hablarme en un tono que no se hubieran permitido ni los oficiales de la gendarmería zarista. Nuestras entrevistas terminaban siempre con una explosión. Al salir del despacho, sentía clavada en mi espalda una mirada cargada de odio. Cuando me visitó en la cárcel Gabier, le dije que tenía la convicción de que mi encarcelamiento era una maniobra de Bidet-Faupas. Este nombre dio, gracias a mí, la vuelta por todos los periódicos de España. No habían de pasar dos años sin que el destino me ofreciese una inesperada reparación a costa de monsieur Bidet. En el verano de 1918, estando yo en el Comisariado de Guerra, me telefonearon diciéndome que Bidet, el Júpiter Bidet, había sido detenido y estaba encarcelado en una prisión soviética. No me resignaba a dar crédito a mis oídos. Luego, se averiguó que el Gobierno francés le había mandado a la Rusia soviética con la Misión militar para montar el espionaje y delatar las posibles conspiraciones. Pero no fue lo bastante cauto que exigía su oficio, y cayó en la red. Verdaderamente no podía yo exigir de la Némesis una satisfacción mayor, sobre todo si se tiene en cuenta que, a poco de ocurrir esto, el propio Malvy, el ministro francés, que había firmado mi orden de expulsión, era expulsado, a su vez, por el Gobierno de Clemenceau, acusado de intervenir en intrigas pacifistas. ¡Aquella trabazón de sucesos parecía cosa de película!
Cuando me llevaron al Comisariado a Bidet, apenas le reconocí: no parecía el mismo. El Júpiter tonante se había convertido en un simple mortal. Bastante malparado, además. Le miré como interrogándole.
—Mais oui, monsieur —me dijo, humillando la cabeza—; c’est moi.
Sí, era Bidet. ¿Pero cómo era posible aquello? ¿Cómo había podido ocurrir? Yo no salía de mi asombro. Bidet hizo un gesto filosófico con la mano y comentó, con el convencimiento de un estoico policíaco:
—C’est la marche des événements.
¡Ya lo creo! ¡Magnífica fórmula! Y en mi recuerdo emergió aquel fatalista moreno que me había acompañado hasta San Sebastián: “el libre albedrío es una quimera, todo está predeterminado por la marcha de las cosas ”.
—Pero, aunque así sea, reconocerá usted, monsieur Bidet, que no estuvo usted excesivamente cortés conmigo en París
—Sí, desgraciadamente, tengo que reconocer, con harto sentimiento, señor Comisario del Pueblo, que es verdad. En mi celda he pensado mucho en ello. A veces, no deja de ser útil para un hombre —añadió con tono solemne— el conocer la cárcel por dentro. Pero, confío en que la conducta seguida por mí en París no me acarreará ahora consecuencias tristes, ¿verdad?
Le tranquilicé.
—Cuando vuelva a París —me aseguró— me dedicaré a otras ocupaciones.
—¿De veras, monsieur Bidet? On revient toujours à ses premières amours.
Tantas veces he contado esta escena a mis amigos, que me acuerdo del diálogo con todo detalle, como si hubiese ocurrido ayer. Algún tiempo después, Bidet fue enviado a Francia, en un canje de prisioneros. No volví a saber de él.
Pero no tenemos más remedio que dejar el Comisariado, de Guerra, para volver por un momento a Cádiz. Después de cambiar impresiones con el Gobernador, el Comisario de Policía de Cádiz me notificó que al día siguiente, a las ocho de la mañana, me embarcaría para La Habana en un vapor que, por feliz coincidencia, salía mañana mismo de aquel puerto.
—¿Para dónde dice usted?
—Para La Habana.
—¿¡Para La Ha-ba-na!?
—¡Para La Habana!
—Tendrán ustedes que embarcarme por la fuerza.
—Pues, sintiéndolo mucho, nos veremos obligados a mandarle a usted en las bodegas del barco.
El Secretario del Consulado alemán, que era amigo del Comisario y hacía oficio de intérprete, me aconsejó que “me resignase a la realidad”. ¡Paciencia, paciencia[10] otra vez! Pero esto era ya demasiado. Volví a declarar que no me embarcaría. Acompañado por espías de vista, fui corriendo a Telégrafos por las calles de aquella pequeña ciudad encantadora, sin darme mucha cuenta de sus encantos, y deposité una serie de telegramas “urgentes”. Telegrafié a Gabier, a Anguiano, al director de la policía política, al Ministro de la Gobernación, a Romanones, Presidente del Consejo; a los periódicos liberales, a los diputados republicanos. Movilicé todos los argumentos que podían caber en telegrama. Envié cartas a todos los rincones y lugares más apartados del mundo. “Supóngase, querido amigo, —escribía al diputado italiano Serrati—, que estuviese usted en Tver vigilado por la policía rusa, y que de pronto quisieran mandarle a Tokio, adonde no le interesa a usted ir ni por asomo. Pues tal es, poco más o menos, la situación en que yo me encuentro en Cádiz, en vísperas de ser expedido con dirección a La Habana”.
De allí, fui corriendo, y siempre acompañado por los espías, a ver al comisario. Éste, acuciado por mí, se prestó a telegrafiar a costa mía a Madrid, diciendo que prefería esperar en la cárcel de Cádiz a que llegase el barco para Nueva York antes que ir a La Habana. No me resignaba a rendir las armas. Fue un día movido.
El diputado republicano Castrovido presentó una interpelación en las Cortes acerca de mi encarcelamiento y expulsión. En los periódicos se entabló una polémica. Las izquierdas atacaban a la policía, pero condenando como francófilo mi pacifismo. Las derechas simpatizaban con mi “germanofilia” (no en vano me habían expulsado de Francia), pero les asustaba mi “anarquismo”. En medio de este barullo, no había manera de entenderse. Sin embargo, me permitieron que aguardase en Cádiz la llegada del primer barco para Nueva York. El conseguir esto fue una ruda victoria.
Pasé en Cádiz varias semanas, bajo la vigilancia de la policía. Pero era una vigilancia mucho más pacífica y familiar que la de París. Aquí había tenido que pasar dos meses torturado, viendo el modo de sustraerme a las miradas de los espías, huyendo en un auto solitario, desapareciendo en un cine sombrío, saltando en el último segundo a un vagón del “Metro” o de él al andén, etc., etc.
Pero los espías tampoco se descuidaban, sino que desplegaban en aquella caza todas las astucias de su arte: me escamoteaban el taxi delante de las narices, montaban la guardia a la puerta del cine, salían volando como bombas del tranvía o el “Metro” con gran indignación del público y del cobrador. En aquella campaña, había mucho de “arte por el arte”. En realidad, casi toda mi actuación política se había desarrollado siempre bajo las miradas de la policía. Pero las persecuciones de los espías excitaban y despertaban en uno el instinto del deporte. En cambio, en Cádiz, el encargado de vigilarme me advirtió que se presentaría a tales y tales horas y que le esperase en el hotel. A cambio de esto, intervenía con gran empeño en defensa de mis intereses, me ayudaba a hacer las compras y me llamaba la atención acerca de los hoyos de la acera. Un día, como un vendedor me pidiese dos reales por una docena de camarones, le cubrió de insultos, agitando amenazadoramente las manos, y cuando ya el vendedor estuvo fuera del café, salió corriendo detrás de él y armó tal gritería, que la gente se arremolinó a ver lo que pasaba.
Yo procuraba no perder el tiempo: me iba a la biblioteca a estudiar la historia de España, sudaba sobre las conjugaciones españolas y, disponiéndome a entrar en los Estados Unidos, renovaba un poco mis reservas de inglés. Así iban pasándose insensiblemente los días, y muchas veces, al caer la noche, advertía con pena que el de la partida se acercaba sin que hubiera hecho grandes progresos. En la biblioteca estaba siempre solo, si no se cuentan aquellos ratones bibliófilos que se pasaban las horas muertas devorando innumerables volúmenes del siglo XVIII, gastando esfuerzos enormes en descifrar un nombre o un número.
En mi cuaderno de notas encuentro el siguiente extracto de mis lecturas de Cádiz: “ La historia de España nos habla de políticos que, cinco minutos antes de que triunfase un movimiento popular, lo estaban tachando todavía de criminal e insensato, para luego, una vez asegurado el triunfo, ponerse a la cabeza de él. Estos astutos caballeros —continúa el viejo historiador— asoman la cabeza en todas las revoluciones sucesivas, y son los que más alto gritan. Los españoles llaman a estos aprovechados “pancistas”, nombre derivado de la palabra panza, tripa. De ella procede también el nombre de Sancho Panza, nuestro viejo amigo. Es una palabra difícil de traducir, algo así como “barriga grande”. Pero la dificultad es meramente gramatical, no política. El tipo en sí es perfectamente internacional”. Yo había de tener sobradas ocasiones de convencerme de ello después del año 17.
Era curioso que los periódicos de Cádiz no publicasen nada apenas acerca de la guerra; viéndolos, parecía como si no existiese. Y como yo llamase la atención de aquellas personas con quienes conversaba acerca de esto, haciéndoles notar que El Diario de Cádiz, que era el periódico más leído, no traía noticia alguna de la guerra, me contestaban, asombradas: —¿De veras? No, no es posible ¡Pero sí, sí, en efecto! —¡Esto quería decir que ellas no lo habían notado! La guerra se estaba desarrollando allá, del otro lado de los Pirineos. Poco a poco, yo mismo fui desacostumbrándome también de pensar en ella.
El barco para Nueva York salía de Barcelona. Conseguí que me diesen permiso para ir allá, al encuentro de mi familia. En Barcelona, nuevas dificultades policíacas, nuevas protestas, nuevos telegramas y nuevos espías. Llegó mi familia, que había tenido que sufrir en París no pocas molestias. Pero ya lo dábamos todo por bien empleado. Acompañados siempre por los espías, recorrimos la ciudad de Barcelona. Los niños estaban entusiasmados con el mar y la fruta. Ya nos habíamos hecho todos a la idea de trasladarnos a Norteamérica. Todos mis esfuerzos porque me dejasen ir a Italia, pasando por Suiza, habían fracasado. Cuando llegó el permiso, que se me concedió gracias a las presiones de los socialistas italianos y suizos, ya estaba yo con mi familia embarcado en el trasatlántico español que zarpó del puerto de Barcelona el día 25 de diciembre. El retraso, naturalmente, no tenía nada de casual. Isvolsky sabía hacer las cosas.
En Barcelona se cerraban a mis espaldas las puertas de Europa. La policía nos instaló en un barco español de la Compañía Transatlántica llamado Monserrat, que hacía la travesía a Nueva York, con mercancía y pasajeros, en diecisiete días. Diecisiete días, que hubiera sido un rendimiento muy considerable en la época de Cristóbal Colón, cuyo monumento se alzaba en el puerto catalán.
El mar, en aquella época, la peor del año, estaba agitadísimo, y el barco hacía todo lo posible por convencernos de lo perecedera que es la vida humana. El Monserrat era un barco medio desmantelado, en el que resultaba temerario cruzar el Océano. Pero el navegar bajo el pabellón neutral de España, en aquellos tiempos de guerra, reducía los peligros de morir ahogado. Y la Compañía española se aprovechaba de esto para cobrar una enormidad de dinero por el pasaje, instalando míseramente a los pasajeros, y dándoles un trato peor todavía.
El pasaje era harto pintoresco y, a fuerza de serlo, poco atractivo. A bordo iban una cantidad considerable de desertores de varios países, predominando entre ellos los de alto copete. Había un pintor que, acogiéndose al amparo de su viejo padre, procuraba salvar del fuego de las trincheras sus cuadros, su talento, su familia y su dinero. Un boxeador que era a la vez literato, primo de Oscar Wilde, no se recataba para confesar que le resulta más agradable el irse a hundirles las quijadas a los caballeros yanquis en el noble sport que el dejarse traspasar las costillas por cualquier alemán desconocido. Un gentleman impecable, campeón de billar, se indignaba de que también a los de su edad les llegase el turno. ¿Y todo por qué? ¿Por esa absurda matanza? ¡No! Y aquel caballero manifestaba sus simpatías por las ideas de Zimmerwald. El resto del pasaje era lo mismo, o cosa parecida: desertores, aventureros, especuladores o elementos “molestos” arrojados de Europa. ¿A quién, si no, se le iba a ocurrir ponerse a cruzar el Océano, en aquellos tiempos, embarcado en un mísero vaporcillo español?
El análisis del pasaje de tercera ya no era tan fácil. Los emigrantes yacían apretujados, hablando poco, apenas se movían, pues la comida era escasa; aquellos seres sombríos iban a cambiar una miseria cruel y oscura por otra ignorada. Los Estados Unidos trabajaban para la guerrera Europa y necesitaban brazos nuevos, pero libres del tracoma, del anarquismo y de otras enfermedades.
Para nuestros pequeños, el barco era un campo inagotable de observación. Constantemente estaban descubriendo algo nuevo.
—Oye, ¿sabes que el fogonero es muy buen hombre? Es un “repúblico”.
Con aquel eterno peregrinar de un país a otro, se habían ido formando un lenguaje propio y peculiar.
—¿Republicano? ¿Y cómo os habéis podido entender con él?
—Nos lo explicó muy bien. Mira, nos dijo muy claro: “Alfonso”, y luego hizo así con el puño: ¡pif! ¡paf!
—Sí, entonces no hay duda de que es republicano —dije yo.
Los niños bajaban en busca del fogonero y le llevaban pasas y otras golosinas. Un día nos lo presentaron. El republicano, que tendría unos veinte años, poseía ya ideas, perfectamente firmes acerca de la monarquía.
1.º de enero de 1917. En el barco todo el mundo se felicita por el nuevo año. Las dos primeras fiestas de Año nuevo, durante la guerra, las pasé en Francia: la tercera en pleno Océano. ¿Qué nos traerá el año que comienza?
Domingo, 13 de enero. Estamos entrando en el puerto de Nueva York. Nos despiertan a las tres de la mañana. En pie. Está oscuro. Frío. Hace aire. En la orilla se alza un montón de casas, húmedo e imponente. ¡Es el Nuevo Mundo!
Notas
[9] En español, en el original.
[10] En español, en el original.

1918: Trotsky uniformado
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En Nueva York
Heme en Nueva York, la capital fabulosamente prosaica del automatismo capitalista, en cuyas calles reina la teoría estética del cubismo y en cuyos corazones se entroniza la filosofía moral del dólar. Nueva York me impone como la expresión más perfecta del espíritu contemporáneo.
Acerca de mi vida circulan en los Estados Unidos, al parecer, leyendas para todos los gustos. En Noruega, donde sólo estuve de paso, hubo algún periodista ingenioso que contó que me ganaba la vida limpiando bacalao; en Nueva York, donde pasé dos meses, la Prensa me descubrió una serie de oficios, a cual más pintoresco. Si recogiese aquí todas las aventuras que me atribuyeron los periódicos norteamericanos, estoy seguro de que mi biografía ganaría mucho en amenidad. Pero, no tengo más remedio que decepcionar, y lo siento mucho, a mis lectores yanquis. La única profesión a que me dediqué en Nueva York fue la de socialista revolucionario. Una profesión que, antes de declararse la guerra democrática y “liberadora”, no se consideraba en los Estados Unidos más criminal que la de un contrabandista de alcohol. Mi ocupación consistía en escribir artículos, redactar un periódico y hablar en mítines obreros. Estaba acosado de trabajo y me encontraba muy bien en los Estados Unidos. Me pasaba largas horas en la Biblioteca, estudiando la vida económica del país. Las cifras de la exportación norteamericana durante la guerra, en creciente ascenso, me dejaron asombrado. Para mí eran una revelación. Aquellas cifras, no sólo auguraban la intervención de los Estados Unidos en la guerra, sino el papel decisivo que le estaba reservado a esta nación cuando la guerra terminase. Acerca de este tema escribí inmediatamente una serie de artículos y di varias conferencias. Desde entonces, el problema de “Norteamérica y Europa” quedó inscrito para siempre entre las cuestiones que solicitan mi interés predilecto. De este problema sigo ocupándome con gran empeño y creo que algún día podré dedicarle un libro. No hay ningún tema que tenga más importancia, para quien se esfuerce por comprender el destino que le está reservado a la humanidad.
Al día siguiente de llegar a Nueva York, escribí en el Novii Myr (“El Nuevo Mundo”), un periódico ruso, lo siguiente: “He salido de aquella Europa empapada de sangre con una gran fe en la revolución que se acerca, y he pisado la tierra de este Nuevo Mundo, ya harto envejecido, sin la menor ilusión “democrática””.
Y diez días después, en el mitin internacional “de salutación”, dije:
“El hecho económico de importancia capital consiste en que, mientras Europa está demoliendo las bases de su Economía, Norteamérica se enriquece. Y yo, que no he dejado todavía de considerar —me como un europeo, me pregunto, contemplando con envidia esta ciudad de Nueva York: ¿Lo resistirá Europa? ¿No se convertirá en un cementerio? ¿No se desplazará a Norteamérica el centro de gravedad del mundo, en lo económico y lo cultural?”.
Es un problema que sigue teniendo su importancia, por mucho que entre tanto se haya “estabilizado”, según se dice, Europa.
Di unas cuantas conferencias en ruso y en alemán en varias partes de Nueva York, en Filadelfia y en otras ciudades cercanas. Entonces, andaba todavía peor de inglés que hoy, de modo que me era absolutamente imposible ni acordarme de hablar en público empleando este idioma. Digo esto porque se ha hablado con bastante insistencia de los discursos pronunciados por mí en inglés en Nueva York. (No hace aún muchos días que el redactor de un periódico de Constantinopla me describía uno de aquellos pretendidos discursos míos, a que aseguraba haber asistido, siendo estudiante en Norteamérica. Confieso que no tuve valor para decirle que se trataba de una ofuscación. Alentado por mi silencio, nada tiene de extraño que registrase sus “recuerdos” por escrito en el periódico).
Alquilamos un cuarto en un barrio obrero y tomamos los muebles a plazos. El cuarto nos costaba diez y ocho dólares al mes y tenía una serie de comodidades inconcebibles para un europeo: luz eléctrica, cocina de gas, cuarto de baño, teléfono, montacargas automático para los víveres y otro para bajar el cubo de la basura. Todo esto conquistó en seguida para Nueva York la simpatía de nuestros muchachos. Durante algún tiempo, el teléfono fue el centro de su actividad. Ni en Viena ni en París habíamos tenido en casa este artefacto guerrero.
El “genitory” o portero de la casa en que vivíamos era un negro. Mi mujer le pagó por adelantado la renta de tres meses, pero sin que le entregase el recibo reglamentario, pues el casero se había llevado el día antes el talonario para revisarlo. Al ir a instalarnos al cuarto dos días después, nos encontramos con que el negro se había fugado, llevándose las rentas de unos cuantos inquilinos.
Además del dinero, le habíamos dado a guardar algunas cosas. Aquello nos tenía preocupados.
Mal empezábamos. Pero resultó que nuestras cosas seguían allí. Y cuando abrimos el cajón de la loza, ¡cuál no fue nuestra sorpresa al encontrarnos con el dinero de la renta cuidadosamente envuelto en un papelito! El portero se había llevado solamente los dólares de los inquilinos que estaban en posesión del recibo correspondiente. Por lo visto, el negro aquel no, sentía la menor compasión hacia el casero, pero no quería causar daño alguno a los inquilinos. ¡Era un hombre magnífico, no hay duda! Tanto mi mujer como yo nos sentimos profundamente conmovidos por su delicadeza y guardemos de él un recuerdo muy grato. Esta pequeña aventura se me antojaba a mí que tenía una importancia sintomática bastante grande. Desde el primer momento, ponía al descubierto ante mis ojos un rinconcito del famoso problema “negro” de Norteamérica.
Por aquellos días, los Estados Unidos se estaban preparando con el mayor empeño para intervenir en la guerra. Y los que más contribuían a ello —como siempre ocurre— eran los pacifistas. Aquellos vulgares discursos cantando las ventajas de la paz sobre la guerra, acababan siempre con la misma tonada: con la promesa de sostener la causa de la guerra, si resultara ser “inevitable”. Era el sentido que imprimía Bryan a la campaña de agitación. Los socialistas hacían coro a los pacifistas. Ya se sabe que, para los pacifistas, la guerra sólo es un enemigo contra el que hay que combatir, en tiempos de paz. Cuando Alemania declaró la guerra submarina sin cuartel, comenzaron a acumularse en todas las estaciones y puertos de la costa oriental de los Estados Unidos montañas de pertrechos de guerra que obstruían el tráfico ferroviario. Las subsistencias empezaron a subir de precio, dando un gran salto, y la rica ciudad de Nueva York presenció el espectáculo de miles y miles de mujeres y de madres que se lanzaban a la calle, derribando los cestos de las tiendas y saqueando los puestos de comestibles. ¿Si esto sucedía entonces allí qué no sería en el mundo entero después de la guerra?, me decía yo para mí y decía a otros.
El día 3 de febrero se declaró la tan esperada ruptura de relaciones diplomáticos con Alemania.
Las charangas patrioteras llenaban el aire con sus instrumentos, cada día más ruidosos. Las voces atenoradas de los pacifistas y las voces de falsete de los socialistas no rompían la armonía patriótica. Para mí, aquel espectáculo no era nuevo, pues ya lo había presenciado en Europa, y la movilización del patriotismo norteamericano no hacía más que repetir la historia consabida. Me limité a registrar las etapas del proceso en el periódico ruso que publicábamos y medité acerca de la estupidez humana, que aprende con una lentitud tan insoportable.
Por la ventana del cuarto en que teníamos la Redacción observé el siguiente cuadro: Un hombre viejo, con los ojos legañosos y una barba canosa y descuidada, se paró delante de una caja de latón llena de basura y se puso a revolver hasta que encontró un pedazo de pan. El viejo intentó partir el trozo de pan con las manos, se lo llevó a la boca, lo sacudió varias veces contra la caja de latón. Todo fue inútil; el pan estaba duro como una piedra. En vista de esto, el pobre hombre, medio asustado y medio avergonzado, miró si le veían, se guardó el botín debajo de la parduzca chaqueta y siguió su camino cojeando, calle de San Marcos abajo Esta pequeña escena ocurría el día 2 de marzo de 1917. El sucedido no alteró en lo más mínimo los planes de la clase gobernante.
La guerra tenía que estallar inevitablemente y los pacifistas no tenían más remedio que hacer lo que estuviese de su parte por ayudarla.
Una de las primeras personas con quien nos encontramos en Nueva York fue Bujarin, a quien acababan de expulsar de la península escandinava. Bujarin, que conocía a mi familia ya desde los tiempos de Viena, vino a saludarnos con ese entusiasmo infantil que le es peculiar. A pesar de que era ya tarde y de que estábamos muy cansados, hubo de llevarnos, a mi mujer y a mí, el mismo día de nuestra llegada, a que viéramos una biblioteca pública. Desde aquellos días en que trabajamos juntos, en Nueva York, Bujarin sintió por mí un afecto rendido, que fue constantemente en aumento, hasta llegar a su apogeo, en el año 1923. La cualidad característica de este hombre consiste en necesitar de alguien en quien apoyarse, a quien sentirse afecto, adherido. Tan pronto como se siente unido a una persona, Bujarin no es más que el “medium”, a través del cual esta persona habla u obra. Pero con este género de individuos hay que tener mucho cuidado, pues en cuarto uno se descuida un poco, sin que ellos mismos lo adviertan, caen bajo el influjo antagónico de otra persona, al modo como otros caen fatalmente debajo de un automóvil, y empiezan a calumniar a su antiguo semidiós con el mismo entusiasmo pasional con que antes le elevaran a los altares. Yo no tomé nunca muy en serio a Bujarin le dejé siempre entregado a sí mismo que tanto valía como dejarle a merced de los demás. Después de morir Lenin, sirvió de “medium” a Zinoviev y más tarde a Stalin. A la hora de escribir estas líneas, Bujarin está atravesando una nueva crisis y un nuevo, fluido, desconocido aún para mí, le invade.
En los Estados Unidos vivía también, por aquel entonces, la Kolontay. La vi muy pocas veces, pues andaba siempre de viaje. Durante la guerra, esta mujer evolucionó bruscamente hacia la izquierda y se pasó de las filas de los mencheviques al ala extrema bolchevista. Sus grandes conocimientos lingüísticos y su temperamento hacían de ella una magnífica agitadora. Pero en el campo teórico, sus ideas fueron siempre confusas. En aquellos días de Nueva York, nada le parecía bastante revolucionario. Mantenía correspondencia con Lenin y le informaba, quebrando los hechos y las ideas a través de su prisma izquierdista de entonces, de lo que ocurría en Norteamérica, entre otras cosas acerca de mis actividades. En las contestaciones de Lenin, puede percibiese un eco de estos informes, marcadamente tendenciosos. Al llegar la hora de la campaña contra mí, los epígonos no vacilaron en acogerse a aquellos juicios de Lenin mal orientados y de que él mismo se había desdicho más tarde con palabras y con hechos. Una vez en Rusia, la Kolontay se situó desde el primer día, en la oposición ultraizquierdista, no sólo frente a mí, sino frente a Lenin.
Se hartó de escribir contra el “régimen de Lenin y Trotsky” para entregarse luego al régimen de Stalin con una sumisión conmovedora.
El partido socialista norteamericano se había quedado rezagadísimo ideológicamente, hasta el punto de estar aún por debajo del socialpatriotismo europeo. La soberbia con que la Prensa americana, todavía neutral a la sazón, hablaba de la “locura” de Europa, trascendía también a los juicios de los socialistas de aquel país. Gentes, como Hillquit propendían a adoptar la postura del buen tío socialista, norteamericano, que, llegado el momento oportuno, vendría a Europa a reconciliar paternalmente la familia desavenida de la Segunda, Internacional. Todavía es hoy el día en que no acierto a recordar sin una cierta sonrisa a los caudillos del socialismo norteamericano. Eran todos ellos emigrados, que en sus años mozos habían tenido algún prestigio en Europa y que, obligados a luchar allí por el éxito, olvidaron rápidamente el bagaje teórico que llevaban encima. En los Estados Unidos hay una gran cantidad de médicos, ingenieros, abogados, dentistas, etc., unos prósperos y otros camino de la prosperidad, que comparten sus horas de ocio entre los conciertos de celebridades europeas y los asuntos del partido socialista. Toda su ideología se compone de los retazos y jirones de la cultura recogida en los años estudiantiles. Y como, además, todos tienen su automóvil propio, es fatal que los elijan para formar los comités, comisiones y delegaciones, a cuyo cargo corre la dirección del partido. Este público infatuado es el que infunde su espíritu al socialismo de Norteamérica. Para ellos, Wilson era una autoridad incomparablemente superior a Carlos Marx. En el fondo, no son más que variantes de ese Míster Babbit, que gusta de completar el “negocio” con sus insolentes meditaciones dominicales acerca del porvenir de la humanidad.
Esta gente vive repartida en pequeños clanes nacionales, en que la solidaridad de la idea sirve, ante todo, de pabellón para cubrir la mercancía de las relaciones comerciales. Cada clan de éstos tiene su caudillo, que generalmente es el Babbit más adinerado. Todas las ideas se encuentran en ellas comprensión y tolerancia, siempre y cuando que no minen su autoridad, tradicional ni amenacen —¡Dios nos libre!— su personal bienestar. El más Babbit de todos aquellos Babbits era Hillquit, caudillo socialista ideal de los dentistas florecientes de Norteamérica.
Bastó que entrase en contacto con estos hombres para que se despertase en ellos un odio terrible contra mí. Mis sentimientos respecto a ellos, aunque acaso fuesen más serenos, no se distinguían tampoco por la simpatía. Pertenecíamos a dos mundos distintos. A mis ojos, ellos representaban la parte más podrida de aquel muñidor contra el que luchaba y sigo luchando.
El viejo Eugenio Debbs, se destacaba reciamente sobre el fondo de la antigua generación, por aquella llamita interior de idealismo socialista que no se resignaba a extinguirse. Debbs, que era un revolucionario sincero, aunque de temperamento romántico y predicador, y que no tenía absolutamente nada de político ni de jefe, dejábase llevar por la influencia de personas inferiores a él en todo. La principal habilidad de Hillquit consistía en retener en su ala izquierda a Debbs, sin romper las relaciones comerciales con Gompers. Personalmente, Debbs producía una impresión encantadora. Siempre que nos encontrábamos, me abrazaba y me besaba y téngase en cuenta, para comprender lo que esto significaba, que aquel viejo no se contaba entre los “secos” Cuando los Babbits me declararon el bloqueo, Debbs no se sumó a los sitiadores, sino que se mantuvo, apenado y triste en estado de neutralidad.
Entré desde el primer día en la redacción del Novii Myr, donde trabajaban ya, además de Bujarin, Wolodarskia quien luego habían de asesinar los social-revolucionarios cerca de Petrogrado —y Tchudnovsky, herido en Petrogrado y asesinado luego en Ucrania—. Nuestro periódico era el centro de la propaganda internacionalista revolucionaria. En todas las federaciones nacionales del partido socialista había colaboradores que conocían el ruso. Muchos de los colaboradores de la federación rusa hablaban inglés. Por este cauce, las ideas del Novii Myr penetraban en las cajas del obrerismo americano. Los mandarines del socialismo oficial comenzaron a sentir miedo. Empezaron a desatarse las furiosas intrigas de los grupos contra el intruso europeo, que apenas acababa de pisar el suelo yanqui, sin conocer la psicología del país ni al obrero americano, quería imponer a todo trance sus fantásticos métodos. Comenzó a librarse una lucha reñidísima. En la federación rusa iban pasando a segundo término los Babbits más “expertos” y “cargados de méritos”. En la federación alemana, el viejo Schlüter, redactor-jefe de la Gaceta Obrera y hermano de armas de Hillquit empezaba a sentirse desplazado por Lore, un redactor joven, amigo nuestro. Los letones estaban plenamente identificados con nosotros. La federación finlandesa se inclinaba a nuestro lado.
En la potente federación judía, con su palacio de catorce pisos, del que salían diariamente doscientos mil ejemplares de un periódico, el Vorwärts, nadando en el espíritu apestoso de ese socialismo mezquinamente burgués y sentimental presto siempre a las peores zancadillas, nuestra causa hacía también grandes progresos. Entre la masa obrera estrictamente americana, no eran grandes el predicamento y la influencia del partido socialista en general ni los de nuestra ala revolucionaria en particular. El órgano del partido, The Call, tenía una vacua orientación de neutralidad pacifista. En vista de esto, acordamos fundar una revista semanal que había de profesar la doctrina marxista activa. Los trabajos preparatorios iban por buen camino, aunque hubieron de ser interrumpidos pronto por la revolución rusa.
Después de un silencio misterioso del telégrafo, que duró unos dos o tres días, empezaron a llegar las primeras noticias de los sucesos de Petrogrado, noticias confusas y caóticas. Una emoción vivísima se adueñó del pueblo obrero de Nueva York, formado por tantas razas. La gente quería, y a la vez temía, esperar. La Prensa americana estaba en la más lamentable desorientación. De todas partes afluían a la Redacción del Novii Myr periodistas, interviuvadores, informadores, repórters.
Durante algunos días, nuestro periódico fue el blanco de la expectación de toda la Prensa neoyorquina. De las redacciones y organizaciones socialistas nos estaban telefoneando a cada momento.
—Acaba de recibirse un telegrama, diciendo que en Petrogrado se ha constituido un Gabinete formado por Gutchkov y Miliukov. ¿Qué significa esto?
—Pues que mañana tendremos otro Gabinete formado por Miliukov y Kerenski.
—Bien, ¿y eso qué quiere decir?
—Que luego subiremos al Poder nosotros.
—¡Hombre!
Diálogos como éste se repitieron por docenas. Casi todo el mundo echaba mis palabras a broma.
En una asamblea a que acudieron los venerables y venerabilísimos socialdemócratas rusos, hablé, para demostrar que era inevitable, que el partido del proletariado se adueñase del Poder en la segunda etapa de la revolución. Aquello produjo aproximadamente el efecto que supongo yo que produciría una piedra que se lanzase a una charca poblada de ranas Temáticas y bien educadas. El doctor Ingerman no pudo menos de explicar a la concurrencia que yo era un hombre que ignoraba las cuatro reglas elementales de la Aritmética, y que no merecía la pena perder ni siquiera cinco minutos en refutar aquellas alucinaciones febriles mías.
Pero las masas obreras adoptaban otra actitud ante las perspectivas de la revolución. En todos los barrios de Nueva York se celebraron mítines, extraordinarios por la concurrencia y el espíritu que los animaba. La noticia de que en el Palacio de Invierno ondeaba la bandera roja, producía en las masas un júbilo enorme. A aquellos mítines acudían a gozar de los destellos del entusiasmo revolucionario, no sólo los emigrados rusos, sino sus hijos, muchos de los cuales tenían perdida ya la lengua materna.
Yo pasaba muy poco tiempo en el seno de la familia. En mi casa, la vida seguía sus propios derroteros. Mi mujer arreglaba su hogar. Los niños hacíanse nuevas amistades. El amigo más importante que se habían conseguido era el chófer del doctor M. La mujer de este médico se había hecho amiga de mi mujer, sacaba a los niños a pasear en su automóvil y estaba siempre muy amable con ellos. Pero ella, en realidad, no era más que un simple mortal.
En cambio, el chófer era un mago, un titán, un superhombre, a cuyas manos obedecía el automóvil. ¿Qué dicha mayor podía apetecerse que ir sentados en la delantera, al lado de él? Y si, por si acaso, se detenían para entrar en una pastelería, los muchachos, ofendidos, tiraban de las faldas de su madre para preguntarle: —¿Por qué no viene también el chófer?
La capacidad de adaptación de los chicos es inmensa. Como en Viena habíamos vivido casi siempre en un barrio obrero, los muchachos hablaban, además del ruso y el alemán, el dialecto vienés.
El doctor Alfredo Adler, solía decir de ellos, encantado de oírlos, que hablaban vienés como un viejo cochero de punto. En la escuela de Zúrich, hubieron de pasarse al dialecto zuriqués, sobre que versa la enseñanza de la lengua en los primeros cursos, pues el alemán lo enseñan como si se tratase de un idioma extranjero. En París abrazaron, en brusca transición, el francés. Al cabo de pocos meses, dominaban perfectamente este idioma. ¡Cuántas veces no les envidié yo la soltura con que lo hablaban! En España, y a bordo del barco español, no pasaron, en junto, un mes; pero les bastó para equiparse con las palabras y los giros más usuales. Por fin, después de asistir dos meses a una escuela de Nueva York, se soltaron a hablar inglés sin tropiezo alguno. Después de la revolución de Febrero, empezaron a asistir a una escuela de Petrogrado. En aquellos tiempos, la vida escolar dejaba mucho que desear. Los idiomas extranjeros huyeron de su memoria en menos tiempo aún del que habían necesitado para aprenderlos. En cambio, el ruso lo hablaban como extranjeros. Muchas veces descubríamos, asombrados, que su sintaxis rusa era una traducción perfecta de la francesa. Sin embargo, les hubiera sido imposible construir las oraciones en francés.
Así, en el cerebro de los chicos fue quedando dibujada, como en un palimpsesto, la historia de nuestras peregrinaciones por el extranjero.
Cuando telefoneé a mi mujer desde la Redacción del periódico, que había estallado la revolución en Petrogrado, el niño pequeño estaba en cama enfermo de la difteria. Tenía nueve años, pero ya sabía perfectamente que la revolución significaba, para nosotros, la amnistía, el regreso a Rusia y mil cosas más, a cual mejor. Al llegar la buena nueva, se puso en pie y empezó a dar brincos en la cama paya celebrarla. Aquello era, además, señal de que empezaba a estar bueno. Nos apresuramos a prepararlo todo para salir en el primer vapor. Corrí a los Consulados a despachar los papeles y visados de los pasaportes. El médico dio de alta al niño el día antes de marchar. Mi mujer le dejó bajar a la calle un momento, mientras arreglaba el equipaje. ¡Cuántas veces había hecho ya la misma operación en nuestro largo peregrinar! Pero el chico no volvía. Yo estaba en la redacción del periódico. Pasaron tres horas mortales, al cabo de las cuales sonó el teléfono de nuestro cuarto.
Primero oyose una voz desconocida de hombre y luego la voz de Sergioska, diciendo: —¡Estoy aquí! —“Aquí” quería decir la Comisaría de policía del otro extremo de Nueva York. Resulta que el muchacho había querido resolver, aprovechando aquella salida, una cuestión que le venía torturando desde hacía mucho tiempo; a saber: si realmente existía en Nueva York la calle núm. 1 (nosotros vivíamos, si mal no recuerdo, en la 164). Pero se perdió y empezó a preguntar, hasta que al fin, le llevaron a la Comisaría. Por fortuna, sabía el número de nuestro teléfono. Cuando mi mujer se presentó allí después de una hora de camino, acompañada del chico mayor, la recibieron con afectuosa deferencia, como a visita largamente esperada. Sergioska, todo congestionado, estaba jugando a las damos con un funcionario de la policía. Para ocultar un poco la perplejidad en que le colocaba aquel exceso de expectación administrativa, se había puesto a mascar con sus nuevos amigos la negra goma americana, Gracias a aquella aventura, todavía es hoy el día en que se acuerda perfectamente del número del teléfono de nuestro cuarto de Nueva York.
Decir que en aquellos meses conocí a Nueva York sería una exageración imperdonable, pues me entregué de lleno, apenas llegar —y pronto estuve de ellos hasta la coronilla—, a los asuntos del socialismo norteamericano. En seguida vino la revolución rusa. De todas maneras, me dio tiempo a conocer el ritmo general de vida de esa cosa monstruosa a que llamamos Nueva York. Volví a Europa con la sensación del hombre que sólo ha podido echar una ojeada a la fragua en que se está forjando el destino de la humanidad. Me consolé pensando que algún día tendría ocasión de volver. Y todavía no me ha abandonado esta esperanza.

1918: Afiche de la Guerra Civil: LT matando al dragón reaccionario
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En el campamento de concentración
El día 25 de marzo me presenté en el Consulado general de Nueva York, en el cual flotaba todavía el aire confinado de las antiguas comisarías de policía rusas, aunque hubiesen descolgado ya, obligados por las circunstancias, el retrato del Zar Nicolás II. Después de los subterfugios y disputas de rigor en tales casos, el cónsul general ordenó que se me extendiesen los papeles necesarios para hacer el viaje a Rusia. En el Consulado inglés, donde llené el consabido pliego de preguntas, me aseguraron que las autoridades inglesas no pondrían dificultad alguna para dejarme pasar por su territorio. Como se ve, todo estaba en regla.
El día 27 de marzo me embarqué con mi familia y algunos rusos más en el barco noruego Christianiafjord. Los amigos nos acompañaron hasta el vapor y nos despidieron con flores y con discursos. Partíamos para el país de la revolución. Llevábamos los pasaportes visados y en regla. La revolución, las flores y los visados colmaban de armonía nuestras almas nómadas. En Halifax (Canadá) subieron a revisar el barco las autoridades de la Marina inglesa; los oficiales de policía limitábanse a examinar por alto los papeles de los norteamericanos, noruegos, daneses, etc.; en cambio, a los rusos nos sometían a un interrogatorio en toda forma acerca de nuestras ideas, intenciones políticas y qué sé yo cuántas cosas más. Yo me negué a satisfacer sus interrogaciones, limitándome a facilitarles los datos personales de rigor: la política interior de Rusia no estaba todavía —les advertí— sujeta a la fiscalización de la policía de la Marina británica. En vista de esto, y como fracasase también una segunda tentativa de interrogatorio, los agentes detectives Meckan y Westwood fueron a pedir informes de mí a otros pasajeros, insistiendo en que se trataba de un terrible socialista. Todo aquello tenía un carácter tan degradante y colocaba a los revolucionarios rusos en una situación tan manifiesta de excepción respecto a los otros pasajeros que no tenían la desgracia de pertenecer a una nación aliada de Inglaterra, que algunos de los interpelados formularon allí mismo una enérgica protesta escrita contra la conducta de los agentes policíacos para elevarla al Gobierno inglés. Yo no la suscribí, por no caer en la inocencia de acusar al diablo ante Belcebú. Y eso que era difícil que pudiese prever todavía el curso que habían de tomar los acontecimientos.
El 3 de abril subieron a bordo del Christianiafjord varios oficiales ingleses acompañados por marineros, y, en nombre del almirante del puerto, ordenaron que abandonásemos el barco yo, mi familia y cinco pasajeros más. En cuanto a las razones a que obedeciese esta medida nos prometieron que en Halifax se “explicaría” todo. Replicamos qué, siendo una orden perfectamente ilegal, nos negábamos a obedecerla. Los marineros, armados, se lanzaron sobre nosotros, y mientras una gran parte del pasaje exclamaba “Shame!”. (¡Qué vergüenza!) nos bajaron en los brazos a una gasolinera de guerra, a la que daba escolta un crucero inglés, que nos llevó a Halifax. Cuando mi chico mayor vio que los marineros, que serían lo menos diez, me llevaban en brazos, corrió a mí, le dio un puñetazo al oficial y gritó:
—Papá, ¿quieres que le dé otro?
El chico tenía once años. Era la primera lección que recibía acerca de la “democracia” inglesa.
A mi mujer y a los niños los dejó la policía en Halifax. A los demás nos condujeron en tren a Amherts, un campamento de prisioneros alemanes. En la oficina del campamento nos sometieron a la inspección corporal más minuciosa que yo había sufrido; ni al ingresar en la fortaleza de San Pedro y San Pablo sometían a uno a tales vejaciones. Allí, por lo menos, los gendarmes zaristas le desnudaban a uno y le tentaban el cuerpo a solas; pero nuestros democráticos aliados nos sometieron a esta operación, para que la burla fuese todavía más cínica, en presencia de unas diez personas. No se me borrará jamás del recuerdo aquel sargento Olsen, un sueco canadiense, con una carota colorada de agente de la policía criminal, que fue el principal personaje de aquella repugnante escena. Los canallas que tiraban de los hilos desde lejos sabían perfectamente que se trataba de revolucionarios rusos intachables que volvían al país liberado por la revolución.
Hasta el día siguiente, no conseguimos que el jefe del campamento, Coronel Morris, acosado por nuestras incesantes protestas y reclamaciones, nos expusiese las razones oficiales de la detención:
—Son ustedes sujetos peligrosos para el Gobierno ruso actual —nos dijo, lacónica y concisamente.
El Coronel no era hombre locuaz, y su rostro acusaba todos los días, desde bien temprano, una excitación un tanto sospechosa.
—¿Cómo se explica eso —le contestamos—, habiendo sido los agentes neoyorquinos del Gobierno ruso quienes nos extendieron los pasaportes para el viaje? Además, Inglaterra no tiene por qué atender a las preocupaciones ni inquietudes de ningún Gobierno extranjero.
El Coronel Morris se quedó pensando un momento, meneó la quijada como si masticase, y agregó:
—Son ustedes sujetos peligrosos para los aliados en general.
No nos fue presentada orden alguna de detención. El Coronel completó por su cuenta aquella reflexión del modo siguiente: siendo, como éramos, emigrados políticos, que seguramente no habríamos abandonado nuestro país sin cuenta y razón, no teníamos qué extrañarnos de lo que sucedía. Para este hombre, la revolución rusa no existía en el mundo. Intentamos explicarle que aquellos ministros zaristas que, años atrás, nos habían convertido en emigrados políticos, estaban ahora, a su vez, en las cárceles, a no ser los que habían andado bastante listos para emigrar también. Pero esto era demasiado complicado para el caballero Coronel, que había hecho su carrera en las colonias inglesas y en la guerra contra los boers. Un día, como yo le hablase sin las muestras de respeto a que estaba acostumbrado, mugió, al dar la vuelta yo: —¡Ah, si le pillase a éste allá en las costas del Sur de áfrica !
Era su frase favorita.
Mi mujer, que no era, formalmente al menos, emigrante política, puesto que había salido al extranjero con un pasaporte en regia, fue también detenida con los dos chicos, uno de once y otro de nueve años. Y cuando digo que detuvieron también a los chicos, no exagero. Primero, las autoridades canadienses intentaron separarlos de su madre y recluirlos en un asilo. Pero mi mujer, cuando lo supo, declaró que no se allanaría de modo alguno a separarse de sus hijos. Gracias a esta protesta enérgica, consiguió que los recluyesen con ella en casa de un agente de la policía anglo-rusa, donde, para evitar que depositasen “clandestinamente” cartas o telegramas, no les dejaban salir a la calle solos. Hasta pasados once días, mi mujer y mis hijos no pudieron trasladarse a un hotel, y aun así con la obligación de presentarse diariamente a la policía.
El campamento de prisioneros de Amherst ocupaba los locales, viejos y ruinosos, de una antigua fundición de hierro de que habían, despojado a su propietario, que era un alemán. Arrimados a las paredes habían puesto dos filas de camastros, hasta tres, unos encima de otros. Imagínese a ochocientos hombres viviendo en aquellas condiciones, y se comprenderá la atmósfera que reinaría por las noches, en semejante dormitorio. Los hombres se apretujaban desesperadamente en los pasillos, se daban unos a otro con los codos, tensase en los camastros, se incorporaban, se ponían a jugar a las cartas o al ajedrez. Entre ellos, había muchos que se dedicaban a fabricar cosillas, y algunos lo hacían con un arte asombroso. Todavía conservo en Moscú algunas de las cosas aquéllas, como recuerdo de los internados de Amherts. A pesar de todos los esfuerzos heroicos que aquellos hombres hacían para mantener su integridad física y moral, cinco de los prisioneros se volvieron locos. Los demás teníamos que dormir y comer en el mismo local con los dementes.
Entre los ochocientos prisioneros, con quienes hube de pasar cerca de un mes, unos quinientos eran marineros de barcos de guerra alemanes hundidos por los ingleses; doscientos obreros a quienes la guerra había sorprendido en el Canadá, y cien aproximadamente oficiales y prisioneros civiles de procedencia burguesa. La actitud de los camaradas alemanes de prisión para con nosotros ganó en simpatía en cuanto supieron que nos habían detenido por socialistas revolucionarios.
Los oficiales y suboficiales más antiguos de la Marina, que moraban detrás de un tabique de tablas, nos clasificaron inmediatamente entre sus enemigos. En cambio, la masa iba simpatizando con nosotros cada vez más. El mes que pasamos en el campamento fue un mitin continuo. Les hablé a los prisioneros de la revolución rusa, de Liebknecht, de Lenin, de las causas que habían determinado el derrumbamiento de la vieja Internacional, de la intervención de los Estados Unidos en la guerra. Además de las conferencias públicas, estábamos organizando constantemente discusiones de grupos. Nuestra amistad iba haciéndose cada día más estrecha.
Por su espíritu, la masa de los prisioneros se podía dividir en dos rectores. Uno el de los que decían: “No, no puede seguirse tolerando esto; hay que ponerle fin de una vez para siempre”. Éstos soñaban con las barricadas. Otro, el de los que reaccionaban así: “¡Que me dejen en paz! ¡No, ya no volverán a cogerme !”.
—¿Y cómo quieres esconderte de ellos?
Babinsky, que era un minero silesiano alto y de ojos azules, contestaba:
—Cogeré a mi mujer y a mis chicos, me iré a vivir con ellos en medio de un bosque, pondré alrededor cepos para los lobos y no saldré nunca de casa sin el fusil. ¡Nadie se atreverá a acercarse a mí!
—¿Y no me llevarás contigo, Babinsky?
—No, a ti tampoco. No me fío de nadie
Los marineros se esforzaban cuanto podían por hacerme más llevadera la vida en el campamento, y tuve que protestar enérgicamente hasta conseguir que me dejasen ponerme en la cola para recoger la comida y tomar parte en los trabajos comunes, tales como fregar los suelos, mondar patatas, lavar los cacharros y hacer la limpieza de los retretes comunes.
Las relaciones entre la masa y los oficiales, entre los que había algunos que seguían pasando lista a “sus” hombres, eran hostiles. Los oficiales acabaron por quejarse al jefe del campamento de mi propaganda antipatriótica. El Coronel inglés se puso inmediatamente al lado del patriotismo prusiano y me prohibió seguir actuando en público. Esto, que ocurrió en los últimos días de nuestra estancia en el campamento, hizo que mis relaciones con los marineros y obreros allí concentrados ganasen todavía en cordialidad: los prisioneros contestaron a la prohibición decretada por el comandante con un escrito de protesta avalorado con 530 firmas. Este plebiscito, que hubo de llevarse a cabo bajo el brazo severo del sargento Olsen, era la reparación más satisfactoria que podía apetecer para todas las molestias sufridas en el campamento de prisioneros de Amherst.
Durante todo el tiempo que estuvimos allí recluidos, las autoridades nos negaron el derecho a ponernos en relación directa con el Gobierno ruso. Los telegramas que dirigíamos a Petrogrado no se cursaban. Intentamos quejarnos telegráficamente de esta prohibición cerca de Lloyd George, presidente del Consejo de Ministros de Inglaterra; pero tampoco este telegrama se nos admitió. El coronel Morris se había acostumbrado en las colonias a un habeas corpus bastante expeditivo. La guerra le cubría las espaldas. Antes de permitirme hablar con mi mujer, me puso por condición que no había de darle ningún encargo para el cónsul ruso. Por muy inverosímil que parezca, lo que digo es verdad. En vista de esto, renuncié a hablar con ella. Luego, resultó que tampoco el cónsul se apresuraba a venir en nuestro auxilio. Estaba esperando instrucciones. Pero las instrucciones no debían de llegar tampoco.
Debo advertir que aún es hoy el día en que no he llegado a comprender con absoluta claridad la tramoya de nuestra detención y liberación, montada entre bastidores. El Gobierno inglés había puesto mi nombre en las listas negras, probablemente desde la época de mis trabajos en Francia.
Es evidente que ayudó al Gobierno zarista por todos los medios a alejarme de Europa. Nada tiene de particular que las autoridades inglesas me hubieran mandado detener en Halifax, fundándose en aquellas antiguas listas, completadas por las noticias que recibiesen acerca de mi propaganda antipatriótica en Norteamérica. Cuando la noticia de la detención trascendió a la Prensa rusa revolucionaria, la Embajada inglesa, que no sospechaba que yo hubiera de regresar tan pronto, envió a todos los periódicos de Petrogrado una nota oficiosa diciendo que los rusos que se encontraban detenidos en el Canadá habían sido sorprendidos camino de Rusia “con una subvención de la Embajada alemana para derrocar el Gobierno provisional”. Por lo menos, esto tenía la ventaja de ser claro. El día 16 de abril, la Pravda, periódico que dirigía Lenin, contestó a sir Buchanan en los términos siguientes, en que no es difícil adivinar la pluma de su director: “¿Puede concederse crédito, ni siquiera por un momento, ni creer en su buena fe, a la noticia de que Trotsky, presidente del Soviet de los diputados obreros de San Petersburgo en 1905, un revolucionario que ha consagrado generosamente tantos años de su vida al servicio de la revolución; que un hombre como éste se halle complicado para nada en un plan subvencionado por el gobierno germano? ¡Eso es una calumnia descarada, inaudita, villana que se lanza contra un revolucionario! ¿De dónde ha sacado usted esa noticia, señor Buchanan? ¿Por qué no lo dice usted? Seis hombres se llevaron secuestrado al camarada Trotsky, arrastrándole por las manos y por los pies , y todo en nombre de la amistad que dice profesarse al Gobierno provisional ruso”. Lo que ya no resulta tan fácil es auscultar la intervención que en aquello tuviese el propio Gobierno provisional. Que Miliukov, a la sazón Ministro de Negocios extranjeros, veía con buenos ojos la detención, es cosa que no necesita probarse, pues ya desde 1905 venía haciendo una furibunda campaña contra el “trotskismo”. Y él fue precisamente quien lanzó este vocablo. Sin embargo, Miliukov dependía de los Soviets, y no tenía más remedio que maniobrar con gran cautela, ya que por entonces sus aliados social-patriotas no se habían entregado todavía al furor persecutorio que luego se les desató contra los bolcheviques.
He aquí cómo cuenta la cosa el embajador inglés Buchanan en sus Memorias: “Trotsky y los otros fueron detenidos en Halifax, entre tanto se ponían en claro las intenciones que abrigaba respecto a ellos el Gobierno provisional”. Buchanan dice que nuestra detención se puso inmediatamente en conocimiento de Miliukov. Y añade que ya con fecha 8 de abril transmitió a su Gobierno el ruego formulado por el ministro ruso de que se nos pusiese en libertad. Pero dos días después, el propio Miliukov retiraba su petición y exteriorizaba la esperanza de que se nos retuviese en Halifax por algún tiempo. “Como se ve —concluye Buchanan— es al Gobierno provisional precisamente a quien hay que hacer responsable de que se hubiese prolongado la detención”. Todo esto tiene bastantes visos de verdad. Lo que se olvida Buchanan de decir en sus Memorias, es lo que se hizo de la subvención alemana que según él se me entregara para derrocar al Gobierno provisional. Pero tampoco esto es mayormente extraño: acorralado por mí inmediatamente de llegar a Petrogrado, el embajador hubo de declarar en la Prensa que no tenía la menor noticia de semejante subvención. Nunca como durante la gran guerra “liberadora” mintieron tanto los hombres. Si la mentira tuviese fuerza explosiva, nuestro planeta se habría hecho añicos mucho antes de llegar a la paz de Versalles.
Por fin, el Soviet tomó cartas en el asunto, y Miliukov hubo de ceder. El día 29 de abril se abrieron para nosotros las puertas del campamento de concentración. Pero hasta para ponernos en libertad fue necesario acudir a la violencia. Como se limitaban a ordenarnos que recogiésemos nuestras cosas y saliésemos de allí escoltados, pedimos que nos dijesen adónde y con qué fines se nos llevaba. Nuestra pretensión tropezó con una rotunda negativa. Los prisioneros estaban alarmados, pues creían que iban a recluirnos en una fortaleza. Pedimos que viniese el cónsul ruso más cercano. Tampoco accedieron a esto. Teníamos razones sobradas para no fiar de la buena intención de estos caballeros del mar. Hicimos constar que no iríamos voluntariamente, si antes no se nos indicaba la finalidad del viaje. El Coronel ordenó que se nos llevase por la fuerza. Los soldados de la escolta cargaron con el equipaje. Seguíamos tendidos porfiadamente en los camastros. Y hasta que no vio que la escolta se disponía a arrancarnos de allí en brazos, por el mismo procedimiento con que nos habían sacado del barco un mes antes —y además teniendo que cruzar por entre la muchedumbre de los marineros excitados—, el Coronel no cedió, para decirnos, con aquel estilo anglo-colonial que le caracterizaba, que íbamos a ser embarcados en un vapor danés, rumbo a Rusia. La cara congestionada del Coronel tenía un temblor convulsivo. No acababa de resignarse a la idea de que íbamos a escapar de sus garras. ¡Ah, si nos hubiese pillado en las costas del Sur de áfrica !
Los camaradas de prisión nos tributaron una despedida solemne. Mientras los oficiales se recogían desdeñosamente en sus departamentos —sólo alguno que otro asomaba la nariz por las rendijas—, los marineros y los obreros formaban columna a nuestro paso, una orquesta improvisada tocaba un himno revolucionario, y por todas partes se extendían hacia nosotros manos de amigos. Uno de los prisioneros pronunció un breve discurso, que era un saludo a la revolución rusa y un anatema contra la Monarquía alemana. Todavía hoy siento emoción al pensar en aquel abrazo de fraternidad que sellamos con los marineros alemanes de Amherst en medio de todos los furores de la guerra. Muchos de ellos me escribieron después cartas muy cordiales desde Alemania.
Al oficial Macken, de la gendarmería británica, que había llevado a cabo la detención y que asistió a nuestro embarco, le amenacé, a guisa de despedida, con que lo primero que haría en la Asamblea Constituyente sería interpelar al Ministro de Negocios Extranjeros Miliukov acerca de las burlas de que unos ciudadanos rusos habían sido objeto por parte de la policía anglo-canadiense.
—Espero —me contestó el gendarme, expeditivo— que usted no se sentará en la Asamblea Constituyente.

1919: Retrato dibujado
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En Petrogrado
El viaje de Halifax a Petrogrado transcurrió insensiblemente, como por un túnel. Un túnel que tenía la boca de salida en la revolución. De Suecia no se me han quedado en el recuerdo más que los bonos del pan; era la primera vez que veía algo semejante. En el tren de Finlandia me encontré con Vandervelde y de Man, que se dirigían a Petrogrado.
—¿No nos conoce usted? —me preguntó de Man.
—¡Oh, ya lo creo! —le contesté—. Aunque durante la guerra la gente ha cambiado bastante
Esta alusión, que no era muy cortés, que digamos, puso fin al diálogo.
En sus años mozos, de Man había intentado ser marxista, y sus ataques contra Vandervelde no estaban del todo mal dirigidos. Pero durante la guerra, liquidó políticamente con aquel fanatismo, de la juventud, y después de la guerra elevó a teoría su conversión. Se transformó sencillamente en un agente de su Gobierno, y nada más. En cuanto a Vandervelde, su figura era de las de menos relieve político entre los directivos de la Internacional. Si le eligieron presidente fue porque no podía designarse para ese cargo a un alemán ni a un francés. Como teórico, Vandervelde no fue nunca más que un compilador, que maniobraba entre las diversas corrientes doctrinales del socialismo, ni más ni menos que el Gobierno de su país entre las grandes potencias. Entre los marxistas rusos no disfrutó nunca de prestigio. Como orador, tuvo siempre el prestigio de una brillante mediocridad. Durante la guerra trocó el cargo de presidente de la Internacional por una cartera de ministro del rey. Desde mi periódico de París le combatí acerbamente. Como contestación a mis ataques, Vandervelde no sabía hacer otra cosa que amonestar a los revolucionarios rusos para que hiciesen las paces con el zarismo. Ahora se dirigía a Rusia, con el encargo de invitar a la revolución triunfante a que ocupase entre los ejércitos aliados el puesto que había dejado vacante el zarismo. No teníamos nada que decirnos.
En Beloostrov salió a recibirnos una comisión de los internacionalistas fusionados y del Comité central de los bolcheviques. Los mencheviques, incluyendo a los “internacionalistas”. (Martov y otros), no estaban representados por nadie. Abracé a mi antiguo amigo Uritsky, a quien había conocido al comenzar el siglo en Siberia. Uritsky había sido colaborador constante del Nasche Slovo en los países escandinavos, y nos había servido de elemento de enlace con Rusia durante la guerra. Un año después de esto, moría asesinado por un joven social-revolucionario. En la comisión venía también Karajan, que había de adquirir luego una cierta fama como diplomático de los Soviets; era la primera vez que le veía. Entre los bolcheviques, estaba Fedorov un obrero metalúrgico, elegido poco después presidente de la sesión obrera del soviets de Petrogrado. Antes de llegar a Beloostrov supe, por un periódico ruso reciente, que en el Gobierno provisional de coalición habían entrado Tchernov, Zeretelli y Skobeliev. Con esto, quedaba perfectamente definida, para mí, la clasificación de los grupos políticos. Desde el primer día, comprendí que no había más remedio que unirse a los bolcheviques para dar la batalla definitiva contra los mencheviques y los narodniki.
En Petrogrado nos habían preparado un gran recibimiento en la Estación de Finlandia. Tomaron la palabra Uritsky y Fedorov para darme la bienvenida. En mi discurso, hablé de la necesidad de preparar la segunda revolución, que sería la nuestra. Me sacaron en hombros, y no pude por menos de acordarme de Halifax, donde me había visto en una situación semejante. Pero estos brazos eran de amigos. En torno, flotaban la mar de banderas. Miré a la cara emocionada de mi mujer y a las pálidas y excitadas de mis chicos, que no sabían si aquello era para bien o para mal, pues la revolución nos había engañado ya una vez. Allá, al otro extremo del andén, vi a Vandervelde y a de Man rezagados. Procuraban quedar atrás, para no verse envueltos, seguramente, por la multitud. Los nuevos ministros socialistas no habían organizado recibimiento alguno a sus colegas de Bélgica. La conducta que todavía ayer siguiera Vandervelde estaba demasiado fresca en el recuerdo de todos.
Apenas salí de la estación, empezó para mí esa vorágine en que los hombres y los episodios desfilan rápidamente por delante de los ojos de uno, como los maderos arrastrados por la riada. Los grandes acontecimientos son pobres en recuerdos personales; es el recurso que tiene la memoria para guardarse de un agobio excesivo. Creo que desde la estación me trasladé inmediatamente a la sesión del Comité ejecutivo. Tcheidse, el inevitable presidente de aquel período, me saludó bastante secamente. Los bolcheviques presentaron una proposición pidiendo que se me incorporase al Comité ejecutivo como presidente del Soviet de 1905. Esto produjo cierta confusión. Los mencheviques se pusieron a cuchichear con los narodniki. Por entonces, tenían gran mayoría en todos los organismos de la revolución. Se acordó admitirme con voz, pero sin voto. Me entregaron mi “carnet” de directivo y mi vaso de té con pan negro.
Nuestros chicos admirábanse de oír hablar el ruso por las calles de Petrogrado y de ver por las paredes los rótulos en caracteres rusos. Mi mujer y yo no acabábamos tampoco de orientarnos.
Habíamos dejado la capital hacía diez años, cuando el niño mayor tenía apenas uno de edad, y el pequeño había nacido en Viena.
En Petrogrado había una guarnición gigantesca, pero ya plenamente desmoralizada. Veíanse pasar grupos de soldados cantando himnos revolucionarios y con cintitas rojas en el pecho. Aquello parecía inverosímil, un sueño. Los tranvías iban abarrotados de militares. En las anchas calles, las tropas seguían haciendo la instrucción. Los soldados se tendían en tierra, desfilaban en columna, tornaban a tenderse. A la espalda de la revolución alzábase todavía el monstruo gigantesco de la guerra, proyectando sobre ella su sombra. Pero las masas no pensaban ya en la guerra, y parecía como, si siguieran haciendo la instrucción pura y simplemente porque se habían olvidado de interrumpirla. La guerra había entrado ya en el reino de lo imposible, cosa que no eran capaces de comprender, no sólo los kadetes, sino los mismos caudillos de la que llamaban “democracia revolucionaria”. Tenían un miedo pánico a soltarse de las faldas de la Entente.
A Zeretelli apenas le conocía; de Kerensky no tenía la menor idea; a Tacheidse le conocía bastante; Skobeliev había sido discípulo mío, y con Tchernov había cruzado bastantes veces el acero en mítines y reuniones en la emigración; a Goz le veía por vez primera. Tal era el grupo de la democracia que llevaba las riendas del gobierno en el Soviet.
Zeretelli estaba, indudablemente, muy por encima de los otros. La primera vez que le vi fue en el Congreso de Londres del año 1907, adonde acudió en representación de la fracción socialdemócrata de la segunda Duma. Ya entonces, con ser tan joven, era un buen orador; en sus discursos había un diapasón moral muy simpático. Los años de presidio acrecieron su autoridad política. Se lanzó a la palestra de la revolución ya como hombre hecho y ocupó en seguida el primer lugar entre las filas de los que compartían su ideología y de sus afines. Era el único de nuestros adversarios a quien podía tomarse en serio. Pero —no es éste el único caso que registra la historia—, hubo de venir la revolución para que se evidenciase que Zeretelli no tenía madera de revolucionario. Para no desorientarse en aquella baraúnda había que enfocar la revolución rusa, no desde un punto de vista ruso, sino con un criterio universal. Zeretelli quiso enfrentarse con ella acogiéndose a la experiencia que tenía de la Georgia, completada con la recogida en la segunda Duma, y su horizonte político tenía que ser por fuerza angustiosamente mezquino, como su cultura libresca y superficial. Este hombre sentía una devoción profunda por el liberalismo. La dinámica fatal de la revolución la veía con los ojos de un burgués semiculto que tiembla por la cultura. La masa, que empezaba a desperezarse, se la representaba, cada vez más francamente, como una plebe en rebeldía.
En cuanto le oímos las primeras veces, comprendimos que estábamos frente a un enemigo. Lenin le llamaba “torpe de entendederas”, y aunque el calificativo fuese duro, no carecía de exactitud.
Zeretelli era uno de esos hombres talentuda y honradamente limitados.
De Kerensky, decía Lenin que era un “charlatán”. Tampoco a esta calificación hay mucho que añadir. Kerensky no fue nunca más que un personaje casual, un favorito del minuto histórico. Toda nueva y potente ola revolucionaria arrastra tras de sí a multitudes vírgenes, incapaces todavía para saber elegir y exaltar inevitablemente al Poder a esos héroes de un día, que caen en seguida, fascinados por su propio resplandor. El caudillaje de Kerensky descendía en línea recta de los Gapon y Krustaliev. Su figura personifica lo fortuito en lo racional. Sus mejores discursos no pasaban de ser ampulosas vulgaridades. En la primavera del año 1917, estaba hirviendo el agua y el vapor que se alzaba de la caldera pasaba a los ojos de algunos por una aureola.
Skobeliev se había iniciado en la política bajo mi dirección, siendo estudiante en Viena. Salió de la redacción de la Pravda vienesa y se fue a su tierra del Cáucaso, con el propósito de ver si conseguía un acta para la cuarta Duma. La consiguió. Una vez en la Duma, se entregó a las influencias mencheviques, para lanzarse más tarde con ellos a la revolución de Febrero. Bacía, mucho tiempo que habíamos roto las relaciones. Volví a encontrarme con él en Petrogrado recién salido del horno como Ministro, del Trabajo. En una sesión del Comité ejecutivo, se me acercó a: preguntarme, con mucho arranque, qué pensaba yo de “aquello”. “Pienso —le contesté— que pronto acabaremos con todos vosotros”. No hace mucho que Skobeliev me recordó este pronóstico afectuoso, que había de cumplirse en todas sus partes a los seis meses. Skobeliev se declaró bolchevique a poco de triunfar la revolución de Octubre. Yo voté con Lenin contra su admisión en el partido. En la actualidad es, naturalmente, stalinista. La lógica de las cosas no puede ser más perfecta.
A duras penas logré encontrar un cuarto para mí, mi mujer y los chicos, en un hotel del montón que tenía por nombre “Kievskie Numera”. Al día siguiente de estar acomodados allí, se presentó a visitarnos un oficial de toda gala.
—¿No me conoce usted?
No, no le conocía.
—Soy Loginov.
Inmediatamente, aquel brillante oficial se transformó en mi recuerdo en un joven cerrajero del año 1905. El cerrajero pertenecía en aquella época a un grupo combativo, y luchó oculto detrás de un guarda-cantón contra la policía. Sentía por mí una devoción juvenil extraordinaria. No había vuelto a verle desde entonces. Hasta ahora, no supe que aquel proletario Loginov era en realidad un estudiante de la Escuela Técnica, llamado Serebrosky, perteneciente a una familia rica y que se había adaptado a los medios obreros desde su temprana juventud. En la época de la reacción se había hecho ingeniero, apartándose de la causa revolucionaria; durante la guerra había dirigido dos de las fábricas metalúrgicas más importantes de Petrogrado.
La revolución de Febrero sacudió un poco su conciencia y le recordó sus viejos tiempos. Supo de mi regreso por los periódicos y venía a pedirme, con gran empeño, que me fuese a vivir con mi familia a su casa, sin más demora ni vacilación. Después de algunas dudas, accedimos a ello. Era una casa inmensa y elegante, la casa de un director, en que vivían Serebrosky y su mujer, una señora joven. No tenían hijos. En aquella casa no faltaba nada. Allí se vivía coma en un paraíso, en medio de una ciudad hambrienta y ruidosa. Pero en cuanto la conversación recaía sobre temas políticos, la cosa cambiaba. Serebrosky era patriota. Más tarde, resultó que sentía un odio mortal por los bolcheviques, y tenía a Lenin por un agente de los alemanes. Después de la repulsa que hube de oponer a sus primeras palabras, procuraba recatarse un poco. Sin embargo, no era posible que siguiéramos conviviendo con él. Dejamos, pues, aquella casa, hospitalaria pero inhabitable para nosotros, y nos volvimos al cuarto del hotel. Pero Serebrosky consiguió que los niños volviesen un día a visitarle y les obsequió con té y frutas en conserva; los chicos, muy agradecidos quisieron pagarle el favor, contándole que habían estado en un mitin en que había hablado Lenin. Su cara era radiante; estaban entusiasmados con la conversación y la fruta en conserva.
—Sí, pero Lenin es un espía de los alemanes —díjoles el anfitrión.
¿Cómo? ¿Pero se atrevía a decir eso? Los muchachos dejaron el té y los tarros de dulce y saltaron como fieras: —¡Eso que dice usted es una indecencia! —exclamó el mayor, que por lo visto no encontró en su vocabulario palabra más adecuada para dar expresión a sus sentimientos.
Ahora, le tocaba al ingeniero el turno de enfadarse. Así terminaron nuestras relaciones. Después de triunfar el movimiento de Octubre interesé a Serebrovsky en los trabajos del Soviet. Como muchos otros, pasó del servicio soviético al partido. Hoy es miembro del Comité central stalinista y una de las columnas del régimen. Para quien en 1905 pudo pasar por proletario, no debe de ser muy difícil ahora pasar por bolchevique.
Después de las “jornadas de Julio”, de que hablaremos más adelante, las calumnias contra los bolcheviques eran la comidilla de la ciudad. Fui detenido por el Gobierno de Kerensky, y a los dos meses de regresar del extranjero, ingresaba en la cárcel de “Kresty”, de la que guardaba tan buenos recuerdos. Seguramente que, cuando se enterase por el periódico, el Coronel Morris sentiría una gran satisfacción, y no sería él solo, tal vez, a sentirla. En cambio, mis chicos no las tenían todas consigo.
—¿Qué revolución es ésta —decían a su madre, con tono de reproche—, que recluye a papá, primero en un campamento de concentración y luego en la cárcel?
La madre estaba conforme con ellos: tampoco ésta era la verdadera revolución. Pero en sus almas infantiles iban destilando amargas gotas de escepticismo.
Cuando me soltaron de las “prisiones democráticas”, fuimos a instalarnos a un pequeño cuarto que alquilaba en una gran morada burguesa la viuda de un periodista liberal. Los preparativos para la revolución de Octubre iban por buen camino. Me eligieron presidente del Soviet de Petrogrado.
Mi nombre desfilaba por todos los periódicos, y cada cual lo declinaba a su modo. En la casa en que vivíamos, nos cercaba un muro de hostilidad y de odio. Ana Ossipovna, nuestra cocinera, cuando se presentaba a buscar pan, en el Comité de la casa, era el blanco de los ataques de las mujeres. A mi chico le motejaban en la escuela, por ser hijo de tal padre con el remoquete del “Presidente”. A mi mujer, cuando volvía a casa, después de haberse pasado el día trabajando en el Sindicato de obreros de la madera, la recibían en el portal las miradas cardadas de odio del portero. El subir las escaleras era un suplicio. La señora que nos había alquilado el cuarto estaba constantemente preguntando por teléfono si aún no le habíamos hecho polvo los muebles. De buena gana nos hubiéramos mudado, ¿pero, a dónde? No había un cuarto libre en todo Petrogrado. La situación era cada día más insostenible. Y de pronto, un buen día —lo fue de verdad—, cesó el bloqueo doméstico, como si una mano invisible y poderosa lo hubiera barrido. El portero empezó a saludar a mi mujer con ese saludo que los porteros reservan para los inquilinos más influyentes.
En el Comité de la casa nos entregaban la ración de pan sin amenazas ni demoras. Nadie se atrevía ya a cerrar la puerta de un golpazo delante de nuestras narices. ¿A quién debíamos todo esto?
¿Quién había sido el mago? Pues el mago había sido Nikolai Markin. No hay más remedio que hablar de él un poco detenidamente, pues a él —a la figura colectiva de Markin— se debe el triunfo de la revolución de Octubre.
Markin, era un marinero de la flota del Báltico, artillero y bolchevique. Tardó en revelarse, pues su carácter no era de los que se dan de codazos para ponerse en primera fila. Markin no, era tampoco orador: le costaba trabajo enhebrar unas cuantas palabras seguidas. Era, además, un hombre tímido y retraído, con ese retraimiento de la fuerza replegada sobre sí misma. Pero este hombre estaba hecho de una pieza, y de un magnífico metal. Ya había tomado bajo su custodia a mi familia, y yo no tenía ni la menor noción de su existencia. Trabó amistad con mis chicos, a quienes los obsequiaba en la cantina del Smolny con té y panecillos untados de manteca, y les tenía siempre preparada alguna pequeña sorpresa o alegría, en aquellos tiempos en que no abundaban. Venía a enterarse, a cada paso, de cómo marchaban las cosas, sin que nadie advirtiese su presencia. Por los muchachos y por la cocinera, supo, que vivíamos rodeados de enemigos. Inmediatamente, se presentó a hacer una visita al portero y al Comité de la casa y, según parece, no fue solo, sino acompañado por un grupo de marineros. Y debió de emplear argumentos convincentes, pues el panorama cambió radicalmente como por ensalmo. En la casa burguesa en que nosotros vivíamos la dictadura del proletariado se implantó antes de que triunfase con la revolución de Octubre. Hasta algún tiempo después, no supimos que todo aquello se lo debíamos a Markin, amigo de los chicos y marinero de la flota del Báltico.
Atrincherándose detrás de los propietarios de imprentas, el Comité central ejecutivo, enemigo nuestro, robó al Soviet de Petrogrado su periódico, tan pronto como el Soviet se hizo bolchevista.
No había más remedio que montar un periódico nuevo y acudí a Markin. Éste desaparecía, volvía a emerger, hacía las diligencias necesarias, ponía en claro sus deseos a los impresores, y a los pocos días estaba en la calle el periódico con el título El Obrero y el Soldado. Markin se pasaba los días y las noches en la Redacción poniendo las cosas en orden. Vinieron las jornadas de Octubre, y la figura recia de Markin, con su cara morena y ceñuda, surgía siempre en los sitios más peligrosos y en los instantes más críticos. Delante de mí no se presentaba más que para decirme que todo iba bien o para preguntarme si tenía algún encargo nuevo que hacerle. Markin iba ampliando poco a poco su experimento; al fin, vio implantada la dictadura del proletariado en toda la capital.
Las heces de la calle empezaron a asaltar las grandes bodegas de la ciudad y de sus palacios. Era indudable que este peligroso movimiento estaba dirigido entre bastidores por alguien que deseaba prender fuego a la revolución y exterminarla entre llamas de alcohol. Markin vio en seguida el peligro y se lanzó a la refriega. Organizó la defensa de las bodegas, y donde no era posible, las destruyó. ¡Había que verle, metido hasta la rodilla con sus botas de caña en un lago de vino de calidad que, mezclado con cascos de vidrio, corría en arroyuelos hacia el Neva, por entre la nieve!
Los borrachos se abrevaban en las alcantarillas. Markin luchó, revólver en mano, por librar a nuestro Octubre de la plaga de la embriaguez. Por la noche, empapado en vino, despidiendo un buquet delicioso de las mejores marcas, volvía a casa, donde le aguardaban ansiosamente dos muchachos. Markin contuvo el ataque alcohólico de la contrarrevolución.
Cuando me encomendaron el Ministerio de Negocios Extranjeros, parecía imposible tomar posesión de los asuntos: todo el personal del Ministerio, desde los altos empleados hasta las mecanógrafas, saboteaba al nuevo ministro. Los armarios estaban cerrados y las llaves no aparecían. Llamé a Markin, que parecía conocer el secreto de la acción directa. No sé cómo se las arregló; el caso es que se llevó detenidos, por espacio de veinticuatro horas, a dos de aquellos diplomáticos, y al día siguiente ya estaban en su poder las llaves. Fue a buscarme para entregármelas y para que le acompañase al Ministerio. Yo estaba en el Smolny muy ocupado con los asuntos de la revolución: Y he aquí cómo Markin hubo de desempeñar, por espacio de algún tiempo, extraoficialmente, la cartera de Negocios Extranjeros. Pronto penetró, a su modo, en el mecanismo del Ministerio y lo empezó a limpiar, con enérgica mano, de aquellos caballeros diplomáticos aristócratas y rateros; organizó sobre nuevas bases la cancillería, confiscó para los hambrientos los víveres que venían de matute en la valija diplomática, sacó de los armarios blindados e incombustibles los documentos secretos de mayor interés y los publicó en forma de folletos, bajo su responsabilidad y acompañados de notas explicativas de su puño y letra. Markin no tenía título académico, y apenas si sabía escribir sin faltas de ortografía. Algunas notas llamaban la atención por las curiosas ideas en ellas desarrolladas. Pero, en general, daban muy certeramente con el clavo diplomático. En Brest-Litovsk, Herr von Kühlmann y Czernin solían lanzarse codiciosamente sobre aquellos libritos amarillos editados por Markin.
Vino la guerra civil. Markin taponaba los boquetes, y no le faltaba ocupación. Ahora, tenía vasto campo, allá en el Oriente, para instaurar la dictadura del proletariado. Markin mandaba una de las flotillas del Volga y hacía huir delante de sí al enemigo. Como yo supiese que Markin se encontraba en un lugar peligroso, por desamparado que este lugar estuviera, me quedaba tranquilo. Pero llegó su hora. En el Kama, una bala enemiga derribó por tierra a Nikolai Georgevich Markin e hizo flaquear sus firmes piernas de marino. Cuando recibí el telegrama dando cuenta de su muerte, fue como si se derrumbase ante mis ojos una recia columna de granito. Encima de la mesilla de los niños estaba su retrato, con la encantada gorra de marinero. “¡Han matado a Markin!”. Todavía me parece estar viendo delante de mí aquellos dos rostros pálidos, sobrecogidos por el dolor de la noticia inesperada. Nikolai, que era un hombre ceñudo, había tratado siempre a los chicos de igual a igual. Les había abierto de par en par sus planes y su vida. Un día, le había contado a Sergioska, que tenía nueve años, que la mujer a quien tanto y tan de verdad había querido le había dejado y que, a veces, acordándose de ella, sentía pena y rabia. Sergioska confió el secreto a su madre, en voz baja, con un contenido espanto y entre sollozos. ¡Y este tierno amigo, que abría a los niños su alma sin recato, era un viejo lobo de mar, un revolucionario de cuerpo entero y un héroe de verdad, como esos de los cuentos maravillosos! ¿Era posible que Markin, aquel mismo Markin que en los sótanos del Ministerio les había enseñado a disparar el “bulldogg” y la carabina, estuviese muerto? Aquella noche, dos cuerpecitos de niño se estremecieron debajo de las mantas, cuando llegó la negra noticia. Y sólo la madre vio sus lágrimas y oyó sus suspiros, para los cuales no había consuelo.
Aquello era un torbellino de mítines. De los oradores revolucionarios de Petrogrado, unos hablaban fogosamente y otros estaban completamente afónicos. La revolución de 1905 me había enseñado a administrar con cuidado mi garganta; mas no se crea que por ello abandonase ni por un instante el frente de lucha. Los mítines celebrábanse en las fábricas, en las escuelas, en teatros y circos, en las calles y en las plazas públicas. Volvía a casa agotado después de media noche, y en aquel estado de excitación nerviosa apenas dormía, cavilando entre sueños los argumentos más eficaces contra el enemigo político; hacia las siete de la mañana, y algunos días más temprano aún, ya sonaban en la puerta de mi cuarto aquellos golpecitos antipáticos e insoportables que venían a sacarme de la cama; unas veces, me llamaban a un mitin de Peterhof; otras veces, eran los de Cronstadt, que mandaban una gasolinera a buscarme, y así sucesivamente. No había vez que no pensase que iba a serme imposible llegar hasta el fin de aquel mitin. Pero no sé qué reservas nerviosas vendrían en mi ayuda, el caso es que me estaba hablando una hora, dos horas, y aún no había acabado de hablar cuando ya me rodeaban un piño de comisiones de otras fábricas o de otros distritos que venían a decirme que en tal o cual sitio estaban reunidos miles de obreros y que llevaban una, dos, tres literas esperándome. ¡Era increíble la paciencia con que en aquellos días la masa, ya despierta, estaba pendiente de cualquier palabra nueva de sus conductores!
Significación especial tenían los mítines del Círculo Moderno, ante los que, tanto yo como mis adversarios, adoptábamos una actitud peculiar. Los de enfrente, se habían acostumbrado a considerar el Circo como mi trinchera, y no intentaban siquiera hablar desde allí. Y si en el Soviet se me ocurría atacar a cualquiera de los conciliadores, me gritaban: “¡Eh, que aquí no está usted en el Circo Moderno!”. Esta frase se había convertido ya en una especie de estribillo. Yo solía hablar en el Circo por las tardes, y a veces, por la noche. El público se componía de obreros, soldados, madres que se ganaban la vida con su trabajo, los muchachos de las calles, la gente más oprimida de la gran ciudad. No había una pulgada de sitio libre, los cuerpos humanos se apretujaban unos contra otros, los muchachos encaramábanse sobre las espaldas de sus padres, los niños de pecho se colgaban de la teta de la madre. Nadie fumaba. Parecía que las galerías iban a hundirse de un momento a otro bajo aquella multitud. Para llegar a la tribuna, tenía que pasar por una angosta trinchera de cuerpos humanos, cuando no levantado en brazos por el auditorio. En aquella atmósfera recargada por la respiración y la espera explotaban los gritos y resonaba el rugido característico, apasionado, del Circo Moderno. En torno a mí, encima de mí, todos apretujados pechos, cabezas. Era como si la voz del orador saliese de una cálida caverna de cuerpos humanos. A poco que me moviese para accionar, tropezaba con alguien, el cual me daba a entender con un gesto amistoso, que no me preocupase ni le diese importancia, que siguiese hablando. No había fatiga que resistiese a la tensión eléctrica de aquella muchedumbre cargada de pasión, que quería saber, comprender, encontrar el camino. Había momentos en que parecía tocarse con los labios, físicamente, la apetencia ansiosa de saber de aquella multitud fundida en unidad. En aquel instante, todos los argumentos, todas las palabras que se traían pensadas, se esfumaban bajo la presión imperiosa de aquella solidaridad de sentimientos. Y de lo profundo brotaban, perfectamente pertrechadas y en plan de combate, otras palabras, otros argumentos, inesperados para el orador, pero necesarios para la masa. Y parecía como si el orador se acechase a sí mismo, como si no pudiese seguir con sus palabras a sus pensamientos, y por momentos temía uno despertarse al ruido de las propias palabras y caer rodando como un sonámbulo del tejado. Tal era el Circo Moderno. Aquel público tenía su propia faz, fogosa, tierna, apasionada. Los niños de regazo seguían chupando tranquilamente de aquellos pechos de los que escapaban gritos de entusiasmo o de amenaza. Y la muchedumbre parecía también otro niño de pecho que tirase con sus labios resecos de los pezones de la revolución. Pero pronto este niño de pecho había de hacerse hombre.
Salir de aquel Circo Moderno era todavía más difícil que entrar. La multitud, fundida, no quería separarse. Resistíase a desperdigarse. Agotado, casi desfallecido, el orador iba flotando sobre los hombros, sobre las cabezas de la muchedumbre, hasta ganar la puerta. A veces, veía de pasada las caras de mis dos chicas, que vivían con su madre allí cerca. La mayor tenía quince años, la pequeña catorce. Apenas me quedaba tiempo para hacerles una seña con los ojos o estrechar su mano cálida y tierna. La multitud, incontenible, nos arrastraba. Una vez en la calle, se ponía en movimiento detrás de mí el circo entero. La calle, envuelta en la noche, llenábase de gritos y de pisadas. Una puerta se abría de par en par, me tragaba y volvía a cerrarse. Eran los amigos que me empujaban al palacio de la bailarina Kchessinskaia, mandado edificar para ella por Nicolás II. En él habíase instalado el estado mayor central de los bolcheviques. Sobre aquellos muebles tapizados de seda se recortaban los grises uniformes, y las botazas toscas de los camaradas pisaban sobre el lindo parquet, que hacía mucho tiempo que no veía la cera. Sentábame a esperar un rato, hasta que la muchedumbre se disolvía, para seguir luego mi camino.
Una noche, yendo a un mitin por las calles solitarias, oí pasos que me seguían. Ya me había acontecido el día antes y el anterior también, si no me engaño. Eché mano a la browing, giré sobre mis talones y retrocedí unos cuantos pasos.
—¿Qué desea usted? —pregunté en tono severo. Tenía delante de mí una cara joven y sumisa.
—Permítame usted que le acompañe y le proteja. Al Circo van también enemigos.
—Era el estudiante Posnansky. Desde aquel día, no se separó más de mí. Posnansky estuvo a mi servicio durante los años todos de la revolución, dispuesto siempre a desempeñar los encargos más diversos y más cargados de responsabilidad. Él era el encargado de velar por mi seguridad personal; organizó un secretariado de ruta, descubrió una serie de campamentos militares olvidados; reunía los libros necesarios, sacaba de la nada los escuadrones volantes, luchó en el frente, y más tarde en las filas de la oposición. Ahora está en el destierro. Confío en que el porvenir volverá a unirnos.
El día 3 de diciembre hablé en el Circo Moderno acerca de los actos del Gobierno de los Soviets.
Expliqué la importancia que tenía la publicación de la correspondencia diplomática cruzada entre el Zar y Kerensky. Hice saber a aquel fiel auditorio cómo los conciliadores, al decir yo en el Soviet que el pueblo no tenía por qué derramar su sangre por tratados que no había cerrado ni leído, ni siquiera conocía, me gritaban: “¡Aquí tiene usted que usar otro lenguaje; esto no es el Circo Moderno!”. Y la respuesta que había dado a quienes así gritaban: “Yo sólo tengo un lenguaje, que es el lenguaje del revolucionario. Y este lenguaje que hablo, ante el pueblo es el que hablaré también, cuando llegue la hora, ante los aliados y los alemanes”. Al llegar aquí, la reseña publicada en los periódicos, acota: “Ovación delirante”. Hasta febrero, en que me trasladé a Moscú, no rompí la comunicación con el Circo Moderno.

1919: Afiche de la Guerra Civil revelador del anti-semitismo y anti-orientalismo de la reacción
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Paréntesis sobre los calumniadores
A comienzos del mes de mayo de 1917, al llegar yo a Petrogrado, estaba en su apogeo la campaña sobre el célebre vagón, “precintado” en que Lenin había hecho el viaje a Rusia cruzando por Alemania. Los flamantes ministros socialistas eran aliados de Lloyd George, quien hizo lo posible por impedir que Lenin entrara en su país. Y estos mismos caballeros eran los que ahora ponían el grito en el cielo porque había hecho el viaje atravesando por Alemania. La experiencia del mío, completaba la de Lenin como una prueba a la inversa. Mas esto no era obstáculo para que también a mí se me hiciese objeto de las mismas calumnias. El primero que se hizo portavoz de ellas fue, como vimos, el embajador inglés. A poco de llegar a Petrogrado, publiqué, en forma de carta abierta, dirigida al Ministro de Negocios Extranjeros —que en el mes de mayo era ya Teretchenko, sucesor de Miliukov—, el relato de mi odisea atlántica. La conclusión lógica venía a culminar en esta pregunta: “¿Le parece a usted, señor ministro, que está bien que Inglaterra se halle representada en nuestro país por una persona que ha echado sobre mí la mancha de una calumnia tan descarada y que hasta ahora no ha dado el menor paso para rehabilitarme de ella?”.
No obtuve respuesta, ni la esperaba. En cambio, conseguí que el periódico de Miliukov intercediese por el embajador de los aliados repitiendo por su propia cuenta la acusación. En vista de esto, decidí poner en la picota a los difamadores, aprovechan do la ocasión de mayor relieve y solemnidad. Estaba reunido el primer congreso soviético panruso. El día 5 de junio, con la sala de sesiones abarrotada de gente, pedí la palabra, al final de la sesión, para un asunto personal. He aquí cómo reseñaba al día siguiente mis palabras finales y el efecto producido por ellas el periódico de Gorky, hostil a los bolcheviques: “Miliukov nos acusa de ser agentes a sueldo del Gobierno alemán. Pues bien: desde esta tribuna de la democracia revolucionaria, me dirijo a la Prensa honrada de Rusia (Trotsky se vuelve a la mesa de los periodistas), con el ruego de que recojan estas palabras mías: ¡Mientras Miliukov no retire esa acusación, sobre su frente quedará impreso el estigma de un vil calumniador!
Las palabras de Trotsky, dichas con gran energía y dignidad, arrancaron una ovación clamorosa en toda la sala. Todo el congreso, sin distinción de partidos, le aplaudió ruidosamente durante varios minutos”.
No se olvide que el congreso estaba integrado en nueve décimas partes por adversarios nuestros.
Sin embargo, este éxito sólo tuvo un carácter muy fugaz, como habían de demostrar los sucesos que luego se desarrollaron. Era una especie de paradoja del parlamentarismo.
El Reitch (“Discurso”) intentó recoger el guante al día siguiente, anunciando que por una Liga patriótica alemana de Nueva York me habían sido entregados diez mil dólares para combatir al Gobierno provisional. Esto, por lo menos, ya era claro y concreto. He aquí la verdad de lo ocurrido. Dos días antes de partir para Europa, los obreros alemanes, ante quienes había pronunciado varias conferencias, me organizaron, en unión de los amigos y partidarios americanos, rusos, letones, judíos, lituanos y finlandeses, un mitin de despedida, en el que se hizo una colecta para ayudar a la revolución rusa. La suscripción ascendió a 310 dólares, de los cuales entregaron 100 los obreros alemanes, por intermedio de su presidente. Autorizado por los organizadores del acto, distribuí los 300 dólares, que me fueron entregados al día siguiente, entre cinco emigrantes que volvían a Rusia y que no disponían de recursos para el viaje. Tal es la verídica historia de los “diez mil dólares”. La conté en el periódico de Gorky, el Novaia Skhins (número de 27 de junio), poniendo fin al relato con la siguiente declaración: “Para poner un coeficiente corrector en las fantasías de todos esos caballeros mentirosos, difamadores, periodistas kadetes y desventurados, creo oportuno decir que en ningún momento de mi vida he sabido lo que era disponer de diez mil dólares juntos, ni siquiera de la décima parte de esa cantidad. Ya sé que esta confesión, a los ojos de un auditorio de kadetes, irá harto más en detrimento de mí reputación que todas las insinuaciones del señor Miliukov. Pero ya hace mucho tiempo que me he resignado a terminar la vida sin cosechar la menor simpatía ni el menor aplauso por parte de la burguesía liberal”.
Con esto, cesó la campaña difamadora. Con el balance y el análisis de ella me pareció oportuno dar a las prensas un folleto que apareció bajo el título de ¡A los calumniadores! Una semana después, por los días de Julio, el 23, el Gobierno provisional me encarcelaba bajo la imputación de estar a las órdenes del Káiser y de Alemania. De instruir el sumario se encargaron varios juristas acreditados de zarismo. Estas gentes no estaban acostumbradas a perder mucho tiempo con hechos ni con argumentos. Además, los tiempos que atravesábamos excusaban un poco de hacerlo. Cuando me dieron a conocer el sumario, la indignación que me produjo la vileza de aquel proceso resultó bastante amortiguada por la risa que me dio la indefensa estupidez con que estaba llevado.
El día 1.º de septiembre, hice que se uniese al sumario esta declaración mía:
“Habida cuenta de que ya el primer documento que se me ha dado a conocer (la declaración del abanderado Jermolenko) y que hasta ahora ha desempeñado el principal papel en la campaña desencadenada, con ayuda de algunos funcionarios del Ministerio de Justicia, contra mi partido, y personalmente contra mí, se ha demostrado ser, indiscutiblemente, producto de una maniobra intencionada, que más que a esclarecer los hechos, se encamina a oscurecerlos malignamente; habida cuenta también de que el señor juez de Instrucción, Alexandrov, ha pasado por alto en este documento, con deliberada intención, todas aquellas cuestiones y circunstancias importantes, que de haberse esclarecido hubieran tenido que poner de manifiesto, inevitablemente, las inexactitudes deslizadas en la declaración del citado Jermolenko, a quien no conozco; considero política y moralmente humillante para mí el intervenir activamente en este proceso, aunque me reservo con tanta mayor energía el derecho a poner en claro la verdad de esta acusación ante la opinión pública del país, por todos los medios que estén a mi alcance”.
Pronto la acusación había de verse arrastrada por la riada de los grandes acontecimientos que arrollaron, no sólo a los jueces, sino a toda la Rusia del viejo régimen, con sus “nuevos” héroes de la catadura de Kerensky.
No creí que tendría que volver nunca sobre este tema. Pero ha habido un escritor que se ha atrevido, en 1928, a recoger y divulgar la vieja calumnia. Este escritor se llama Kerensky. En 1928, es decir, once años después de aquellos sucesos revolucionarios que tan inesperadamente le exaltaran al Poder, para luego barrerle de un modo muy racional, Kerensky afirma que Lenin y los bolcheviques eran agentes a sueldo del Gobierno alemán, que estaban en relaciones con el Estado Mayor germano y no hacían otra cosa que ejecutar sus órdenes secretas encaminadas a la derrota del ejército y a la desmembración del Estado ruso. Así se sostiene en muchas páginas del ridículo libro, y principalmente en las páginas 290 a 310. Lo ocurrido en el año 1917 debía bastar para revelarnos bien la talla moral e intelectual de Kerensky, y, sin embargo, aún se resistía uno a creer que, después de todo lo ocurrido, hubiese nadie capaz de seguir trayendo y llevando esta “acusación”. Sin embargo, no hay más remedio que rendirse a la evidencia.
Dice Kerensky: “Que Lenin traicionó a Rusia en el momento culminante de la guerra, es un hecho histórico comprobado e indiscutible”. ¿Quién ha aportado estas pruebas “comprobadas”, si es que se aportaron? Kerensky empieza contando prolijamente cómo el Estado Mayor alemán se buscaba entre los prisioneros rusos los candidatos para el espionaje, deslizándolos luego entre las tropas enemigas. Y nos dice que uno de estos espías reales o supuestos (pues no pocas veces, ni ellos mismos sabían su papel) se presentó ante el propio Kerensky a revelarle toda la técnica del espionaje alemán. “Sin embargo —observa nuestro hombre, con un dejo de melancolía— sus revelaciones no tenían gran valor”. ¡Vaya! De modo que él mismo nos da a entender que se trataba de un pobre aventurero, que iba a sorprender su buena fe. ¿Pero es que este episodio tiene algo que ver con Lenin ni con los bolcheviques? No, nada. Pues entonces, ¿para qué lo saca aquí a relucir? Pues para hinchar el perro y dar así más importancia a lo que viene después.
Sí, nos dice, este primer caso carecía de interés; pero, en cambio, lo tenía, “y muy grande”, una información que obtuvimos por otro conducto. Y esta información “venía a probar de un modo definitivo que los bolcheviques, mantenían relaciones con el Estado Mayor alemán”. Fíjese bien el lector: “volvía a probar de un modo definitivo”. Y continúa: “También podrían descubrirse los medios y los caminos por donde se llevaban estas relaciones”. “Podrían descubrirse”. Pero esto no quiere decir nada. ¿Es que se descubrieron, en realidad? Pronto lo sabremos; un poquito de paciencia. Once años hubieron de pasar para que estas revelaciones sensacionales maduraran en los senos del espíritu de su creador.
“En el mes de abril, se presentó en el cuartel general, delante del Mariscal Alexeiev, un oficial ucraniano llamado Jarmolenko”. Más arriba tuvimos ya ocasión de encontrarnos con este nombre.
Tenemos delante a la figura central del retablo. No estará de más advertir que Kerensky no sabe ser preciso ni aun en aquellos casos en que nada sale ganando con la imprecisión. El verdadero nombre de este pequeño rufián que saca a escena no es Jarmolenko, sino Jermolenko; a lo menos, ese nombre se le daba en los papeles del juez nombrado por el señor Kerensky. Seguimos. El abanderado Jarmolenko (al que Kerensky, con una vaguedad buscada, llama “oficial”) se presentó, pues, en el cuartel general como falso agente de los alemanes, para desenmascarar a los agentes verdaderos. Gracias a las revelaciones de este gran patriota, al que hasta la Prensa burguesa archienemiga de los bolcheviques se veía obligada, poco tiempo después, a presentar como un sujeto oscuro y sospechoso, pudo demostrarse, de un modo comprobado y definitivo, que Lenin no era una de las grandes figuras de la historia, sino un espía a sueldo de Ludendorv. Pero ¿de qué modo consiguió adueñarse de este secreto él abanderado y qué pruebas aportaba para ganar el convencimiento de Kerensky? Jarmolenko, tenía, según sus informes, orden del Estado Mayor alemán para fomentar en Ucrania un movimiento separatista. “Se le dieron todas (!) las informaciones necesarias —dice Kerensky—, acerca de los caminos y los medios por los cuales podía entrar en relaciones con las personalidades alemanas más relevantes (!), acerca de los Bancos (!) por los que se le harían las remesas de fondos y los nombres de los agentes más importantes, entre los que figuraban varios separatistas ucranianos y Lenin”. Todo esto aparece literalmente en las páginas 295-296 del voluminoso libro. Ya sabemos los métodos de que usaba con sus espías el Estado Mayor alemán. Apenas aparecía cualquier abanderado medio analfabeto que se prestase a servir de espía, apresurábase, no a destinarlo a las órdenes de uno de los oficiales de la sección de espionaje, sino a ponerlo en relación directa “con las personalidades alemanas más relevantes”; le informaban, sin andarse con más rodeos, de toda la red de agentes alemanes, le señalaban los Bancos, no uno cualquiera, sino todos a la vez, por los que el Estado Mayor giraba sus fondos No puede uno por menos de pensar, leyendo esto, que el Estado Mayor alemán procedía con una ligereza inconcebible. Pero en realidad, esta reflexión, más que al propio Estado Mayor alemán, hay que hacerla a la imagen que de él se forman Juan y Diego; es decir, estos dos abanderados que son el abanderado militar Jarmolenko y el abanderado político Kerensky.
¿O es que Jarmolenko, a pesar del oscuro anónimo que envuelve su persona y de su modesto rango jerárquico, ocupaba un puesto importante en la red del espionaje alemán? Así nos lo quiere hacer creer Kerensky. Lo grave es que nosotros conocemos, además de su libro, sus fuentes de información. Y Jarmolenko, más sincero que Kerensky, nos dice, en unas declaraciones que hizo en el tono de un pobre aventurero tonto, cuál era su precio, y lo que vino a percibir del Estado Mayor alemán, que fueron, en números redondos, usos mil quinientos rublos; cantidad nada arrogante, por cierto, si se tiene en cuenta la gran depreciación del rublo en aquellos años y que con ella había de atenderse a todos los gastos que ocasionase la desmembración de la Ucrania y el derrocamiento de Kerensky. Jarmolenko confiesa abiertamente en sus declaraciones —que se han hecho públicas— que hubo de quejarse con amargura de la tacañería alemana, sin conseguir nada.
“¿Cómo tan poco?” protestaba el pobre abanderado. Pero las “personalidades relevantes”, a quienes le remitieron fueron inflexibles. Jarmolenko no nos dice, por desgracia, si estas negociaciones las llevaba directamente con Ludendorv, con Hindenburg, con el Kronprinz o con el Káiser en persona. Guarda en el más obstinado silencio el nombre de aquellas “personalidades relevantes” que le entregaron los mil quinientos rublos para hacer añicos a Rusia, para los gastos de viaje, para pitillos y para un traguito. Sin embargo, aventuramos la hipótesis, acaso temeraria, de que aquel dinero se consumió casi todo él en traguitos, y que el abanderado, después que los “fondos” alemanes se hubieron volatilizado en su bolsillo, renunciando altruistamente a dirigirse a los Bancos de Berlín cuyos nombres le habían dado, fue a presentarse como un bravo al cuartel general ruso para confortar allí sus sentimientos patrióticos.
¿Y quiénes eran los “varios separatistas ucraniano” que Jarmolenko denunció a Kerensky? El libro de éste guarda un absoluto, silencio acerca de los nombres. Sin embargo, para dar mayor autoridad a las míseras mentiras de Jarmolenko, Kerensky añade, por su cuenta, unas cuantas.
Sabemos por sus declaraciones documentales, que Jarmolenko sólo mencionó a un separatista: a Skoropis-Joltuchovsky. Kerensky silencia el nombre, y hace bien, pues de mencionarlo no hubiera tenido más remedio que reconocer la poca novedad de las revelaciones del abanderado. El nombre de Joltuchovsky no era para nadie un secreto. Había rodado por los periódicos docenas de veces durante la guerra. Joltuchovsky no silenció nunca sus relaciones con el Gobierno alemán. En el Nasche Slovo, que publicábamos en París, hube de marcar con el hierro, ya a fines de 1914, a un pequeño grupo de separatistas ucranianos que mantenían relaciones con las autoridades militares alemanas. Los llamaba a todos por su nombre, y entre ellos figuraba ése. Pero ahora, nos, enteramos de que además de los “varios separatistas ucranianos”, en Berlín le dieron a Jarmolenko el nombre de Lenin. El que le diesen los nombres de los separatistas nada tiene de extraño, puesto que el propio Jarmolenko iba a emprender una propaganda de ese género. Pero ¿a qué venía el darle el nombre de Lenin? Kerensky no dice nada acerca de esto. Y se comprende que nada diga.
En sus declaraciones embarulladas, Jarmolenko hubo de barajar, sin sentido ni coherencia alguna, el nombre de Lenin. El abanderado a que Kerensky iba a recoger sus inspiraciones, cuenta que le nombraron espía alemán para fines “patrióticos”, que pidió que le aumentasen los “fondos secretos” (¡1500 rublos de entonces!), que le fueron señaladas las obligaciones que contraía: espiar, volar puentes, etcétera, y luego, sin que venga a cuento, añade que le comunicaron (¿quién?), que en Rusia “no trabajaría solo”, pues estaban “Lenin y sus partidarios, que laboraban en la misma (!) dirección”. No he hecho más que reproducir a la letra sus declaraciones. Resulta, pues, que a un modesto agente de espionaje encargado de volar puentes se le entrega, sin que se vea la menor necesidad práctica de hacerlo, un secreto tan considerable como es el de las relaciones entre Lenin y Ludendorv Al final de sus declaraciones, y siempre sin la menor relación con la anterior, hablando al dictado como el más lerdo comprendería, Jarmolenko se sale de pronto con lo que sigue: “Se me dijo (¿por quién?) que Lenin había conferenciado varias veces en Berlín (con representantes del Estado Mayor) y que se alojaba en casa de Skoropis-Joltuchovsky, de lo cual me pude convencer yo mismo”. Punto final. De cómo se convenciera, no nos dice una palabra. El juez Alexandrov no sintió la menor curiosidad de hacerle aclarar esa referencia de hecho, la única de esta naturaleza que aparece en sus declaraciones. Ni siquiera se le ocurrió hacerle una pregunta tan sencilla como ésta: ¿Cómo se convenció el abanderado de que Lenin, durante la guerra, estuvo en Berlín alojado en el domicilio de Joltuchovsky? ¿O es que formuló esa pregunta (no pudo por menos de haberla formulado), y como contestación sólo obtuvo un gruñido desarticulado, en vista de lo cual le pareció que este pequeño episodio no debía figurar en el sumario? Es muy probable que fuese así. Pues bien: ante una maniobra tan burda, no parece que sea indiscreto preguntar: ¿quién será tan tonto que pueda dar crédito a todo esto? Sin embargo, parece que no faltan “hombres de Estado” que aparenten creerlo e inviten a los lectores a compartir su convicción.
“¿Es esto todo?”. Sí; el abanderado militar no nos dice más. Pero queda todavía el abanderado político, que cree oportuno formular algunas hipótesis y conjeturas. Sigámosle.
“El Gobierno provisional —nos dice Kerensky— se vio, pues, en la dificultosa necesidad de seguir las huellas señaladas por Jarmolenko, hasta colgarse a los talones de los agentes que mantenían las relaciones entre Lenin y Ludendorv, cogiéndolos, en lo posible, in fraganti y con las mayores pruebas posibles en su cargo”.
Esta ampulosa frase es una trama formada por dos hilos: cobardía falsedad. En ella sale a plaza por vez primera el nombre de Ludendorv. En las declaraciones de Jarmolenko no se menciona ningún nombre alemán. En la cabeza del abanderado no había sitio para tanto. Kerensky habla con un doble sentido intencional de los agentes intermediarios entre Ludendorv y Lenin. Caben, en efecto, dos interpretaciones: la de que se trata de agentes determinados y ya conocidos, a quienes se acecha para sorprenderlos in fraganti, y la de que sólo quiere aludirse a mediadores en abstracto. Cuando habla de “colgarse” de sus talones, sólo quiere referirse, por el momento, a talones desconocidos, anónimos, trascendentes. Con sus trucos de palabras, el calumniador no se da cuenta de que pone al desnudo su propio talón de Aquiles o, mejor dicho, aunque la expresión sea menos clásica, su pezuña.
Las diligencias se llevaban, según Kerensky, tan en secreto, que ni siquiera tenía noticia de ellas el desdichado ministro de Justicia, Pereversev. He aquí la auténtica discreción de los hombres de Estado. De ella podría aprender el Estado Mayor alemán, que no tiene inconveniente en confiar al primero que llega los nombres de sus Bancos secretos e incluso sus relaciones con los caudillos de un gran partido revolucionario. No, Kerensky no es tan ligero; sólo hay tres ministros a quienes considere lo bastante dignos para no soltar los talones de los agentes de Ludendorv.
“El asunto era extraordinariamente difícil, enojoso e intrincado”, se lamenta Kerensky. Y esta vez, sí que le creemos. Pero el éxito coronó plenamente los patrióticos esfuerzos de aquellos hombres.
El propio Kerensky nos lo dice: “Claro está que el resultado de la investigación fue verdaderamente anonadador para Lenin. Sus relaciones con Alemania pudieron comprobarse de una manera inequívoca”. No lo olvide el lector: “Se comprobaron de una manera inequívoca”.
¿Cómo y por quién? Al llegar a este pasaje de su novela policíaca, Kerensky saca a escena a dos revolucionarios polacos bastante conocidos: Ganetsky y Koslovsky y a una señora llamada Sumenson, de la que nadie supo decirnos nada y cuya existencia no ha habido manera de comprobar.
Estos tres individuos eran, al parecer, los agentes mediadores que servían de enlace entre el general alemán y el revolucionario ruso. ¿A título de qué cita Kerensky con ese cometido al polaco Koslovsky ya muerto, a Ganetsky, que goza de excelente salud? Lo ignoramos. Jarmolenko no le dio el nombre de ninguna de estas personas. Estos nombres emergen en las páginas del libro de Kerensky como en los días de Julio de 1917 emergieron inesperadamente en las columnas de los periódicos, como caídos de las nubes, papel que, sin duda alguna, hubo de desempeñar para estos efectos el contraespionaje zarista. He aquí lo que refiere Kerensky: “El agente bolchevique alemán de Estocolmo, encargado de documentos que probaban de una manera irrefutable las relaciones existentes entre Lenin y el alto mando alemán, iba a ser detenido en la frontera ruso-sueca. El contenido de estos documentos nos constaba con todo detalle”. Este agente era, al parecer, Ganetsky. Como vemos, los cuatro ministros, el más inteligente de los cuales era, naturalmente, el propio presidente del Consejo, no habían perdido el tiempo: sabían que un agente bolchevista sacaba de Estocolmo documentos previamente conocidos de Kerensky (“cuyo contenido le constaba con todo detalle”) y que probaban por manera irrefutable, que Lenin estaba al servicio de Ludendorv. ¿Y por qué, si tan bien los conocía, Kerensky guarda en secreto el contenido de esos documentos? ¿Por qué, por lo menos, no nos hace un breve resumen? ¿Por qué no nos dice, aun cuando sólo fuese mediante una ligera alusión, por qué conducto lo había averiguado? ¿Por qué no explica con qué objeto llevaba aquel agente bolchevista los documentos que tan irrefutablemente probaban que los bolcheviques eran agentes de Alemania? Kerensky no dice una palabra de todo esto. ¿Quién será tan necio —nos permitimos preguntar por segunda vez— que dé crédito a sus afirmaciones?
El agente de Estocolmo —se nos dice— no fue detenido. Los notables documentos, cuyo contenido “le constaba con todo detalle” a Kerensky en 1917, pero que en 1928 no cree oportuno comunicar a sus lectores, no pudieron ser confiscados. El agente de Estocolmo se puso en camino, pero no llegó a la frontera. ¿Y todo por qué? Pues porque el ministro de Justicia, Pereversev, que no podía aferrarse a los talones de los perseguidos por no estar en el ajo, se fue de la lengua antes de tiempo y descubrió a los periódicos el gran secreto del abanderado. ¡Y pensar que habían tenido la solución tan cerca, tan al alcance de la mano!
“Los dos meses de trabajo que el Gobierno provisional (y principalmente Terechensko) había dedicado a descubrir los manejos bolchevistas, no condujeron a nada”. Es Kerensky quien lo dice.
“No condujeron a nada”. ¿Pero no se nos había dicho en la página anterior que el resultado de aquellas investigaciones era “verdaderamente anonadador en cuanto a Lenin”, que sus relaciones con Ludendorv se habían “comprobado de modo inequívoco”? ¿Pues cómo resulta ahora que “aquellos dos meses de trabajo no condujeron a nada”? Dígase si todo esto no es de una insigne mentecatez.
Pero no acaba aquí la cosa. Donde mejor resalta acaso la falsedad y la cobardía de Kerensky, es en lo que a mí respecta. Al final de la lista de agentes alemanes a quienes había de detener de orden suya, Kerensky hace esta modesta observación: “Algunos días después, fueron detenidos también Trotsky y Lunatcharsky”. Es el único momento en que me incluye a: mí en la red del espionaje alemán. Y lo hace de un modo sórdido, sin remontarse a cumbres de elocuencia, ni dar su “palabra de honor”. ¡Ya lo creo! Kerensky no podía eludir en modo alguno mi nombre, pues era innegable que su gobierno me había detenido y me había hecho objeto de la misma acusación que a Lenin. Pero es natural que no sintiese grandes deseos ni medios de dedicar floridos párrafos a las pruebas acumuladas contra mí, pues precisamente en punto a mí, fue donde más claramente enseñó su gobierno aquella pezuña de que más arriba hablábamos. La única prueba que adujo contra mí el juez Alexandrov, era que había cruzado por el territorio alemán en el vagón “precintado” en compañía de Lenin. El viejo perro guardián de la justicia zarista, no tenía ni la menor idea, de que el que había hecho el viaje por Alemania en el vagón precintado en compañía de Lenin, no era yo, sino Martov, el caudillo de los mencheviques. No sabía que yo había llegado de Nueva York un mes después que Lenin, Pasando por el campamento de prisioneros del Canadá y por la península escandinava. Tan ridícula y mezquina era la acusación amañada contra los bolcheviques, que aquellos caballeros falsificadores no se tomaron ni siquiera el trabajo de ir a ver a los periódicos cuándo y por dónde había entrado yo en Rusia. A partir de aquel momento, ya estaba descubierto y al desnudo el juez instructor. Le lancé a la cara aquellos sucios papeluchos, le volví la espalda y me negué a seguir hablando con él. Sin pérdida de momento, dirigí una protesta al Gobierno provisional. En este punto es donde mejor resalta la conducta culpable de Kerensky y el crimen que comete con sus lectores. Kerensky sabe perfectamente cuán vil e infundado fue el proceso que se me formó por su judicatura. He aquí por qué se limita a mencionarme de pasada entre los agentes del espionaje alemán, pero sin decir ni una palabra de cómo él y sus tres ministros se colgaban de mis talones en Alemania, mientras yo estaba tan ajeno a aquello, recluido en el campamento de prisioneros del Canadá.
“Lenin no hubiera conseguido jamás destruir a Rusia, a no ser apoyándose en todo aquel poderío material y técnico de la propaganda alemana y del espionaje alemán”. Kerensky se complace pensando que el viejo régimen (incluyéndole a él) no fue derrocado revolucionariamente por el pueblo, sino por los manejos de los espías alemanes. ¡Triste filosofía ésa en que la vida de una gran nación no es más que un juguete a merced del aparato de espionaje de la nación vecina! ¿Y cómo, si al poderío militar y técnico de Alemania le bastaron unos cuantos meses para echar por tierra la democracia de Kerensky y aclimatar artificialmente el bolchevismo, la maquinaria material y técnica de todos los países aliados juntos, no consiguió derrotar en doce años de lucha ese régimen bolchevista, tan artificialmente implantado? Pero, no nos dejemos llevar de consideraciones histórico-filosóficas y atengámonos a los hechos. ¿En qué se tradujo la ayuda técnica y financiera de Alemania? Kerensky no dice nada acerca de esto.
Cierto es que se remite a las Memorias de Ludendorv, pero lo único que de estas Memorias se desprende es que Ludendorv confiaba en que la revolución —primero la de Febrero y luego la de Octubre— desmoralizase los ejércitos zaristas. Mas, para descubrir estos planes de Ludendorv no hacían falta sus Memorias; bastaba con el hecho de que los alemanes hubieran dejado atravesar por su territorio a un puñado de revolucionarios rusos. Para Ludendorv, esto era una pequeña aventura que le dictaba el interés de Alemania en su situación militar difícil. Lenin se aprovechó de los cálculos de Ludendorv para ponerlos al servicio de los suyos propios. Ludendorv pensaba: que Lenin derroque a los patriotas, que ya me encargaré yo luego de acabar con él. Y Lenin: Acepto la oferta de cruzar por Alemania en el vagón con que me brinda Ludendorv, y ya le pagaré el favor a mi manera.
Para demostrar que dos planes históricos antagónicos se encontraban en un punto y que este punto era un vagón “precintado”, no hacía falta el talento policíaco de un Kerensky. Se trata de un hecho histórico. Y de entonces acá, la historia ha tenido tiempo sobrado para echar cuentas y ver cuál de los dos cálculos acertó. El día 7 de noviembre de 1917, se apoderaban los bolcheviques del Gobierno. Un año después, día por día, las masas revolucionarias alemanas, poderosamente alentadas por la revolución rusa, echaban del Poder a Ludendorv ya sus amos. Habían de pasar otros diez años para que ese Narciso democrático maltratado por la historia, volviese a sacar a luz una calumnia imbécil, una calumnia que no va contra Lenin, sino contra un gran pueblo y contra su revolución.

1919: Con la tropa en el frente Polaco
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De Julio a Octubre
El día 4 de junio, la fracción bolchevista leyó en el congreso de los Soviets, convocado para tratar de la acción de guerra que Kerensky preparaba en el frente, una declaración presentada por mí. En ella, hacíamos notar que la acción planeada era una aventura que podía poner en peligro la existencia del ejército ruso. El Gobierno provisional, ajeno a todo, seguía embriagándose con vanos discursos. El ministro consideraba aquella masa de soldados, removida hasta el tuétano por la revolución como una especie de dúctil arcilla con la que podía hacer cuanto se le antojase. Kerensky recorría el frente, juraba, amenazaba, se arrodillaba, besaba el suelo, se hartaba de hacer payasadas sin contestar ni a una sola de las preguntas que atormentaban al soldado. Dejándose llevar por efectismos baratos y apoyado en la mayoría del congreso de los Soviets, ordenó el ataque. Cuando se produjo el desastre que los bolcheviques habían previsto, no se supo hacer cosa mejor que acusar a los propios bolcheviques como culpables. Empezó una campaña furibunda. La reacción, atrincherada detrás del partido de los kadetes, nos acosaba por todas partes y pedía nuestras cabezas.
Las masas habían perdido toda la confianza en el Gobierno provisional. Petrogrado seguía siendo, como en la primera etapa de la revolución, la vanguardia más avanzada. En las jornadas de Julio, esta vanguardia tuvo el primer choque abierto con el Gobierno de Kerensky. No era todavía el alzamiento, que había de sobrevenir; era un simple combate de patrullas. Pero aquel choque bastó para demostrar que Kerensky no tenía detrás de sí, como pretendía, al ejército “democrático”; que las fuerzas en que se apoyaba contra nosotros eran, en realidad, las fuerzas de la contrarrevolución.
Tuve noticia de la sublevación del Regimiento de ametralladores, y de la proclama que dirigían al resto de las tropas y a las fábricas, el día 3 de julio, estando en el palacio de Taurida, durante la sesión. La noticia me sorprendió. El movimiento había brotado por su propio impulso, de su propia conciencia de poder, por iniciativa anónima de abajo. Al día siguiente, tomaba mayores vuelos, alentado ya por nuestro partido. El palacio de Taurida estaba impotente de gente aquel día. No se oían más gritos que éste: “¡Todo el Poder a los Soviets!”. Un tropel sospechoso, que se mantenía retraído a la puerta del Palacio, cogió a Tchernov, Ministro de Agricultura, y lo metió en un automóvil. La multitud no parecía interesarse gran cosa por la suerte que pudiera correr el ministro; sus simpatías no estaban, manifiestamente, de su parte. Pronto se supo dentro que habían detenido a Tchernov y que su persona se encontraba en peligro. Los social-revolucionarios decidieron emplear autos blindados para ir en rescate de su caudillo; estaban nerviosos viendo decrecer su popularidad, y querían enseñar el puño. A mí me pareció que lo mejor era saltar también al coche y ver cómo salíamos de entre aquella multitud, para luego poner en libertad al prisionero. Pero el bolchevique Raskolnikov, teniente de la flota del Báltico, que había traído a la manifestación a los marineros de Cronstadt, insistía, muy excitado, en que era necesario ponerlo inmediatamente en libertad, para que no se dijese que le había detenido su gente. En vista de esto, busqué el modo de acceder a su pretensión. Pero es mejor que le ceda la palabra al propio Raskolnikov. “Es difícil —cuenta el expansivo teniente, en sus Memorias— decir cuánto hubiera durado todavía la excitación turbulenta de la multitud, a no haber sido por la intervención del camarada Trotsky. De un salto, se puso en la delantera del automóvil y, haciendo con el brazo ese gesto enérgico y rotundo del que se ha cansado ya de esperar, demandó silencio. En un instante, hízose un silencio absoluto; no se oía una mosca. Leo Davidovich, con su voz alta, clara, metálica, pronunció un pequeño discurso, que terminó con esta frase: “Todo aquel que desee que se cometa algún acto de violencia contra Tchernov, que levante la mano ”. Nadie despegó los labios —prosigue Raskolnikov—, nadie replicó una palabra. ¡Ciudadano Tchernov, está usted libre! —exclamó Trotsky, con tono solemne—, y volviéndose con todo el cuerpo al Ministro de Agricultura, le invitó con un gesto a salir del coche. Tchernov estaba más muerto que vivo. Yo mismo le ayudé a bajar. El ministro, con el semblante desmadejado y expresión de tortura, subió las escaleras con paso vacilante y desapareció en el vestíbulo de palacio, mientras Leo Davidovich, satisfecho de su triunfo, se alejaba también”.
Prescindiendo del ambiente de patetismo, perfectamente superfluo, la escena está fielmente contada. No importa: la Prensa enemiga no tuvo inconveniente alguno en decir que el causante de la detención había sido yo, que quería que linchasen al ministro. Tchernov, ante estas imputaciones, guardaba silencio pudorosamente: para un ministro “del pueblo” era duro tener que reconocer que no debía la cabeza precisamente a su popularidad, sino a la intercesión de un bolchevique.
No cesaban de enviarnos comisiones, pidiendo, en nombre de los manifestantes, que el Comité ejecutivo se hiciese cargo del Poder. Tcheidse, Zeretelli, Dan, Goz, entronizados en la presidencia como fetiches, no se dignaban dar respuesta alguna a las comisiones, se quedaban mirando para la sala o se miraban, misteriosos e inquietos, unos a otros. Los bolcheviques hicieron uso de la palabra para apoyar las pretensiones de los comisionados, que hablaban en nombre de los soldados y los obreros. Los señores de la presidencia seguían callando. Esperaban, sin duda. ¿Qué era lo que esperaban? Así pasaron varias horas. Ya tarde de la noche, en las bóvedas del palacio, empezaron a sonar gritos de victoria en forma de toques de trompeta. La presidencia resucitaba, como galvanizada por una corriente eléctrica. Alguien vino a comunicar solemnemente que el Regimiento de Wolyn llegaba del frente para ponerse a las órdenes del Comité ejecutivo central. La “democracia” se había convencido de que en toda la gigantesca guarnición de Petrogrado no había un solo cuerpo de tropa del que pudiera fiarse. Fue necesario esperar a que llegase del frente un brazo armado. ¡Cómo cambió de pronto la decoración! Las comisiones fueron expulsadas del salón; ya no había palabra para los bolcheviques. Los caudillos de la democracia decidieron vengarse en nosotros del miedo que les habían hecho pasar las masas. Desde la tribuna del Comité ejecutivo cerníanse sobre la sala tonantes discursos, hablando de una rebelión armada que, afortunadamente, habían sofocado las tropas fieles a la revolución. El partido bolchevique fue declarado partido contrarrevolucionario. Y todo, por la llegada del Regimiento de Wolyn. A los tres meses y medio, este Regimiento se pasaba como un solo hombre al lado de los que derribaron el Gobierno de Kerensky.
En la mañana del día 5 tuve una conversación con Lenin. El asalto de las masas había sido rechazado en toda la línea.
—Ahora —me dijo Lenin— nos fusilarán, primero a uno y luego a otro, ya lo verá usted; es su momento.
Pero Lenin daba excesiva importancia a nuestro enemigo, no porque a éste le faltase la furia, sino porque le faltaban la capacidad y la decisión para actuar. No nos fusilaron, aunque le anduvieron muy cerca. En las calles, todo el mundo era a insultar y golpear a los bolcheviques, y los “junkers” asaltaron y saquearon el palacio de la Tchessinskaia y la imprenta de la Pravda. Toda la calle delante de la imprenta estaba sembrada de cuartillas. Allí hubo de perecer, entre muchos otros originales, el de mi folleto polémico ¡A los calumniadores! La escaramuza de patrullas se convertía en una campaña sin enemigo. Y el adversario quedó vencedor, sin lucha y a poca costa, pues nosotros decidimos no darle batalla. Nuestro partido salió duramente castigado. Lenin y Zinoviev hubieron de ocultarse. Practicáronse numerosísimas detenciones, acompañadas casi todas de sus correspondientes palizas. Los cosacos y los “junkers” les quitaban a los detenidos el dinero, a pretexto de que era dinero “alemán”. Muchos de los que se habían embarcado con nosotros y se decían más o menos amigos nuestros, nos volvieron la espalda. En el Palacio de Taurida nos proclamaron contrarrevolucionarios, lo cual nos dejaba, en realidad, a merced del primero que quisiera quitarnos de en medio. La dirección del partido dejaba bastante que desear. Faltaba Lenin. El ala de Kamenev empezaba a levantar la cabeza. Muchos de los directivos —y entre ellos contábase Stalin— se estaban cruzados de manos, esperando a que se desarrollasen los acontecimientos para dar luego rienda suelta a su sabiduría. La fracción bolchevista del Comité ejecutivo central, sentíase huérfana en aquel Palacio de Taurida. Me envió una comisión a rogarme que tomase la palabra para definir la situación política del momento: yo no estaba todavía afiliado al partido, pues habíamos decidido aplazar este trámite hasta el congreso que estaba a punto de celebrarse. No hay que decir que acepté el encargo muy de buen grado. Aquel compromiso adquirido con la fracción bolchevique me imponía esos deberes morales que imponen las alianzas en una plaza asediada por el enemigo. En mi discurso dije que, pasada esta crisis, nos esperaba un rápido triunfo; que las masas, cuando viesen probada nuestra lealtad a la idea por los hechos, se vendrían entusiastamente con nosotros; que en tiempos como aquéllos había que vigilar de cerca a todos los revolucionarios, pues en momentos tales, los hombres se pesaban en una balanza que no mentía. Todavía me acuerdo —y recordándolo, siento gran satisfacción— del calor y la gratitud con que me acompañó la fracción en aquel discurso. “Fuera de Lenin, ausente del movimiento —decía Muralov—, el único que no ha perdido la cabeza es Trotsky”. Es probable que si escribiese estas Memorias en otras condiciones —aunque en otras condiciones es probable también que no las escribiese— suprimiese mucho de lo que aquí digo. Pero tal como están las cosas, no puedo volverme de espaldas a ese falseamiento del pasado que es la principal preocupación de los epígonos y que tan bien saben organizar. Mis amigos están en las cárceles o en el destierro. No tengo más remedio que decir de mí mismo cosas que en otras condiciones no tendría para qué contar. No se trata tanto, en lo que a mí respecta, de la verdad histórica como de seguir librando una lucha que no ha terminado aún
De aquellos tiempos data mi amistad, inseparable, así en la guerra como en la política, con Muralov. Permítaseme que diga aquí unas palabras acerca de este hombre. Muralov es un viejo bolchevique que luchó por la revolución de 1905 en las calles de Moscú. En las inmediaciones de Moscú, en un lugar llamado Serpuchovo, viose envuelto en un pogromo organizado por los “Cien Negros” y amparado como siempre, por la policía. Muralov es un gigante, a cuyo arrojo, temerario sólo iguala su magnífica bondad. Los enemigos le tenían cercado con otras gentes de izquierda en el edificio del “zemstvo”. Salió del local y avanzó, revólver en mano, hacia la multitud sitiadora, haciéndola retroceder. Pero un puñado de pogromistas combativos le cerró el paso. Los cocheros de punto empezaron a vociferar su júbilo. ¡Paso! —gritaba el gigante sin detenerse, blandiendo el revólver—. Saltaron a él. Muralov dejó a uno muerto en el sitio e hirió a otro. La multitud dio un salto atrás. Y nuestro hombre, sin apresurar el paso, hendiendo la muchedumbre como una quilla, siguió andando a pie hasta Moscú.
Su proceso duró más de dos años y, a pesar de la furibunda reacción desencadenada, acabó con una absolución. Muralov, que era agrónomo de profesión y había sido durante la guerra imperialista soldado de una compañía de automóviles, luchó en Moscú a la cabeza de las masas en las jornadas de Octubre, y después de la victoria fue nombrado Comandante primero de aquella zona militar. Fue el mariscal indomable de la guerra revolucionaria, siempre en su puesto, cumpliendo sencillamente con su deber, sin afectación. Durante las campañas, llevaba a todas partes una propaganda incansable por el hecho; daba consejos agrícolas, segaba la mies y, descansando entre labor y labor, curaba a los hombres y a las vacas. En las situaciones más difíciles, aquel hombre irradiaba serenidad, objetividad y ardor. Cuando hubo terminado la guerra, los dos ambicionábamos pasar juntos las horas libres.
Nos unía, además, la pasión de la caza. Juntos, recorrimos el Norte y el Sur, unas veces detrás de los osos y los lobos, otras veces tirando a los faisanes y a las avutardas. Al presente, Muralov estará cazando en la Siberia, donde purga en el destierro el pecado de pertenecer a la oposición
Muralov no perdió tampoco la serenidad, que fue para muchos refugio, en aquellos días de julio del año 1917. Y eso que todos necesitábamos dominarnos mucho para no pasar con los hombros humillados y la cabeza gacha por los pasillos y los salones del Palacio de Taurida, por entre aquellas miradas cargadas de odio, aquellos cuchicheos preñados de ira, aquel jactancioso darse de codos (¡Miradlos! ¡Miradlos!) y aquel ostensible rechinar de dientes, que era como si a uno le diesen baquetas. No hay nada más airado que uno de esos filisteos “revolucionarios” hinchados y charlatanes, cuando ven que la misma revolución que les ha exaltado de la noche a la mañana, empieza a poner en peligro su magnificencia fugaz. Aquel camino que había que recorrer hasta la cantina del Comité ejecutivo era un pequeño Gólgota.
En la cantina nos repartían té y pan negro untado de manteca con queso o caviar colorado de grano grueso, de que había abundancia en el Smolny, como más tarde en el Kremlin. A medio día, nos daban sopa de berzas y un pedacito de carne. El encargado del buffet del Comité ejecutivo era el soldado Grafov. Cuando más arreciaba la campaña de difamación contra nosotros y Lenin, a quien habían decretado espía alemán, tenía que permanecer escondido en una tienda de campaña, advertí que Grafov procuraba escoger para mí el vaso de té más caliente y el panecillo más relleno. Era evidente que aquel hombre simpatizaba con los bolcheviques, aunque quisiera ocultarlo a sus superiores. Seguí observando. Grafov no estaba solo. Todo el personal subalterno del Smolny, porteros, correos centinelas, se inclinaban a nuestro lado. Entonces comprendí que teníamos andada la mitad del camino. Pero por el momento, sólo la mitad.
La prensa hacía contra los bolcheviques una campaña sin igual en punto a malignidad y villanía, que sólo había de ser superada años más tarde por la sostenida por Stalin contra la oposición. Lunatcharsky hizo en julio algunas declaraciones un tanto equívocas que la Prensa, no sin razón, interpretó en el sentido de que se separaba de los bolcheviques. No faltaron periódicos que me atribuyesen también a mí declaraciones del mismo tenor. El día 10 de julio dirigí al Gobierno provisional una carta en la que me mostraba plenamente solidarizado con Lenin y que terminaba con las palabras siguientes “No hay ninguna razón para que se me excluya de ese decreto por el que se da orden de detención contra Lenin, Zinoviev y Kamenev No hay razón alguna, tampoco, para dudar que yo sea un enemigo tan irreconciliable como los citados camaradas de la política toda del Gobierno provisional”. Los caballeros ministros sacaron la consecuencia lógica e inevitable de aquella carta y me mandaron detener como agente de los alemanes.
En mayo, cuando Zeretelli montaba en colera contra los marinos y mandaba desarmar a los artilleros de la Marina, le predije que no estaba lejano el día en que tendría que acudir a aquellos mismos marinos buscando refugio en ellos contra el general que ensebase la soga para la revolución.
En efecto: en el mes de agosto este general asomaba la cabeza en la persona de Kornilov. Zeretelli imprecó la ayuda de los marineros de Kronstadt, y éstos no se la negaron; el crucero Aurora fondeó en las aguas del Neva. Yo hube de observar, ya a través de los barrotes de la celda, cómo y con cuánta rapidez se realizaba mi predicción. Los marineros del Aurora mandaron una comisión a la cárcel a hablar conmigo, a la hora de las visitas, para que les aconsejase si debían proteger el Palacio de Invierno o tomarlo por asalto. Les recomendé que antes de liquidar con Kerensky quitasen de en medio a Kornilov.
—Lo nuestro —les dije— no nos lo quitará nadie.
—¿Cree usted ?
—¡Estoy seguro!
Mi mujer fue a visitarme a la cárcel con los chicos, que ya habían tenido tiempo por entonces, a formarse una experiencia política propia. Los muchachos estaban pasando el verano en el campo, con la familia de W., un Comandante retirado, amigo nuestro. En esta casa solían reunirse bastantes visitas, oficiales la mayoría de ellos, que entre traguito y traguito, despotricaban a su gusto contra los bolcheviques. En el mes de julio llegó la difamación a su apogeo. Algunos de estos oficiales, no tardaron en partir para el Sur, donde se concentraban los que más tarde habían de ser los cuadros de los blancos. No sé qué joven patriota se permitió decir, estando en la mesa, que Lenin y Trotsky eran espías de los alemanes. Mi chico mayor que oyó aquello, saltó a él con una silla en alto, y el pequeño se levantó también blandiendo un cuchillo de mesa. Las personas mayores hubieron de separar a los contendientes. Los dos hermanos encerráronse en su cuarto y rompieron a llorar amargamente. Estaban empeñados en irse andando hasta Petrogrado a enterarse de lo que hacían allí con los bolcheviques. Por fortuna, llegó la madre, los tranquilizó y los llevó con ella. Pero tampoco salían ganando nada con estar en Petrogrado. Los periódicos se hartaban de cubrir de insultos a los bolcheviques. Su padre estaba en la cárcel. Decididamente, la revolución había frustrado sus esperanzas. Pero no por eso dejaron de fijarse entusiasmados en cómo su madre me alargaba una navaja por entre las rejas del locutorio. Yo los consolé como solía, diciéndoles que la verdadera revolución no había estallado aún.
Las chicas intervenían ya más seriamente en la vida política. Asistían a los mítines del Circo Moderno y tomaban parte en las manifestaciones. En las jornadas de Julio, viéronse arrastradas por un tumulto, en medio de una multitud; una de ellas perdió las gafas, las dos se quedaron sin sombrero y las dos también temieron quedarse sin su padre, a quien apenas habían visto cruzar un momento por ante sus ojos. Por los días en que Kornilov atacó la capital, los encarcelados tuvimos la vida pendiente de un tenue hilillo. Para todos era evidente que si Kornilov lograba entrar en Petrogrado, lo primero que haría sería matar a los bolcheviques apresados por Kerensky. Además, el Comité ejecutivo central temía que las “guardias blancas” de la capital cayesen sobre la cárcel.
Mandaron, pues, un gran destacamento militar para que protegiese la prisión. Pero resultó, naturalmente, que las tropas no eran “democráticas”, sino bolchevistas y que estaban dispuestas a ponernos en libertad en cuanto quisiéramos. Sin embargo, esto hubiera sido la señal para el alzamiento inmediato, y no había llegado todavía el momento. Además, el propio Gobierno empezó a ponernos, a poco, en libertad; inspirado, por supuesto, en los mismos motivos que le habían impulsado a llamar a los marineros bolchevistas para que defendiesen el Palacio de Invierno. De la cárcel me trasladé directamente al Comité de defensa de la revolución, que acababa de constituirse, donde hube de sentarme en torno a una mesa con aquellos mismos caballeros que me habían mandado a la cárcel como agente de los Hohenzoller y que, por lo visto, todavía no habían tenido tiempo para retirar la imputación. Confieso sinceramente que de sólo ver la catadura de aquellos social-revolucionarios y mencheviques, le daban a uno ganas de desear que el tal Kornilov les echase la mano al cuello y se liase con ellos a cintarazos. Pero este deseo, además de ser poco piadoso, era impolítico. Los bolcheviques se engancharon a la defensa de la ciudad y estuvieron por todas partes en los primeros puestos. La experiencia de la intentona de Kornilov vino a completar la que ya teníamos de las jornadas de Julio. Se demostraba otra vez más que los Kerensky y Cía. no tenían detrás de sí ninguna fuerza real propia. Aquel ejército que se levantó en armas contra Kornilov, era el que había de derrocar el régimen en Octubre. Nos aprovechamos del peligro de la hora para armar a los obreros que Zeretelli había venido desarmando todo el tiempo concienzudamente.
La ciudad, aquellos días, permanecía muda. Todo el mundo cataba esperando la llegada de Kornilov, unos con esperanza, otros con miedo. Los chicos oyeron decir que podía presentarse mañana mismo, y al día siguiente, bien temprano, estaban mirando por la ventana, en ropas menores y con los ojazos muy abiertos, a ver si le veían. Pero Kornilov no se presentó. El alzamiento revolucionario de las masas fue tan potente, que el general sublevado se evaporó como una nube. Pero no sin dejar huella: aquella intentona sirvió de mucho a los bolcheviques.
“La venganza —escribí yo por aquellos días— no se hace esperar. Nuestro partido, perseguido, acorralado, calumniado, jamás conquistó tantos adeptos como en estos tiempos últimos. Y esta expansión no tardará en transmitiese de la capital a las provincias, de las ciudades a los pueblos y a los cuarteles Sin dejar de ser ni por un momento una organización de clase del proletariado, nuestro partido, bajo el fuego de las represalias, se ha convertido en el verdadero guía de las masas oprimidas, esclavizadas, defraudadas y acorraladas ”.
Apenas acertábamos ya a llevar cuenta con aquella nube de nuevos afiliados. En el Soviet de Petrogrado, el número de bolcheviques crecía de día en día. Ya estábamos al filo de la mitad. Sin embargo, en la presidencia, no había uno solo. Surgió el problema de la reelección. Les propusimos a los mencheviques y social-revolucionarios una presidencia mixta. Luego, supimos que a Lenin le había disgustado esto, porque temía que detrás de ello hubiese una tendencia conciliadora. Sin embargo, no logramos llegar a un acuerdo. A pesar de que acabábamos de luchar juntos contra Kornilov, Zeretelli se negó a aceptar una presidencia de coalición. Era precisamente lo que nosotros queríamos. No quedaba, pues, más camino que votar por listas. Me pareció oportuno plantear la cuestión de si Kerensky debía o no figurar en la lista de los contrarios. Aunque de un modo formal pertenecía a la presidencia, no aparecía nunca por el Soviet y no se recataba para mostrar, viniese o no a cuento, el desprecio que sentía por él. La pregunta pilló desprevenida a la presidencia. Kerensky no gozaba allí de estimación ni de respeto. No obstante, era mucho pedir que se desautorizase nada menos que al presidente del Consejo. Los señores de la presidencia cuchichearon un rato, y al cabo dieron a conocer la resolución: “¡Naturalmente que debe figurar en la lista!”. Era también lo que nosotros deseábamos. Reproduzco un fragmento del acta de aquella sesión: “Nosotros abrigábamos la creencia de que Kerensky no pertenecía ya al Soviet (gran ovación). Pero, por lo visto, estábamos equivocados. Entre Tcheidse y Sabadell flota la sombra de Kerensky. Y cuando se os proponga que aprobéis la política de la presidencia tened en cuenta —¡no lo olvidéis!— que lo que se os pide es que votéis por la política de Kerensky (gran ovación).” Esto bastó para que se viniesen con nosotros cien o doscientos delegados que estaban indecisos. El Soviet contaba con bastante más de mil componentes. Las votaciones se hacían saliendo por las puertas. En la sala de sesiones reinaba una excitación tremenda. No se trataba de la presidencia.
Tratábase de la revolución. Yo me paseaba por los pasillos, de arriba abajo, con unos cuantos amigos. Calculábamos que nos faltarían unos cien votos para conseguir la mitad, y aun esto lo considerábamos como un triunfo. Luego se vio que teníamos más de cien votos sobre los que sumaba la coalición de social-revolucionarios y mencheviques. Habíamos vencido. Subí a ocupar el sitio del presidente. Zeretelli, en su discurso de despedida, hizo votos porque nos sostuviésemos en el Soviet, por lo menos, la mitad del tiempo que ellos habían estado al frente de la revolución.
Tanto vale decir que nuestros adversarios no nos daban de vida más que unos tres meses. Se equivocaron de medio a medio. Supimos ir, derechos y seguros, a la conquista del Poder.

1919: Afiche de la Guerra Civil
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La noche que decide
Se acercaba la hora decisiva de la revolución. El Smolny estaba convertido en una verdadera fortaleza. Arriba, en los tejados, quedaban como herencia del antiguo Comité ejecutivo unas veinte ametralladoras. El Comandante del Smolny, capitán Grekov, era acérrimo enemigo nuestro. En cambio, el jefe del destacamento de ametralladoras vino a decirme que sus hombres estaban con los bolcheviques. Encargué a alguien —tal vez a Markin— de que repasase las ametralladoras. El diagnóstico fue que estaban en mal estado, abandonadas. Los soldados se emperezaban precisamente porque no tenían el menor deseo de salir a la defensa de Kerensky. Hice que mandasen otro destacamento de ametralladoras, seguro y en buenas condiciones. Estaba amaneciendo el día 24 de Octubre[11]. Yo iba de piso en piso, para no estarme quieto en un sitio, para convencerme de que todo marchaba bien y para infundir ánimos a los necesitados de ellos. Por encima de las losas de aquellos claustros, interminables y envueltos todavía en sombras, oíase el rodar de las ametralladoras arrastradas por los soldados, con un estrépito alegre y bullicioso. Era el nuevo destacamento, avisado por mí. Por las puertas asomaban la cabeza, con cara de susto, los pocos social-revolucionarios y mencheviques que se habían quedado en el Smolny. Aquella música no prometía nada bueno, a sus oídos. Poco a poco fueron desfilando todos, uno detrás de otro, y nos quedamos dueños absolutos de aquel edificio, que se disponía a plantar la bandera bolchevista en la capital y en todo el país.
Por la mañana temprano, me encontré en la escalera con un obrero y una obrera que venían corriendo, jadeantes, de la imprenta del partido a avisar que el Gobierno había prohibido la publicación de nuestro órgano central en la prensa y la del periódico del Soviet de Petrogrado. Dijeron que la imprenta había sido sellada por un agente del Gobierno, que se había presentado en compañía de unos cuantos cadetes de la Escuela Militar. De primera intención, esta noticia nos arredró un poco, con ese poder que tienen los trámites formalistas sobre la razón.
—¿No podemos arrancar el sello? —preguntó la obrera.
—Arrancadlo tranquilamente, y para que no os pase nada os mandaremos una escolta segura —le contesté yo.
—Hay allí cerca —dijo la obrera, muy segura de sí— un batallón de Zapadores, cuyos soldados se encargarán de protegernos.
El Comité revolucionario de guerra dio inmediatamente el siguiente decreto: “1.º Las imprentas de los periódicos revolucionarios deberán abrirse inmediatamente. 2.º Los redactores e impresores proseguirán sus trabajos para la publicación de los periódicos. 3.º El deber y el honor de proteger las imprentas revolucionadas contra cualquier ataque de la contrarrevolución se encomienda a los bravos soldados del Regimiento de Lituania y al 6.º Batallón de Zapadores de la reserva”. La imprenta siguió trabajando ya sin interrupción y los dos periódicos salieron a la calle.
El día 24 surgieron dificultades en la Central de Teléfonos. Los cadetes de la Escuela Militar habían tomado posesión del edificio y, a su amparo, las telefonistas declararon la oposición al Soviet. Se negaban a darnos comunicación. Era el primer acto, episódico todavía, de sabotaje. El Comité militar revolucionario mandó a Teléfonos un destacamento de marineros, que instalaron dos cañoncitos pequeños a la entrada y con esto se restablecieron en seguida, las comunicaciones telefónicas. Empezamos a adueñarnos de los organismos administrativos.
El Comité hallábase reunido en sesión permanente en el tercer piso del Smolny, en un cuarto pequeño que hacía esquina. En aquel cuarto venían a concentrarse todos los informes que se recibían acerca de los movimientos de tropas, el espíritu de los soldados y obreros, las agitaciones en los cuarteles, los planes de los pogromistas, los amaños de los políticos burgueses y de los embajadores extranjeros, la vida en el Palacio de Invierno, las deliberaciones de los antiguos partidos representados en el Soviet. De todas partes se recibían informaciones. Por allí desfilaban obreros, soldados, oficiales, porteros, cadetes socialistas de la Escuela militar, personal doméstico, mujeres de pequeños empleados. Muchos de ellos no hacían más que contarme tonterías, pero otros aportaban datos serios y de valor. Durante la semana anterior yo casi no había puesto los pies fuera del Smolny; me pasaba las noches vestido y tumbado en un sofá de cuero, y dormía en los breves ratos que me dejaban libre, despertado constantemente por los correos, los informadores, los motociclistas, los telegrafistas, las incesantes llamadas al teléfono. Se acercaba el momento decisivo.
Era evidente que ya no había modo de volverse atrás.
En la noche del 24 al 25 de octubre, los vocales del Comité revolucionario se repartieron por los distritos. Yo me quedé solo en el Smolny. Más tarde, se presentó Kamenev. Kamenev era opuesto al golpe, pero venía a pasar esta noche decisiva junto a mí. Nos instalarnos en el cuartito del tercer piso, que en aquella noche, la noche en que había de decidirse la revolución, semejaba al puente de mando de un buque. En la sala de al lado, grande y solitaria, había una cabina telefónica. El teléfono estaba sonando constantemente, para asuntos que unas veces eran importantes y otras sin interés. El timbre subrayaba el silencio expectante. No era difícil imaginarse la ciudad de Petrogrado, abandonada, envuelta por la noche, mal alumbrada, azotada por los vientos otoñales. Los burgueses y los empleados, acurrucados en sus camas, hacían esfuerzos por representarse lo que estaría ocurriendo a aquella hora en las calles, peligrosas y llenas de misterio. Los barrios obreros dormían con ese sueño de vela de los campamentos en pie de guerra. Comisiones y grupos de los partidos del Gobierno, agotados e impotentes, deliberaban en los palacios de los zares, donde los fantasmas vivos de la democracia se daban de bruces con los fantasmas todavía no esfumados de la monarquía. De tiempo en tiempo, la seda y los dorados del salón se hunden en la oscuridad: no hay carbón bastante. En los distritos de la ciudad montan la guardia destacamentos de obreros, marineros y soldados. Los jóvenes proletarios van armados de fusil y llevan el torso ceñido por las cartucheras de las ametralladoras. Las patrullas de las calles vivaquean calentándose junto a las hogueras. En dos docenas de teléfonos se concentra toda la vida intelectual de la ciudad, que en esta noche de otoño alza la cabeza para salir de una época y entrar en otra.
A aquel cuarto del tercer piso vienen a parar los informes de todos los distritos, barrios y suburbios. Todo está previsto, al parecer; los caudillos en sus puestos, las comunicaciones aseguradas, nada se ha olvidado. Nueva revisión mental. Esta noche es la que decide.
La víspera, dije en mi informe ante los delegados del segundo congreso del Soviet, y lo dije con una absoluta convicción: “Si no cedéis no habrá guerra civil. Nuestros enemigos capitularán instantáneamente y vosotros ocuparéis sin lucha el lugar que os corresponde, que por derecho os pertenece”. No hay por qué dudar en el triunfo de un alzamiento de esta naturaleza. Y, sin embargo, con estas horas de una preocupación profunda y tensa, pues esta noche es la que decide.
El Gobierno ha movilizado a los cadetes de la Escuela Militar y ayer dio al crucero Aurora, fondeado en el Neva, orden de levar anclas. La dotación del Aurora la forman aquellos mismos marineros bolchevistas a quienes en el mes de agosto se presentara Zeretelli, sombrero en mano, a pedirles que defendiesen el Palacio de Invierno contra Kornilov. Los marinos se han dirigido al Comité militar revolucionario preguntando qué deben hacer. Y esta noche el Aurora continuará en el mismo sitio en que ayer estaba. Me telefonean de Pavlovsk diciendo que el Gobierno reclama de allí artillería, que ha pedido a Zarskoie Selo un batallón de asalto, a Peterhov el envío de fuerzas de la Escuela de insignias. Kerensky tiene acuartelados en el Palacio de Invierno a los cadetes de la Escuela militar, a gran número de oficiales y a los batallones de mujeres. Doy orden a los comisarios para que repartan por el camino de Petrogrado patrullas seguras que cierren el paso a las tropas pedidas por el Gobierno y manden agitadores que salgan a su encuentro. Todas nuestras conversaciones se cursan telefónicamente y pueden ir a parar, en su integridad, a manos del Gobierno. Pero es posible que éste ya no disponga ni siquiera de medios para sorprenderlas. “Y si no conseguís persuadir a las tropas para que no sigan adelante, echad mano a las armas. Me respondéis de esto con la cabeza”. Se lo repito varias veces, pero sin estar muy seguro todavía de la eficacia de mis órdenes. La revolución es aún demasiado confiada, bondadosa, optimista y ligera.
Todavía le gusta más amenazar con las armas que emplearlas. Sigue confiando en la eficacia de la palabra y la persuasión. Y de momento, no se equivoca. Las concentraciones de elementos enemigos se evaporan al solo, contacto de su cálido aliento. El día 24, dimos orden de que a la primera intentona de los “Cien negros” para organizar pogromos en las calles, se echase mano a las armas y se reprimiese el intento despiadadamente. Pero los enemigos no se atreven a salir a la calle. Están ocultos. La calle es nuestra. Nuestros comisarios montan la guardia en todos los caminos que conducen a Petrogrado. La Escuela de insignias y los artilleros no han acudido al llamamiento del Gobierno. Sólo una parte de los cadetes de Oranienbaum pudo deslizarse al amparo de la noche por entre nuestras mallas, seguida de cerca por mis llamadas telefónicas. La aventura acabó mandando parlamentarios al Smolny. El Gobierno provisional busca en vano donde apoyarse. El suelo vacila bajo sus pies.
La guardia exterior del Smolny ha sido reforzada por un nuevo destacamento de ametralladoras.
Las comunicaciones con todas las fuerzas de la guarnición son permanentes. En todos los regimientos hay compañías de vela sobre las armas. Los comisarios están preparados, atentos al primer aviso. En el Smolny se encuentran delegados de todos los cuerpos de tropa, a disposición del Comité militar revolucionario para en caso de que se interrumpan las comunicaciones. De todos los distritos de la ciudad se lanzan a la calle destacamentos armados, llaman a las puertas o las abren sin llamar y ocupan militarmente todos los edificios públicos. Estos destacamentos se encuentran casi en todas partes con amigos que los habían estado esperando impacientemente. Comisarios especiales, nombrados al efecto, vigilan en las estaciones los trenes que llegan y salen, principalmente los transportes de soldados. No se ve por ningún lado motivo de inquietud. Todos los puntos importantes de la ciudad caen bajo nuestro poder, casi sin resistencia, sin lucha, sin víctimas. El teléfono nos manda de todas partes la consigna: “¡Aquí, nosotros!”.
Todo va bien. No puede ir mejor. Podemos dejar un momento el teléfono. Me siento en el sofá. La tensión nerviosa cede. Por ello mismo, siento que una vaga oleada de cansancio me sube a la cabeza. “¡Deme usted un pitillo!”, le digo a Kamenev. Todavía fumaba, aunque no regularmente. Le doy dos grandes chupadas al cigarrillo y apenas si tengo tiempo a decir para mis adentros: “¡Esto no más faltaba!”, cuándo pierdo el conocimiento. La propensión a caer desvanecido ante un dolor físico fuerte o un gran malestar, era herencia de mi madre. Un médico tomó pretexto de ello para achacarme epilepsia. Cuando recobré el conocimiento, vi cerca de mí la cara de Kamenev, toda asustada.
—¿Quiere usted que vaya a buscarle alguna medicina? —me preguntó.
—No, mejor sería —le dije después de una breve reflexión— que buscásemos algo de comer. Intento acordarme de cuándo he comido, la última vez y no lo consigo: debo de llevar un día entero sin probar bocado.
Por la mañana, me lanzo sobre la prensa burguesa y la conciliadora. Ni una palabra acerca del alzamiento, ya iniciado. Los periódicos se habían hartado de clamar tanto y tan furiosamente acerca del alzamiento armado que se avecinaba, acerca de los saqueos, los arroyos de sangre que correrían, las violencias, etc., que no se dieron cuenta siquiera de que el alzamiento había empezado ya. La prensa daba pleno crédito a nuestras negociaciones con el estado mayor e interpretaba como indecisión nuestras declaraciones diplomáticas. Entre tanto, los destacamentos de soldados, marineros e individuos de la Guardia roja, ejecutando las órdenes que recibían del Smolny, sin caos, sin lucha en las calles, casi sin disparar un tiro, sin derramamiento de sangre, iban ocupando un edificio público tras otro.
El buen burgués se frotaba los ojos, asustado, ante el nuevo régimen. ¿Pero es posible que los bolcheviques hayan conquistado el Poder, es posible? Una comisión de la Duma municipal se me presentó a hacerme unas preguntas verdaderamente peregrinas, inefables: si planeábamos alguna Manifestación y cuál y para cuándo, advirtiéndome que la Duma municipal debía “tener conocimiento de ello con veinticuatro horas de antelación”; qué medidas había tomado el Soviet para salvaguardar la seguridad y el orden público, etc., etc. Yo les contesté exponiéndoles cuál era la doctrina dialéctica acerca de la revolución y propuse a la Duma municipal que erigiese un delegado para que le representase en el Comité revolucionario. Esto les aterró más que la misma sublevación Concluí, como siempre, aplicando el criterio de la defensa armada:
—Si el Gobierno emplea el hierro, nosotros contestaremos con el acero.
—¿Nos disolverán ustedes, por haber sido contrarios a la entrega del Poder a los Soviets?
—La Duma municipal —les contesté—, tal como se halla constituida, ya no responde a la realidad, y si surgiese algún conflicto, propondríamos al pueblo que fuese a unas nuevas elecciones, donde se decidiría.
La comisión se retiró con la misma prudencia con que había venido, pero dejando detrás de sí una sensación segura de victoria.
¡Cuánto han cambiado las cosas en esta noche! No hace más que tres semanas que hemos conseguido la mayoría en el Soviet de Petrogrado. No éramos casi, más que una bandera, sin imprenta propia, sin caja, sin secciones. Todavía la noche anterior acordaba el Gobierno prender al Comité militar revolucionario y andaba buscando nuestras señas. Y he aquí que, de pronto, se presenta una comisión de la Duma municipal ante estos revolucionarios “proscritos” para preguntarles qué suerte va a ser la suya.
El Gobierno seguía reunido como siempre en el Palacio de Invierno. Pero más que. Gobierno era una sombra de sí mismo. Políticamente, puede decirse que ya no existía. Durante la jornada del 25 de Octubre, el Palacio de Invierno viose poco a poco cercado de tropas. Hacia la una de la tarde hablé en el Soviet de Petrogrado acerca de la situación. La reseña publicada en el periódico describe mi informe del modo siguiente: “Declaro, en nombre del Comité revolucionario de guerra, que el Gobierno provisional ya no existe (aplausos). Algunos Ministros han sido detenidos ya (bravo). Los demás serán hechos presos dentro de unas horas o en plazo de pocos días (aplausos).
La guarnición revolucionaria, que se ha puesto a las órdenes del Comité revolucionario de guerra, ha disuelto el anteparlamento (gran ovación). Hemos pasado la noche en vela, observando por teléfono cómo las secciones de los soldados revolucionarios y de las guardias obreras cumplían calladamente con su misión, mientras el buen burgués dormía tranquilamente, sin sospechar siquiera que entretanto un Poder nuevo se alzaba sobre las ruinas del antiguo. Las estaciones, las centrales de Correos y Telégrafos, la Agencia de Telégrafos de Petrogrado, el Banco Nacional, están ocupados por nuestras tropas (gran ovación). El Palacio de Invierno no ha sido tomado aún pero su suerte se decidirá dentro de pocos minutos (aplausos).”
Esta noticia escueta da una idea falsa del ambiente de aquella asamblea. En mi recuerdo se conservan los datos siguientes, que vienen a completar el informe de los periódicos. Al comunicar yo el cambio de Gobierno que se había operado aquella noche, se produjo un silencio tenso que duró varios segundos, tras de lo cual estalló el aplauso; pero no un aplauso ruidoso, sino reflexivo. La sala se mantenía en una actitud expectante ante los acontecimientos. Cuando la clase obrera se disponía a lanzarse a la lucha, estaba poseída de un entusiasmo indescriptible. Pero ahora, cruzado ya el umbral de Poder, este entusiasmo apasionado cedía el paso a la reflexión y a la preocupación. En este repliegue psicológico, palpitaba un instinto histórico, certero, ya que ante nosotros acechaban todavía las grandes resistencias de un mundo que no se resignaba a morir. La lucha, el hambre el frío, el desorden, la sangre y la muerte. ¿Podremos con todo esto?, se preguntaban muchos en silencio. De aquí el semblante de preocupación y de cuidado. ¡Podremos!, contestaban todos. En la lejanía apuntaban peligros nuevos, pero por el momento velaba la sensación de nuestro gran triunfo y esta sensación nos cantaba en la sangre. Las masas le dieron expresión en el recibimiento delirante que tributaron a Lenin, el cual, después de cuatro meses de ausencia, volvió a presentarse en público, por vez primera, en esta reunión.
Ya bien caída la tarde, esperando a que se abriese el Congreso del Soviet, Lenin y yo nos fuimos a descansar a un cuarto próximo al salón de sesiones, en el que no había más que sillas. No sé quién nos puso unas mantas en el suelo, y alguien —creo que fue la hermana de Lenin— nos tendió unas almohadas. Nos tumbamos el uno al lado del otro. Los cuerpos y las almas se distendieron, como muelles que se aflojan después de una tremenda tensión. Era un descanso bien ganado. Pero no podíamos conciliar el sueño. Nos pusimos a hablar a media voz. Lenin va estaba definitivamente tranquilo por la dilación del alzamiento, que tanto le había preocupado. Sus temores se disipaban.
En su voz, había tonos de una gran cordialidad. Me preguntó por las patrullas e individuos de la Guardia roja.
—¡Es un cuadro maravilloso ver a los obreros armados de fusil junto a los soldados, calentándose a las hogueras! —repetía en tono conmovido—. ¡Al fin hemos conseguido unir al soldado con el obrero!
De pronto, se incorporó para preguntarme:
—¿Y el Palacio de Invierno? ¿No está tomado todavía? ¿Supongo que no pasará nada, eh?
Hice ademán de levantarme para ir al teléfono a informarme de lo que hubiese, pero me retuvo.
—Estese usted quieto, que ya encargaré yo a alguien que pregunte.
Sin embargo, el descanso no había de durar mucho. En el salón de al lado, comenzaba la sesión del congreso del Soviet. La hermana de Lenin, Ulianova, vino corriendo a donde yo estaba: —¡Está hablando Dan, y le llaman a usted!
Dan, al que le faltaba la voz, hacía reproches a los “conspiradores” y profetizaba el fracaso inevitable del alzamiento. Exigía que formásemos una coalición con los social-revolucionarios y los mencheviques. ¿De modo que los partidos que, ayer todavía, cuando estaban en el Poder, atizaban la campaña contra nosotros y nos mandaban a la cárcel, venían hoy, después que los habíamos derribado, a buscar una inteligencia con los vencedores? Me levanté a contestar a Dan y en su persona a una etapa ya superada de la revolución: “No estamos ante una conspiración, sino ante un alzamiento. El alzamiento del pueblo en armas no necesita de justificación. Nosotros no hemos hecho más que templar la energía revolucionaria de los obreros y los soldados. No hemos hecho más que forjar abiertamente para el alzamiento la voluntad de las masas. Y ahora, cuando el alzamiento ha triunfado, se nos viene a proponer que renunciemos a la victoria y sellemos un pacto.
¿Con quién? Con vosotros, que no sois nada ni representáis nada; con unos quebrados e insolventes que ya no tienen misión alguna que cumplir y que no quieren resignarse a ser arrastrados a las barreduras de la historia, de las que forman parte desde hoy”. Era la última réplica nuestra en aquel gran diálogo que se había iniciado el 3 de abril, en el momento de llegar Lenin a Petrogrado.
Notas
[11] Según el cómputo antiguo, que en Rusia era todavía, por entonces, el oficial. Es la fecha que corresponde en el calendario occidental al 6 de noviembre. He aquí por qué a la Revolución rusa se la llama unas veces la Revolución de Octubre y otras la de Noviembre.

1919: Con Bela Kun, Alfred Rosmer, Frunze y Gusev
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El “trotskismo” en 1917
Desde el año 1904, me había mantenido al margen de las dos fracciones socialdemócratas. En la revolución del 5 al 7, trabajé identificado con los bolcheviques. Durante los años de la reacción, defendí en la prensa marxista internacional contra los mencheviques los métodos de la revolución, aunque sin perder las esperanzas de que los mencheviques se orientasen en un sentido izquierdista, y, animado por esta esperanza, hube de hacer una serie de tentativas en torno a la fusión. Hasta que no estalló la guerra no me convencí definitivamente de que aquellos esfuerzos eran inútiles.
En Nueva York escribí en los primeros días del mes de marzo una serie de artículos dedicados a estudiar las fuerzas de clase y las perspectivas de la revolución rusa. Por aquellos días, Lenin enviaba de Ginebra a Petrogrado sus “Cartas desde lejos”. Aquellas dos series de artículos, escritas desde dos puntos separadas por el Océano, coinciden en el análisis y en el pronóstico. Las fórmulas fundamentales a que llegábamos —posición ante la clase campesina, ante la burguesía, ante el gobierno provisional, ante la guerra, ante la revolución internacional— eran las mismas. He aquí cómo, sobre la piedra de toque de la historia, se contrastaba el “trotskismo” con el “leninismo”, y el contraste realizábase bajo condiciones químicamente puras. Yo no podía conocer la posición adoptada por Lenin, sino que partía de mis supuestos propios y de mi propia experiencia revolucionaria. Y, no obstante, acusaba las mismas perspectivas y la misma línea estratégica que él.
¿Es que en aquellos tiempos la cosa era ya tan clara, que la conclusión hubiera de ser igual para todos? No, ni mucho menos. La posición de Lenin fue, durante todo aquel tiempo —hasta el día 4 de abril de 1917, en que llegó a Petrogrado— una posición personal y exclusiva. A ninguno de los directivos del partido residentes en Rusia —ni a uno sólo— se le había ocurrido antes poner proa a la dictadura del proletariado ni a la revolución social. La asamblea del partido en que, víspera de llegar Lenin, se reunieron unas cuantas docenas de bolcheviques, demostró que allí no había nadie que pasase de la democracia. No en vano se han mantenido secretas hasta hoy las actas de aquella asamblea. Stalin votó en ella por sostener al Gobierno provisional de Gutchkov y Miliukov y por la unión de los bolcheviques con los mencheviques. Una posición semejante, si no más oportunista todavía, adoptaron Rykov, Kamenev, Molotov, Tomsky, Kalinin y todos los demás caudillos y sotacaudillos de hoy. Jaroslavsky, Ordchonikidse, Petrovsky, actual presidente del Comité central ejecutivo ucraniano, y otros, en unión de los mencheviques, publicaban en Jakutsk durante la revolución de Febrero, un periódico titulado El Socialdemócrata, en que no, hacían más que desarrollar las banales doctrinas del oportunismo, provinciano. Dar hoy a la luz los artículos de aquel Socialdemócrata, redactados por Jaroslavsky, equivaldría a matarle intelectualmente, si a un hombre como a él pudiera causársele una muerte intelectual. ¡Tales son los hombres que hoy montan la guardia al “leninismo”! Ya sé yo que en diversos momentos de su vida, estos hombres se han hartado de andar detrás de Lenin, copiando sus palabras y sus gestos. Pero a comienzos de aquel año 1917, no tenían al maestro delante. La situación era difícil. Entonces precisamente era cuando había que demostrar si habían aprendido algo o no en la escuela de Lenin, y de qué eran capaces sin tenerle cerca. Que me digan el nombre de uno de los que figuran en sus filas, de uno solo, que hubiera sido capaz de acercarse siquiera por cuenta propia a aquella posición adoptada por Lenin en Ginebra o en Nueva York por mí. Difícil será que puedan hacerlo. La Pravda, de Petrogrado, dirigida por Stalin y Kamenev hasta la llegada de Lenin, quedará siempre como un documento probatorio de la limitación mental, la miopía y el oportunismo de aquellos hombres. Sin embargo, la masa del partido y la clase obrera en conjunto iban desplazándose, por la fuerza de las cosas, en la dirección acertada, que era la lucha por la conquista del Poder. No había otro camino, ni para el partido ni para el país.
Para defender en los años de la reacción la perspectiva de la revolución permanente, hacía falta tener una penetración teórica de que ellos no eran capaces. Para alzar, en el mes de marzo del año 1917, la consigna de la lucha por el Poder les hubiera bastado, acaso, con un poco de instinto político. Ni uno sólo de los caudillos de hoy —ni uno siquiera— tuvo la penetración ni el instinto necesarios. Ni uno sólo fue capaz, en marzo de 1917, de remontarse, sobre la democracia de las izquierdas pequeñoburguesas. Ni uno siquiera pudo aprobar el examen de Historia.
Yo llegué a Petrogrado un mes después que Lenin, que fue cabalmente el tiempo que me retuvo Lloyd George en el Canadá. Cuando llegué, me encontré con que la situación, dentro del partido, había cambiado notablemente. Lenin apelaba a las masas contra sus lamentables conductores.
Empezó a luchar sistemáticamente contra aquellos “viejos bolcheviques que —como escribió por aquellos días— no es la primera vez que desempeñan un triste papel en la historia de nuestro partido, repitiendo, venga o no a cuento, fórmulas aprendidas de memoria, en vez de molestarse en estudiar las características de la nueva realidad viviente”. Kamenev y Rykov intentaron oponer resistencia. Stalin guardó silencio y se hizo a un lado. No hay un sólo artículo de aquella época en que Stalin intente siquiera analizar su política pasada y abrirse un camino hacia la posición adoptada por Lenin. Se limitó a callar. Había asomado demasiado la cabeza con sus desdichadas orientaciones en el primer mes de la revolución, y era mejor recatarse en la sombra. No alzó la voz ni puso la pluma sobre el papel en parte alguna para salir a la defensa de Lenin. Se hizo a un lado y esperó. En los meses de mayor responsabilidad, en que se preparó teórica y políticamente el asalto al Poder, Stalin no existió políticamente.
Cuando yo llegué a Rusia, había todavía muchas organizaciones socialdemocráticas en que marchaban unidos los bolcheviques y los mencheviques. Era la consecuencia lógica de la postura adoptada por Stalin, Kamenev y otros al comienzo de la revolución y durante la guerra. Aunque hay que reconocer que la posición Stalin durante la guerra no la conoce nadie, pues tampoco creyó oportuno dedicar una sola línea a esta cuestión, que parece bastante importante. Hoy, los manuales de los “Cominters” repartidos por el mundo entero —citaré los de la juventud comunista de Escandinavia y los “pioniers” de Australia— se hartan de repetir que, en agosto de 1912, Trotsky intentó unir a los bolcheviques con los mencheviques. En cambio, no dicen, que ya en marzo de 1917, Stalin propugnaba por la fusión de los bolcheviques con el partido de Zeretelli, y que hasta mediados del año 1917, Lenin no consiguió sacar de una vez al partido de aquella charca en que lo habían metido los caudillos provisionales de entonces y epígonos de hoy. El hecho de que ni uno sólo de ellos, al estallar la revolución, supiera penetrar en su sentido ni comprender sus derroteros, quiere interpretarse hoy como, una gran profundidad dialéctica, para contrarrestar las herejías de los que tuvieron el atrevimiento de comprender el pasado y prevenir el futuro.
Recuerdo que poco después de llegar a San Petersburgo, le dije a Kamenev que yo estaba identificado en un todo con las famosas “tesis de abril” de Lenin, en que se marcaba la nueva orientación del partido, y Kamenev me contestó: “¡Naturalmente!”. Antes de ingresar formalmente en el partido, hube de intervenir en la elaboración de los documentos más importantes del bolchevismo. Y a nadie se le ocurrió entonces preguntarme si me había desprendido del “trotskismo”, como en el período de la decadencia y de los epígonos me habían de preguntar mil veces los Cachins, los Thälmanns y demás usufructuarios de la revolución de Octubre. Las únicas reclamaciones en que tal vez resaltase por entonces el contraste entre el “trotskismo” y el “leninismo” eran las que, durante el mes de abril, hacían los directivos del partido a Lenin acusándole de compartir mis ideas.
Kamenev lo hacía de una manera abierta y obstinada. Los demás más veladamente y con mayor cautela. Docenas de “viejos bolcheviques” me dijeron, al llegar yo a Rusia: “Ahora está usted de enhorabuena”. No tuve más remedio que demostrarles que Lenin, no se había “pasado” a mi posición, sino que desarrollaba la suya propia y que la marcha de las cosas, sustituyendo el álgebra por la aritmética, arrojaba unidad de nuestras doctrinas, como era en efecto.
En aquellas primeras reuniones que tuvimos, y más aún después de las jornadas de Julio, Lenin, bajo aquella apariencia de tranquilidad y de sencillez “prosaica”, daba la impresión de un hombre extraordinariamente concentrado y de enormes preocupaciones interiores. Por aquellos días, la kerensquiada parecía omnipotente. El bolcheviquismo era “un puñado de hombres que tendía a desaparecer”. Al menos, así opinaba el Gobierno oficialmente. Nuestro partido no había cobrado aún la conciencia de sí mismo ni del porvenir que le estaba reservado. Y, sin embargo, Lenin lo conducía con paso firme hacia la gran batalla. Yo me enganché al trabajo y le ayudé desde el primer día.
Dos meses antes del alzamiento de Octubre, escribí: “Para nosotros, el internacionalismo no es una idea abstracta que no tenga más misión que ser violada siempre que la ocasión se presente (como lo es para Zeretelli o Tchernov), sino un principio directo orientador y profundamente práctico. Nosotros no concebimos que nuestro triunfo pueda ser seguro y definitivo sin la revolución europea”. A los nombres de Zeretelli y Tchernov no podía agregar todavía, por entonces, el de Stalin, el filósofo del “socialismo en un solo país”. Mi artículo terminaba con las palabras siguientes: “¡La revolución permanente contra la permanente matanza! Tal es la lucha en que se debate el destino de la humanidad”. Este artículo apareció impreso el día 7 de septiembre, en el órgano central del partido, y fue editado luego en forma de folleto. ¿Por qué mis críticos de hoy callaron entonces ante mi consigna herética de la revolución permanente? ¿Dónde estaban? Unos, como Stalin, esperaban, mirando cautelosamente para todos lados; otros, como Zinoviev, se habían metido debajo de la mesa. Pero hay otra pregunta que importa más que ésta: ¿Cómo es que Lenin se allanó tan tranquilamente a mi doctrina? En punto a la teoría, aquel hombre no conocía la indulgencia ni la transigencia. ¿Cómo, pues, toleró aquella prédica del “trotskismo” en el órgano central de la Prensa bolchevista?
El día 1.º de noviembre de 1917, en una sesión del Comité de Petrogrado —el acta de esta sesión, histórica por todos conceptos, se mantiene en secreto—, Lenin dijo que, desde que me había convencido de que era una quimera la unión con los mencheviques, “no había mejor bolchevique” que yo. Con esto, ponía bien a las claras, y no era la primera vez, que lo que nos había mantenido separados no era la teoría de la revolución permanente, sino otra cuestión secundaria, aunque importante también: la posición ante el menchevismo.
A los dos años de triunfar nuestro movimiento, Lenin, volviendo la vista atrás, escribía: “En el momento de conquistar el Poder e implantar la República de los Soviets, el bolchevismo supo atraerse a los mejores elementos entre los que figuraban en las corrientes del pensamiento socialista más afines a él”. ¿Puede caber ni una sombra de duda que Lenin, al acentuar aquello de las corrientes más afines al bolchevismo, quería referirse, muy en primer término, a lo que llaman ahora el “trotskismo histórico”? ¿Qué otra corriente había más afín al bolchevismo que la que yo representaba? ¿A quién si no quiso referirse? ¿Acaso a Marcel Cachin? ¿O a Thielmann? Para Lenin, en aquel momento en que tendía la vista sobre el pasado del partido, el “trotskismo” no podía ser una corriente hostil ni extraña, sino, por el contrario, la corriente del pensamiento socialista más afín a la representada por él.
Como vemos, el verdadero curso que siguieron las ideas no se parece en nada a esa caricatura falseada que se han sacado de la cabeza los epígonos, aprovechándose de la muerte de Lenin y de la ola de la reacción.

1919: Con Lenin y L. B. Kamenev, en el II Congreso
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En el Poder
Aquellos días fueron días extraordinarios, así en la vida del país como en la nuestra personal. La tensión de las pasiones sociales y de las fuerzas personales alcanzaba su máximo apogeo. Las masas estaban creando una época y los directores sentían que sus pasos iban al unísono con los pasos de la historia. En aquellos días se tomaban, acuerdos y se dictaban órdenes de que dependía el destino de un, pueblo para toda una época histórica. Y, sin embargo, estos acuerdos apenas se discutían. No me atrevo a decir, pues no es verdad, que los sopesásemos y meditásemos debidamente antes de tomarlos. Eran acuerdos improvisados. Pero no por ello eran peores. El torrente de los acontecimientos tenía tal fuerza, era tan claro lo que había que hacer, que hasta los acuerdos de mayor responsabilidad se tomaban a escape, sobre la marcha, como algo evidente, con la, misma evidencia con que eran aceptados y cumplidos. El camino estaba trazado de antemano. No había más que llamar a los problemas y a las fórmulas por su nombre, no hacía falta ponerse a probar nada ni hacer nuevas apelaciones y llamamientos. La masa comprendió perfectamente, sin dudas ni vacilaciones, lo que la situación por sí misma le imponía. Los “directores”, acuciados por los acontecimientos, limitábanse a dar expresión a lo que cumplía a las necesidades de la masa y a las exigencias de la historia.
El marxismo se considera como la expresión consciente del proceso inconsciente de la historia.
Pero este proceso “insconsciente” —inconsciente en sentido histórico-filosófico, no psicológico— sólo se funde con su consciente expresión en sus cimas culminantes, cuando las masas, por un desencadenamiento arrollador, rompen las compuertas de la rutina social y plasman victoriosamente las necesidades más profundas de la evolución histórica. En instantes como éstos, la suma conciencia teórica de la época se fragua con los actos más inmediatos de las masas más bajas y miserables y más alejadas de la teoría. Esta unión creadora de lo consciente y lo inconsciente